Capítulo XV

MOSCÚ. LA PRIMERA ENTREVISTA

A última hora de la noche del diez de agosto, tras una cena de notables en la agradable embajada de El Cairo, partimos hacia Moscú. Mi comitiva, que llenó tres aviones, incluía entonces al jefe del Estado Mayor del Imperio, el general Wavell, que hablaba ruso, el capitán general Tedder y sir Alexander Cadogan. Hacía poco que había llegado de Estados Unidos Averell Harriman por pedido especial mío al presidente. Viajamos juntos, él y yo. Al amanecer, estábamos cerca de las montañas del Kurdistán. Hacía buen tiempo y Vanderkloot estaba de buen humor. Cuando nos acercábamos a estas tierras altas de perfil irregular le pregunté a qué altura pensaba sobrevolarlas. Me dijo que bastaría con tres mil metros. Sin embargo, mirando el mapa encontré varios picos de tres mil trescientos y tres mil seiscientos metros, e incluso parecía haber uno muy alto, de cinco mil quinientos o seis mil metros, aunque estaba más alejado. Mientras uno no se encuentre rodeado de repente por nubes es bastante fácil esquivar las montañas. De todos modos pedí tres mil seiscientos metros y comenzamos a aspirar oxígeno. Al descender, a eso de las 8.30 de la mañana, sobre el aeropuerto de Teherán, cuando ya estábamos cerca del suelo, me fijé en que el altímetro registraba 1.350 metros y comenté con ignorancia: «Será mejor que haga regular eso antes de que despeguemos». Pero Vanderkloot respondió: «El aeropuerto de Teherán está a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar».

Cuando llegué me esperaba sir Reader Bullard, el embajador británico en Teherán, un britano duro, con mucha experiencia en Persia y pocas ilusiones.

Se había hecho demasiado tarde para sobrevolar el norte del macizo de Elburz antes de que anocheciera, y descubrí que el sha tenía la gentileza de invitarme a comer en un palacio que tenía una piscina magnífica, rodeada de grandes árboles, sobre una parte escarpada de los montes. El pico poderoso que me llamó la atención por la mañana brillaba, rosado y anaranjado. Por la tarde, en los jardines de la legación británica, se celebró una prolongada conferencia a la que asistieron Averell Harriman y diversas autoridades ferroviarias británicas y estadounidenses, y se decidió que Estados Unidos se haría cargo de todo el ferrocarril transpersa, desde el golfo Pérsico hasta el mar Caspio. Esta vía férrea, recién acabada por una empresa británica, era una notable obra de ingeniería que incluía en su trayecto 390 grandes puentes a través de los desfiladeros de las montañas. Harriman dijo que el presidente estaba dispuesto a asumir toda la responsabilidad de ponerlo en funcionamiento a plena capacidad y que podía proporcionar locomotoras, material móvil y hombres entrenados en unidades militares en una medida que para nosotros era imposible. Por consiguiente, estuve de acuerdo en que se hiciera esta transmisión poniendo algunas condiciones sobre la prioridad para nuestras necesidades militares esenciales. A causa del calor y el bullicio de Teherán, donde parece que cada persa tiene un automóvil cuya bocina hace sonar sin parar, dormí rodeado de árboles altos en la residencia de verano de la legación británica, unos trescientos metros por encima de la ciudad.

Despegamos a las seis y media de la mañana del día siguiente, el miércoles doce de agosto; fuimos ganando altura al atravesar el gran valle que conducía a Tabriz, y a continuación giramos hacia el norte, hasta Enzeli, sobre el mar Caspio. Pasamos esta segunda cadena montañosa a unos tres mil trescientos metros, evitando tanto las nubes como los picos. Entonces llevábamos a bordo a dos oficiales rusos y el gobierno soviético asumió la responsabilidad de nuestro rumbo y de que llegáramos sanos y salvos. El gigante nevado resplandecía en el este. Observé que volábamos solos, y por radio nos explicaron que nuestro segundo avión, que transportaba al jefe del Estado Mayor del Imperio, Wavell, Cadogan y otros, había tenido que regresar a Teherán por problemas en los motores. Al cabo de dos horas brillaron frente a nosotros las aguas del mar Caspio. Debajo teníamos a Enzeli. Era la primera vez que veía el Caspio, pero recordé que, un cuarto de siglo antes, cuando era ministro de Guerra, heredé una flota que, durante casi un año, dominó sus aguas claras y plácidas. Después descendimos a una altura en la que ya no hacía falta oxígeno. En la orilla occidental, apenas visible, se alzaba Bakú con sus pozos petrolíferos. Como los ejércitos alemanes estaban muy cerca del Caspio pusimos rumbo a Kuibishev y nos mantuvimos alejados de Stalingrado y la zona de la batalla, lo que nos acercó al delta del Volga. Hasta donde abarcaba la vista se apreciaban grandes extensiones de territorio ruso, pardo y plano, y muy pocos indicios de que estuvieran habitadas. De vez en cuando unas manchas rectilíneas de tierra cultivada revelaban alguna granja del Estado. Durante un largo trecho el poderoso Volga relucía en algunos tramos, fluyendo en medio de anchos y oscuros pantanos. A veces una carretera, recta como una regla, atravesaba el ancho horizonte de punta a punta. Al cabo de una hora de lo mismo, más o menos, me fui a la parte posterior de la cabina, pasando con dificultad junto al compartimiento para las bombas, y me acosté.

Reflexioné sobre la misión que me conducía a este siniestro estado bolchevique al que, cuando nació, intenté estrangular con todas mis fuerzas y que, hasta que apareció Hitler, me parecía el enemigo mortal de la libertad y la civilización. ¿Qué tenía que decirles en ese momento? El general Wavell, que era aficionado a la literatura, lo resumía todo en un poema que tenía varias estrofas, y la última línea de todas ellas era: «No habrá un segundo frente en mil novecientos cuarenta y dos». Era como transportar un inmenso trozo de hielo al polo Norte. De todos modos, estaba seguro de que tenía la obligación de contarles los hechos en persona y de conversarlo todo con Stalin, frente a frente, en lugar de depender de telegramas e intermediarios. Por lo menos esto demostraba que a uno le importaba su destino y que comprendía la importancia que tenía su lucha para la guerra en general. Siempre habíamos odiado su malvado régimen y, hasta que cayó sobre ellos el azote alemán, hubieran observado con indiferencia cómo nos borraban del mapa y se habrían repartido alegremente con Hitler nuestro imperio en Oriente.

Como estaba despejado y teníamos el viento a favor, y a mí me urgía llegar a Moscú, se resolvió que nos saltaríamos Kuibishev y nos dirigiríamos directamente a la capital. Me temo que de este modo despreciamos un espléndido banquete de bienvenida como muestra de la auténtica hospitalidad rusa. A eso de las cinco alcanzamos a ver las agujas y las bóvedas de Moscú. Rodeamos la ciudad, siguiendo rutas establecidas cuidadosamente a lo largo de las cuales las baterías estaban sobre aviso, y aterrizamos en el aeropuerto que volvería a visitar durante la lucha.

Allí nos aguardaban Mólotov, al frente de una buena cantidad de generales rusos, y el cuerpo diplomático en pleno, además del abundante equipo de fotógrafos y reporteros habituales en estos casos. Pasamos revista a una imponente guardia de honor, impecable en su atuendo y su meticulosidad militar, que desfiló después de que la banda ejecutara los himnos nacionales de las tres grandes potencias cuya unión resultó nefasta para Hitler. Me pusieron delante un micrófono y pronuncié un breve discurso. Averell Harriman habló en nombre de Estados Unidos. Él se alojaría en la embajada de su país. Mólotov me llevó en su coche hasta el lugar previsto como mi residencia, situado en las afueras de Moscú, a doce kilómetros de la ciudad, la «Villa del Estado núm. 7». Mientras recorríamos las calles de Moscú, que parecían muy vacías, abrí la ventanilla para tener un poco más de aire y me sorprendió ver que el cristal tenía un grosor de más de cinco centímetros, lo que superaba todos los récords, según mi experiencia. «Dice el ministro que es más prudente», dijo el intérprete, Pávlov. En poco más de media hora llegamos a la villa.

Estaba todo preparado con totalitaria fastuosidad. Pusieron a mi disposición, en calidad de edecán, a un oficial inmenso, de espléndido aspecto (creo que pertenecía a una familia aristocrática durante el régimen zarista), que también actuó como anfitrión y era un modelo de cortesía y amabilidad. Varios criados veteranos, de chaqueta blanca y radiante sonrisa, atendían al menor deseo o movimiento de los invitados. Una larga mesa en el comedor y diversos aparadores estaban repletos de las exquisiteces más tentadoras con las que puede contar el poder supremo. A través de un espacioso recibidor me condujeron a un dormitorio y un cuarto de baño que tenían casi el mismo tamaño. Las luces eléctricas intensas, casi deslumbrantes, permitían apreciar la limpieza impecable. El agua fría y la caliente salían a chorros. Me apetecía darme un baño caliente después de un viaje tan largo y caluroso. Lo prepararon todo en un instante. Me fijé en que no había grifos separados para el agua fría y la caliente y que no había tapones. Las dos salían juntas en un mismo chorro, mezcladas exactamente a la temperatura deseada. Además, uno no se lavaba las manos en el lavabo sino bajo el agua que salía de los grifos. De forma más modesta adopté este sistema en mi casa. Cuando hay agua en abundancia es, de lejos, el mejor sistema.

Después de todas las inmersiones y abluciones necesarias nos agasajaron en el comedor con todo tipo de comidas y bebidas de lo más selectas, sin descuidar por supuesto el caviar ni el vodka, pero incluyendo muchos otros platos y vinos de origen francés y alemán, muy por encima de nuestro ánimo o nuestra capacidad de consumo. Además, teníamos poco tiempo antes de salir hacia Moscú. Le había dicho a Mólotov que estaba dispuesto a ver a Stalin esa noche y sugirió las siete en punto.

Fui al Kremlin y me reuní por primera vez con el gran jefe revolucionario y profundo estadista y militar ruso con el que mantendría, durante los tres años siguientes, una relación estrecha, rigurosa pero siempre emocionante, y a veces incluso amistosa. Estuvimos reunidos casi cuatro horas. Como todavía no había llegado nuestro segundo avión, que traía a Brooke, Wavell y Cadogan, sólo estuvimos presentes Stalin, Mólotov, Voroshílov, yo mismo, Harriman y nuestro embajador, con los intérpretes. Para hacer este relato me baso en las notas que tomamos, dependiendo de mi propia memoria, y en los telegramas que envié a Londres en esos momentos.

Las dos primeras horas fueron sombrías. En seguida planteé la cuestión del segundo frente diciendo que quería ser totalmente sincero y que invitaba a Stalin a usar la misma franqueza. No habría venido a Moscú si él no hubiera estado seguro de que podría hablar de realidades. Cuando Mólotov estuvo en Londres le dije que estábamos tratando de elaborar planes para hacer una incursión en Francia. También le dejé claro que no podía comprometerme a nada con respecto a 1942, y le entregué un memorándum en este sentido. Desde entonces, Gran Bretaña y Estados Unidos habían analizado el tema con sumo cuidado y no se sentían capaces de emprender una gran operación en septiembre, que era el último mes en el que se podía contar con el clima. Pero, como Stalin sabía, se estaba preparando una gran operación para 1943, para la que estaba previsto que en la primavera de 1943 llegaran a su punto de encuentro en el Reino Unido un millón de soldados estadounidenses que constituirían una fuerza expedicionaria de veintisiete divisiones, a las que el gobierno británico estaba dispuesto a sumar veintiuna más. Casi la mitad de estas fuerzas serían blindadas. Hasta ese momento sólo habían llegado al Reino Unido dos divisiones estadounidenses y media, pero la mayor parte del transporte se llevaría a cabo en octubre, noviembre y diciembre.

Le dije a Stalin que era consciente de que este plan no ayudaba nada a Rusia en 1942, pero que me parecía que cuando estuviera preparado el plan de 1943 era muy posible que los alemanes tuvieran un ejército más poderoso en el oeste que el que tenían entonces. En ese punto Stalin torció el gesto pero no me interrumpió. Entonces dije que tenía buenos motivos para oponerme a un ataque en la costa francesa en 1942. Las lanchas de desembarco que teníamos sólo alcanzaban para un desembarco de asalto en una costa fortificada, suficiente para desembarcar a seis divisiones y mantenerlas. Si todo iba bien, se podían enviar más divisiones, pero todo dependía de las lanchas de desembarco, que en ese momento se estaban fabricando en grandes cantidades en el Reino Unido y sobre todo en Estados Unidos. Por cada división que se podía transportar ese año al año siguiente se podrían enviar ocho o diez veces más.

Stalin, que comenzaba a mostrarse muy apesadumbrado, no parecía convencido por mi argumento y preguntó si era imposible atacar alguna parte de la costa francesa. Le enseñé un mapa que mostraba las dificultades de contar con la protección de la fuerza aérea salvo, naturalmente, al otro lado del paso de Calais. Parecía no entender y formuló algunas preguntas sobre el radio de acción de los aviones de combate. Por ejemplo, ¿no podían ir y venir de forma permanente? Le expliqué que claro que podían ir y venir pero que no les daría tiempo a entrar en combate, y añadí que para que este tipo de protección sirviera de algo tenía que ser constante. Dijo entonces que no había en Francia ni una sola división alemana que tuviera realmente ningún valor, pero se lo refuté. Había en Francia veinticinco divisiones alemanas, nueve de las cuales eran de primera línea. Sacudió la cabeza. Le dije que me acompañaban el jefe del Estado Mayor del Imperio y el general sir Archibald Wavell para poder examinar con detalle estos puntos con el Estado Mayor ruso. Había un punto más allá del que los estadistas no podían seguir discutiendo este tipo de cosas.

Cada vez más cabizbajo, Stalin dijo que, si había entendido bien, no podíamos crear un segundo frente con una fuerza considerable y no estábamos dispuestos a desembarcar ni siquiera seis divisiones. Le dije que así era. Podíamos desembarcar seis divisiones, pero esto sería más perjudicial que beneficioso porque menoscabaría mucho la gran operación que teníamos prevista para el año siguiente. La guerra era la guerra, pero sería una temeridad provocar un desastre que no le vendría bien a nadie. Le dije que me temía que no era portador de noticias demasiado buenas. Que si arriesgando a ciento cincuenta o doscientos mil hombres podíamos servirle de ayuda, porque supondría la retirada del frente ruso de una cantidad apreciable de soldados alemanes, no nos echaríamos atrás en este plan por evitar las pérdidas. Pero si no servía para disminuir la cantidad de hombres y además estropeaba los planes para 1943 sería un grave error.

Stalin se mostró inquieto y dijo que él veía la guerra desde otro punto de vista. Un hombre que no estaba dispuesto a correr riesgos no podía ganar una guerra. ¿Por qué le teníamos tanto miedo a los alemanes? No lo comprendía. Su experiencia demostraba que las tropas tenían que mancharse de sangre en la batalla, que si uno no dejaba que sus soldados se ensangrentaran no tenía idea de lo que valían. Le pregunté si alguna vez se había preguntado por qué Hitler no invadió Inglaterra en 1940 cuando estaba en la cima de su poder y nosotros contábamos con apenas veinte mil soldados entrenados, doscientos cañones y cincuenta carros de combate. Y sin embargo no nos invadió. La cuestión es que Hitler tuvo miedo de la operación. Cruzar el canal de la Mancha no era tan fácil. Stalin respondió que no se podía comparar. Si Hider hubiese desembarcado en Inglaterra habría encontrado la resistencia del pueblo británico, mientras que en el caso de un desembarco británico en Francia los franceses estarían de nuestro lado. Le respondí que por eso era mucho más importante no exponer al pueblo francés, mediante una retirada, a la venganza de Hitler, ni desperdiciarlos cuando los necesitábamos para la gran operación de 1943.

Se produjo un silencio opresivo. Al final, Stalin dijo que si no podíamos desembarcar en Francia ese año él no tenía derecho a exigirlo ni a insistir en ello, pero que estaba obligado a decir que no estaba de acuerdo con mis argumentos.

Entonces desplegué un mapa del sur de Europa, el Mediterráneo y el norte de África. ¿Qué era un «segundo frente»? ¿Era sólo un desembarco en una costa fortificada, frente a Inglaterra, o podía adoptar la forma de alguna otra gran empresa que pudiera beneficiar a la causa común? Me pareció mejor conducirlo hacia el sur poco a poco. Por ejemplo, si concentrándonos en Gran Bretaña podíamos mantener al enemigo en el paso de Calais y, al mismo tiempo, atacar en otra parte, por ejemplo en el Loira, el Gironda o, de lo contrario, el Escalda, era algo prometedor. Así teníamos una impresión general de la gran operación del año siguiente. Stalin temía que no fuese factible. Le dije que sin duda sería difícil desembarcar a un millón de hombres pero que tendríamos que insistir e intentarlo.

A continuación hablamos del bombardeo a Alemania, que produjo satisfacción a todos. Stalin destacó la importancia de atacar la moral de la población alemana. Dijo que para él el bombardeo tenía la máxima importancia y que sabía que nuestros ataques tenían un impacto tremendo en Alemania.

Tras este interludio, que aflojó la tensión, Stalin comentó que de nuestra larga conversación se desprendía que no íbamos a hacer ni el «Mazo» ni el «Rodeo» sino sólo contribuir mediante el bombardeo de Alemania. Decidí quitarme de encima lo peor lo antes posible y crear un ambiente adecuado para el proyecto que había ido a presentar. Por consiguiente, no traté de aliviar en seguida su melancolía sino que le pedí especialmente que habláramos con la mayor franqueza, como amigos y camaradas en peligro. Sin embargo, prevalecieron la cortesía y la dignidad.

Había llegado el momento de hablar de la «Antorcha». Dije que quería retomar la cuestión del segundo frente en 1942 que era el motivo de mi viaje. No me parecía que Francia fuera el único sitio donde se podía realizar una operación así. Había otros lugares, y los estadounidenses y nosotros nos habíamos puesto de acuerdo en un plan alternativo que el presidente me había autorizado a revelar a Stalin en secreto. Así lo haría de inmediato. Puse mucho énfasis en la necesidad de guardar el secreto, ante lo que Stalin se irguió en su asiento y sonrió, añadiendo que esperaba que no se publicara nada de esto en la prensa británica.

Entonces le hablé con detalle de la operación «Antorcha». A medida que fui explicando toda la historia Stalin se mostró muy interesado. Su primera pregunta fue lo que ocurriría con España y con la Francia de Vichy. Poco después comentó que la operación era correcta desde el punto de vista militar pero que albergaba dudas políticas sobre las consecuencias que tendría en Francia. Pero sobre todo preguntó por las fechas y le dije que, a más tardar, el treinta de octubre, aunque tanto el presidente como todos nosotros estábamos tratando de adelantarla al siete de octubre, lo que significó un gran alivio para los tres rusos.

A continuación describí las ventajas militares de liberar el Mediterráneo, donde todavía se podía abrir otro frente. En septiembre teníamos que ganar en Egipto y en octubre en el norte de África sin dejar de retener al enemigo todo el tiempo en el norte de Francia. Si podíamos acabar el año siendo dueños del norte de África podríamos amenazar el vientre de la Europa de Hitler y había que tener en cuenta esta operación conjuntamente con la de 1943. Eso era lo que habíamos decidido hacer Estados Unidos y nosotros.

Para ilustrar este punto había dibujado un cocodrilo y, con la ayuda del mismo, le expliqué a Stalin que teníamos la intención de atacar el vientre blando del cocodrilo al mismo tiempo que su duro hocico. Y Stalin, que ya estaba muy interesado, exclamó: «Que Dios haga prosperar esta empresa».

Destaqué que queríamos restarle tensión a los rusos. Si tratábamos de hacerlo en el norte de Francia seríamos rechazados. Si lo intentábamos en el norte de África teníamos muchas posibilidades de triunfar y entonces podríamos colaborar en Europa. Si conseguíamos ganar el norte de África Hitler tendría que hacer regresar a su Fuerza Aérea para que no destruyéramos a sus aliados, incluso, por ejemplo, a Italia, ni intentáramos un desembarco. La operación tendría una influencia importante sobre Turquía y sobre todo el sur de Europa, y lo único que me daba miedo era que nos lo impidieran. Si ganábamos el norte de África ese año podríamos lanzar un ataque mortal sobre Hitler al año siguiente. Éste fue el momento decisivo de nuestra conversación.

Entonces Stalin comenzó a plantear diversas dificultades políticas. El hecho de que los angloamericanos se apoderaran de las regiones de la «Antorcha», ¿no sería mal interpretado en Francia? ¿Qué pensábamos hacer con De Gaulle? Le dije que no queríamos que interviniera en la operación. Era posible que la Francia de Vichy disparara contra los partidarios de De Gaulle pero en cambio no era probable que dispararan contra los estadounidenses. Harriman lo confirmó con decisión haciendo referencia a los informes de los agentes estadounidenses diseminados por todos los territorios de la «Antorcha», de los que se fiaba el presidente, y también a la opinión del almirante Leahy.

En ese momento me dio la impresión de que Stalin captaba de pronto las ventajas estratégicas de la «Antorcha», para la que encontró cuatro razones: en primer lugar, golpearía a Rommel por la espalda; en segundo lugar, intimidaría a España; en tercer lugar, traería como consecuencia un enfrentamiento en Francia entre alemanes y franceses y, en cuarto lugar, expondría a Italia a todo el horror de la guerra.

Esta declaración tan notable me dejó muy impresionado porque demostraba que el dictador ruso había captado de forma rápida y completa un problema que hasta entonces le era desconocido. Quedaban muy pocas personas capaces de comprender en tan poco tiempo los motivos con los que llevábamos tantos meses lidiando y él lo captó en un santiamén.

Mencioné un quinto motivo, es decir, que acortaría la ruta marítima a través del Mediterráneo. A Stalin le preocupaba saber si podíamos atravesar el estrecho de Gibraltar. Le dije que sí. También le hablé del cambio de mando en Egipto y de nuestra determinación de librar una batalla decisiva en la zona a finales de agosto o en septiembre. Por último, era evidente que a todos les gustaba la «Antorcha» aunque Mólotov preguntó si no se podía hacer en septiembre.

Entonces añadí que «Francia está deprimida y queremos darle ánimos». Francia también poseía Madagascar y a Siria. La intervención estadounidense volcaría a la nación francesa de nuestra parte e intimidaría a Franco. Era posible que los alemanes les dijeran en seguida a los franceses: «Dadnos vuestra flota y Tolón», lo que volvería a avivar el antagonismo entre Vichy y Hitler.

Planteé entonces la posibilidad de emplazar una fuerza aérea angloamericana sobre el flanco meridional de los ejércitos rusos para defender el mar Caspio y las montañas del Cáucaso y para luchar en general en este frente. Sin embargo no entré en detalles, porque evidentemente primero teníamos que ganar nuestra batalla en Egipto y no disponía de los planes del presidente sobre la aportación estadounidense. Si a Stalin le agradaba la idea nos pondríamos a trabajar sobre ella con detalle. Respondió que estarían muy agradecidos por esta ayuda pero que habría que analizar los detalles sobre el lugar, etcétera. A mí me entusiasmaba mucho este proyecto porque aumentaría el enfrentamiento entre la potencia aérea angloamericana y la alemana, y todo esto contribuiría a lograr la superioridad aérea en condiciones más provechosas que buscarnos dificultades en el paso de Calais.

A continuación nos reunimos en torno a un gran globo terráqueo y le expliqué a Stalin las inmensas ventajas de echar al enemigo del Mediterráneo. Le dije que estaría a su disposición si quería verme otra vez. Respondió que la costumbre rusa era que el visitante manifestara sus deseos y que él estaba dispuesto a recibirme en cualquier momento. Ya sabía lo peor, y sin embargo nos despedimos en un clima conciliador.

Habíamos estado reunidos casi cuatro horas. Tardé media hora o más en llegar hasta la Villa del Estado núm. 7. A pesar de lo cansado que estaba, ya era más de medianoche, dicté mi telegrama al gabinete de Guerra y al presidente; después, con la sensación de que al menos habíamos roto el hielo y se había establecido un contacto humano, dormí profundamente durante muchas horas.

La Segunda Guerra Mundial
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