Capítulo XXVII
SE ABRE EL ABISMO
Tenía la mente llena de aprensión por el futuro y muchas dudas mientras me desplazaba entre las multitudes de londinenses que me ovacionaban en su hora de merecido júbilo después de todo lo que habían pasado. Para la mayoría de ellos el peligro de Hitler, con sus duras pruebas y sus privaciones, parecía haberse esfumado en este momento de gloria. El despiadado enemigo contra el que habían luchado durante más de cinco años se había rendido sin condiciones. Lo que les quedaba por hacer a las tres potencias victoriosas era establecer una paz justa y duradera protegida por un documento mundial, hacer regresar a casa a sus soldados, junto a sus añorados seres queridos, y comenzar una época dorada de prosperidad y progreso. Nada más ni, como seguramente pensaban estas personas, nada menos.
Sin embargo esta imagen tenía otra cara. Todavía no se había conquistado Japón. Todavía no había nacido la bomba atómica. El mundo estaba confuso. El principal lazo del peligro común que había unido a los grandes aliados se había desvanecido de golpe. En mi opinión, la amenaza soviética ya había reemplazado al enemigo nazi aunque todavía no existía ninguna alianza contra ella. En Gran Bretaña también habían desaparecido los cimientos de la unidad nacional sobre los que se había mantenido con tanta firmeza el gobierno durante la guerra. Nuestra fuerza, que había superado tantas tormentas, no duraría bajo la luz del sol. Entonces, ¿cómo conseguiríamos ese acuerdo definitivo, capaz por sí solo de compensarnos de los duros esfuerzos y los sufrimientos de la lucha? No podía quitarme de la cabeza el temor de que los ejércitos victoriosos de la democracia se dispersarían muy pronto y que todavía nos aguardaba la verdadera prueba y la más dura. Yo ya había presenciado todo esto. Recordaba ese otro día de júbilo, casi treinta años antes, cuando conduje con mi esposa desde el Ministerio de Municiones, en medio de similares multitudes llenas de entusiasmo, en dirección a Downing Street para felicitar al primer ministro. Entonces, como ahora, yo veía la situación mundial en su totalidad. Pero entonces por lo menos no había ningún ejército poderoso al que tuviéramos que temer.
Lo primero que pensé fue en una reunión de las tres grandes potencias y esperaba que el presidente Truman pasara antes por Londres. Como veremos, desde los círculos influyentes de Washington presionaban al nuevo presidente con otras ideas muy diferentes. El tipo de actitud y de perspectiva que se había notado en Yalta se fortaleció. Se decía que Estados Unidos tenía que procurar no dejarse arrastrar hacia ningún antagonismo con la Rusia soviética. Pensaban que eso estimularía la ambición británica y que abriría una nueva brecha en Europa. La política correcta, por otra parte, sería que Estados Unidos se mantuviera entre Gran Bretaña y Rusia como un mediador amistoso, o incluso como un arbitro, tratando de reducir sus diferencias con respecto a Polonia o a Austria e intentando apaciguar la situación para alcanzar una paz serena y feliz que permitiera que las fuerzas estadounidenses se concentraran contra Japón. Truman debió de sentir con mucha intensidad estas presiones. Es posible que su instinto natural, como han demostrado sus actos históricos, fuese diferente. Evidentemente yo no podía medir las fuerzas que actuaban en el centro neurálgico de nuestro principal aliado, aunque en seguida fui consciente de ellas. Sólo podía sentir la amplia manifestación del imperialismo soviético y ruso avanzando sobre unas tierras indefensas.
Era evidente que el primer objetivo tenía que ser una conferencia con Stalin. Menos de tres días después de la rendición alemana envié un cable al presidente proponiéndole que lo invitáramos a una conferencia. «Mientras tanto, espero de todo corazón que el frente estadounidense no se aleje de las líneas tácticas establecidas actualmente»[77]. Respondió de inmediato que prefería que fuera Stalin quien propusiera la reunión y que esperaba que nuestros embajadores lo indujeran a sugerirlo así. A continuación, Truman declaró que él y yo debíamos aparecer en la reunión por separado para evitar toda sospecha de «confabulación». Al acabar la conferencia esperaba visitar Inglaterra si se lo permitían sus obligaciones en Estados Unidos. No pasé por alto la diferencia de punto de vista que transmitía su telegrama pero acepté el procedimiento que proponía.
Por esas mismas fechas envié al presidente Truman el telegrama que podría llamarse del «telón de acero». De todos los documentos públicos que escribí acerca de esta cuestión preferiría que me juzgaran por éste.
Estoy muy preocupado por la situación europea. Sé que la mitad de la Fuerza Aérea estadounidense que había en Europa ya ha comenzado a dirigirse hacia el frente del Pacífico. Los periódicos hablan mucho de los grandes desplazamientos de los ejércitos estadounidenses que salen de Europa. Es probable que también nuestros ejércitos, siguiendo lo acordado previamente, experimenten una notoria reducción. Seguro que se marcha el Ejército canadiense. Los franceses están débiles y es difícil tratar con ellos. Es evidente que dentro de muy poco tiempo la fuerza de nuestras armas en el continente habrá desaparecido a excepción de unas fuerzas moderadas para contener a Alemania.
2. Mientras tanto, ¿qué va a ocurrir con Rusia? Siempre he apoyado la amistad con Rusia pero, igual que a usted, me preocupa mucho su distorsión de las decisiones de Yalta, su actitud con respecto a Polonia, su abrumadora influencia en los Balcanes, exceptuando Grecia, las dificultades que plantean acerca de Viena, la combinación del potencial ruso y los territorios que están bajo su control u ocupados por ellos, todo esto unido a la táctica comunista en tantos otros países y, sobre todo, su capacidad para mantener sobre el terreno ejércitos muy numerosos durante mucho tiempo. ¿Cuál será su posición dentro de un año o dos cuando el ejército británico y el estadounidense se hayan disuelto y el francés no se haya formado todavía a gran escala, cuando tengamos un puñado de divisiones, en su mayoría francesas, y cuando Rusia decida mantener doscientas o trescientas en servicio activo?
3. Bajan un telón de acero sobre el frente. No sabemos lo que ocurre detrás. No parece caber duda de que todas las regiones situadas al este de la línea Lübeck-Trieste-Corfú pronto estarán totalmente en sus manos, a lo que debemos añadir otra extensión enorme, conquistada por los ejércitos estadounidenses, entre Eisenach y el Elba, que supongo que será ocupada por las fuerzas rusas dentro de pocas semanas cuando se retiren las estadounidenses. El general Eisenhower tendrá que tomar medidas de todo tipo para evitar otra inmensa huida hacia el oeste de la población alemana a medida que se produzca este enorme avance moscovita hacia el centro de Europa. Entonces el telón volverá a descender en gran medida, aunque no del todo. De este modo una ancha franja de muchos cientos de kilómetros de territorio ocupado por los rusos nos separará de Polonia.
4. Mientras tanto nuestros pueblos estarán distraídos, castigando a Alemania, que está en ruinas y abatida; a su vez, dentro de muy poco tiempo, Rusia tendrá la posibilidad de avanzar, si así lo desea, hasta las aguas del mar del Norte y el Atlántico.
5. Sin duda, ahora es fundamental llegar a un acuerdo con Rusia o averiguar en qué posición estamos con respecto a ella antes de debilitar mucho nuestros ejércitos o de retirarnos a las zonas de ocupación. La única manera de hacerlo es mediante una entrevista personal. Le agradecería mucho su opinión y su consejo. Sin duda podemos asumir la postura de que el comportamiento de Rusia será impecable, lo que evidentemente nos brinda la solución más conveniente. Resumiendo, me parece que esta cuestión de un acuerdo con Rusia antes de que desaparezca nuestra fuerza eclipsa a todas las demás.
Transcurrió una semana antes de que volviera a tener noticias de Truman sobre las cuestiones principales. El veintidós de mayo me cablegrafió diciendo que le había pedido a Joseph E. Davies que viniera a verme antes de la triple conferencia para hablar de varias cuestiones que prefería no discutir por cable.
Davies había sido embajador de Estados Unidos en Rusia antes de la guerra y se sabía que el régimen contaba con toda su simpatía. De hecho había escrito un libro sobre su misión en Moscú, que también se produjo en forma de película, que en muchos sentidos mitigaba el sistema soviético. Por supuesto, de inmediato hice preparativos para recibirlo y pasó la noche del día veintiséis en Chequers. Mantuve con él una conversación muy larga. Lo más importante de lo que tenía que proponerme era que el presidente tenía que encontrarse con Stalin en algún lugar de Europa antes de reunirse conmigo. Indudablemente esta sugerencia me dejó atónito. No me había gustado que en un mensaje anterior el presidente aplicara el término «confabulación» a una reunión entre él y yo. Gran Bretaña y Estados Unidos estaban unidos por lazos de principios y por acuerdos sobre política en muchos sentidos y ambos estábamos en profundo desacuerdo con los soviéticos en muchas de las cuestiones más importantes. El hecho de que el presidente y el primer ministro británico hablaran sobre estos puntos que teníamos en común, como habíamos hecho con frecuencia en tiempos de Roosevelt, no merecía una expresión despectiva como «confabulación». En cambio, que el presidente pasara por alto a Gran Bretaña y se reuniera a solas con el jefe de Estado soviético habría sido sin duda no un caso de «confabulación», porque eso era imposible, pero sí un intento por alcanzar un entendimiento particular con Rusia sobre las cuestiones principales en las que nosotros y los estadounidenses estábamos de acuerdo. No estaba dispuesto a aceptar, bajo ninguna circunstancia, lo que me parecía una afrenta a nuestro país, aunque no fuera deliberada, después de los fieles servicios prestados a la causa de la libertad desde el primer día de la guerra. Me opuse a la idea implícita de que las nuevas disputas que surgían entonces con los soviéticos fueran una cuestión entre Gran Bretaña y Rusia porque Estados Unidos estaba tan involucrado y comprometido como nosotros mismos. Se lo dejé bien claro a Davies en nuestra conversación, que también abarcó todo el ámbito de los asuntos relacionados con el este y el sur de Europa y, para que no hubiera errores, redacté y le entregué un acta formal en tal sentido. El presidente la recibió con amabilidad y comprensión y me sentí contento de que todo estuviera bien y que nuestros queridos amigos no pasaran por alto la justicia de nuestro punto de vista.
Más o menos por la misma época en la que el presidente Truman envió a Davies a verme le pidió a Harry Hopkins que fuera a Moscú como su enviado especial para volver a intentar llegar a un acuerdo de trabajo sobre la cuestión polaca. Aunque no se encontraba bien, Hopkins emprendió valerosamente el viaje a Moscú. Su amistad con Rusia era bien conocida y recibió una acogida muy amistosa. En realidad fue la primera vez que se avanzó un poco. Stalin estuvo de acuerdo en invitar a Mikolajczyk y a dos colegas suyos para que fueran de Londres a Moscú a reunirse con ellos, de acuerdo con nuestra interpretación del acuerdo de Yalta, y también aceptó invitar a algunos polacos importantes, que no pertenecían a Lublin, de dentro de Polonia.
En un telegrama que me envió decía el presidente que le parecía que nos encontrábamos en una etapa muy alentadora y positiva de las negociaciones. Aparentemente a la mayoría de los polacos arrestados sólo los habían acusado de manejar transmisores de radio ilegales y Hopkins presionaba a Stalin para que les concedieran una amnistía para que las consultas se pudieran llevar a cabo en el ambiente más favorable posible. Me pidió que le insistiera a Mikolajczyk para que aceptara la invitación de Stalin. Convencí a Mikolajczyk para que fuera a Moscú y al final se formó un nuevo gobierno polaco provisional que, a solicitud de Truman, fue reconocido tanto por Gran Bretaña como por Estados Unidos el cinco de julio.
Cuesta saber qué más habríamos podido hacer. Durante cinco meses los soviéticos lucharon por cada palmo del camino. Consiguieron su objetivo por medio de retrasos. Durante todo este tiempo el gobierno de Lublin, con Bierut al frente, apoyado por el poder de los ejércitos rusos, les había otorgado el control absoluto de Polonia, impuesto por las habituales deportaciones y matanzas. No habían dejado entrar a ninguno de nuestros observadores como prometieron. Todos los partidos polacos, a excepción de sus propios títeres comunistas, se encontraban en una desesperada minoría en el nuevo gobierno provisional reconocido. Nos encontrábamos tan lejos como siempre de todo intento real y legítimo de conocer la voluntad de la nación polaca mediante elecciones libres. Seguía existiendo la esperanza (y era la única que quedaba) de que la reunión de «los tres», que estaba a punto de celebrarse, permitiera alcanzar un acuerdo legítimo y honroso. Hasta ese momento sólo se habían recogido polvo y cenizas, que son todo lo que nos queda actualmente de la libertad nacional polaca.
El uno de junio el presidente Truman me comunicó que el mariscal Stalin estaba de acuerdo en celebrar una reunión de los que él llamaba «los tres» en Berlín alrededor del quince de julio. Le respondí de inmediato que acudiría con gusto a Berlín con una delegación británica pero que me parecía que el quince de julio, como sugería Truman, era demasiado tarde para las cuestiones urgentes que reclamaban nuestra atención, y que perjudicaríamos las esperanzas y la unidad del mundo si permitíamos que los requisitos personales o nacionales impidieran que nos reuniéramos antes. Le cablegrafié que «aunque me encontraba en medio de unas elecciones muy reñidas no consideraba que mi misión en el país fuera comparable con una reunión entre nosotros tres. Si no era posible celebrarla el quince de junio, ¿por qué no el uno, el dos o el tres de julio?». Truman respondió que, después de tomarlo todo en cuenta, él no podía antes del quince de julio y que se estaban haciendo los planes correspondientes. Stalin no deseaba adelantar la fecha. De modo que no pude insistir más.
El motivo principal de mi gran interés por adelantar la fecha de la reunión era, desde luego, la inminente retirada del Ejército estadounidense de la línea que había conseguido combatiendo hasta la zona establecida en el acuerdo de ocupación. La explicación del acuerdo con respecto a las zonas y los argumentos a favor y en contra de cambiarlas se apuntaba en el capítulo anterior. Temía que en cualquier momento en Washington tomaran la decisión de entregar esta zona inmensa, que tenía seiscientos cincuenta kilómetros de largo y doscientos kilómetros en su ancho máximo y que contenía muchos millones de alemanes y de checos. Su abandono supondría abrir una brecha territorial más ancha entre nosotros y Polonia y prácticamente pondría fin a nuestra capacidad para influir en su destino. El cambio de comportamiento de Rusia con respecto a nosotros, los constantes incumplimientos de los acuerdos alcanzados en Yalta, el rápido avance hacia Dinamarca, felizmente frustrado por la intervención oportuna de Montgomery, los abusos cometidos en Austria, la presión amenazadora del mariscal Tito en Trieste, todo esto nos parecía, a mí y a mis asesores, que creaba una situación completamente diferente de aquella en la que se decidieron las zonas de ocupación hacía dos años. Sin duda había que considerar todas estas cuestiones en su totalidad, y había llegado el momento de hacerlo, mientras los ejércitos y las fuerzas aéreas británicos y estadounidenses conservaban todavía su poder y antes de que se disolvieran como consecuencia de la desmovilización y las grandes exigencias de la guerra en Japón. Había llegado el momento de un acuerdo general y ya no se podía esperar más.
Habría sido mejor un mes antes pero todavía no era demasiado tarde. Por otra parte, entregar todo el centro y el corazón de Alemania, mejor dicho, el centro y la piedra angular de Europa, como un acto aislado me parecía una decisión grave que demostraba poca previsión, y que en todo caso sólo se podía concretar como parte de un acuerdo general y duradero. Iríamos a Potsdam sin nada con lo que regatear y era posible que todas las perspectivas de la futura paz de Europa se decidieran a falta de otras alternativas. Sin embargo la cuestión no dependía de mí. Nuestra propia retirada hasta la frontera de ocupación era insignificante. El Ejército estadounidense contaba con tres millones de hombres; nosotros con uno. Lo único que podía hacer era suplicar, en primer lugar, que se adelantase la fecha de la reunión de «los tres» y, en segundo lugar, si esto fracasaba, que se postergase la retirada hasta que pudiéramos resolver todos nuestros problemas de forma global, todos juntos, cara a cara y en términos de igualdad.
¿Cómo se presenta la situación cuando han pasado ocho años? La línea de ocupación rusa en Europa se extiende desde Lübeck hasta Linz. Checoslovaquia ha sido absorbida. Los estados bálticos, Polonia, Rumanía y Bulgaria han sido reducidos a estados satélites bajo un mando comunista totalitario. Yugoslavia va cuesta abajo. La única que se ha salvado es Grecia. Nuestros ejércitos se han marchado y pasará mucho tiempo antes de que se vuelvan a reunir sesenta divisiones para oponerse a las fuerzas rusas, que tienen una fuerza abrumadora en unidades blindadas y hombres. Y esto sin tener en cuenta lo que ha ocurrido en el Lejano Oriente. El peligro de una tercera guerra mundial, en condiciones de gran desventaja desde el principio, proyecta una sombra tenebrosa sobre las naciones libres del mundo. Así fue cómo, en el momento de la victoria, dejamos pasar tranquilamente nuestra mejor y, tal vez, la última oportunidad de alcanzar una paz mundial duradera[78]. El cuatro de junio cablegrafié al presidente las siguientes palabras, que pocos cuestionarían en este momento:
Estoy seguro de que comprende el motivo por el que me preocupa encontrar una fecha anterior, por ejemplo el tres o el cuatro [de julio]. Observo con profunda desconfianza la retirada del Ejército estadounidense hasta nuestra línea de ocupación en la zona central que permite la penetración del poderío soviético hasta el núcleo de la Europa occidental y la caída de un telón de acero entre nosotros y todo lo que se encuentra más al este. Yo esperaba que esta retirada, si hay que hacerla, estuviese acompañada por la resolución de muchas cuestiones importantes que constituirían el verdadero fundamento de la paz mundial. Pero todavía no se ha resuelto nada verdaderamente importante, y usted y yo tendremos que asumir una gran responsabilidad por el futuro. Por consiguiente sigo esperando que se adelante la fecha.
Truman respondió el doce de junio diciendo que el acuerdo tripartito con respecto a la ocupación de Alemania, aprobado por el presidente Roosevelt después de una «larga deliberación y un análisis detallado» conmigo, imposibilitaba el retraso de la retirada de las tropas estadounidenses de la zona soviética con el fin de presionar para que se resolvieran otros problemas. La Comisión de Control aliada no podía comenzar a funcionar hasta que no se marcharan y había que poner fin sin demora al gobierno militar ejercido por el comandante supremo aliado y repartirlo entre Eisenhower y Montgomery. Le habían aconsejado, dijo, que el postergar la acción hasta que se celebrara nuestra reunión en julio perjudicaría nuestras relaciones con los soviéticos de modo que proponía enviar un mensaje a Stalin.
Según este documento debíamos enviar de inmediato instrucciones a nuestros ejércitos para que ocuparan las zonas respectivas. Él estaba dispuesto a ordenar a todas las tropas estadounidenses que comenzaran a retirarse de Alemania el veintiuno de junio.
Los comandantes militares debían organizar la ocupación simultánea de Berlín y proporcionar a las fuerzas estadounidenses libre acceso a la ciudad por carretera, ferrocarril y avión desde Frankfurt y Bremen. En Austria, los preparativos podrían llevarse a cabo con mayor rapidez y de forma más satisfactoria si los comandantes locales se encargaban de definir las zonas, tanto allí como en Viena, y sólo se recurría a sus gobiernos en aquellas cuestiones que no podían resolver por sí mismos.
La retirada de los aliados occidentales, julio de 1945
Fue un golpe duro para mí pero no tuve más remedio que aceptarlo; no podía hacer otra cosa. No se puede pasar por alto el hecho de que Truman no hubiera tenido nada que ver ni hubiera sido consultado cuando se establecieron las zonas por primera vez. La cuestión que se le presentó poco después de que asumiera el poder fue si apartarse o no, y en cierto modo repudiar la política del gobierno estadounidense y el británico que se había acordado durante el mandato de su ilustre predecesor. No me cabe duda de que su acción contó con el apoyo de sus asesores, tanto militares como civiles. Su responsabilidad en este punto se limitó a decidir si las circunstancias habían cambiado de una manera tan fundamental como para adoptar un procedimiento totalmente diferente, con lo que era muy probable que lo acusaran de incumplir su palabra. Que guarden silencio los que sólo son sabios a posteriori.
El uno de julio el Ejército estadounidense y el británico comenzaron a retirarse a las zonas asignadas seguidos de multitud de refugiados. La Rusia soviética se instaló en el corazón de Europa. Fue un hito fatídico para la humanidad.
Mientras ocurría todo esto yo me encontraba en medio del torbellino de las elecciones generales que comenzaron formalmente la primera semana de junio. Por consiguiente pasé un mes muy duro: las agotadoras giras en coche por las principales ciudades de Inglaterra y Escocia, con tres o cuatro discursos diarios a grandes y aparentemente entusiastas multitudes y, sobre todo, los cuatro programas que preparé con tanto trabajo agotaron mi tiempo y mis fuerzas. Mientras tanto sentía que se escabullían gran parte de los objetivos por los que habíamos luchado en nuestros prolongados combates en Europa y que se desvanecían las esperanzas de una paz inmediata y duradera. Los días transcurrían en medio del clamor de las multitudes y cuando por la noche regresaba agotado al tren que me servía de cuartel general, donde me esperaban un equipo considerable y todos los telegramas que habían llegado, todavía tenía que trabajar muchas horas. La incongruencia entre la excitación y el griterío del partido y el sombrío panorama que aparecía en mi mente era, en sí misma, una afrenta a la realidad y la proporción. Me puse muy contento cuando llegó por fin el día de las elecciones y las papeletas quedaron selladas dentro de las urnas durante tres semanas.
Estaba decidido a pasar una semana al sol antes de la conferencia. El siete de julio, dos días después de las elecciones, partí en avión hacia Burdeos con mi esposa y con Mary y me instalé cómodamente en la villa del general Brutinel, cerca de la frontera española, en Hendaya, un lugar hermoso y con la posibilidad de disfrutar de unos baños estupendos. Pasaba la mayor parte de la mañana en la cama leyendo un relato muy bueno de un excelente escritor francés sobre el armisticio de Burdeos y su trágica secuela en Oran. Me resultaba extraño revivir mis propios recuerdos de cinco años antes y enterarme de muchas cosas que no supe en su momento. Por las tardes incluso salía con todo mi equipo de pintura y buscaba temas interesantes en el río Nive y en la bahía de San Juan de Luz. Encontré una talentosa aficionada al pincel en la señora Nairn, la esposa del cónsul británico en Burdeos, con la que había entablado amistad en Marraquech un año antes. Sólo me ocupé de los pocos telegramas relacionados con la inminente conferencia y me esforcé por no pensar en la política del partido. Sin embargo debo reconocer que el misterio de las urnas y su contenido me hacía la mala jugada de golpear mi puerta y asomarse a mi ventana. Pero cuando tenía la paleta preparada y un pincel en la mano no me costaba deshacerme de estos intrusos.
El pueblo vasco siempre me brindó una cálida acogida. Después de soportar un largo período de ocupación nazi estaban contentos de volver a respirar en libertad. No tuve necesidad de prepararme para la conferencia porque la tenía tan presente en mi cabeza que me alegré de dejarla de lado, aunque sólo fuera por estos pocos días que pasaron tan deprisa. El presidente ya estaba en el mar, en el crucero estadounidense Augusta, el mismo barco que transportó a Roosevelt a nuestra entrevista en el Atlántico en 1941. El día quince atravesé en coche los bosques hasta el aeródromo de Burdeos y mi Skymaster me llevó volando hasta Berlín.