8

No se puede decir que Dennis Flaherty lamentara hacerlo. Más bien todo lo contrario: deseaba poder hacerlo otra vez. Durante todo el día había estado deseándola, teniendo hambre de ella como si la mujer fuera una especie de sustento para él. Su único momento de respiro había sido la repulsiva clase de lógica del doctor Williams; pero ahora que había vuelto ya a su cuarto en la casa de los Taus, sentía aquel deseo otra vez.

Elizabeth. De algún modo, su nombre era más poderoso aún que su cuerpo, un cuerpo del que él había gozado explorándolo toda una tarde en el sanctasanctórum del yate del viejo. Con el decano dormitando en cubierta, el rumor del río debajo y Elizabeth enseñándole cosas acerca de sí mismo que él nunca hubiera soñado que pudieran ser ciertas.

Al día siguiente de la fiesta para recaudar fondos ella le había llamado para preguntarle si le gustaría salir a navegar con ella y el decano por el río Thatch. Su voz era inexpresiva, casi profesional, aunque ocultaba algo.

—¡Pues claro! —dijo él. Y añadió—: ¿De qué va la cosa, Elizabeth? —Pero ella ya había colgado. Estaba decidido todo y ya no había posibilidad de volverse atrás.

Habían salido en el yate de crucero del viejo, una embarcación llamada El Dante, que él tenía amarrada en una grada de la marina del condado de Rowe. Puesto que los domingueros de la ciudad irrumpían a menudo en la marina y causaban daños en las embarcaciones, el decano Orman se había visto obligado a contratar como vigilante particular a un policía retirado llamado Pig, que daba vueltas por el aparcamiento armado con una linterna y proyectaba su luz sobre las gradas más o menos cada dos horas durante la noche.

Era uno de los últimos calurosos fines de semana del final del verano, y el lago se había visto atestado de muchachos surcándolo con lanchas rápidas. La gigantesca estela de los pontones enervaba al viejo y lo obligaba a luchar contra el timón. Habían zarpado con rumbo a Little Fork, desde donde podía verse la Universidad de Winchester por encima de las copas de los árboles.

—Es allí adonde vamos —explicó el decano Orman—. Es un lugar tranquilo.

Condujeron el yate hasta una caleta, y anclaron en su sombra.

Orman se llevó el Times a proa, donde había una zona de sol que marcaba en cubierta una sombra dentada cortándola. Y Dennis y Elizabeth fueron a nadar juntos. Los dos sabían lo que iba a ocurrir: se lo habían estado comunicando en silencio toda la mañana. Cuando la boca del anciano se relajó y quedó abierta por el peso de la quijada, mientras la cabeza se inclinaba hacia atrás en un extraño ángulo y el ejemplar del Times quedaba suelto encima de su pecho, regresaron al yate, subieron a él y bajaron sigilosamente bajo cubierta. Había allí una pequeña cabina. Una cama. Sábanas de raso que estaban como acartonadas por semanas de no haberse acostado nadie en ellas. Y una mohosa y sucia almohada sin funda. Dennis apenas cabía en la cama: las plantas de sus pies, al tenderse en ella, daban con el frío plástico de la mampara de la embarcación. Estaba desnudo y débil. Esperó. Se decía a sí mismo que estaba haciendo aquello por una buena razón: para romper de una vez con ella. Iba a ser difícil, violento, severo. El yate cabeceaba en la corriente y con cada cabeceo el corazón de Dennis se sobresaltaba. Lo más probable era que el anciano se despertara y bajara las escaleras para encontrarse con los dos allí.

Elizabeth se quitó el bañador mojado y lo dejó amontonado en el suelo junto a sus torneados pies. Se había afeitado el pubis, dejando solo una pequeña y fina flecha de vello. Dennis vio en su desnudez una especie de juventud, una cierta jovialidad que jamás le había visto en sus encuentros en la biblioteca. ¿Qué edad tenía Elizabeth? ¿Treinta y cinco años? ¿Cuarenta? Él aún no lo sabía, pero, en cualquier caso, parecía diez años más joven que eso. De repente se le mostraba dolorosamente bella y, sin darse en realidad cuenta de lo que estaba haciendo, se vio a sí mismo extendiendo el brazo hacia su cuerpo, tocándola y empujándola hasta tenerla debajo de él.

Pero hasta allí llegaba todo el poder que tenía Dennis sobre Elizabeth Orman. Su plan, como le había sugerido Jeremy Price, había sido inmovilizarla así, penetrarla unas cuantas veces, procurando que le resultara lo más horrible que ella fuese capaz de imaginar, para que en adelante fuera irrelevante cualquier cosa que pudiera pasar entre ellos. Pero ella no estaba dispuesta a nada de eso. Se sentó a horcajadas encima de él. Y empezó a montarlo, con el movimiento de sus caderas secundando el ritmo deslizante y cristalino del Thatch que fluía por debajo de ambos. «¿Qué clase de mujer se afeita el coño?», se preguntaba entre tanto Dennis. Pero, antes de darse cuenta, él ya se estaba corriendo, abandonándose a sí mismo en la frenética estela, con el chapoteo de la caleta convertido ahora en un ruido ronco que surgía de la garganta de Elizabeth montada encima de él, con la cabeza echada hacia atrás y las manos sosteniendo sus propios pechos.

Después se tendió sobre él, enlazados sus miembros como montones de sogas, y escucharon los lengüetazos del río.

—Siento haberme... —dijo él. Pero ella le puso un dedo sobre los labios para hacerlo callar.

—No te preocupes —le susurró. Y, por alguna razón que ni siquiera sabría decir, Dennis le hizo caso.

Cuando ya había pasado un buen rato, a Dennis lo despertó la voz del viejo gritando el nombre de su mujer. Intentó levantarse de la cama de un salto para recoger sus ropas, pero Elizabeth lo obligó a seguir acostado:

—Chis... —le dijo y fue a ponerse de nuevo el bañador. Después se detuvo un instante antes de abrir la puerta, como preparándose, y tras esto subió a ver a su marido, diciendo en un tono demasiado jovial para el gusto de Dennis—: ¿Sí, querido?

El muchacho lo oyó preguntar:

—¿Dónde está Dennis?

—Durmiendo la siesta —replicó Elizabeth.

Al llegar a este punto, Dennis tenía el hombro apoyado contra la puerta, temeroso de que al viejo se le ocurriera bajar a la cabina hecho una furia para dejarlo sin sentido a puñetazos.

Pero, en lugar de eso, oyó un chapoteo, como de alguien zambulléndose. Y, después, otro ruido igual. Se puso a toda prisa su bañador y volvió a cubierta. El sol se había desplazado durante su sueño, y ahora la caleta estaba casi completamente en la sombra. Cuando el viejo lo vio, le gritó desde el agua:

—¡Salte usted también!

Dennis lo hizo, y los tres se pusieron a nadar juntos en la tarde, como si nada hubiera sucedido.

Dennis, con todo, no conseguía apartarla de su mente. Su cuerpo, su nombre... , su ritmo... ¡Era tan diferente de la torpe y patosa Savannah Kleppers...! Savannah quería que las luces estuvieran apagadas y el estéreo a todo volumen, para que los demás de la casa no los oyeran. Quería que Dennis se pusiera encima o, si no, se le pasaban las ganas. Lloraba después de practicar el sexo, tanto si había gozado como si no, y las lágrimas le bajaban en regueros por los hombros y el pecho, con lo que él siempre temía preguntarle qué había ido mal, por qué estaba llorando, ya que pensaba que su respuesta podría de alguna manera tener algo que ver con él.

Con Elizabeth Orman, sin embargo, no había nada de eso. Nada privado, nada emotivo, nada importante... salvo la salvaje erupción del placer. Y por eso estaba ahora allí, contemplando el techo de la casa de la fraternidad, sin pensar en ninguna otra cosa.

Cuando ya no pudo más, la llamó a casa, por la línea privada que ella le había dado a escondidas el domingo durante el viaje de regreso al campus. Al oír el sonido de su voz, Dennis casi se cayó al suelo sintiendo flojas sus rodillas y una sensación de vacío en las entrañas.

—Tengo que ir a verte —le susurró.

Instantes después se hallaba en el campus, ya lunes por la noche, caminando por Montgomery Street. Sabía que debería haber estado estudiando para el examen de economía que les iban a poner próximamente, pero a lo hecho pecho. Y ya no tenía más posibilidad de reprimir aquel sentimiento que la impensable de detener el tiempo.

Después de un fin de semana con temperaturas que habían rozado los veintisiete grados, sobre Winchester aparecían los primeros indicios del otoño. El viento era recio, un viento frío otoñal, y las hojas de los árboles adquirían ya un vivo tono rojizo. Caían sus primeras hojas, que eran arrastradas por el viento para girar en torno a la estatua de El Científico, erigida en honor de la gran amistad que unió durante toda la vida al decano Orman con Stanley Milgram. Dennis pasó caminando por el surtidor que había frente al edificio Carnegie, que estaba ya atascado por las hojas caídas. Había a su alrededor unos cuantos estudiantes, cuyas palabras se llevaba el viento sin que Dennis retuviera ninguna. Ni una sola de ellas. Veía desde allí las luces de la casa de los Orman, una vivienda de dos plantas construida en Grace Hill. Normalmente hubiera ido en coche hasta allí, pero Elizabeth le había dicho que entrara por la puerta lateral y apagara los faros en el camino de acceso. «¡Y una mierda! —había pensado—. Iré caminando.» No estaba dispuesto a subir sin faros la empinada pendiente de la colina. Se imaginó a sí mismo perdiendo el control del volante, desviándose hacia el césped y yendo a estrellarse contra la ventana de la fachada del viejo. ¡Menudo escándalo! El peligro que pudiera derivarse de todo aquello tenía el aliciente de una intriga. Daniel el Travieso hacía finalmente honor a su apodo.

Ella lo hizo entrar por la puerta lateral de la casa, que estaba completamente a oscuras por dentro; Dennis supuso que el viejo se habría ido pronto a la cama. Caminaron de puntillas a través de la cocina y se detuvieron un momento a besarse en la sala. Elizabeth vestía una túnica y desprendía una fragancia a sales de baño y esmalte de uñas. Él buscó a tientas bajo la túnica y la magreó febrilmente como si fuera un estudiante de instituto, pero ella se volvió y lo guió escaleras arriba. Recorrieron un pasillo, a mitad del cual ella le indicó con la uña pintada de rojo una puerta cerrada. El viejo.

Entraron luego en la habitación de invitados. Otra cama estrecha, otra almohada sin funda. No hizo apenas caso de él en la cama mientras lo tendía allí mismo y, después, se quitó la túnica. Su piel resplandecía a la luz de la luna que se filtraba por los visillos. Dennis se hubiera corrido de inmediato si lo hubiese tocado. Pero fue la misma rutina: Elizabeth cabalgando sobre él, presionando su bajo vientre, con la cabeza echada hacia atrás y aquellas manos de uñas rojas como sosteniendo sus pechos. Dennis apenas tardó un instante en experimentar la turbia sensación que recorría su cuerpo y después se precipitó todo mientras ella le tapaba suavemente la boca para que no pudiera gritar.

Más tarde, una vez que Elizabeth se hubo dormido, Dennis se vistió y salió de la habitación. La casa estaba en completo silencio y sus pasos levantaban crujidos. Bajó las escaleras hasta la oscuridad de la sala de estar. Desde allí desanduvo el camino por el que había llegado al pie de la escalera, en dirección a la cocina. Y, en el instante en que doblaba un recodo junto a la chimenea en la que ardían unos leños, vio una luz. Se agazapó enseguida, paralizado, intentando encontrar otra salida, otra puerta. Y, entonces...

—¿Quién anda ahí? —Era la voz del anciano.

Dennis se quedó inmóvil, pegado al suelo, bajo la luz encendida de pronto. Por extraño que parezca, estaba sereno. Debió de ser tal vez la serenidad del soldado, el momento de calma antes de la batalla. Pero lo cierto es que no se movió hasta que vio la cabeza del viejo asomando por encima de él:

—¿Qué está haciendo aquí, hijo? —le preguntó el decano Orman.

—Trato de imaginar una forma de escapar de su casa, señor —respondió Dennis. Había descubierto ya que la sinceridad más brutal funcionaba en tales situaciones mucho mejor que las más embarazosas y fantásticas mentiras. Aunque tenía que reconocer que jamás se había encontrado anteriormente en una situación como aquella.

—Sígame.

Dennis entró en la cocina. El viejo estaba comiendo un emparedado en un rincón. Había acercado hasta allí un taburete de bar y tenía delante una revista abierta en la encimera.

—Tiene que saber una cosa —le dijo en tono casi indiferente, sin apartar los ojos de la revista—. No es usted el primero.

Dennis no dijo nada. Solo podía estarse allí quieto, avergonzado, escuchando. El viejo lucía unos calzoncillos cortos tipo bóxer, y una de aquellas camisetas sucias que los Taus calificarían de «espanta-esposas». Era solo un viejo; al que se suponía vulnerable, débil, tal vez medio chiflado... , pero allí estaba interrogando a Dennis.

—Hubo aquel chico inglés... —dijo lastimeramente el decano Orman—, el futbolista. Luego el muchacho californiano del que se enamoró el pasado año. Ha habido profesores y todo eso. Y ahora usted. —Dio un mordisco al emparedado, se llevó los dedos a la lengua y volvió una página de la revista—. Es simplemente algo que solemos hacer. Lo acordamos hace mucho tiempo. No hay amor en este matrimonio. Jamás lo hay a nuestra edad... , a mi edad. ¿Cree usted que aún son aplicables aquellas promesas de fidelidad conyugal?

—Yo no... —empezó Dennis.

—¡Pues claro que no! —lo interrumpió el decano Orman—. Eso es absurdo. Llega un momento en que no puedes soportar la forma como camina, la postura como se sienta en el váter, la manera como se equivoca al emparejar tus condenados calcetines... Pero así es el mundo hijo. Tienes que acostumbrarte a ello. —Otro mordisco al emparedado, otra página que pasa.

Dennis se preguntaba si ya habría acabado, si aquello era todo lo que quería decirle. Pero el anciano prosiguió:

—Por supuesto que yo también tengo mi propia... debilitas. Hay dos jóvenes secretarias que vienen a verme de vez en cuando, y Elizabeth nos observa, aunque no le hace ninguna gracia. Dice que es impropio. Pero lo que realmente quiere decir, por supuesto, es que no está bien para un hombre de mi edad hallarse en el mismo espacio, en la proximidad, de dos jóvenes guapas. Ah... , sí. Bueno.

Dennis fue hacia la puerta. La abrió a la noche y el fuerte viento le dio en la cara, helándola hasta el hueso.

—¿La quiere? —le preguntó el decano.

—No —respondió Dennis. Con demasiada rapidez, acaso.

—Aquel chico inglés la quería. Fue un tanto fastidioso, fastidioso. Horrible. El muchacho llorando en el sofá. Elizabeth de pie allí rompiéndole el corazón y trayéndole kleenex como una madre amante. ¡Toda una escena! Yo lo seguí todo desde arriba, desde la galería. —Se rió al recordar la escena y sacudió la cabeza como para librar de ella sus pensamientos.

—Adiós, doctor Orman —se despidió Dennis.

—Aguarde —lo llamó el viejo. Dennis retrocedió hacia la cocina—. Quería preguntarle por su clase. La mencionó usted la otra noche. La que tiene con Leonard.

—Con el doctor Williams, sí. —Aquel nombre le resultaba divertido, inadecuado. Leonard...

—¿Qué piensa de ella?

—Bueno... Es... diferente —reconoció Dennis.

—Sí. Me lo imaginaba. Pero... ¿qué tal le cae a usted ese profesor?

—Todavía no sé cómo tomarlo. Es demasiado pronto.

—Déjeme que le diga algo acerca de Leonard Williams, muchacho —dijo el decano. Levantó la vista de la encimera para mirar a Dennis a la cara por primera vez, y hubo algo grave en aquel movimiento, algo marcadamente cruel—: No es un buen hombre. En realidad, muchos de ustedes quisieron librarse de él hace unos pocos años, cuando estalló aquel escándalo con su libro.

—¿Su libro? —preguntó Dennis, recordando lo que Orman había dicho en la fiesta.

—Sí. El asunto del plagio. Confuso, por lo demás. Casi nos arruinó a todos, empezando por aquellos que habíamos apoyado su contratación. Aquellos a los que nos debía su puesto. Debería haber sido su final, pero tiene amigos leales en el departamento, personas que dirán que es un genio. Y realmente es brillante. De eso no cabe ninguna duda.

—Ha montado un juego en la clase —dijo Dennis. No sabía por qué lo decía; tal vez solo para congraciarse con el decano, para ponerlo de su parte. «Implica a Williams, tíldalo de loco —pensó—. Mira por ti mismo.»

—¿Un juego? —preguntó el viejo.

—Muy tonto, por cierto. Es... una especie de investigación detectivesca. Como un caso que tenemos que resolver.

—Ah, sí —dijo Orman—. Ya he oído hablar de ello. Esos enigmas y juegos... , la gente dice que está obsesionado por ellos. Es parte de su imagen de profesor brillante, supongo. Pero no se trata de eso, ¿verdad? No... , claro que no. Todos somos brillantes... , unos más que otros. Pero la cuestión es otra: ¿es un buen representante de esta universidad? Porque se ha demostrado, una y otra vez, que hay muchas dudas al respecto. Oh... , ya sé. Piensan que estoy paranoico... , que soy un viejo chiflado. Que estoy loco. Piensan que estoy demasiado chapado a la antigua para las prácticas docentes de Williams... Pero en este caso hay algo... Algo aparte de la personalidad de ese hombre.

—Yo también lo he notado —admitió Dennis. Quería seguir por ahí, pero debía tener mucho cuidado con sus palabras. Como su padre le decía a menudo acerca de la vida académica, lo mejor era no crearse demasiados enemigos.

—Verá usted, Dennis... Voy a rogarle una cosa... bueno, no... , lo dejaremos en una simple petición, considerando la ascendencia que tengo sobre usted... Voy a pedirle que se mantenga alejado de él. Si le pide que vaya a verlo a su despacho, no lo haga. Si se cruza con él en el campus, siga caminando. Sus padres no querrían que usted se metiera en algún lío, estando a mi cuidado, ¿verdad? —El viejo mostró una sonrisa sardónica, exhibiendo sus dientes amarillos y cortos.

Dennis asintió y salió a la intemperie, cerrando cuidadosamente la puerta tras él.