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Alguien había tomado en préstamo de la biblioteca Orman el único ejemplar existente de Una desaparición en los campos. Brian sabía lo que eso significaba: que algún otro de la clase se le había adelantado. Pero todavía quedaba alguna esperanza. Consultó la ficha informatizada del libro y, a través de ella, pudo ver que la biblioteca pública tenía un ejemplar del libro. Se dirigió en su coche hasta allí, con Johnny Cash desgranando «Ring of Fire» a través del estéreo, mientras la lluvia descargaba con fuerza sobre su parabrisas.
Mientras conducía, Brian iba pensando en Deanna Ward. Y pensando también en su doble, la chica de la caravana en Bell City.
«Nos sorprendió a todos lo mucho que se parecía a Deanna», había dicho a la clase el hombre que hacía el papel del detective Thurman. «Era casi una copia idéntica, excepto que era... distinta de alguna manera.»
El lunes a primera hora de la tarde, mientras el resto de la clase de lógica se reunía en el Seminario y Mary resolvía el enigma de la desaparición de Polly, Brian estaba trabajando en los hornos en otro florero de cristal para su madre. E intentaba apartar a Polly de su mente.
Pero esa noche estaba pensando en el libro del que le había hablado horas antes Bethany Cavendish. La mera idea de su existencia le producía como una punzada de hambre, que no podía dejar de sentir por más que intentase reprimirla. Regresó a Chop, comenzó otro vaso de vidrio, pero, incluso antes de colocar el tubo de soplar en el horno, ya pensaba de nuevo en el libro.
La cuestión era esta: posiblemente él, Brian, hubiese jugado un pequeño papel en este drama. Por el hecho de haber conocido en la fiesta de los Dekes a una chica llamada Polly, había intervenido en la mitología creada por Leonard Williams. ¿No debería, pues, interesarse por algo en lo que estaba implicado personalmente, aunque fuera de forma indirecta? , se preguntaba ahora Brian mirando el horno incandescente.
¿Y qué decir de la segunda historia, la real? ¿No debería sentirse interesado por Deanna Ward, una chica que llevaba veinte años desaparecida?
Había decidido acudir a la biblioteca pública, y ahora, incapaz de luchar contra aquella necesidad de averiguar más, conducía por Pride Street en dirección al centro de la población. Cuando entró en la biblioteca no había nadie, a excepción de la bibliotecaria. Encontró el libro fácilmente. Lo habían bajado del lugar que le correspondía en la estantería y se hallaba de lado, apartado de los demás libros, prueba de que algún otro había estado consultándolo allí antes que él. El título aparecía impreso con gruesas letras rojas en la cubierta como para dar impresión de estar escrito con sangre. En la tapa posterior le sonreía una fotografía de Leonard Williams. Un Williams más joven, de presencia más cuidada. Tenía el rostro más delgado, con la sombra de un fino bigote sobre el labio superior. El libro había sido publicado en 1995 por la Winchester University Press. «Leon Williams es profesor de la Universidad de Winchester en DeLane, Indiana», se decía en la semblanza biográfica del interior de la solapa. «Una desaparición en los campos es su primer libro. Vive con su esposa en DeLane.»
Mientras Brian rellenaba la ficha de salida del libro, la bibliotecaria, una mujer de edad madura que daba clases de técnicas de estudio en la universidad, lo observó con curiosidad. De inmediato, sin vacilar, él pensó: «Actor».
—¿Le gustan las novelas de intriga que abordan hechos reales? —le preguntó con ánimo de darle conversación, con un acento cerrado cuyo origen resultaba difícil situar.
—No —respondió Brian—. Tengo que leer este para una clase, nada más.
—Ah... Está bastante bien. El autor vino aquí en una ocasión para dar una conferencia. Williams. Tal vez fuera a raíz de su publicación. Sí... Comentó que tenía alguna información más sobre el tema, aunque dijo que no podía divulgarla. Prometió un nuevo libro para la primavera. Pero han pasado casi cinco años de eso.
Brian salió de la biblioteca con el libro y se metió en su coche para volver al campus. Giró a la derecha en dirección a Pride, que se convertía en calle de un solo sentido hacia el centro de DeLane, y la siguió hasta el cruce con la autopista 72, que era el camino más rápido. La autopista se hunde y gira hacia Montgomery Street, que sortea el río Thatch y asciende después una colina en dirección a Winchester.
Cuando iba a tomar la dirección de Montgomery distinguió a su derecha una figura agachada entre la maleza. Al principio pensó que se trataba de una ilusión óptica; un animal, probablemente. Pero antes de que le diera tiempo de acelerar, la figura se incorporó y salió de la maleza. Levantaba un brazo, indicándole que se detuviera. «Una mujer.»
Brian detuvo la furgoneta y se arrimó al arcén. Bajó el cristal de la ventanilla del acompañante. La mujer inclinó el cuerpo para asomarse al interior y dijo jadeando:
—Tiene usted que ayudarme.
La mujer le resultaba familiar, de algún modo, pero no conseguía situarla. ¿La habría visto en Winchester? Reinaba la oscuridad y las densas nubes ocultaban la luna.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Brian ya había abierto la portezuela y la mujer se había metido dentro del coche. Llevaba puesto un vestido de cóctel desgarrado, y su rostro estaba rasguñado y sangrante. Tenía las uñas de los dedos negras por el barro. Brian siguió hacia Winchester, atento a la respiración jadeante y agitada de la mujer, que miraba siempre al frente, nunca a él, con ojos espantados y abiertos de par en par.
—¿Qué le ha ocurrido? —se decidió a preguntarle finalmente—. ¿Necesita que la lleve al hospital?
La mujer sacudió la cabeza con suavidad. El viento que se colaba por la ventanilla abierta helaba hasta el tuétano los huesos de Brian. La mujer ni siquiera parecía notarlo, a pesar de llevar los brazos desnudos.
—Por aquí —le dijo, indicándole Turner Avenue. Bajaban directamente por Turner, la calle que bordeaba el límite sur del campus.
Brian se detuvo en el semáforo de delante del edificio Gray, y unos cuantos estudiantes cruzaron la calle. La mujer, que no había pronunciado más que aquella única frase desde que la recogió, dijo entonces:
—Le dije que no. Le dije que no lo hiciera. «Se lo dije.»
Lloraba ahora. Brian observó un pequeño corte en su sien, del que manaba sangre. El conductor del coche que tenía detrás hizo sonar su claxon y Brian levantó la vista y vio que la luz del semáforo había cambiado a verde. La mujer tenía el rostro oculto entre las manos, y él le preguntó:
—¿Quién? ¿Quién le ha hecho daño? —La mujer sacudió la cabeza de nuevo, en un intento de recuperar el control de sí misma. Le hizo una señal para que girara hacia Pride:
—Mi marido tiene una embarcación —dijo, y de pronto Brian cayó en la cuenta de quién era—. Y hay un hombre que se ocupa de ella por encargo nuestro. Es... un antiguo policía. Aquí. —Brian tomó a la derecha por Pride Street—. Va a verla de cuando en cuando, más que nada para mantener alejados a los chicos. —Se detuvo y le indicó a Brian una calle lateral para que Brian se metiera en ella—. Anoche fui al barco... , para limpiar cosas... ya sabe. Preparándolo para unos invitados que tendremos el próximo fin de semana. Él se presentó de pronto y subió a bordo. Yo, al principio, no sabía quién era. Intenté librarme de él, pero se negó. No paraba de zarandearme, de arañarme la cara. Estaba furioso. Estaba... Bueno, me fue imposible detenerlo. Me tapó los ojos y me llevó fuera, a algún lugar... , a ese... cuarto, o lo que fuese. No lo sé. No podía ver nada. No vino nadie. Estuve allí lo que me parecieron horas, sin que nadie viniera.
»Hasta que, al cabo, regresó. Regresó y me quitó la venda de los ojos y vi que estaba en ese garaje. Había una motocicleta, con las piezas sueltas a su alrededor. Dijo que me mataría si le contaba a alguien lo que había hecho. Dijo... —Se echó las manos a la cara y prorrumpió en sollozos entrecortados.
»No quiero que mi marido lo sepa —le dijo a Brian—. Lo matará si lo averigua. Lo matará sin más. —Le indicó con un movimiento de muñeca un camino en fuerte pendiente que arrancaba de Pride Street, y se pararon delante de su casa, con el motor en marcha. Dentro estaban encendidas todas las luces y, aparentemente, el viejo estaría esperándola. Brian no se sentía capaz de moverse, paralizado por el temor. Como pudo, le preguntó si necesitaba ayuda para entrar.
—Estoy bien —le susurró la mujer.
Salió de la furgoneta y cerró la portezuela tras ella. Luego le dio las gracias a través de la ventanilla abierta. La noche era desapacible. Demasiado oscura también. El negro y destrozado vestido de Elizabeth Orman desapareció en el camino hacia la casa y reapareció luego, cuando se abrió la puerta de entrada, en el interior de la franja de luz que salía de la sala. Hasta que finalmente se perdió.