Capítulo VII

LA CAÍDA DE SINGAPUR

Se suponía que tenía que presentar un informe completo al Parlamento sobre mi misión en Washington y sobre todo lo que había ocurrido en las cinco semanas que estuve fuera. En mi cabeza destacaban dos hechos: el primero era que seguro que la gran alianza acababa ganando la guerra y el segundo que con el ataque de Japón se nos venía encima una serie inconmensurable de desastres. Todo el mundo veía con gran alivio que ya no estaba en juego nuestra vida como nación y como imperio. Por otra parte, el hecho de que la sensación de peligro mortal hubiera desaparecido dio libertad a todos los críticos, bien o mal intencionados, para señalar los numerosos errores cometidos. Además, muchos sentían que tenían la obligación de mejorar nuestros métodos para conducir la guerra y acortar así esta terrible historia. Yo también estaba muy inquieto por las derrotas que ya habíamos sufrido y nadie sabía mejor que yo que esto no era más que el comienzo. El comportamiento del gobierno australiano, la crítica bien informada y ligeramente distante de los periódicos, la burla astuta y permanente de veinte o treinta parlamentarios hábiles, el ambiente de los grupos de presión, me daban la sensación de una opinión pública nerviosa, desdichada y perpleja, aunque superficial, que aumentaba y crecía a mi alrededor por todos lados.

Pero al mismo tiempo era totalmente consciente de la fuerza de mi posición. Podía contar con la buena voluntad del pueblo por la participación que tuve en su supervivencia en 1940. No subestimaba la profunda corriente de fidelidad nacional que me impulsaba hacia delante. El gabinete de Guerra y los jefes del Estado Mayor me demostraban la máxima lealtad. Me sentía seguro de mí mismo. Cuando tuve ocasión dejé bien claro a todos los que me rodeaban que no admitiría ninguna restricción de mi autoridad ni de mi responsabilidad personal. La prensa estaba llena de sugerencias de que yo debía de seguir siendo primer ministro y haciendo los discursos pero que tenía que ceder el control efectivo de la guerra a otra persona. Decidí no hacer la menor concesión en ningún terreno, asumir yo mismo la responsabilidad primordial y directa, y pedirle a la cámara de los Comunes un voto de confianza. Recordé también ese sabio dicho francés: «On ne règne sur les âmes que par le calme».

Era necesario, en primer lugar, advertir a la Cámara y a toda la nación de las desgracias que se cernían sobre nosotros. El peor error que puede cometer un dirigente público es alentar unas falsas esperanzas que van a desaparecer en seguida. El pueblo británico es capaz de enfrentar el peligro o la desgracia con fortaleza y optimismo pero le molesta mucho que lo engañen o descubrir que aquellos que son responsables de sus asuntos viven engañándose a sí mismos. Me parecía fundamental, no sólo para mi propia posición sino para toda la marcha de la guerra, restar importancia a las calamidades futuras describiendo el panorama inmediato con el mayor pesimismo. También era posible hacerlo en esta coyuntura sin perjudicar la situación militar ni trastornar la confianza última en la victoria definitiva que todos teníamos derecho a sentir. A pesar de las sorpresas y las tensiones que nos deparaba cada día no me importaban las doce o catorce horas de concentración que exigía la composición de un texto original de diez mil palabras sobre un tema tan amplio y con tantos aspectos, y mientras me lamían los pies las llamas de la adversidad en la guerra del desierto conseguí preparar mi informe y mi valoración sobre la situación.

Ya antes de abandonar la Casa Blanca se habían desvanecido mis esperanzas de una victoria que destruiría a Rommel. Rommel había escapado. Los resultados de los éxitos de Auchinleck en Sidi Rezeg y en Gazala no habían sido decisivos. La renovación del potencial aéreo del enemigo en el Mediterráneo durante diciembre y enero y la práctica desaparición durante varios meses de nuestro dominio marítimo lo privarían de los frutos de la victoria por la que había luchado y esperado tanto. El prestigio que nos dio en la elaboración de todos nuestros planes para la incursión angloamericana en la zona francesa del norte de África quedó menoscabado definitivamente, y esta operación, obviamente, se atrasó durante meses.

Pero todavía faltaba lo peor. Por una cuestión de espacio no puedo ofrecer una versión detallada del desastre militar que un año después, por segunda vez y en el mismo punto fatal, estaba a punto de arruinar toda la campaña británica en el desierto para 1942. Baste decir que el veintiuno de enero, desde su puesto en Agheila, Rommel lanzó una fuerza de reconocimiento compuesta por tres columnas de alrededor de mil soldados de infantería motorizada cada una, con el apoyo de carros de combate, que rápidamente se abrieron paso a través de los huecos que quedaban entre nuestras tropas de contacto, que no disponían de unidades blindadas y recibieron órdenes de retirarse. Una vez más demostró ser un maestro en las tácticas del desierto y, burlando a nuestros comandantes, recuperó la mayor parte de Cirenaica. Una retirada de casi quinientos kilómetros echó por tierra nuestras esperanzas y nos hizo perder Bengasi y todas las reservas que el general Auchinleck había estado reuniendo para la ofensiva que pensaba lanzar a mediados de febrero. El general Ritchie reunió a sus mutiladas fuerzas en las proximidades de Gazala y Tobruk, donde perseguidores y perseguidos se fulminaron mutuamente con la mirada hasta finales de mayo, cuando Rommel estuvo en condiciones de volver a atacar.

El debate comenzó el veintisiete de enero y expuse nuestra postura ante la Cámara. Me di cuenta de que el estado de ánimo era quejumbroso porque cuando pedí, en cuanto regresé al país, que mi discurso se grabara para poder difundirlo al imperio y a Estados Unidos se presentaron objeciones por motivos que nada tenían que ver con las necesidades horarias. Por consiguiente, retiré mi solicitud, aunque no la habrían rechazado en ningún otro parlamento del mundo. Éste era el ambiente que reinaba cuando me levanté para hablar.

Les hablé un poco de la batalla del desierto, aunque evidentemente la Cámara no apreció la importancia del eficaz contragolpe de Rommel porque no podíamos revelarles los planes más amplios que venían detrás de la rápida conquista británica de Tripolitania. La pérdida de Bengasi y de Agedabia, que ya se había hecho pública, parecía formar parte de los flujos y reflujos de la guerra en el desierto. Además, en ese momento no disponía de información exacta de lo que había ocurrido ni por qué.

Entonces llegué a la cuestión más amplia de nuestra indefensión en el Lejano Oriente:

Nunca ha habido ocasión, nunca podría haber ocasión, de que Gran Bretaña o el imperio británico, sin ninguna ayuda, luchara contra Alemania e Italia, librara la batalla de Gran Bretaña, la batalla del Atlántico y la batalla de Oriente Próximo y, al mismo tiempo, estuviera totalmente preparada en Birmania, la península de Malaca y en general en todo el Lejano Oriente, contra el impacto de un extenso imperio militar como Japón, con más de setenta divisiones móviles, la tercera Marina de guerra del mundo, una Fuerza Aérea impresionante y el empuje de ochenta o noventa millones de asiáticos fuertes y belicosos. Si hubiéramos comenzado a desparramar nuestras fuerzas por estas zonas tan extensas del Lejano Oriente habría sido nuestra ruina. Si hubiéramos desplazado grandes ejércitos de tropas, que se necesitaban con urgencia en los frentes de guerra, hacia regiones que no estaban en guerra y que tal vez nunca lo estarían, habríamos cometido un grave error. Habríamos desperdiciado la posibilidad, que ya se había convertido en algo más que una posibilidad, de salir todos sanos y salvos de la difícil situación en la que habíamos caído. […]

Se tomó la decisión de colaborar con Rusia, de tratar de derrotar a Rommel y de establecer un frente más fuerte desde el Levante hasta el Caspio. Se dedujo de esa decisión que sólo estábamos capacitados para ofrecer prestaciones moderadas o parciales en el Lejano Oriente contra el peligro hipotético de un ataque japonés. De hecho, había sesenta mil hombres concentrados en Singapur, aunque se dio prioridad al valle del Nilo en cuanto a aviones modernos, carros de combate y artillería antiaérea y anticarro.

Tuve que abrumar a la Cámara durante casi dos horas. Recibieron lo que les dije sin demasiado entusiasmo. Pero me dio la impresión de que el argumento no dejaba de convencerlos. Teniendo en cuenta lo que veía que se nos venía encima me pareció bien acabar presentando las cosas de la peor manera posible y sin hacer ninguna promesa, pero sin descartar la esperanza.

El debate prosiguió durante tres días. Pero el tono me resultó inesperadamente amistoso. No cabía duda de lo que haría la Cámara. Mis colegas del gabinete de Guerra, encabezados por Attlee, apoyaron la postura del gobierno con entusiasmo e incluso con vehemencia. Tuve que ir a ponerle fin el día veintinueve. En ese momento temí que no hubiera ninguna votación. Mediante provocaciones procuré hacer entrar a nuestros críticos en el grupo de presión contra nosotros sin ofender al mismo tiempo a la asamblea, que coincidía plenamente. Pero nada de lo que me atreviera a decir impulsaría a votar a ninguna de las figuras opositoras del Partido Conservador, el Laborista ni el Liberal. Afortunadamente, cuando se pidió la votación, se opuso al voto de confianza el Partido Laborista Independiente, con un total de tres. Hacían falta dos para escrutar los votos, de modo que el resultado fue de cuatrocientos sesenta y cuatro a uno. Di las gracias a James Maxton, el líder de la minoría, por llevar la cuestión a un punto crítico. La prensa había hecho tanto escándalo que llegaron telegramas de alivio y felicitación de los aliados de todo el mundo. Los más cálidos fueron los de mis amigos estadounidenses de la Casa Blanca. Le había enviado un telegrama de felicitación al presidente cuando cumplió sesenta años. Me cablegrafió que «tenía gracia estar en la misma década que usted». Sin embargo, los rezongones de la prensa no se quedaron sin recursos sino que siguieron dándole vueltas a la cuestión con la presteza de las ardillas. ¡Había sido totalmente innecesario pedir un voto de confianza! ¿A quién se le ocurría poner en tela de juicio al gobierno nacional? Estas «voces estridentes», como las llamé, anunciaban sin saberlo la catástrofe que se avecinaba.

Me pareció imposible nombrar una comisión investigadora sobre las circunstancias de la caída de Singapur cuando estábamos en plena guerra. No teníamos ni hombres, ni tiempo, ni energía para dedicarle. El Parlamento aceptó este punto de vista; pero yo opinaba que, para hacerle justicia a los oficiales y los hombres que participaron en ella, habría que emprender una investigación en cuanto cesaran los combates. Sin embargo, esto no lo puso en práctica el gobierno que había en esa época[5]. Han pasado los años y muchos de los testigos han muerto. Es muy posible que no consigamos nunca un dictamen formal de un tribunal competente sobre el peor desastre y la mayor capitulación de la historia de Gran Bretaña. No pretendo, en estas páginas, ponerme a mí en el lugar de este tribunal ni emitir una opinión sobre la conducta de los individuos. Ya he hecho constar en otro sitio[6] lo que pienso sobre los hechos más destacados. A partir de éstos y de los documentos que se escribieron en esa época el lector debe formar su propia opinión.

Como mínimo es discutible si no habría sido mejor concentrar toda nuestra fuerza para defender la isla de Singapur limitándonos a contener el avance japonés por la península de Malaca con fuerzas móviles ligeras. La decisión de los comandantes que estaban allí, que contó con mi aprobación, consistió en librar la batalla por Singapur en Johor, pero retrasar todo lo posible la llegada del enemigo hasta allí. La defensa de la península consistió en una retirada constante, con intensas acciones de retaguardia y apoyos permanentes. Los combates dan mucho crédito a las tropas y los comandantes que participaron en ellos. Sin embargo, se involucraron en ellos casi todos los refuerzos que fueron llegando poco a poco. El enemigo tenía todas las de ganar. Antes de la guerra se había llevado a cabo un estudio minucioso del terreno y de las condiciones. Se hicieron meticulosos planes a gran escala y se infiltraron agentes secretos, incluidas hasta las reservas secretas de bicicletas para los ciclistas japoneses. Se habían reunido una fuerza superior y grandes reservas, algunas de las cuales no hicieron falta. Todas las divisiones japonesas eran expertas en combatir en la selva.

El dominio japonés del aire debido, como ya hemos dicho, a nuestras imperiosas necesidades en otros sitios, y del que no eran responsables en modo alguno los comandantes locales, fue otro factor mortal. En consecuencia, la principal fuerza de combate del ejército que asignamos para la defensa de Singapur, y casi todos los refuerzos que se enviaron después de la declaración de guerra a Japón, se utilizaron para luchar valientemente en la península y, cuando tuvieron que atravesar el puente hasta lo que debería haber sido el supremo campo de batalla, perdieron el ímpetu. Allí se les sumaron la guarnición local y los grupos de destacamentos de base que incrementaron nuestros números pero no nuestra fuerza. El ejército capaz de librar la batalla decisiva por Singapur y que se había enviado a este frente para ese objetivo supremo se esfumó antes de que comenzara el ataque japonés. Puede que hubiera cien mil hombres pero ya no había un ejército.

En seguida fue evidente que el general Wavell, por entonces el comandante supremo de los aliados en estas regiones de Oriente, ya tenía dudas sobre nuestra capacidad para mantener una defensa prolongada de Singapur. Yo contaba con que la isla y fortaleza resistiera un sitio que requiriera el desembarco, el transporte y el montaje de artillería pesada por parte de los japoneses. Antes de irme de Washington todavía calculaba una resistencia de dos meses por lo menos. Observé con recelo, pero sin realizar ninguna intervención efectiva, cómo se consumían nuestras fuerzas en su retirada por la península de Malaca. Por otra parte, se ganó un tiempo precioso.

Pero el dieciséis de enero Wavell telegrafió: «Hasta hace muy poco todos los planes se basaban en repeler ataques por mar a la isla [de Singapur] y en impedir los ataques por tierra a Johor o más al norte, y se hizo poco o nada para construir defensas en la parte norte de la isla para evitar que se atravesara el estrecho de Johor, aunque se hicieron planes para volar el puente. Los cañones más pesados de la fortaleza cubren todo el trayecto pero, como su trayectoria es plana, no sirven para contraatacar a las baterías. Sin duda, no hay ninguna garantía de dominar con ellos el cerco de las baterías enemigas. […]».

Con una sensación de dolorosa sorpresa leí este mensaje la mañana del día diecinueve. ¡De modo que no había fortificaciones permanentes que cubrieran el lado de tierra de la base naval y la ciudad! Además, lo que me parecía más increíble era que ninguno de los comandantes hubiera tomado ninguna medida digna de mención desde que comenzó la guerra, sobre todo desde que los japoneses se habían establecido en Indochina, para construir defensas de campo. Ni siquiera habían mencionado el hecho de que no las hubiera.

Todo lo que había visto o leído sobre la guerra me había convencido de que, contando con la potencia de fuego moderna, unas cuantas semanas bastaban para crear unas defensas de campo fuertes y también para limitar y canalizar el frente de ataque del enemigo mediante campos de minas y otros obstáculos. Asimismo, nunca se me había ocurrido pensar que no hubiera ningún círculo de fuertes destacados de tipo permanente que protegiera la retaguardia de la famosa fortaleza. No comprendo cómo es posible que yo no lo supiera. Pero ninguno de los oficiales que había allí ni ninguno de mis asesores profesionales en Londres pareció darse cuenta de lo necesario que era. En cualquier caso, nadie me lo señaló, ni siquiera los que vieron mis telegramas basados en la falsa hipótesis de que haría falta un cerco regular. Yo había leído lo que ocurrió en Plevna en el año 1877 donde, antes de que existieran las ametralladoras, los turcos improvisaron defensas a pesar del ataque de los rusos; y examiné lo ocurrido en Verdún en 1917, donde un año antes un ejército de campo situado entre fuertes distantes tuvo una actuación tan gloriosa. Yo confiaba en que el enemigo se vería obligado a utilizar artillería a gran escala para pulverizar nuestros puntos fuertes en Singapur, y en las dificultades casi prohibitivas y los largos retrasos que dificultarían semejante concentración de artillería y reunir municiones a lo largo de las rutas de comunicaciones malayas. Pero todo esto se desvaneció de pronto y se me presentó el espantoso espectáculo de una isla casi indefensa y de las tropas cansadas, incluso agotadas, que se retiraban de ella.

No escribo todo esto para justificarme. Debería de haberlo sabido. Mis asesores deberían de haberlo sabido y debieron de decírmelo y yo debí de preguntar. Y no pregunté por esta cuestión, entre las miles de preguntas que planteé, porque la posibilidad de que Singapur no tuviera defensas del lado de tierra no se me pasó por la cabeza, como jamás se me ocurriría que botaran un barco que no tuviera fondo. Soy consciente de los diversos motivos que se dieron para este error: la preocupación de las tropas por entrenarse y construir obras de defensa en el norte de Malasia; la falta de mano de obra civil; las limitaciones financieras antes de la guerra y el control centralizado de la Oficina de Guerra; el hecho de que la misión del Ejército fuera proteger la base naval, situada en la costa septentrional de la isla, y que por consiguiente su obligación fuera luchar delante de esa costa y no a lo largo de ella. Estos motivos no me parecen válidos. Se deberían de haber construido defensas.

Mi reacción inmediata fue tratar de reparar el descuido, mientras tuviéramos tiempo, pero cuando me desperté, el día veintiuno por la mañana, me encontré sobre la caja de correspondencia el siguiente telegrama pesimista del general Wavell:

Oficial enviado a Singapur para planes de defensa isla ha regresado. Prepáranse planes defensa norte isla. Probablemente cantidad de tropas necesarias para defender bien isla sea igual o mayor que para defender Johor[7]. He ordenado a Percival [el comandante en jefe] librar batalla en Johor pero elaborar planes para prolongar resistencia en isla lo más posible por si perdiera la batalla de Johor. Debo advertirle, sin embargo, que dudo isla pueda defenderse mucho después de perder Johor. Gañones de fortaleza situados para combatir contra barcos, y mayor parte de munición sólo para eso; muchos sólo pueden disparar hacia mar[8]. Parte de guarnición ya enviada a Johor y muchas tropas que quedan tienen escaso valor. Lamento presentarle imagen tan deprimente, pero no quiero que tenga imagen falsa de fortaleza de isla. Defensas de Singapur se construyeron exclusivamente para enfrentar ataques por mar. Espero poder defender Johor hasta llegada próximo convoy.

Este mensaje me hizo reflexionar mucho tiempo. Hasta ese momento había pensado sólo en animar y, en la medida de lo posible, imponer una defensa desesperada de la isla, la fortaleza y la ciudad y ésta, de todos modos, era la actitud que había que mantener a menos que se ordenara un cambio decisivo de política. Pero entonces comencé a pensar más en Birmania y en los refuerzos que iban camino de Singapur, que se podían perder o desviar. Todavía había tiempo suficiente para que pusieran proa hacia el norte, en dirección a Rangún. Por tanto, preparé la siguiente minuta para los jefes del Estado Mayor y se la entregué al general Ismay antes de su reunión de las once y media del día veintiuno. Reconozco, sin embargo, que no estaba decidido. Me apoyaba en mis amigos y consejeros. Todos sufríamos mucho en ese momento.

Ante este telegrama tan terrible del general Wavell debemos replantearnos toda la posición en una reunión del Comité de Defensa que se celebrará esta noche.

Ya hemos cometido exactamente el error que me temía. […] Las fuerzas que podrían haber establecido un frente fuerte en Johor, o en todo caso en las costas de Singapur, se han ido destruyendo poco a poco. No se ha construido ninguna línea defensiva del lado de tierra. La Armada no ha construido ninguna defensa contra los movimientos envolventes del enemigo en la costa occidental de la península. El general Wavell ha manifestado su opinión de que harán falta más tropas para defender la isla de Singapur que para ganar la batalla de Johor. La batalla de Johor está perdida, casi seguro.

Su mensaje no cifra demasiadas esperanzas en una defensa prolongada. Es evidente que para una defensa así habría que recurrir a todos los refuerzos que están en camino. Si el general Wavell duda si se conseguirán más de unas semanas de retraso, se plantea la cuestión de si no nos conviene volar en pedazos de inmediato los muelles y las baterías y los talleres y concentrarlo todo en la defensa de Birmania y en mantener despejada la carretera de Birmania.

2. Me parece que ahora debemos afrontar esta cuestión como es debido y planteársela al general Wavell. ¿Qué valor tiene Singapur [para el enemigo] por encima de todos los puertos del suroeste del Pacífico si se llevan a cabo con eficacia todas las demoliciones navales y militares? En cambio sería muy grave perder Birmania porque quedaríamos aislados de los chinos, cuyas tropas son las que más éxito han tenido en sus enfrentamientos con los japoneses. Si confundimos las cosas y dudamos en tomar una decisión desagradable, al final es posible que perdamos no sólo Singapur sino también la carretera de Birmania. Evidentemente, la decisión depende del tiempo que se pueda mantener la defensa de la isla de Singapur. Por unas cuantas semanas sin duda no vale la pena perder todos nuestros refuerzos y nuestra aviación.

3. Asimismo, hemos de tener en cuenta que la caída de Singapur, que seguramente irá acompañada de la caída de Corregidor, será un golpe tremendo para la India, que sólo se podrá mantener con la llegada de fuerzas poderosas y el éxito de las acciones en el frente de Birmania.

Les ruego que esta mañana reflexionen sobre todo esto.

Los jefes del Estado Mayor no llegaron a una conclusión definitiva y cuando se reunió por la noche el Comité de Defensa prevaleció la misma duda en comprometernos a dar un paso tan grave. La responsabilidad inicial directa recaía sobre el general Wavell como comandante supremo de los aliados. Personalmente, la cuestión me parecía tan delicada que no impuse mi nuevo punto de vista, como habría hecho de haber estado decidido. Ninguno de nosotros podía prever la caída de la defensa que se produciría en poco más de tres semanas. Por lo menos, podíamos dedicar un día o dos más para seguir pensando.

Evidentemente, sir Earle Page, el representante australiano, no asistía a las reuniones del comité de jefes del Estado Mayor, y tampoco lo invité al Comité de Defensa. Pero por algún medio u otro le enseñaron un ejemplar de la minuta que envié a los jefes del Estado Mayor y telegrafió de inmediato a su gobierno; el veinticuatro de enero recibí un mensaje del primer ministro australiano, Curtin, del que extraigo las partes fundamentales:

[…] Page ha informado de que el Comité de Defensa se ha planteado la evacuación de Malasia y Singapur. Después de todas las garantías que nos han dado, aquí y en cualquier otro lugar se tomaría la evacuación de Singapur como una traición imperdonable. […] Sabíamos que había que volverla invulnerable y, en cualquier caso, que tenía que ser capaz de mantenerse durante un período prolongado hasta que llegara la flota principal.

Incluso en caso de emergencia, el desvío de refuerzos se haría hacia las colonias holandesas de Indonesia pero no hacia Birmania. Cualquier otra cosa produciría un profundo resentimiento y podría obligar a estas colonias a negociar una paz por separado.

Confiando en la llegada de los refuerzos prometidos, hemos cumplido nuestra parte del trato y esperamos que ustedes no lo malogren todo con una evacuación. […]

Hay que tener en cuenta el estado de ánimo en que se encontraba el gobierno australiano ante la espantosa eficacia del aparato bélico japonés. Se había perdido el dominio del Pacífico; las tres mejores divisiones que tenían estaban en Egipto y la cuarta en Singapur. Se daban cuenta de que Singapur corría un peligro enorme y temían una invasión a la propia Australia. Todas sus grandes ciudades, donde vivía más de la mitad de la población de todo el continente, estaban situadas sobre las costas marinas. Se les presentaba la posibilidad de un éxodo masivo hacia el interior y la organización de una guerrilla sin arsenales ni suministros. Recibir ayuda de la madre patria era bastante difícil y el poder de Estados Unidos sólo se podía establecer lentamente en aguas de Australasia. A mí no me parecía que los japoneses fueran a invadir Australia, atravesando cinco mil kilómetros de mar, cuando tenían a mano una presa tan apetecible como las colonias holandesas en Indonesia y Malasia. Pero el gabinete australiano enfocaba la situación desde otra perspectiva y pesaban sobre ellos profundas premoniciones. A pesar de su situación desesperada, mantenían con rigidez las divisiones entre los partidos. La mayoría del gobierno laborista era de sólo dos votos. Estaban en contra del servicio militar obligatorio, ni siquiera para defender su propio país. Aunque admitieron a la oposición en el Consejo de Guerra no se formó un gobierno nacional.

No obstante, el telegrama de Curtin fue al mismo tiempo serio e insólito. La expresión «traición imperdonable» no se ajustaba a la verdad ni a los hechos militares. Se avecinaba un desastre terrible. ¿Podríamos evitarlo? ¿Cómo estaba el equilibrio de las pérdidas y las ganancias? En ese momento todavía dependía de nosotros el destino de fuerzas importantes. No es ninguna «traición» examinar estas cuestiones con mirada realista. Además, el Comité de Guerra australiano no podía evaluar la situación completa. De lo contrario no habrían insistido en que se descuidara totalmente Birmania, el único lugar donde, según demostraron los acontecimientos, todavía disponíamos de medios para salvar la situación.

No es cierto que el mensaje de Curtin decidiera la cuestión. Si todos hubiéramos estado de acuerdo en la política a seguir sin duda le habríamos planteado la cuestión a Wavell «sin rodeos» como yo había sugerido. Sin embargo, yo era consciente de que se había endurecido la opinión contraria a abandonar esta renombrada posición clave en el Lejano Oriente. Era terrible imaginar el efecto que produciría en todo el mundo, sobre todo en Estados Unidos, el hecho de que Gran Bretaña se «escabullera» mientras ellos seguían luchando con tanto tesón en Corregidor. No cabe duda de que tendría que haber sido una decisión puramente militar. Sin embargo, por acuerdo o conformidad general, se hicieron todos los esfuerzos para reforzar Singapur y para mantener su defensa. La 18.ª División británica, parte de la cual ya había desembarcado, siguió su camino.

No obstante, el valor de éstos y otros refuerzos fue inferior a lo que sugieren sus cantidades. Necesitaban tiempo para desarrollar una táctica pero había que enviarlos a la batalla, aunque perdida, en cuanto desembarcaban. Se habían depositado muchas esperanzas en los cazas Hurricane, de los que se envió una cantidad considerable. Por fin había aviones con una calidad comparable a la de los japoneses. Se reunieron a toda velocidad y despegaron. Efectivamente, durante varios días provocaron bastante daño pero las condiciones resultaban extrañas para los pilotos recién llegados, y poco después la superioridad numérica de los japoneses comenzó a hacerse sentir cada vez más, de modo que disminuyeron rápidamente. En ese momento los japoneses disponían de cinco divisiones completas. Bajaron rápidamente por la costa, y el veintisiete de enero el general Percival decidió retirarse a la isla de Singapur. En la etapa final, todos los hombres y los vehículos tuvieron que atravesar el puente hasta allí. En las primeras etapas se perdió la mayor parte de una brigada, pero la mañana del treinta y uno de enero el resto de la fuerza había cruzado de modo que volaron el puente.

En Londres ya no nos hacíamos ilusiones con respecto a una defensa prolongada. Lo único que nos preguntábamos era cuánto duraría. Los cañones pesados de las defensas costeras que podían disparar hacia el norte no servirían de mucho, teniendo una cantidad limitada de municiones, contra ese país cubierto de jungla en el que se agrupaba el enemigo. En la isla sólo quedaba un escuadrón de cazas y había un solo aeródromo en servicio. Las pérdidas y los abandonos redujeron las cifras de las guarniciones, finalmente concentradas, de los ciento seis mil hombres calculados por la Oficina de Guerra a unos ochenta y cinco mil, que incluían a unidades de base y administrativas y a diversos cuerpos no combatientes. De este total, es probable que estuvieran armados unos setenta mil. La preparación de las defensas de campo y los obstáculos, si bien representaba una parte considerable de esfuerzo local, no guardaba ninguna relación con las necesidades perentorias que surgían en ese momento. No había defensas permanentes en el frente que estaban a punto de atacar. El espíritu del Ejército había quedado bastante reducido por la larga retirada y los duros combates en la península. Detrás de todo ello estaba la ciudad de Singapur, que en ese momento albergada una población de quizá un millón de personas de muy diversas razas y gran cantidad de refugiados.

La mañana del ocho de febrero las patrullas informaron de que el enemigo se estaba concentrando en las plantaciones al noroeste de la isla, y nuestras posiciones sufrieron intensos bombardeos. A las 22.45 las primeras oleadas de asalto fueron transportadas a través del estrecho de Johor en lanchas de desembarco blindadas que, de resultas de una prolongada y cuidadosa planificación, llegaron por carretera hasta los lugares en los que se botaron al agua. Los combates fueron muy intensos y se hundieron numerosas embarcaciones, pero los australianos eran débiles en tierra de modo que los grupos enemigos consiguieron desembarcar en muchos puntos. La noche siguiente se produjo otro ataque similar en torno al puente, y otra vez el enemigo consiguió afianzar su posición. El once de febrero fue un día de combates confusos en todo el frente. Se había abierto una brecha en el puente, cerca del extremo del enemigo, y consiguieron repararla en seguida, en cuanto se retiraron nuestras tropas de cobertura. La Guardia imperial japonesa lo atravesó esa noche. El día trece se puso en práctica el plan previsto de evacuación a Java por mar de alrededor de tres mil individuos designados. Entre los que recibieron la orden de partir había hombres clave, técnicos, oficiales que sobraban del estado mayor, enfermeros y otros cuyos servicios tendrían un valor especial para continuar la guerra.

En ese momento las condiciones imperantes en la ciudad de Singapur eran terribles. La mano de obra civil se había venido abajo, la interrupción del suministro de agua parecía inminente y las reservas de alimentos y municiones para las tropas se habían reducido considerablemente porque algunos depósitos habían caído en manos del enemigo. A estas alturas se había puesto en marcha el programa de demoliciones organizadas. Se destruyeron los cañones de las defensas fijas y casi todos los cañones de campo y los antiaéreos, además del equipo y los documentos secretos. Todo el combustible y las bombas para los aviones se quemaron o se hicieron estallar. Surgió cierta confusión acerca de las demoliciones en la base naval. Se dieron las órdenes, se hundió el dique flotante y se destruyeron la ataguía y los aparatos de bombeo del dique seco, pero buena parte del plan total quedó incompleta. El día catorce Wavell me envió el siguiente mensaje, que parecía decisivo:

Recibido telegrama de Percival informando enemigo cerca de ciudad y sus tropas son incapaces de seguir contraatacando. Le he ordenado que siga causando el máximo de daño al enemigo, luchando puerta a puerta, si fuese necesario. Se teme, sin embargo, probabilidad de no poder resistir demasiado.

El lector recordará la minuta que envié a los jefes del Estado Mayor el veintiuno de enero con respecto a abandonar la defensa de Singapur y desviar los refuerzos hacia Rangún, aunque no insistí en mi punto de vista. Cuando al final nos decidimos a seguir luchando en Singapur, la única posibilidad de éxito y, de hecho, de ganar tiempo, que era lo único que podíamos pretender, era dar órdenes imperiosas de seguir luchando desesperadamente hasta el final. El general Wavell aceptó y compartió estas órdenes, y de hecho ejerció la máxima presión sobre el general Percival. Siempre conviene que, aunque haya dudas en los puestos más altos de la conducción de la guerra, el general que esté en el lugar no se entere de ellas y que reciba instrucciones simples y claras. Pero cuando ya no cabía la menor duda de que todo estaba perdido en Singapur, estaba seguro de que estaría mal imponer una matanza innecesaria y, sin ninguna esperanza de victoria, someter a los horrores de la lucha callejera a la gran ciudad, con su población ingente, indefensa y aterrorizada. Le expliqué nuestra postura al general Brooke y comprobé que estaba de acuerdo en que no debíamos seguir presionando desde Londres al general Wavell y que teníamos que autorizarlo a tomar la decisión inevitable, cuya responsabilidad debíamos compartir.

El domingo quince de febrero de 1942 fue el día de la capitulación. Sólo quedaban reservas militares de alimentos para pocos días, las municiones para los cañones eran escasas y prácticamente no quedaba gasolina para los vehículos. Y lo peor de todo era que se calculaba que las reservas de agua no durarían más de veinticuatro horas. Sus superiores le recomendaron al general Percival que, de las dos alternativas de contraatacar o rendirse, la primera excedía de la capacidad de las tropas agotadas. De modo que decidió capitular. Los japoneses exigieron y obtuvieron una rendición incondicional. Cesaron las hostilidades a las 20.30 horas.

La Segunda Guerra Mundial
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Volumen1.xhtml
Moraleja.xhtml
Nota.xhtml
Introduccion.xhtml
Fragmento.xhtml
Libro1.xhtml
Mapa1.xhtml
Cap1-01.xhtml
Cap1-02.xhtml
Cap1-03.xhtml
Cap1-04.xhtml
Cap1-05.xhtml
Cap1-06.xhtml
Cap1-07.xhtml
Cap1-08.xhtml
Cap1-09.xhtml
Cap1-10.xhtml
Cap1-11.xhtml
Cap1-12.xhtml
Cap1-13.xhtml
Cap1-14.xhtml
Cap1-15.xhtml
Cap1-16.xhtml
Cap1-17.xhtml
Cap1-18.xhtml
Cap1-19.xhtml
Cap1-20.xhtml
Cap1-21.xhtml
Cap1-22.xhtml
Libro2.xhtml
Mapa2.xhtml
Cap2-01.xhtml
Cap2-02.xhtml
Cap2-03.xhtml
Cap2-04.xhtml
Cap2-05.xhtml
Cap2-06.xhtml
Cap2-07.xhtml
Cap2-08.xhtml
Cap2-09.xhtml
Cap2-10.xhtml
Cap2-11.xhtml
Cap2-12.xhtml
Cap2-13.xhtml
Cap2-14.xhtml
Cap2-15.xhtml
Cap2-16.xhtml
Cap2-17.xhtml
Cap2-18.xhtml
Cap2-19.xhtml
Cap2-20.xhtml
Cap2-21.xhtml
Cap2-22.xhtml
Volumen2.xhtml
Libro3.xhtml
Mapa3.xhtml
Cap3-01.xhtml
Cap3-02.xhtml
Cap3-03.xhtml
Cap3-04.xhtml
Cap3-05.xhtml
Cap3-06.xhtml
Cap3-07.xhtml
Cap3-08.xhtml
Cap3-09.xhtml
Cap3-10.xhtml
Cap3-11.xhtml
Cap3-12.xhtml
Cap3-13.xhtml
Cap3-14.xhtml
Cap3-15.xhtml
Cap3-16.xhtml
Cap3-17.xhtml
Mapa4.xhtml
Cap3-18.xhtml
Cap3-19.xhtml
Cap3-20.xhtml
Cap3-21.xhtml
Cap3-22.xhtml
Libro4.xhtml
Cap4-01.xhtml
Cap4-02.xhtml
Cap4-03.xhtml
Cap4-04.xhtml
Cap4-05.xhtml
Cap4-06.xhtml
Cap4-07.xhtml
Cap4-08.xhtml
Cap4-09.xhtml
Mapa5.xhtml
Cap4-10.xhtml
Cap4-11.xhtml
Cap4-12.xhtml
Cap4-13.xhtml
Cap4-14.xhtml
Cap4-15.xhtml
Cap4-16.xhtml
Cap4-17.xhtml
Cap4-18.xhtml
Cap4-19.xhtml
Cap4-20.xhtml
Cap4-21.xhtml
Cap4-22.xhtml
Cap4-23.xhtml
Cap4-24.xhtml
Cap4-25.xhtml
Cap4-26.xhtml
Cap4-27.xhtml
Cap4-28.xhtml
Epilogo.xhtml
TextoEpilogo.xhtml
autor.xhtml
notas1.xhtml
notas2.xhtml