Capítulo XXIV

EL CRUCE DEL RIN

A pesar de la derrota que sufrieron en las Ardenas[70], los alemanes decidieron presentar batalla al oeste del Rin en lugar de retirarse al otro lado para conseguir un respiro; durante todo febrero y la mayor parte de marzo el mariscal de campo Montgomery dirigió una lucha prolongada y ardua en el norte. Las defensas eran fuertes y las defendieron con obstinación, el terreno estaba empapado y tanto el Rin como el Mosa se habían desbordado de su cauce. Los alemanes destrozaron y abrieron las válvulas de los grandes diques sobre el Rur y no se pudieron atravesar los ríos hasta finales de febrero, pero el diez de marzo volvía a haber dieciocho divisiones alemanas al otro lado del Rin. Más al sur, el general Bradley despejó todo el trecho de ciento treinta kilómetros entre Dusseldorf y Coblenza en una campaña breve y rápida. El día siete aceptaron con audacia un golpe de suerte. La 9.ª División Blindada del Primer Ejército estadounidense encontró el puente ferroviario de Remagen destruido en parte aunque todavía utilizable. De inmediato lo cruzó su avanzadilla y otras tropas la siguieron rápidamente; pronto hubo más de cuatro divisiones en la otra orilla y se estableció una cabeza de puente de varios kilómetros de ancho. Esto no formaba parte del plan de Eisenhower pero resultó un complemento magnífico y los alemanes tuvieron que desviar bastantes fuerzas desde más al norte para mantener en jaque a los estadounidenses. Patton aisló y aplastó el último saliente enemigo cerca de Tréveris. Los defensores de la famosa y temida línea Sigfrido quedaron rodeados y en pocos días cesó toda la resistencia organizada. Como consecuencia de la victoria la 5.ª División estadounidense efectuó un cruce no premeditado del Rin, veinticinco kilómetros al sur de Maguncia, que pronto se expandió en una profunda cabeza de puente que apuntaba hacia Frankfurt.

Así acabó la última gran resistencia alemana en el oeste. Seis semanas de batallas sucesivas a lo largo de un frente de más de cuatrocientos kilómetros obligaron a los enemigos a cruzar el Rin provocando una pérdida irreparable de vidas humanas y material. Las fuerzas aéreas aliadas desempeñaron un papel de suma importancia. Los ataques constantes de las Fuerzas Aéreas tácticas agravaron la derrota y la desorganización y nos libraron de una Luftwaffe cada vez más reducida. Mediante patrullas frecuentes sobre los aeródromos donde se encontraban los nuevos cazas propulsados por motores a reacción minimizaron un peligro que nos causaba preocupación. Las constantes incursiones de nuestros bombarderos pesados redujeron la producción alemana de petróleo hasta un punto crítico, arruinaron muchos de sus aeródromos y provocaron tantos daños en sus fábricas y sus sistemas de transporte que casi los paralizaron.

Yo quería estar con nuestros ejércitos en el momento del cruce del Rin y a Montgomery le pareció bien. Acompañado sólo de mi secretario, Jock Colville, y de «Tommy»[71], volé en un Dakota la tarde del veintitrés de marzo desde Northolt hasta el cuartel general británico cerca de Venlo. El comandante en jefe me condujo a la caravana donde vivía y se trasladó. Me encontré en este vehículo confortable que ya había usado antes. Cenamos a las siete y una hora después nos retiramos con rigurosa puntualidad al vehículo donde Montgomery tenía los mapas. Allí estaban todos los mapas que mantenían actualizados de hora en hora un grupo selecto de oficiales. Todo el plan de nuestro despliegue y nuestro ataque resultó muy fácil de comprender. Teníamos que abrirnos paso a la fuerza para cruzar el río en diez puntos, en un frente de algo más de treinta kilómetros, desde Rheinsberg hasta Rees. íbamos a usar todos nuestros recursos: enviaríamos hacia delante a ochenta mil hombres, que eran la vanguardia de unos ejércitos de un millón de hombres, y teníamos preparados muchísimos barcos y pontones. Del otro lado estaban los alemanes, atrincherados y organizados con toda la fuerza que les brindaba la moderna potencia de fuego.

Todo lo que había visto o estudiado sobre la guerra, o lo que había leído, me hacía dudar de que un río fuera una buena barrera defensiva contra una fuerza superior. En su Operations of War, una obra que me ha hecho cavilar desde mis tiempos en la academia militar de Sandhurst, Hamley discutía si un río que corre paralelo a la línea de avance es un elemento mucho más peligroso que uno que la atraviesa de banda a banda y pone como ejemplo de su teoría la maravillosa campaña de Napoleón en 1814. Por consiguiente yo tenía muchas esperanzas puestas en esta batalla, incluso antes de que el mariscal de campo me explicara sus planes. Además contábamos con la ventaja inmejorable de la superioridad aérea. El comandante en jefe tenía particular interés en que viera al día siguiente cómo arrojaban detrás de las líneas enemigas a dos divisiones aerotransportadas compuestas por catorce mil hombres con artillería y gran cantidad de equipo ofensivo, de modo que todos nos fuimos a dormir antes de las diez.

El honor de encabezar el ataque les correspondió a la 51.ª y la 15.ª divisiones británicas y a la 30.ª y la 79.ª estadounidenses. Los primeros en partir fueron cuatro batallones de la 51.ª y pocos minutos después habían llegado al otro lado. Durante la noche cruzaron en masa las divisiones de ataque, que al principio apenas encontraron resistencia ya que en la propia orilla había muy pocas defensas. Al amanecer, las cabezas de puente, todavía débiles, se defendieron con firmeza, y los comandos ya tenían el control de Wesel.

Por la mañana Montgomery había dispuesto que yo presenciara el gran descenso en paracaídas desde la cima de una colina en medio de un terreno ondulado. Se había hecho de día cuando oímos acercarse el intenso estruendo de una nube de aviones. Después, y durante media hora, pasaron volando sobre nuestras cabezas más de dos mil aparatos en formaciones. Mi observatorio había sido bien elegido. Había suficiente luz para ver dónde descendían sobre el enemigo. Los aviones desaparecían de la vista y casi de inmediato regresaban hacia nosotros a una altura diferente. Los paracaidistas resultaban invisibles, incluso con los mejores prismáticos. Pero entonces ya se oía un doble murmullo y el fragor de los refuerzos que llegaban y de la vuelta de los que ya habían atacado. Poco después experimentamos la tragedia de ver regresar aviones maltrechos, en grupos de dos o de tres, echando humo o incluso en llamas. También vimos caer flotando a tierra unas partículas diminutas y la imaginación alimentada por la experiencia nos brindó una versión dura y dolorosa. Sin embargo parecía que regresaban en buen estado diecinueve de cada veinte aviones que habían despegado, después de cumplir su misión, y así nos lo confirmaron una hora después cuando regresamos al cuartel general.

El ataque se había extendido ya a lo largo de todo el frente y me llevaron en coche a hacer una larga visita, de un punto a otro, y a los cuarteles generales de los distintos cuerpos. Las cosas salieron bien todo ese día. Las cuatro divisiones de combate lograron cruzar sanas y salvas y establecer cabezas de puente de cuatro mil quinientos metros de ancho. Las divisiones aerotransportadas marchaban viento en popa y nuestras operaciones aéreas obtenían excelentes resultados. El ataque de las fuerzas aéreas aliadas, superado sólo por el del día D en Normandía, no sólo incluía las Fuerzas Aéreas estratégicas de Gran Bretaña sino también bombarderos pesados procedentes de Italia que se internaron bastante en territorio alemán.

A las 20 nos retiramos al vehículo donde estaban los mapas y tuve una oportunidad excelente de ver los métodos que usaba Montgomery para dirigir una batalla de una magnitud tan gigantesca. Durante casi dos horas se fueron presentando una serie de oficiales jóvenes con un rango aproximado al de comandante. Cada uno de ellos venía de un sector distinto del frente. Eran los representantes personales directos del comandante en jefe y podían ir a todos los sitios, verlo todo y hacerle a cualquier oficial al mando la pregunta que quisieran, de modo que a medida que presentaban su informe y eran interrogados cuidadosamente por su jefe se fue revelando toda la historia de la batalla del día, lo que brindó a Monty una visión completa de lo ocurrido, ofrecida por hombres de la máxima competencia a los que conocía bien y en cuyos ojos confiaba. Esto nos permitió contar con una valiosa confirmación de los informes de los distintos cuarteles generales y de los oficiales al mando que el general De Guingand, su jefe de Estado Mayor, ya había pasado por el tamiz y sopesado y que Montgomery ya conocía. Mediante este proceso podía formarse una imagen más gráfica, directa y a veces más exacta. Los oficiales corrían grandes riesgos y de los siete u ocho que escuché esa noche y las siguientes pocas semanas después habían muerto dos. El sistema me pareció admirable, y de hecho la única manera de que un comandante en jefe moderno pudiera ver, además de leer, lo que ocurría en cada lugar del frente. Al concluir este proceso Montgomery dio una serie de instrucciones a De Guingand que la maquinaria del estado mayor puso en práctica de inmediato. Y así nos fuimos a la cama.

Al día siguiente, el veinticinco de marzo, fuimos a ver a Eisenhower. Por el camino le dije a Montgomery que su sistema se parecía mucho al de Marlborough y a la manera de dirigir las batallas en el siglo XVIII, cuando el comandante en jefe intervenía por medio de sus tenientes generales. Entonces el comandante en jefe, montado a caballo, dirigía de boca en boca una batalla que se desarrollaba en un frente de ocho o nueve kilómetros, acababa en un día y determinaba el futuro de grandes naciones a veces durante años o generaciones. Para hacer cumplir su voluntad contaba con cuatro o cinco tenientes generales apostados en distintas partes del frente que conocían lo que pensaba y se encargaban de poner en práctica su plan. Estos generales no tenían tropas bajo su mando y se consideraban la prolongación de su comandante supremo. En la época moderna el general tiene que estar sentado en su despacho dirigiendo una batalla que abarca un frente diez veces más grande y que a menudo dura una semana o diez días. Como han cambiado tanto las condiciones el método de Montgomery de utilizar testigos oculares que naturalmente recibían un trato de máxima consideración por parte de los oficiales al mando de la línea del frente, del grado que fueran, era una manera interesante, aunque parcial, de recuperar los viejos tiempos.

Vimos a Eisenhower antes del mediodía. Estaban allí reunidos numerosos generales estadounidenses. Tras varios intercambios nos dieron un breve almuerzo durante el que Eisenhower dijo que había una casa, a unos quince kilómetros de nuestro lado del Rin, que los estadounidenses habían protegido con sacos terreros, desde la que había una vista excelente del río y de la orilla opuesta; propuso que fuéramos a verla y nos llevó él mismo. Fluía a nuestros pies el Rin, que allí tenía algo menos de trescientos cincuenta metros de ancho. Del lado del enemigo había unos prados extensos y llanos. Los oficiales nos dijeron que la orilla opuesta no estaba ocupada, que ellos supieran, y nos quedamos mirándola fijamente durante un buen rato con la boca abierta. Con las debidas precauciones nos condujeron al interior del edificio. Entonces el comandante supremo tuvo que tratar otros asuntos y Montgomery y yo estábamos a punto de seguir su ejemplo cuando vi que se acercaba una pequeña motora para echar amarras. De modo que le propuse a Montgomery: «¿Por qué no cruzamos a echar un vistazo al otro lado?», a lo que respondió, para mi sorpresa: «¿Por qué no?». Después de algunas averiguaciones comenzamos a cruzar el río con tres o cuatro oficiales estadounidenses y media docena de hombres armados. Desembarcamos bajo un sol esplendoroso y en medio de una paz perfecta en la orilla alemana y paseamos durante cerca de media hora sin que nadie nos molestara.

Cuando regresábamos Montgomery le dijo al capitán de la motora: «¿No podemos bajar por el río hacia Wesel, donde está ocurriendo algo?». El capitán respondió que había una cadena que atravesaba el río a unos ochocientos metros para que las minas flotantes no entorpecieran nuestras operaciones y que era posible que hubiera varias de ellas allí. Montgomery siguió insistiendo bastante hasta que al final se convenció de que era demasiado arriesgado. Cuando desembarcamos me dijo: «Bajemos hasta el puente del ferrocarril de Wesel donde podremos ver lo que ocurre desde allí mismo». De modo que subimos a su coche y, acompañados por los estadounidenses, que estaban encantados con la perspectiva, llegamos hasta el enorme puente de vigas de hierro que estaba partido por la mitad pero cuyos restos ofrecían una visión privilegiada. Los alemanes respondían a nuestro fuego y sus proyectiles caían en salvas de cuatro a unos mil quinientos metros de donde estábamos nosotros hasta que empezaron a acercarse. Entonces nos pasó una salva por encima de la cabeza que cayó en el agua de nuestro lado del puente. Los proyectiles parecían estallar al chocar contra el fondo y salpicaban mucho a un centenar de metros de distancia. Varios proyectiles más cayeron entre los coches que estaban ocultos detrás de nosotros, a corta distancia, de modo que decidieron que convenía marcharse. Bajé con dificultad y subí al coche con mi arriesgado anfitrión para emprender el viaje de dos horas de regreso a su cuartel general.

Durante los días siguientes seguimos ganando terreno y a finales de mes teníamos un trampolín al este del Rin desde el que lanzar grandes operaciones que penetraran en el norte de Alemania. En el sur los ejércitos estadounidenses, aunque no encontraron tanta oposición, hicieron unos avances increíbles. Todos los días reforzaban y agrandaban las dos cabezas de puente que obtuvieron como recompensa a su audacia y se hicieron más cruces al sur de Coblenza y en Worms. El veintinueve de marzo estaba en Frankfurt el Tercer Ejército estadounidense. El Ruhr y los 325.000 hombres que lo defendían quedaron rodeados: se había desmoronado el frente occidental de Alemania.

Entonces surgió la pregunta: ¿qué hacemos ahora? Circulaban todo tipo de rumores sobre los planes futuros de Hitler. Podía ser que después de perder Berlín y el norte de Alemania se retirara a las zonas montañosas y arboladas del sur del país y tratara de prolongar allí los combates. La extraña resistencia que opuso en Budapest y el hecho de que mantuviera el ejército de Kesselring en Alemania durante tanto tiempo parecían coincidir con una intención así. Aunque no podían estar seguros, nuestros jefes del Estado Mayor llegaron a la conclusión general de que no era probable que los alemanes emprendieran una campaña prolongada, o ni siquiera una guerra de guerrillas en las montañas, al menos a gran escala. Por consiguiente relegamos la posibilidad al olvido y resultó que no nos equivocamos. Partiendo de esta base pregunté por la estrategia del avance de los ejércitos angloestadounidenses según las previsiones del cuartel general aliado.

El general Eisenhower telegrafió: «Propongo que nos dirijamos hacia el este para unirnos con los rusos y para alcanzar la línea general del Elba. Según las propuestas rusas el eje Kassel-Leipzig es el mejor para la ofensiva ya que permitirá invadir esa importante zona industrial a la que se cree que están trasladando los ministerios alemanes; cortará las fuerzas alemanas aproximadamente por la mitad y no supondrá el cruce del Elba. Su objetivo es dividir y destruir la mayor parte de las fuerzas enemigas que quedan en el oeste.

»Ésta será mi ofensiva principal y hasta que quede bien claro que no hace falta concentrar todo nuestro esfuerzo allí estoy dispuesto a dirigir a todas mis fuerzas para garantizar su éxito. […]

»Una vez garantizado el éxito de la ofensiva principal me propongo emprender acciones para liberar los puertos del norte del país lo que, en el caso de Kiel, supone abrirnos paso al otro lado del Elba. Montgomery se encargará de estas tareas, y propongo que se incrementen sus fuerzas si así se considerara necesario para tal fin».

Más o menos al mismo tiempo supimos que Eisenhower había anunciado su intención en un telegrama dirigido directamente a Stalin el veintiocho de marzo en el que decía que después de aislar el Ruhr pensaba lanzar su ofensiva principal a lo largo del eje Erfurt-Leipzig-Dresde que, al unirse con los rusos, cortaría por la mitad las fuerzas alemanas que quedaban. Un avance secundario que pasara por Regensburgo hasta Linz, donde también esperaba encontrarse con los rusos, evitaría «la consolidación de la resistencia alemana en su reducto del sur de Alemania». Stalin estuvo de acuerdo en seguida. Dijo que la propuesta «coincidía totalmente con el plan del Alto Mando soviético». Y añadió: «Berlín ha perdido la importancia estratégica que tenía; por tanto el Alto Mando soviético tiene previsto destinar fuerzas secundarias en dirección a Berlín». Pero los hechos no confirmaron esta declaración.

Esto parecía tan importante que el uno de abril envié un telegrama personal al presidente:

«[…] Evidentemente, dejando de lado cualquier impedimento y evitando cualquier desviación, ahora los ejércitos aliados del norte y el centro deberían marchar lo más rápidamente posible hacia el Elba. Hasta ahora el eje ha estado sobre Berlín. El general Eisenhower, en su cálculo de la resistencia del enemigo, al que atribuyo la máxima importancia, ahora quiere desplazar un poco el eje hacia el sur y atacar en Leipzig, o tal vez más al sur, por ejemplo en Dresde. […] Afirmo con toda franqueza que Berlín sigue teniendo muchísima importancia estratégica. La caída de Berlín producirá tanta desesperación psicológica en todas las fuerzas alemanas de resistencia que no se podrá comparar con nada. Será la señal suprema de la derrota del pueblo alemán. En cambio, si es lo último que queda para aguantar el asedio de los rusos entre sus ruinas, y mientras ondee allí la bandera alemana, animará a todos los alemanes a resistir con las armas en la mano.

»Además hay otro aspecto que debemos considerar usted y yo. Seguro que los ejércitos rusos invaden Austria y entran en Viena. Si se apoderan también de Berlín, ¿no les quedará la impresión equivocada de que su aportación ha sido decisiva para lograr nuestra victoria común y esto no los llevará a adoptar una postura que dé lugar a serias y formidables dificultades en el futuro? Por consiguiente considero que, desde un punto de vista político, deberíamos entrar en Alemania lo más hacia el este que fuera posible y que, si Berlín estuviera a nuestro alcance, deberíamos tomar la ciudad sin ninguna duda. Lo que parece razonable también desde el punto de vista militar».

En realidad, aunque yo no me diera cuenta, la salud del presidente se encontraba tan delicada que el que se ocupaba entonces de estas graves cuestiones era el general Marshall y los jefes estadounidenses respondieron, en esencia, que el plan de Eisenhower parecía acorde con la estrategia aceptada y con su directriz. Estaba desplegando al otro lado del Rin, en el norte, el máximo de fuerzas que se podían utilizar. El esfuerzo secundario, en el sur, estaba alcanzando un éxito notable y se estaba aprovechando en la medida en que lo permitieran las provisiones. Confiaban en que lo que hiciera el comandante supremo aseguraría los puertos y todo lo demás que mencionaban los británicos con mayor rapidez y de forma más decisiva que el plan que ellos propiciaban.

La batalla de Alemania, decían, se encontraba en un punto en el que correspondía al comandante de campo determinar las medidas que había que tomar. Privarse deliberadamente de aprovechar la debilidad del enemigo no parecía razonable. El único objetivo debía de ser una victoria rápida y total. Al mismo tiempo que reconocían que había factores que no eran de la incumbencia directa del comandante supremo los jefes estadounidenses consideraban que su concepción estratégica era buena.

El propio Eisenhower me aseguró que jamás había perdido de vista la gran importancia que tenía avanzar hacia la costa más septentrional, «[…] aunque su telegrama planteó sin duda una nueva idea con respecto a la importancia política de alcanzar en seguida determinados objetivos. Comprendo perfectamente lo que sugiere en este sentido. La única diferencia entre sus sugerencias y mi plan es de tiempo. […] Para asegurar el éxito de cada uno de los esfuerzos que tengo previstos me concentro primero en el centro para ganar la posición que necesito. Tal como lo veo en este momento, a partir de entonces el próximo movimiento debería ser que Montgomery cruce el Elba, que las tropas estadounidenses le proporcionen los refuerzos necesarios y que lleguen por lo menos a una línea que incluya Lübeck en la costa. Si a partir de ahora la resistencia alemana se desmoronara de forma progresiva y definitiva puede ver que casi no habría ninguna diferencia de tiempo entre ganar la posición central y cruzar el Elba. Por el contrario, si la resistencia tendiera a fortalecerse de alguna manera creo que es imprescindible que me concentre en cada esfuerzo y que no me disperse tratando de conseguir todos estos proyectos al mismo tiempo.

»Naturalmente, si en algún momento se produjera de pronto un colapso en todo el frente nos apresuraríamos a avanzar y Lübeck y Berlín figurarían como objetivos importantes».

Mi respuesta fue la siguiente: «Le agradezco una vez más su telegrama tan amable. […] Sin embargo me impresiona mucho más la importancia de entrar en Berlín, que puede estar a nuestro alcance, según la respuesta que le ha dado Moscú que […] dice que “Berlín ha perdido la importancia estratégica que tenía”. Esto habría que interpretarlo en función de lo que le mencioné sobre los aspectos políticos. Considero de máxima importancia que nos encontremos con los rusos lo más al este que sea posible. […] En el oeste pueden ocurrir muchas cosas antes de la fecha de la principal ofensiva de Stalin».

Me pareció que tenía la obligación de poner fin a esta correspondencia entre amigos, y los cambios en el plan principal eran, como le dije a Roosevelt en su momento, muchos menos de lo que supusimos en un primer momento aunque debo dejar constancia de que estoy convencido de que en Washington deberían de haber imperado unos puntos de vista más amplios y a más largo plazo. A medida que se acerca a su fin una guerra librada por una coalición los aspectos políticos adquieren una importancia cada vez mayor. Es verdad que la concepción estadounidense por lo menos no manifiesta ningún interés en cuestiones que parecen relacionadas con adueñarse de territorios pero cuando rondan los lobos conviene que el pastor vigile su rebaño, por más que a él no le interese la carne de cordero. En ese momento los puntos en discusión no parecían tener una importancia capital para los jefes del Estado Mayor estadounidense. Evidentemente pasaron desapercibidos y fueron desconocidos para el público, y pronto quedaron sumergidos y momentáneamente pasaron inadvertidos ante la creciente ola de victorias. Sin embargo, aunque no vamos a discutirlo ahora, desempeñaron un papel predominante en el destino de Europa y bien podrían habernos privado a todos de la paz duradera por la que hemos luchado tanto tiempo y con tanta intensidad. Vemos ahora el paréntesis mortal que existió entre el debilitamiento de las fuerzas del presidente Roosevelt y el aumento del control por parte del presidente Truman del vasto problema mundial. En este vacío melancólico un presidente no podía actuar y el otro no podía saber. Ni los jefes militares ni el Departamento de Estado recibieron la orientación que necesitaban. Aquéllos se limitaron a su esfera profesional y éste no comprendía la situación. Faltó la dirección política indispensable en el momento en que más falta hacía. Estados Unidos apareció en el escenario de la victoria dominando los destinos del mundo pero sin un designio verdadero y coherente. Aunque seguía siendo muy fuerte, Gran Bretaña no podía tomar las decisiones sola. A estas alturas lo único que podía hacer yo era advertir y suplicar. De modo que este período de éxitos aparentemente inconmensurables fue una época muy triste para mí. Me movía en medio de multitudes que me vitoreaban, o me sentaba a una mesa engalanada de felicitaciones y bendiciones que venían de todas partes de la gran alianza con el corazón dolorido y la mente oprimida por premoniciones.

La aniquilación del poder militar alemán trajo consigo un cambio fundamental en las relaciones entre la Rusia comunista y las democracias occidentales. Habían perdido a su enemigo común que era prácticamente el único vínculo que las unía. A partir de entonces el imperialismo ruso y la doctrina comunista no encontraron ni establecieron límites para su progreso y, en definitiva, su dominio, y tuvieron que pasar más de dos años antes de que volvieran a enfrentarse con una fuerza de voluntad similar. No debería de hablar de esto en este momento cuando todo ha quedado en evidencia bajo una luz deslumbrante si no lo hubiera sabido y presentido cuando todo estaba borroso, y cuando la abundancia del triunfo no hacía más que intensificar la oscuridad interna de los asuntos humanos. Pero esto debe juzgarlo el lector.

La Segunda Guerra Mundial
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