Capítulo IX

LAS VICTORIAS NAVALES ESTADOUNIDENSES[9]

EL MAR DEL CORAL Y LAS ISLAS MIDWAY

En ese momento se produjeron en el océano Pacífico unos acontecimientos conmovedores que afectaron el curso de toda la guerra. A finales de marzo la primera fase del plan de guerra japonés había sido un éxito tan completo que sorprendió incluso a sus autores. Japón dominaba Hong Kong, Tailandia, Malasia y casi toda la inmensa región insular que formaba las colonias holandesas de Indonesia. Las tropas japonesas se estaban introduciendo hasta el interior de Birmania. En Filipinas, los estadounidenses seguían luchando en Corregidor pero sin ninguna esperanza de relevo.

El júbilo japonés estaba en su apogeo. El orgullo por sus triunfos militares y la confianza en su liderazgo se fortalecía con la convicción de que las potencias occidentales no estaban dispuestas a luchar hasta morir. Los ejércitos imperiales ya habían llegado hasta las fronteras escogidas con tanto cuidado en sus planes previos a la guerra como el límite prudente de su avance. Dentro de esta extensa zona, que abarcaba recursos y riquezas inmensas, podían consolidar sus conquistas y desarrollar el poder que acababan de adquirir. Según ese plan preparado hacía tanto tiempo, ahora tenían que hacer una pausa para respirar, para resistir el contraataque estadounidense o para organizar un nuevo avance. Pero entonces, con la euforia de la victoria, a los líderes japoneses les pareció que había llegado la hora de cumplir su destino y que debían ser dignos de él. Estas ideas surgían no sólo de las tentaciones naturales a las que expone a los mortales el éxito arrollador sino de un serio razonamiento militar. Si era más prudente organizar su nuevo perímetro a conciencia o, avanzando rápidamente, dotar a su defensa de mayor profundidad les parecía un problema estratégico equilibrado.

Tras deliberar en Tokio adoptaron la solución más ambiciosa. Decidieron extenderse hacia fuera para incluir la parte occidental de las islas Aleutianas, las islas Midway, Samoa, las islas Fiyi, Nueva Caledonia y Port Moresby, en el sur de Nueva Guinea[10]. Esta expansión pondría en peligro Pearl Harbour, que seguía siendo la principal base de Estados Unidos, y también, de mantenerse, interrumpiría la comunicación directa entre Estados Unidos y Australia. Además, brindaría a Japón unas bases adecuadas desde las cuales lanzar ataques futuros.

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El frente del Pacífico

El Alto Mando japonés había demostrado gran habilidad y osadía en la elaboración y ejecución de sus planes. Sin embargo, partieron de una base que no tenía en cuenta las fuerzas mundiales en su auténtica proporción y jamás comprendieron el poder latente de Estados Unidos. Seguían pensando, a estas alturas, que la Alemania de Hitler triunfaría en Europa. Sentían en sus venas el ansia de impulsar a Asia hacia delante, a unas conquistas inconmensurables y a su propia gloria, y así entraron en un juego que, aunque lo hubieran ganado, sólo habría alargado su predominio tal vez por un año pero, como perdieron, lo redujo por un período similar. En realidad, lo que consiguieron fue cambiar una ventaja bastante fuerte y firme por un dominio extenso y poco rígido, que no estaban en condiciones de defender y, una vez derrotados en esta zona exterior, se encontraron sin fuerzas para establecer una defensa coherente en su zona más interna y vital.

No obstante, en ese momento de la lucha mundial, nadie podía estar seguro de que Alemania no acabaría con Rusia, o la echaría al otro lado de los Urales, y después regresaría para invadir Gran Bretaña; o, por el contrario, que no se extendería a través del Cáucaso y de Persia para estrechar la mano de las vanguardias japonesas en la India. Para poner la situación a favor de la gran alianza era necesario que Estados Unidos obtuviera una victoria naval decisiva que trajera aparejado el predominio en el Pacífico, aunque no se estableciera de inmediato el pleno dominio en ese océano. No se nos negó esta victoria. Siempre creí que la Armada de Estados Unidos recuperaría el dominio del Pacífico, con la ayuda que pudiéramos proporcionarle en o desde el Atlántico, antes de mayo. Estas esperanzas se basaban exclusivamente en el cálculo de los nuevos acorazados, portaaviones y otras embarcaciones, tanto estadounidenses como británicos, cuya construcción ya estaba alcanzando su plena madurez. Pasemos ahora a describir, necesariamente de forma comprimida, la brillante y asombrosa batalla naval que afirmó este hecho majestuoso de forma indiscutible.

A finales de abril de 1942 el Alto Mando japonés comenzó su nueva política de expansión, que incluiría la captura de Port Moresby y la toma de Tulaghi, en la zona meridional de las islas Salomón, frente a la gran isla de Guadalcanal. La ocupación de Port Moresby completaría la primera etapa de su dominio de Nueva Guinea y daría mayor seguridad a su base naval avanzada de Rabaul, en Nueva Bretaña. Desde Nueva Guinea y desde las islas Salomón podían comenzar a envolver Australia.

El servicio secreto estadounidense se dio cuenta en seguida de que los japoneses se estaban concentrando en estas aguas. Observaron que se reunían fuerzas en Rabaul procedentes de la base naval principal de Truk, en las islas Carolinas, y era evidente la inminencia de una ofensiva hacia el sur. Incluso era posible prever que la operación comenzaría el tres de mayo. En ese momento los portaaviones estadounidenses estaban ampliamente dispersos cumpliendo diversas misiones, que incluían el lanzamiento del atrevido y espectacular ataque aéreo del general de división Doolittle contra el propio Tokio el dieciocho de abril. Sin duda, este acontecimiento puede haber sido un factor determinante para la nueva política japonesa.

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El mar del Coral

Consciente de la amenaza en el sur, el almirante Nimitz comenzó de inmediato a reunir la mayor fuerza posible en el mar del Coral. El contraalmirante Fletcher ya se encontraba allí con el portaaviones Yorktown y tres cruceros pesados. El uno de mayo se les unieron el portaaviones Lexington y dos cruceros más procedentes de Pearl Harbour a las órdenes del contraalmirante Fitch y, tres días después, una escuadra al mando de un oficial británico, el contraalmirante Crace, que comprendía dos cruceros australianos, el Australia y el Hobart, y uno estadounidense, el Chicago. Sólo quedaban disponibles de momento dos portaaviones más, el Enterprise y el Hornet, que habían intervenido en el ataque a Tokio y, por más que se dirigieron hacia el sur lo más rápido posible no pudieron unirse al contralmirante Fletcher hasta mediados de mayo, demasiado tarde para la batalla inminente.

El tres de mayo, mientras se reabastecía de combustible a unos seiscientos cincuenta kilómetros al sur de Guadalcanal, el contralmirante Fletcher recibió la noticia de que el enemigo había desembarcado en Tulaghi, aparentemente con el objetivo inmediato de establecer allí una base de hidroaviones desde la cual controlar los accesos al mar del Coral por el este. Ante la evidente amenaza a este puesto de avanzadilla, dos días antes habían retirado la guarnición australiana. De inmediato Fletcher emprendió el ataque a la isla sólo con su propio grupo operativo, ya que el de Fitch todavía estaba repostando. A primeras horas de la mañana siguiente los aviones procedentes del Yorktown atacaron Tulaghi con energía. Sin embargo, las fuerzas de cobertura del enemigo ya se habían retirado y sólo quedaban unos pocos destructores y embarcaciones pequeñas, de modo que los resultados fueron poco satisfactorios.

Transcurrieron dos días sin ningún incidente importante, aunque era evidente que no tardaría mucho en producirse un gran enfrentamiento. Los tres grupos de Fletcher, después de reabastecerse, estaban todos juntos, situados hacia el noroeste, en dirección a Nueva Guinea. Él sabía que la fuerza de invasión de Port Moresby había salido de Rabaul y que era probable que atravesara el estrecho de Jomard, en el archipiélago de la Luisiada, el día siete o el ocho. Sabía también que había en la zona tres portaaviones enemigos aunque no conocía su posición. La fuerza de ataque japonesa, que comprendía los portaaviones Zuikaku y Shokaku, con el apoyo de dos cruceros pesados, se había dirigido hacia el sur desde Truk manteniéndose al este de las islas Salomón, fuera del alcance del reconocimiento aéreo, y había entrado al mar del Coral desde el este la noche del día cinco. El día seis se acercaban rápidamente a Fletcher y en un momento de la noche estuvieron a apenas cien kilómetros de distancia, aunque ninguna de las dos partes advirtió la presencia de la otra. Durante la noche las fuerzas se alejaron y por la mañana del día siete Fletcher alcanzó su posición al sur de la Luisiada, donde pretendía atacar a la fuerza de invasión[11]. Entonces se separó del grupo de Crace para adelantarse y cubrir la salida meridional del estrecho de Jomard, por donde era posible que pasara el enemigo ese día. En seguida avistaron a Crace, que por la tarde fue objeto de un duro ataque por parte de oleadas sucesivas de lanzatorpedos que operaban desde la costa, con una fuerza comparable a la de los que hundieron el Prince of Wales y el Repulse, Con mucha habilidad y buena suerte no fue alcanzado ninguno de los barcos y siguió en dirección a Port Moresby hasta que, al enterarse de que el enemigo había vuelto atrás, se retiró hacia el sur.

Mientras tanto, los portaaviones enemigos, acerca de los cuales el contralmirante Fletcher todavía no tenía noticias precisas, seguían siendo su principal preocupación. Al amanecer comenzó una extensa búsqueda y a las 8.15 recibió con satisfacción el informe de la presencia de dos portaaviones y cuatro cruceros al norte del archipiélago de la Luisiada. En realidad, lo que avistaron no era la fuerza de ataque de los portaaviones sino la débil escolta que protegía los transportes de la invasión, que incluía al crucero ligero Shoho. De todos modos, Fletcher atacó con toda su fuerza y tres horas después el Shoho se inundó y se hundió, con lo que la fuerza de invasión perdió su cobertura aérea y se vio obligada a retroceder. De modo que los transportes destinados a Port Moresby no llegaron a entrar en el estrecho de Jomard y se quedaron al norte de la Luisiada hasta que al final les dieron orden de retirarse.

Pero de este modo Fletcher le reveló al enemigo su paradero, con lo que se colocó en una posición difícil. Aunque el enemigo podía atacarlo en cualquier momento, sus propias fuerzas de ataque no se rearmarían ni estarían preparadas para seguir luchando hasta la tarde. Afortunadamente para él el tiempo era malo y estaba empeorando y el enemigo no tenía radar. De hecho, la fuerza de portaaviones japoneses se encontraba muy cerca, hacia el este, y emprendieron un ataque durante la tarde, pero como el tiempo estaba tan oscuro y borrascoso los aviones no dieron con su objetivo. Cuando regresaban con las manos vacías a sus portaaviones pasaron cerca de la fuerza de Fletcher y fueron detectados en la pantalla del radar. Se enviaron aviones de combate para interceptarlos y en la confusión que se produjo al oscurecer se destruyeron muchos aviones japoneses. Pocos de los veintisiete bombarderos que despegaron regresaron a sus barcos para participar en la batalla al día siguiente.

Ambas partes, sabiendo lo cerca que se encontraban, se plantearon la posibilidad de un ataque con fuerzas de superficie, pero a las dos les pareció demasiado arriesgado. Durante la noche volvieron a alejarse, y por la mañana del día ocho la suerte del tiempo se invirtió: entonces fueron los japoneses los que quedaron protegidos por las nubes bajas mientras que los barcos de Fletcher se encontraron bajo un sol radiante. Otra vez volvió a comenzar el juego del escondite. A las 8.38 un avión de reconocimiento del Lexington localizó por fin al enemigo y, más o menos al mismo tiempo, se interceptó una señal que reveló que el enemigo también había visto los portaaviones estadounidenses. Estaba a punto de librarse una batalla a gran escala entre dos fuerzas parejas y bien equilibradas.

Antes de las nueve se lanzaba una fuerza de ataque estadounidense compuesta por ochenta y dos aviones y a las 9.25 estaban todos en camino. Más o menos a la misma hora el enemigo lanzó una fuerza similar de sesenta y nueve. El ataque estadounidense comenzó a eso de las once y el japonés unos veinte minutos después. A las 11.40 había acabado todo. Los aviones estadounidenses se encontraron con el inconveniente de que había nubes bajas en torno a su objetivo. Cuando las encontraron, uno de los portaaviones enemigos se puso a cubierto bajo una borrasca de modo que todo el ataque se lanzó contra el otro, el Shokaku. Dieron en el blanco tres bombas y el barco se prendió fuego pero sufrió menos daños de lo que parecía ya que, aunque momentáneamente quedó fuera de servicio, el Shokaku consiguió regresar a puerto para que lo repararan. El Zuikaku no sufrió ningún daño.

Mientras tanto, bajo un cielo despejado, prosiguió el ataque japonés contra el Yorktown y el Lexington, Con maniobras sumamente hábiles el Yorktown se libró de casi todos los ataques, aunque muchas veces por muy poco. El impacto de una bomba produjo muchas víctimas y originó un incendio, que fue dominado en seguida, de modo que la capacidad de combate del barco apenas se vio afectada. Pero el Lexington, que no era tan fácil de manejar, no fue tan afortunado: fue alcanzado por dos torpedos y recibió el impacto de dos o tres bombas. Al acabar la acción ardía y estaba escorado a babor, y tenía inundadas tres salas de calderas. Con grandes esfuerzos consiguieron controlar los incendios, corregir la escora y poco después el barco avanzaba a veinticinco nudos. Las pérdidas de aviones que sufrieron ambos bandos en este feroz enfrentamiento, el primero en la historia entre portaaviones, se evaluaron después de la guerra: treinta y tres estadounidenses, cuarenta y tres japoneses.

Si los acontecimientos del mar del Coral hubiesen acabado entonces el balance habría estado claramente a favor de Estados Unidos: habían hundido un crucero ligero, el Shoho, habían ocasionado graves daños al Shokaku y habían hecho regresar a la fuerza invasora que se dirigía a Port Moresby. Sus dos portaaviones parecían estar en buen estado, y lo único que habían perdido hasta ese momento era un buque cisterna y el destructor que lo acompañaba, que habían sido hundidos el día anterior por los portaaviones japoneses. Pero entonces sobrevino el desastre. Una hora después de que finalizara la batalla el Lexington se vio sacudido bruscamente por una explosión interna. Estallaron incendios que se propagaron hasta volverse incontrolables. Los valientes esfuerzos por salvar el barco resultaron infructuosos y esa noche fue abandonado sin que se perdieran más vidas y hundido por un torpedo estadounidense. Entonces los dos bandos se retiraron del mar del Coral y ambos anunciaron su victoria. La propaganda japonesa declaró con estridencia que no sólo habían hundido los dos portaaviones del contralmirante Fletcher sino también un acorazado y un crucero pesado. Pero sus propias reacciones después de la batalla no fueron coherentes con esta convicción. Postergaron hasta julio su avance hacia Port Moresby, aunque entonces tenían el camino abierto. Pero en julio había cambiado todo el panorama y se descartó el golpe, prefiriéndose en cambio un avance por tierra desde las bases que ya habían conquistado en Nueva Guinea. Estos días determinaron el límite del impulso japonés por mar hacia Australia.

Por el lado estadounidense la máxima prioridad era la conservación de sus fuerzas de portaaviones. El almirante Nimitz era consciente de que más al norte se avecinaban grandes acontecimientos que requerirían toda su fuerza. Estaba satisfecho de haber contenido por el momento el movimiento de los japoneses hacia el mar del Coral y en seguida dio órdenes de que todos sus portaaviones se dirigieran a Pearl Harbour, incluidos el Enterprise y el Hornet, y a continuación se apresuró a unirse a Fletcher. Además, prudentemente, ocultó la pérdida del Lexington hasta después de la batalla de las islas Midway, ya que era evidente que los japoneses no estaban seguros de lo que había ocurrido en realidad y querían averiguarlo.

Este enfrentamiento tuvo una consecuencia desproporcionada para su importancia táctica. Desde el punto de vista estratégico fue una victoria estadounidense que vino muy bien, la primera contra Japón. Nunca se había visto nada igual. Fue la primera batalla naval en donde las naves de superficie no intercambiaron ni un solo disparo, aparte de que elevó las posibilidades y los riesgos de la guerra hasta otro nivel. La noticia voló por todo el mundo con un efecto tónico, aportando un alivio y un estímulo inmensos a Australia y Nueva Zelanda, y también a Estados Unidos. La experiencia táctica que se adquirió entonces a un precio tan elevado se aplicó poco después, con notable fortuna, en la batalla de las islas Midway, cuyos movimientos iniciales estaban a punto de comenzar.

El avance en el mar del Coral no fue más que la fase inicial de una política más ambiciosa por parte de Japón. Cuando todavía estaba en marcha, Yamamoto, el almirante supremo japonés, se preparaba para enfrentarse al poder estadounidense en el Pacífico central apoderándose de las islas Midway, incluido su aeródromo, desde el que podían amenazar, e incluso apoderarse hasta del propio Pearl Harbour. Al mismo tiempo, para desviar la atención, se enviaría una fuerza que se apoderaría de posiciones estratégicas en la parte occidental de las islas Aleutianas. Sincronizando cuidadosamente sus movimientos, Yamamoto esperaba atraer a la flota estadounidense hacia el norte para responder a la amenaza a las Aleutianas, con lo que quedaría en condiciones de lanzar toda su potencial contra las islas Midway. Para cuando los estadounidenses estuvieran en condiciones de intervenir allí con sus fuerzas esperaba encontrarse en posesión de la isla y estar listo para responder al contraataque con una fuerza abrumadora. Las Midway tenían tanta importancia para Estados Unidos, como avanzada de Pearl Harbour, que era inevitable que estos movimientos produjeran un fuerte enfrentamiento. Yamamoto confiaba en su capacidad para forzar una batalla decisiva según sus propias condiciones y en que, con su gran superioridad, sobre todo en cuanto a acorazados rápidos, tenía excelentes posibilidades de aniquilar a su enemigo. Así era, a grandes rasgos, el plan que transmitió a su subordinado, el almirante Nagumo. No obstante, todo dependía de que el almirante Nimitz cayera en la trampa y también de que no tuviera preparada ninguna sorpresa por su parte.

Pero el almirante estadounidense estaba atento y vigilante. Su servicio secreto lo mantenía bien informado y sabía hasta la fecha en la que estaba previsto asestar el golpe. Si bien cabía la posibilidad de que el plan contra las Midway fuera un subterfugio para ocultar el verdadero ataque a la cadena formada por las islas Aleutianas y un acercamiento al continente americano, las Midway eran, sin punto de comparación, un riesgo mayor y más probable, de modo que nunca dudó en desplegar sus fuerzas en esa dirección. Su principal preocupación era que, en el mejor de los casos, sus portaaviones estarían en inferioridad de condiciones frente a los cuatro de Nagumo, que ya habían combatido con notable éxito desde Pearl Harbour hasta Ceilán. Otros dos de este grupo se habían desviado al mar del Coral y uno de ellos estaba averiado. Nimitz, por su parte, había perdido el Lexington, el Yorktown estaba inutilizado, el Saratoga todavía no se había vuelto a incorporar después de los daños que había ocasionado en la batalla, y el Wasp todavía estaba cerca del Mediterráneo, donde había acudido en socorro de Malta. Tan sólo el Enterprise y el Hornet, que regresaban a toda prisa del Pacífico meridional, y el Yorktown, si podían repararlo a tiempo, estarían preparados para la inminente batalla. Los acorazados que el almirante Nimitz tenía más cerca estaban en San Francisco y eran demasiado lentos para hacer de portaaviones; en cambio Yamamoto tenía once, de los que tres se encontraban entre los más poderosos y rápidos del mundo. Los estadounidenses tenían muy pocas probabilidades, aunque Nimitz podía contar entonces con el fuerte apoyo aéreo desde las bases de las propias islas Midway.

Durante la última semana de mayo la fuerza principal de la Armada japonesa comenzó a alejarse de sus bases. La primera en partir fue la fuerza que iría a las Aleutianas para desviar la atención, que tenía que atacar Dutch Harbour el tres de junio y atraer a la flota estadounidense en esa dirección. A continuación, las fuerzas de desembarco tenían que apoderarse de las islas de Attu, Kiska y Adak, más hacia el oeste. Nagumo, con su grupo de cuatro portaaviones, atacaría las Midway al día siguiente, y el cinco de junio llegaría la fuerza de desembarco a capturar la isla. No esperaban ninguna oposición importante. Mientras tanto, Yamamoto con su flota de combate estarían fondeados bastante más al oeste, fuera del alcance del reconocimiento aéreo, dispuestos a atacar cuando se produjera el esperado contraataque estadounidense.

Éste fue el segundo momento supremo para Pearl Harbour. Los portaaviones Enterprise y Hornet llegaron desde el sur el veintiséis de mayo. El Yorktown apareció al día siguiente; tenía unas averías que, según los cálculos, tardarían tres meses en repararse pero, con una decisión digna de la crisis, al cabo de cuarenta y ocho horas estuvo listo para entrar en combate, y lo rearmaron con un nuevo grupo aéreo. Volvió a zarpar el día treinta para reunirse con el almirante Spruance, que había partido dos días antes con los otros dos portaaviones. El contralmirante Fletcher conservó el mando táctico de la fuerza conjunta. En las Midway el aeródromo estaba abarrotado de bombarderos, y las fuerzas de tierra para la defensa de la isla se encontraban en estado de máxima alerta. Era imprescindible saber en seguida que el enemigo se acercaba, de modo que desde el treinta de mayo hubo un reconocimiento aéreo permanente. Los submarinos estadounidenses mantuvieron la vigilancia al oeste y al norte de las Midway. Transcurrieron cuatro días de intenso suspense. El tres de junio, a las nueve de la mañana, un hidroavión Catalina que patrullaba a más de mil kilómetros al oeste de las Midway avistó un grupo de once barcos enemigos. Los ataques con bombas y torpedos que se produjeron a continuación no tuvieron éxito, a excepción de un torpedo que alcanzó a un buque cisterna, pero la batalla había comenzado y desapareció la incertidumbre acerca de las intenciones del enemigo. A través de su servicio secreto el contralmirante Fletcher tenía buenos motivos para creer que los portaaviones del enemigo se acercarían a las Midway desde el noroeste, y no se dejó engañar por los informes que recibió de este primer avistamiento, sino que acertó al suponer que se trataba sólo de un grupo de transportes. Llevó a sus portaaviones a la posición que había elegido, a unos trescientos kilómetros al norte de las Midway al amanecer del día cuatro, dispuestos a abalanzarse sobre el flanco de Nagumo en cuanto apareciera, si es que aparecía.

El cuatro de junio amaneció despejado y luminoso; a las 5.34 una patrulla procedente de las Midway por fin lanzó la esperada señal para comunicar que se acercaban los portaaviones japoneses. Comenzaron a llegar informes extensos y rápidos. Se vieron muchos aviones que se dirigían a las Midway y se avistaron acorazados de apoyo a los portaaviones. A las 6.30 se produjo el ataque japonés, muy intenso, pero encontró una feroz resistencia y es probable que un tercio de los atacantes no regresaran jamás. Causaron mucho daño y numerosas víctimas, pero el aeródromo siguió en servicio. Hubo tiempo para lanzar un contraataque a la flota de Nagumo. Su abrumadora superioridad en aviones de combate produjo cuantiosas bajas, y los resultados de este ataque valiente, en el que estaban depositadas grandes esperanzas, fueron decepcionantes. Aparentemente, el desaliento que les produjo su propio ataque confundió el criterio del almirante japonés, cuya Fuerza Aérea le informó de que sería necesario lanzar un segundo ataque contra las Midway. Había retenido a bordo una cantidad de aviones suficiente para hacer frente a los portaaviones estadounidenses que aparecieran, pero no los esperaba, y su búsqueda había sido insuficiente y al principio infructuosa. Entonces decidió romper la formación que había mantenido para este fin y rearmarlos para volver a atacar las Midway. En todo caso, había que despejar las cubiertas de vuelo para que pudieran aterrizar los aviones que regresaban del primer ataque. Esta decisión lo expuso a un peligro mortal, y aunque Nagumo se enteró después de la existencia de una fuerza estadounidense, que incluía un portaaviones, hacia el este, ya era demasiado tarde. Estaba condenado a recibir toda la fuerza del ataque estadounidense con las cubiertas llenas de bombarderos inútiles, reabasteciéndose o rearmándose.

Los almirantes Fletcher y Spruance, más fríos y precavidos, estaban en buena posición para intervenir en este momento crucial. Habían interceptado las noticias que llegaban en abundancia desde primeras horas de la mañana, y a las siete el Enterprise y el Hornet comenzaron a lanzar un ataque con todos los aviones que tenían, salvo los que necesitaban para su propia defensa. El Yorktown, cuyos aviones se habían dedicado al reconocimiento durante la mañana, se retrasó mientras los recuperaba, pero su fuerza de ataque estuvo en el aire poco después de las nueve; para entonces, las primeras oleadas de los otros dos portaaviones se acercaban a su presa. Cerca del enemigo estaba nublado, de modo que al principio los bombarderos de ataque en picado no pudieron localizar a su objetivo. El grupo del Hornet, que no sabía que el enemigo se había vuelto atrás, no los encontró y no intervino en la batalla. Lamentablemente, por este motivo, los primeros ataques sólo se hicieron con lanzatorpedos desde los tres portaaviones y, aunque se insistió con gran coraje, no tuvo éxito frente a una oposición tan abrumadora. De los cuarenta y un lanzatorpedos que atacaron sólo regresaron seis. Pero su entrega tuvo su recompensa porque, mientras la atención de todos los japoneses y toda la fuerza disponible de los aviones de combate se concentraban en ellos, entraron en escena los treinta y siete bombarderos del Enterprise y el Yorktown. Prácticamente sin encontrar oposición, sus bombas cayeron sobre el buque insignia de Nagumo, el Akagi, y su gemelo, el Kaga, y casi simultáneamente otra oleada de diecisiete bombarderos procedentes del Yorktown atacó el Soryu. En pocos minutos las cubiertas de los tres barcos fueron un caos y quedaron sembradas de aviones en llamas y de explosiones. Debajo estallaron enormes incendios y poco después no quedaba la menor duda de que los tres estaban perdidos. Lo único que pudo hacer el almirante Nagumo fue trasladar su pabellón a un crucero y observar cómo ardían tres cuartas partes de los hermosos barcos bajo su mando.

Hasta pasado el mediodía los estadounidenses no recuperaron sus aviones. Habían perdido más de sesenta, pero obtuvieron una recompensa considerable. De los portaaviones enemigos sólo quedaba el Hiryu, que de inmediato decidió atacar en nombre de la bandera del sol naciente. Mientras los pilotos estadounidenses explicaban lo ocurrido a bordo del Yorktown, después de regresar, llegó la noticia de que se avecinaba un ataque. El enemigo, que según los informes se componía de una fuerza de unos cuarenta barcos, atacó con energía y, a pesar de que los atacaron con cazas y cañonazos, tres de sus bombas alcanzaron al Yorktown. Muy averiado, pero con los incendios bajo control, siguió luchando hasta que, dos horas después, el Hiryu volvió a atacar, esta vez con torpedos. Este ataque resultó fatal. Aunque la nave permaneció a flote dos días más la hundió un submarino japonés.

Pero el Yorktown fue vengado cuando todavía estaba a flote. El Hiryu fue localizado a las 14.45 y, en menos de una hora, volaban hacia él veinticuatro bombarderos procedentes del Enterprise que atacaron a las 17 convirtiéndolo, en pocos minutos, en una ruina en llamas, aunque no se hundió hasta la mañana siguiente. Éste fue el fin del último de los cuatro portaaviones de Nagumo, y con ellos se perdieron sus pilotos, muy bien entrenados, que nunca pudieron sustituir. Así acabó la batalla del cuatro de junio, considerada acertadamente el momento decisivo de la guerra en el Pacífico.

Los comandantes estadounidenses victoriosos tenían otros peligros por delante. El almirante supremo japonés, con su formidable flota de combate, todavía podía atacar las Midway. La aviación estadounidense había sufrido cuantiosas pérdidas y ya no quedaban grandes barcos capaces de enfrentarse a Yamamoto si este decidía continuar su avance. El almirante Spruance, que asumió entonces el mando del grupo de portaaviones, se opuso a iniciar una persecución hacia el oeste por desconocer la fuerza que podía tener el enemigo y por carecer de suficiente apoyo para sus propios portaaviones. No cabe duda de que fue una decisión acertada. Cuesta más comprender, en cambio, que el almirante Yamamoto no tratara de recuperar su buena suerte. Al principio decidió seguir presionando y ordenó a cuatro de sus cruceros más poderosos que bombardearan las Midway en las primeras horas del cinco de junio. Al mismo tiempo, avanzaba hacia el noreste otra poderosa fuerza japonesa y si Spruance hubiera decidido perseguir los restos del grupo de Nagumo es posible que se hubiese visto atrapado en una desastrosa acción nocturna. Sin embargo, durante la noche el comandante japonés cambió repentinamente de opinión y a las 2.55 del día cinco ordenó la retirada general. Sus motivos no son nada claros, pero es evidente que la derrota inesperada y aplastante de sus valiosos portaaviones lo había afectado profundamente. Pero todavía iba a ocurrirle otra desgracia más. Dos de los cruceros pesados que iban a bombardear las Midway chocaron entre sí al evitar el ataque de un submarino estadounidense. Los dos quedaron seriamente averiados y fueron abandonados al comenzar la retirada general. El seis de junio fueron atacados por los aviones de Spruance, que hundieron uno de ellos y dejaron al otro aparentemente a punto de hundirse. Sin embargo, a pesar de los destrozos, el Mogami al final consiguió regresar a puerto.

Tras apoderarse de las pequeñas islas de Attu y Kiska, pertenecientes al grupo occidental de las Aleutianas, los japoneses se retiraron tan silenciosamente como habían llegado.

En este momento resulta ilustrativo reflexionar sobre el mando japonés. Dos veces en un mismo mes desplegaron en la batalla, con habilidad, agresividad y decisión sus fuerzas marinas y aéreas. En ambas ocasiones, cuando su Fuerza Aérea fue duramente repelida, abandonaron su objetivo a pesar de que las dos veces parecían estar a punto de conseguirlo. Los hombres de las Midway, los almirantes Yamamoto, Nagumo y Kondo, fueron los mismos que planificaron y llevaron a cabo las osadas y poderosas operaciones que destruyeron en cuatro meses las flotas aliadas en el Lejano Oriente y echaron a la flota oriental británica del océano Índico. Yamamoto se retiró a las Midway porque, como había demostrado todo el curso de la guerra, a varios miles de kilómetros de su base una flota que no tuviera cobertura aérea no podía arriesgarse a estar al alcance de una fuerza acompañada por portaaviones y con grupos aéreos casi intactos. Ordenó la retirada de la fuerza de transporte porque habría sido un suicidio atacar, sin apoyo aéreo, una isla defendida por fuerzas aéreas y físicamente tan pequeña que era imposible sorprenderla.

Se cree que la rigidez de la planificación japonesa y su tendencia a abandonar el objetivo cuando los planes no salían según lo previsto se debe en gran medida al carácter torpe e impreciso de su lengua, que hacía que fuera sumamente difícil improvisar comunicándose por señales.

Hay otra lección que destacar. El servicio secreto estadounidense logró infiltrarse con bastante anticipación en los secretos que el enemigo guardaba más celosamente. De este modo, el almirante Nimitz, a pesar de ser más débil, fue capaz dos veces de concentrar todas las fuerzas que tenía, con la potencia suficiente, en el momento adecuado y en el lugar preciso. Llegado el momento esto resultó decisivo, lo que demuestra la importancia de mantener el secreto y las consecuencias que tiene la fuga de información en una guerra.

Esta memorable victoria estadounidense tuvo una importancia fundamental no sólo para Estados Unidos sino para toda la causa aliada. El efecto moral fue enorme e instantáneo. De una sola vez se invirtió la preponderancia de Japón en el Pacífico. La evidente superioridad del enemigo, que durante seis meses frustró nuestras empresas conjuntas en todo el Lejano Oriente, había desaparecido para siempre. A partir de ese momento todos nuestros pensamientos se volvieron a la ofensiva, con una confianza serena. Dejamos de preocuparnos por dónde asestarían los japoneses el siguiente golpe y empezamos a pensar en dónde podíamos golpearlos nosotros para recuperar los vastos territorios que habían invadido en su precipitado ataque. El camino sería largo y difícil, y todavía faltaban inmensos preparativos para obtener la victoria en Oriente, pero de ésta ya no quedaba ninguna duda; aparte de que las demandas del Pacífico ya no resultaban tan gravosas para el enorme esfuerzo que Estados Unidos se estaba preparando para hacer en Europa.

En los anales de la guerra en el mar no aparece ningún choque más intenso y conmovedor que estas dos batallas, en las que las cualidades de la Armada y la Fuerza Aérea estadounidenses y las de todo el pueblo estadounidense brillaron en todo su esplendor. Las condiciones nuevas que creó la guerra en el aire, que hasta entonces nunca se habían tenido en cuenta, dio mucha mayor importancia a la velocidad de la acción y los giros de la fortuna. Pero el valor y la entrega de los aviadores y los marinos estadounidenses y el coraje y la habilidad de sus líderes fue la base de todo. Mientras la flota japonesa se retiraba a los lejanos puertos de su país, sus comandantes sabían no sólo que habían perdido para siempre la fuerza de sus portaaviones sino también que el enemigo al que habían desafiado los enfrentaba con una fuerza de voluntad y una pasión similar a las máximas tradiciones de sus antepasados samurais, respaldados por una evolución del poder, la cantidad y la ciencia a la que no se le podían poner límites.

La Segunda Guerra Mundial
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