Capítulo XVII
LA BATALLA DEL ATLÁNTICO
Lo único que realmente me asustaba durante la guerra era el peligro de los submarinos alemanes. Incluso antes de la batalla aérea, ya pensaba que la invasión fracasaría. Después de lograr la victoria en el aire, la batalla nos resultó favorable; fue el tipo de batalla que, en las crueles condiciones de la guerra, uno tenía que estar satisfecho de librar. Pero ahora peligraba nuestra línea vital, incluso al otro lado del ancho océano y sobre todo en las entradas a la isla. Esta batalla me tenía más preocupado que el glorioso combate aéreo que se llamó la batalla de Gran Bretaña.
El Almirantazgo, al que me unían la amistad y el contacto más estrechos, compartía mis temores, sobre todo porque su principal responsabilidad era proteger nuestras costas de una invasión y mantener abiertas las líneas vitales con el mundo exterior. La Armada siempre lo había aceptado como su máxima, sagrada e ineludible obligación, de modo que nos pusimos a pensar juntos en este problema. No adoptó la forma de brillantes batallas ni de fastuosos logros, sino que se manifestó por medio de estadísticas, diagramas y curvas desconocidas para la nación e incomprensibles para el público.
¿Hasta qué punto la guerra con los submarinos alemanes reduciría nuestras importaciones y nuestro transporte? ¿Llegaría alguna vez hasta el extremo de acabar con nuestra vida? Esto no podía quedar librado a gestos ni a sensaciones, sino sólo al trazado lento y frío de líneas en un mapa, que indicaban la posibilidad de un estrangulamiento. En comparación con esto, no tenían ningún valor los valientes ejércitos dispuestos a saltar sobre el invasor, ni un buen plan de guerra en el desierto. El espíritu elevado y fiel de las personas no contaba para nada en este ámbito sombrío. O los alimentos, los suministros y las armas procedentes del Nuevo Mundo y del imperio británico llegaban del otro lado del océano o no lo conseguían. Con todo el litoral marítimo en sus manos, desde Dunkerque hasta Burdeos, los alemanes no perdieron tiempo en establecer bases para sus submarinos y sus aviones cooperantes en el territorio capturado. Desde julio en adelante nos vimos obligados a desviar nuestros transportes de los accesos al sur de Irlanda, donde evidentemente no teníamos autorización para estacionar aviones de combate. Todo tenía que llegar desde Irlanda del Norte. Allí, por la gracia de Dios, el Ulster era un centinela fiel. El Mersey y el Clyde eran los pulmones que nos permitían respirar. En la costa este y en el canal de la Mancha se seguía cubriendo el trayecto con embarcaciones pequeñas, bajo el ataque cada vez más intenso desde el aire, con lanchas de cabotaje alemanas y con minas, y el paso de cada convoy entre el Forth y Londres se convirtió casi todos los días en una operación en sí misma.
Las pérdidas sufridas por nuestros buques mercantes alcanzaron la máxima gravedad durante los doce meses comprendidos entre julio de 1940 y julio de 1941, cuando podríamos decir que se ganó la batalla británica del Atlántico. La semana que finalizó el veintidós de septiembre de 1940 fue la peor desde el comienzo de la guerra, y se produjeron más hundimientos que en ningún período similar de 1917. La presión crecía sin cesar y nuestras pérdidas superaban peligrosamente la cantidad de elementos nuevos. Los vastos recursos de Estados Unidos iban entrando en acción lentamente. Ya no podíamos esperar una entrega imprevista de barcos, como la que se produjo después de la invasión de Noruega, Dinamarca y los Países Bajos en la primavera de 1940. Se hundieron veintisiete barcos, muchos de ellos en un convoy de Halifax, y en octubre otro convoy atlántico fue masacrado por submarinos alemanes que hundieron veinte barcos de un total de treinta y cuatro. A medida que nos acercábamos a noviembre y diciembre, las entradas y los estuarios del Mersey y el Clyde excedieron la suma mortal de todos los demás factores de la guerra. Evidentemente, a estas alturas podríamos habernos lanzado sobre la Irlanda de De Valera y recuperado los puertos del sur con la fuerza de las modernas armas. Siempre había declarado que lo único que me haría hacer una cosa así sería el instinto de supervivencia. Pero con esta medida tan dura lo único que se conseguiría sería un pequeño respiro. El único remedio seguro era garantizar la salida y la entrada al Mersey y el Clyde sin obstáculos. Todos los días cuando se reunían, los pocos que sabían se miraban los unos a los otros. Uno comprende al submarinista que se encuentra en las profundidades del mar y que depende en cada minuto de su tubo de aire. ¿Qué sentiría al ver que lo estaba mordiendo un cardumen cada vez mayor de tiburones? ¡Y peor todavía si no tuviera ninguna posibilidad de que lo izaran a la superficie! Para nosotros no había superficie. El submarinista eran cuarenta y seis millones de personas en una isla superpoblada, que emprendían el extenso negocio de la guerra con todo el mundo ancladas por la naturaleza y la gravedad en el fondo del mar. ¿Qué podían hacerle los tiburones a su tubo de aire? ¿Cómo podía protegerse de ellos o destruirlos?
El ataque de los submarinos alemanes presentaba otro aspecto. Lo primero que pensó el Almirantazgo, naturalmente, fue conducir los barcos a puerto, sanos y salvos, y calculaba su éxito por el mínimo de hundimientos. Pero ahora la prueba ya no iba así. Todos nos dábamos cuenta de que la vida y el esfuerzo bélico del país dependían por igual del peso de las importaciones que hubieran llegado a salvo a puerto. En la semana que acabó el ocho de junio, durante el apogeo de la batalla en Francia, hicimos entrar en el país alrededor de un millón y cuarto de toneladas de carga sin contar el petróleo. A partir de esta cifra máxima, las importaciones disminuyeron a finales de julio a menos de 750.000 toneladas por semana. A pesar de las mejoras sustanciales realizadas en agosto, el promedio semanal volvió a disminuir y, en los tres últimos meses del año, fue de poco más de 800.000 toneladas. Este grave descenso de las importaciones me preocupaba cada vez más. A mediados de febrero de 1941 le envié un mensaje al Primer Lord: «Veo que en enero la entrada de barcos con carga fue inferior a la mitad que en enero del año pasado.».
Tanto la propia magnitud y la mejora de nuestras medidas de protección (convoyes, desvíos, desmagnetización, eliminación de minas, evitar el Mediterráneo), como el alargamiento en el tiempo y la distancia de la mayoría de los viajes, y los retrasos en los puertos debidos a los bombardeos y los apagones redujeron la capacidad operativa de nuestro transporte todavía más que las propias pérdidas. Cada semana nuestros puertos se congestionaban más y nos atrasábamos más. A principios de marzo se habían acumulado más de 2.600.000 toneladas de barcos averiados, de las que más de la mitad estaban inmovilizadas por la necesidad de reparaciones.
Al azote de los submarinos alemanes hubo que añadir poco después los ataques aéreos en pleno océano por parte de aviones de largo alcance, de los que el Focke-Wulf 200, conocido como «el cóndor», era el más formidable, aunque afortunadamente al principio fueron bastante pocos. Podían despegar de Brest o de Burdeos, volar alrededor de la isla británica, reabastecerse de combustible en Noruega y emprender el viaje de regreso al día siguiente. En el trayecto veían allá abajo, entrando o saliendo, los grandes convoyes de cuarenta o cincuenta barcos a los que nos habíamos visto obligados a recurrir por la falta de escolta. Entonces atacaban estos convoyes, o los barcos que iban aparte, con sus bombas destructoras, o indicaban su posición a los expectantes submarinos que se dirigían hacia ellos para interceptarlos.
Estaban en servicio poderosos cruceros alemanes. El Scheer se encontraba entonces en el Atlántico meridional y se dirigía hacia el Índico. En tres meses destruyó diez barcos, sesenta mil toneladas en total, y después consiguió regresar a Alemania. El Hipper se había refugiado en Brest. A finales de enero los cruceros de combate Scharnhorst y Gneisenau, después de que les repararan las averías que les provocaron en Noruega, recibieron órdenes de hacer una incursión en el Atlántico septentrional, mientras que el Hipper asaltaba la ruta desde Sierra Leona. Durante una travesía de dos meses hundieron o capturaron veintidós barcos, con un total de 115.000 toneladas. El Hipper cayó sobre un convoy que regresaba a su puerto de origen, cerca de las Azores, al que todavía no se le había incorporado una escolta, y en un ataque salvaje que duró una hora destruyó siete de sus diecinueve barcos sin hacer ningún intento por rescatar a los supervivientes; dos días después estaba de regreso en Brest. A causa de estas naves extraordinarias nos veíamos obligados a utilizar en los convoyes a casi todos los principales barcos británicos disponibles. Hubo una época en la que el comandante en jefe de la flota nacional no disponía más que de un acorazado.
El Bismarck todavía no se encontraba en actividad. El Almirantazgo alemán debería de haber esperado a que estuvieran acabados, tanto él como su consorte el Tirpitz. Lo mejor que podía hacer Hitler con estos dos gigantescos acorazados era mantenerlos listos en el Báltico y dejar que, de vez en cuando, se filtraran rumores de una incursión inminente. De este modo nos habríamos visto obligados a mantener concentrados en Scapa Flow, o cerca de allí, casi todos los barcos nuevos que teníamos, y él habría tenido la ventaja de escoger el momento sin la tensión de tener que estar siempre listo. Como a los barcos hay que someterlos a una reparación periódica, a nosotros nos habría resultado casi imposible mantener un margen razonable de superioridad y cualquier accidente serio habría acabado con él.
Día y noche, mi pensamiento no se apartaba de este problema aterrador. A estas alturas, mi única esperanza de una victoria segura dependía de nuestra capacidad para librar una guerra larga e indefinida hasta conseguir una abrumadora superioridad aérea y probablemente que otras grandes potencias se pusieran de nuestro lado. Pero este peligro mortal para nuestras líneas vitales me carcomía las entrañas. A principios de marzo el almirante Pound informó al gabinete de Guerra de una cantidad excepcional de hundimientos. Yo ya había visto las cifras y después de nuestra reunión, que se celebró en el despacho del primer ministro en la cámara de los Comunes, le dije a Pound: «Tenemos que elevar esta cuestión al plano más alto, por encima de todo lo demás. Voy a proclamar la “batalla del Atlántico”». Esto, al igual que la presentación de la «batalla de Gran Bretaña», nueve meses atrás, era una señal que pretendía que todos los pensamientos y todos los departamentos involucrados se concentraran en la guerra de submarinos.
Para seguir esta cuestión con la máxima atención personal posible y para dar las indicaciones oportunas que eliminaran dificultades y obstáculos y obligaran a intervenir a la mayor cantidad de departamentos y ramas involucrados, creé el comité de la batalla del Atlántico. Las reuniones de este comité se celebraban una vez por semana y a ellas asistían todos los ministros y altos funcionarios involucrados, tanto militares como civiles. Por lo general no duraban menos de dos horas y media. Se repasaba todo el escenario y todo se discutía; no se retrasaba nada por falta de decisión. A través de los vastos círculos de nuestra maquinaria bélica, que abarcaba a miles de hombres capaces y abnegados, se estableció una nueva proporción, y desde cientos de ángulos se concentraba la mirada escrutadora de nuestros ojos.
Entonces los submarinos alemanes comenzaron a utilizar nuevos métodos, que se hicieron conocer como las tácticas «de las manadas de lobos». Consistían en ataques desde distintas direcciones por parte de varios submarinos que actuaban de forma conjunta. A estas alturas se solían hacer de noche, sobre la superficie y a toda velocidad. Los únicos que podían alcanzarlos eran los destructores, puesto que el sonar era prácticamente impotente. La solución no consistía en multiplicar las escoltas rápidas sino sobre todo en desarrollar un sistema de radar eficaz que nos advirtiera de su acercamiento. Los científicos, los marinos y los aviadores hacían todo lo posible pero los resultados llegaban con lentitud. También necesitábamos un arma aérea capaz de hundir a los submarinos que salieran a la superficie y tiempo para entrenar a nuestras fuerzas para usarla. Cuando por fin conseguimos solucionar estos dos problemas los submarinos reanudaron los ataques bajo el agua, en los que podíamos ocuparnos de ellos con nuestros viejos métodos, tan comprobados. Pero esto no se consiguió hasta pasados otros dos años.
Mientras tanto, la nueva táctica de la «manada de lobos», inspirada por el almirante Dónitz, el jefe del servicio de submarinos, que había sido capitán de submarinos en la guerra anterior, fue aplicada con energía por el temible Prien y los demás grandes comandantes de submarinos. Pero hubo represalias. El ocho de marzo el U.47 de Prien fue hundido con él y toda la tripulación por el destructor Wolverine, y nueve días después hundieron el U.99 y el U.100 cuando participaban juntos en el ataque a un convoy. Los comandantes de ambos eran oficiales notables, y la eliminación de estos tres hombres capaces tuvo consecuencias importantes sobre el desarrollo de la lucha. Hubo pocos comandantes de submarinos después de ellos que estuvieran a su altura por su inflexible capacidad y por su audacia. En marzo hundimos cinco submarinos alemanes en las vías de acceso del oeste, y aunque ellos nos infligieron unas pérdidas tremendas, un total de 243.000 toneladas, y perdimos 113.000 toneladas más por ataques aéreos, podríamos decir que el primer asalto de la batalla del Atlántico acabó en tablas.
Como las vías de acceso del oeste les resultaban demasiado peligrosas, los submarinos se desplazaron más hacia el oeste, a aguas a las que sólo podían llegar unas pocas escoltas de nuestras flotillas, puesto que no teníamos acceso a los puertos del sur de Irlanda y donde la cobertura aérea era imposible. Las escoltas procedentes del Reino Unido sólo podían proteger nuestros convoyes a lo largo de una cuarta parte de la ruta a Halifax, aproximadamente. A principios de abril una «manada de lobos» atacó un convoy a 28° de longitud oeste antes de que llegara la escolta; hundieron a diez de los veintidós barcos y sólo se perdió un submarino alemán. De algún modo teníamos que buscar la manera de ampliar nuestro alcance; de lo contrario teníamos los días contados.
Entre Canadá y Gran Bretaña están las islas de Terranova, Groenlandia e Islandia. Todas se encuentran cerca del flanco de la ruta más corta o de círculo máximo entre Halifax y Escocia. Unas fuerzas con bases en estos puntos intermedios podrían controlar toda la ruta por sectores. Groenlandia carecía completamente de recursos pero de las otras dos islas se podía sacar provecho rápidamente. Alguien dijo que «quien posea Islandia tendrá una pistola apuntando a Inglaterra, Estados Unidos y Canadá». Con esta idea, precisamente, y con el consentimiento de su pueblo, ocupamos Islandia cuando Dinamarca fue invadida en 1940, y en abril de 1941 establecimos bases para nuestros grupos de escolta y nuestra aviación. Desde allí ampliamos el alcance de las escoltas de superficie hasta los 35° oeste. De todos modos, quedó una brecha de mal agüero hacia el oeste, que por el momento no se podía salvar. En mayo, un convoy de Halifax recibió un duro ataque a 41° oeste y perdió nueve barcos antes de que alguien acudiera en su ayuda.
Parecía evidente que la única solución era una escolta desde el principio hasta el final, de Canadá hasta Gran Bretaña; el veintitrés de mayo el Almirantazgo invitó a los gobiernos de Canadá y Terranova a usar Saint John’s, en Terranova, como base avanzada para nuestras fuerzas conjuntas de escolta. La respuesta fue inmediata, y antes de final de mes por fin se logró una escolta permanente durante toda la ruta. A partir de entonces, la Armada canadiense aceptó la responsabilidad de proteger los convoyes que se encontraban en la sección occidental de la ruta oceánica utilizando sus propios recursos. Desde Gran Bretaña y desde Islandia podíamos cubrir el resto del trayecto. Pero de todos modos nuestra fuerza disponible experimentó un peligroso descenso, y nuestras pérdidas aumentaron vertiginosamente. En el trimestre que acabó en mayo, sólo los submarinos alemanes hundieron ciento cuarenta y dos barcos, con un total de 818.000 toneladas, noventa y nueve de los cuales eran británicos.
En medio de esta creciente tensión, el presidente, con todos los poderes que le correspondían como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas que le otorgaba la Constitución estadounidense, comenzó a brindarnos apoyo militar. Estaba decidido a no permitir que los submarinos ni las lanchas alemanas se acercaran a la costa de su país y a asegurarse de que las municiones que enviaba a Gran Bretaña recorrieran por lo menos la mitad del trayecto. De unos planes elaborados hacía mucho tiempo surgió un vasto proyecto para la defensa conjunta del océano Atlántico por parte de las dos potencias de habla inglesa. Del mismo modo que nos pareció necesario establecer bases en Islandia, Roosevelt tomó medidas para instalar una base aérea propia en Groenlandia. Sabíamos que los alemanes ya habían establecido estaciones meteorológicas en la costa este, frente a Islandia. Por tanto, su medida fue oportuna. Gracias a otras decisiones, no sólo nuestros barcos mercantes sino también los de guerra que quedaran averiados durante los duros enfrentamientos en el Mediterráneo y en otros lugares pudieron repararse en los astilleros estadounidenses, lo que proporcionó un alivio inmediato y muy necesario a nuestros escasos recursos nacionales.
A principios de abril recibimos buenas noticias. El día once me cablegrafió el presidente para decirme que el gobierno de Estados Unidos ampliaría la llamada zona de seguridad y las zonas de patrulla, que funcionaban desde las primeras etapas de la guerra, hasta una línea que abarcaba todas las aguas del Atlántico norte al oeste de los 26° de longitud oeste, aproximadamente. Para tal fin, tenía la intención de usar aviones y barcos de la Marina de guerra que tuvieran su base en Groenlandia, Terranova, Nueva Escocia, Estados Unidos, las Bermudas y las Antillas; esta zona podía ampliarse posteriormente hasta Brasil. Nos pidió que le comunicáramos en secreto el movimiento de nuestros convoyes «para que nuestras unidades de patrulla observen si hay barcos o aviones de naciones agresoras que operen al oeste de la nueva línea de las zonas de seguridad». Los estadounidenses, por su parte, darían a conocer en seguida la posición de los barcos o aviones que fueran posibles agresores si los localizaban dentro de la zona de patrullaje estadounidense. Transmití este telegrama al Almirantazgo con una profunda sensación de alivio.
El día dieciocho, el gobierno de Estados Unidos anunció la línea de demarcación entre el hemisferio oriental y el occidental al que aludía el presidente en su mensaje del once de abril. A partir de entonces, esa línea se convirtió en la frontera marítima virtual de Estados Unidos, e incluía en la esfera estadounidense todos los territorios británicos que estaban en el continente americano o cerca de él, en Groenlandia y en las Azores; poco después se extendió hacia el este, para incluir Islandia. En virtud de esta declaración, los buques de guerra estadounidenses patrullarían las aguas del hemisferio occidental y nos mantendrían informados de cualquier actividad que realizara en ellas el enemigo. Sin embargo, Estados Unidos mantenía su no beligerancia y a esta altura no podía suministrar protección directa a nuestros convoyes; esto seguía siendo responsabilidad exclusivamente británica a lo largo de todo el trayecto.
La política del presidente tuvo consecuencias duraderas, y seguimos luchando después de que nos quitaran de encima una parte importante de nuestra responsabilidad la Armada canadiense y la de Estados Unidos. Este país se aproximaba cada vez más a la guerra, y esta tendencia se aceleró todavía más con la irrupción del Bismarck en el Atlántico, a finales de mayo. En un mensaje transmitido el veintisiete de mayo, el mismo día en que se hundió el Bismarck, el presidente declaró que «sería un suicidio aguardar hasta tenerlo [al enemigo] delante de nuestra puerta. […] Por consiguiente, hemos ampliado nuestro patrullaje a aguas del Atlántico norte y sur». Al concluir su discurso Roosevelt declaró una «emergencia nacional ilimitada».
Existen abundantes pruebas que demuestran que los alemanes estaban muy inquietos con todo esto, y los almirantes Raeder y Dónitz le suplicaron al führer que concediera mayor libertad a los submarinos alemanes y que les permitiera intervenir contra la costa estadounidense así como también contra sus barcos si actuaban como escolta o si avanzaban sin luces. Sin embargo, Hitler se mantuvo inflexible. Siempre temió las consecuencias de una guerra con Estados Unidos e insistió para que las fuerzas alemanas evitaran las provocaciones.
La ampliación del esfuerzo del enemigo también trajo consigo su propio castigo. En junio, aparte de los que estaban en período de formación, tenían alrededor de treinta y cinco submarinos en el mar, pero carecían de tripulaciones altamente capacitadas y sobre todo de suficientes capitanes con experiencia para tripular las nuevas naves que iban fabricando. Las tripulaciones «diluidas» de los nuevos submarinos alemanes, compuestas en su mayoría por jóvenes sin experiencia, manifestaron una disminución en pertinacia y habilidad, y la ampliación de la batalla a las extensiones más remotas del océano puso fin a la peligrosa combinación de los submarinos con la lucha en el aire. La mayoría de los aviones alemanes no estaban equipados ni entrenados para realizar operaciones sobre el mar. No obstante, durante esos mismos tres meses de marzo, abril y mayo se hundieron ciento setenta y nueve barcos, con un total de 545.000 toneladas, por ataques aéreos, sobre todo cerca de la costa. De este total se destruyeron cuarenta mil toneladas en dos intensos ataques a los muelles de Liverpool que se produjeron a principios de mayo. Menos mal que los alemanes no insistieron en este blanco tan atormentado. Mientras tanto, a lo largo de nuestras costas se mantenía la amenaza furtiva y peligrosa de las minas magnéticas con una eficacia variable, aunque inferior. Desarrollamos y expandimos nuestras bases en Canadá e Islandia lo más rápidamente posible y planeamos nuestros convoyes en función de ellas. Incrementamos la capacidad de almacenar combustible de nuestros destructores más antiguos y, por consiguiente, su radio de acción. El recién establecido cuartel general conjunto de Liverpool se lanzó a la lucha en cuerpo y alma. A medida que fueron entrando en servicio nuevas escoltas y el personal fue adquiriendo experiencia, el almirante Noble los organizó en grupos permanentes a las órdenes de comandantes de grupo. Se fomentó el espíritu de equipo y los hombres se acostumbraron a trabajar al unísono, con un entendimiento claro de los métodos de su comandante. Los grupos de escolta se volvieron cada vez más eficientes y, a medida que su poder fue en aumento, disminuyó el de los submarinos alemanes.
En junio comenzamos otra vez a dominar la situación. Se hacían los máximos esfuerzos para mejorar la organización de las escoltas de nuestros convoyes y para desarrollar nuevas armas y artilugios. Lo que más necesitábamos eran más escoltas y más rápidos, con mayor capacidad para almacenar combustible, más aviones de largo alcance y, sobre todo, buenos radares. No bastaba sólo con tener aviones con base en la costa; en todos los convoyes hacían falta aviones transportados a bordo para detectar submarinos dentro de una distancia de ataque, a la luz del día, de modo que al obligarlos a sumergirse les impedían establecer contacto o avisar para que en seguida otros entraran en escena. Poco después, los aviones de caza lanzados desde catapultas montadas en buques mercantes comunes y también en buques reconvertidos tripulados por la Armada británica tuvieron que enfrentarse a la ofensiva de los Focke-Wulf. El piloto de caza, después de haber sido lanzado contra su presa como un halcón, dependía en primer lugar, para salvar la vida de que lo rescatara del mar alguno de los escoltas. Los Focke-Wulf poco a poco dejaron de ser cazadores para convertirse en presas. La invasión de Rusia obligó a Hitler a asignar un nuevo destino a sus aparatos más potentes y, después de un punto máximo en abril, de casi trescientas mil toneladas, a mediados del verano nuestras pérdidas se redujeron a alrededor de una quinta parte.
El presidente Roosevelt dio entonces otro paso importante: decidió establecer una base en Islandia. Se acordó que las fuerzas de Estados Unidos relevaran a la guarnición británica. Llegaron a Islandia el siete de julio, y la isla se incluyó en el sistema defensivo del hemisferio occidental. A partir de entonces comenzaron a viajar regularmente convoyes estadounidenses escoltados por barcos de guerra estadounidenses con destino a Reikiavik y, aunque Estados Unidos todavía no estaba en guerra, admitieron a barcos extranjeros al amparo de sus convoyes.
En el momento culminante de esta lucha hice uno de los nombramientos más importantes y afortunados de mi Administración durante la guerra. En 1930, cuando dejé mi cargo, acepté, por primera y única vez en mi vida, el puesto de director de una naviera. Se trataba de una de las empresas subsidiarias de la extensa organización de compañías navieras peninsulares y orientales de lord Inchcape. Durante ocho años asistí con regularidad a las reuniones mensuales de directorio y cumplí mis obligaciones con esmero. En estas reuniones, poco a poco fui prestando atención a un hombre muy notable que presidía más de treinta o cuarenta empresas, de las que aquélla con la que yo estaba relacionado no era más que una pequeña parte. En seguida me di cuenta de que Frederick Leathers era el cerebro y el poder que controlaba esta combinación. Sabía de todo e inspiraba una confianza absoluta. Año tras año lo fui observando de cerca, desde mi modesta posición, y me decía a mí mismo: «Si alguna vez hay otra guerra este hombre desempeñará el mismo tipo de papel que los grandes líderes empresariales que trabajaron a mi servicio en el Ministerio de Municiones, en 1917 y 1918».
Leathers ofreció sus servicios como voluntario al Ministerio de Tráfico Marítimo cuando estalló la guerra en 1939. No tuvimos demasiado contacto mientras estuve en el Almirantazgo, porque él cumplía funciones especializadas y subordinadas. Pero entonces, en 1941, en medio de las tensiones de la batalla del Atlántico y con la necesidad de combinar la organización de nuestro transporte con todos los desplazamientos de nuestros suministros por ferrocarril y por carretera desde nuestros puertos acosados, cada vez pensaba más en él. El ocho de mayo me puse en contacto con Leathers. Tras muchos análisis, remodelé el Ministerio de Tráfico Marítimo y el de Transporte en uno solo, al frente del que le puse a él. Para darle la autoridad necesaria creé el puesto de ministro de Transporte de Guerra. Siempre me costaba mucho colocar a alguien en un alto cargo ministerial en la cámara de los Comunes si no llevaba bastantes años allí, para que no le dieran la lata los parlamentarios experimentados que no tenían ningún cargo y porque siempre se preocupaban demasiado por los discursos que había que preparar y que pronunciar. Por tanto, presenté una solicitud a la Corona para que le concedieran el título de lord al nuevo ministro.
Desde entonces y hasta el final de la guerra lord Leathers ejerció el control absoluto del Ministerio de Transporte de Guerra, y su reputación fue en aumento en cada uno de los cuatro años que pasaron. Se ganó la confianza de los jefe del Estado Mayor y de todos los departamentos nacionales, además de establecer relaciones estrechas y excelentes con los principales estadounidenses dentro de su esfera vital. Con el que mantuvo mayor armonía fue con Lewis Douglas, de la Cámara de Transporte Marítimo de Estados Unidos, que después fue nombrado embajador en Londres. Leathers me fue de gran ayuda en la conducción de la guerra. En muy contadas ocasiones no pudo cumplir las duras tareas que le impuse. Varias veces, cuando fracasaban todos los procesos de los estados mayores y los ministerios para resolver el problema del traslado de una división más, o de transbordarla de barcos británicos a barcos estadounidenses, o de hacer alguna otra cosa necesaria, me dirigía a él en persona y las dificultades parecían desaparecer como por arte de magia.
Durante estos meses decisivos los dos cruceros de combate alemanes, el Scharnhorst y el Gneisenau, permanecieron en Brest. Parecía como si en cualquier momento fueran a salir hacia el Atlántico, pero se mantuvieron inactivos gracias a la Fuerza Aérea británica que los atacó varias veces en el puerto con tanta eficacia que permanecieron ociosos durante todo el año. Entonces, el enemigo trató de llevárselos a su país pero no fueron capaces de hacerlo hasta 1942. Ya veremos en su momento hasta qué punto tuvieron éxito la Armada y el mando costero de la Fuerza Aérea británica, cómo llegamos a dominar las salidas, cómo consiguieron nuestros cazas derribar a los Heinkel 111, y cómo se ahogaron los submarinos alemanes en los mismos mares en los que pretendían ahogarnos a nosotros, hasta que otra vez, con nuestras armas relucientes, barrimos las vías de acceso a la isla.