Capítulo X

ACORRALADOS

En esos días de verano de 1940, tras la caída de Francia, nos quedamos completamente solos. Ninguno de los dominios británicos, ni la India, ni las colonias podían enviarnos ayuda decisiva, ni enviarnos a tiempo lo que tuvieran. Los ejércitos alemanes, nutridos y victoriosos, totalmente equipados y con la gran reserva de las armas y los arsenales capturados, se preparaban para el ataque final. Italia, con fuerzas numerosas e imponentes, nos había declarado la guerra y se afanaba por lograr nuestra destrucción en el Mediterráneo y en Egipto. En el Lejano Oriente Japón lanzaba miradas inescrutables y, de forma significativa, solicitaba el cierre de la carretera de Birmania a los productos procedentes de China. La Rusia soviética estaba vinculada a la Alemania nazi por su pacto y prestaba una ayuda importante a Hitler en cuanto a materias primas. España, que ya había ocupado la zona internacional de Tánger, podía volverse contra nosotros en cualquier momento y reclamar Gibraltar, o pedir ayuda a los alemanes para atacarlo, o montar baterías para dificultar el paso por el Estrecho. La Francia de Pétain y de Burdeos, que poco después se trasladó a Vichy, podía verse obligada cualquier día a declararnos la guerra. Lo que quedaba en Tolón de la Flota francesa parecía estar en poder alemán. Sin duda, no nos faltaban enemigos.

Después de Oran, a todos los países les quedó claro que el gobierno y la nación británicos estaban decididos a luchar hasta el final. Pero aunque no hubiera ninguna debilidad moral en Gran Bretaña, ¿cómo superar los espantosos hechos físicos? Era sabido que los ejércitos que había en el país casi no tenían más armas que fusiles, y que tendrían que pasar meses antes de que nuestras fábricas pudieran compensar siquiera las municiones perdidas en Dunkerque. No es extraño que el mundo en general estuviera convencido de que nos había llegado la hora.

Cundió la alarma en Estados Unidos y, sin duda, por todos los países libres que quedaban. Los estadounidenses se preguntaron seriamente si era correcto desprenderse de algunos de los recursos que tenían tan limitados para permitirse un sentimiento generoso aunque desesperado. ¿No debían forzar cada nervio y cuidar cada arma para remediar su propia falta de preparación? Se necesitaba un criterio muy seguro para elevarse por encima de estos argumentos convincentes y realistas. La gratitud de la nación británica se debe al noble presidente, a sus excelentes oficiales y a sus importantes asesores que nunca, ni siquiera antes de la llegada de las terceras elecciones presidenciales, perdieron su confianza en nuestra suerte o en nuestra voluntad.

Es posible que inclinara la balanza el carácter optimista e imperturbable de Gran Bretaña, que yo tenía el honor de manifestar. Aquí teníamos un pueblo, que en los años previos a la guerra había llegado a los límites extremos del pacifismo y la imprevisión, que se había permitido el juego de la política de partidos y que, a pesar de disponer de tan pocas armas, se había introducido alegremente en el centro de las cuestiones europeas, y que ahora tenía que rendir cuentas al mismo tiempo por sus impulsos virtuosos y su falta de preparación. Pero ni siquiera se inmutaban, sino que desafiaban a los conquistadores de Europa. Parecían dispuestos a dejar que su isla quedara hecha un caos antes que rendirse. Esto escribiría una página bonita en la historia, pero había otras historias de este tipo. Atenas había sido conquistada por Esparta. Los cartagineses presentaron una resistencia desesperada ante Roma. No pocas veces, en los anales del pasado, y mucho más en las tragedias jamás registradas u olvidadas hace tiempo, han desaparecido unos estados valientes, orgullosos y tranquilos, e incluso razas enteras, de modo que sólo se conserva su nombre, o ni siquiera se los menciona.

Pocos británicos y muy pocos extranjeros comprendían las peculiares ventajas técnicas de nuestra insularidad; tampoco se supo en general cómo se mantuvieron los aspectos fundamentales de la defensa aérea y, últimamente, de la marítima. Habían pasado casi mil años desde la última vez que se vieron en suelo inglés las hogueras de un campamento extranjero. En el momento culminante de la resistencia británica, todos mantuvieron la calma, satisfechos de jugarse la vida. Que tal era nuestro estado de ánimo lo fueron reconociendo poco a poco nuestros amigos y enemigos en todo el mundo. ¿Qué había detrás de todo esto? Algo que sólo se podía resolver mediante la fuerza bruta.

También había otro aspecto. Uno de nuestros mayores peligros durante el mes de junio consistió en desperdiciar nuestras últimas reservas en una vana resistencia francesa en Francia, y la fuerza de nuestra aviación se agotó paulatinamente mediante sus vuelos o su transferencia al continente. Si Hitler hubiera estado dotado de una sabiduría sobrenatural habría reducido el ataque al frente francés, haciendo quizá una pausa de tres o cuatro semanas después de Dunkerque, en la línea del Sena y, mientras tanto, habría desarrollado sus preparativos para invadir Inglaterra. Así habría tenido una oportunidad decisiva y podría habernos torturado en el atolladero de abandonar a Francia en su agonía o desperdiciar los últimos recursos para nuestra existencia futura. Cuanto más instábamos a Francia a seguir luchando, más obligados estábamos a ayudarla, y más difícil habría sido hacer preparativos para la defensa de Inglaterra y, sobre todo, para mantener en reserva los veinticinco escuadrones de aviones de combate de los que todo dependía. En este punto, no deberíamos haber cedido jamás, aunque la negativa hubiera despertado amargos resentimientos en nuestro aliado y hubiera envenenado todas nuestras relaciones. Incluso fue con cierta sensación de alivio que algunos de nuestros altos mandos se enfrentaron con nuestro nuevo y tan simplificado problema. Como le dijo el portero de uno de los clubes de las Fuerzas Armadas en Londres a un socio que tenía un aspecto alicaído: «De todos modos, señor, hemos llegado a la final, y se va a jugar en nuestro campo».

Ni siquiera en este momento el Alto Mando alemán subestimó la fuerza de nuestra posición. Ciano cuenta que, cuando fue a ver a Hitler a Berlín, el siete de julio de 1940, mantuvo una larga conversación con el mariscal Von Keitel que, igual que Hitler, le habló del ataque a Inglaterra, repitiéndole que todavía no se había tomado ninguna decisión definitiva. Le parecía posible el desembarco, pero lo consideraba «una operación sumamente difícil, que hay que emprender con la máxima precaución, teniendo en cuenta el hecho de que la información secreta disponible sobre la preparación militar de la isla y sobre las defensas costeras es escasa y no demasiado fiable[41]». Lo que parecía sencillo y también fundamental era un gran ataque aéreo a los aeródromos, las fábricas y los principales centros de comunicación de Gran Bretaña. Sin embargo, había que tener en cuenta que la Fuerza Aérea británica era sumamente eficaz. Keitel calculaba que los británicos disponían de alrededor de mil quinientos aparatos preparados para la defensa y el contraataque. Reconoció que últimamente la acción ofensiva de la Fuerza Aérea británica se había intensificado mucho, que se estaban llevando a cabo misiones de bombardeo con notable precisión y que los grupos de aviones que aparecían llegaban a incluir hasta ochenta aviones por vez. Sin embargo, en Inglaterra había pocos pilotos, y los nuevos no podían reemplazar a los que atacaban las ciudades alemanas porque no estaban entrenados. Keitel insistió también en la necesidad de atacar Gibraltar para destruir el sistema imperial británico. Ni Keitel ni Hitler hicieron ninguna mención a la duración de la guerra. Tan sólo Himmler comentó por casualidad que la guerra debería acabar antes de principios de octubre.

Tal fue el informe de Ciano, que también ofreció a Hitler, con «el ferviente deseo del duce», un ejército de diez divisiones y un grupo aéreo de treinta escuadrones para participar en la invasión. Rehusaron el ejército con toda amabilidad; parte de los escuadrones aéreos llegaron pero, como veremos a continuación, no les fue demasiado bien.

El diecinueve de julio Hitler pronunció un discurso triunfal en el Reichstag en el que, tras predecir que yo no tardaría en refugiarme en Canadá, realizó lo que se llamó su oferta de paz. Este gesto fue acompañado, durante los días siguientes, por delegaciones diplomáticas a Suecia, Estados Unidos y el Vaticano. Naturalmente, Hitler se habría quedado muy contento si, después de someter a Europa a su voluntad, hubiese podido acabar la guerra consiguiendo que Gran Bretaña aceptara lo que había hecho. En realidad, no era una oferta de paz sino un intento de lograr que Gran Bretaña renunciara a todo por lo que había entrado en guerra para mantenerlo.

Lo primero que pensé fue en un debate solemne y formal en las dos cámaras del Parlamento, pero a mis colegas les pareció que esto sería darle demasiada importancia a la cuestión, sobre lo que estuvimos todos de acuerdo. En cambio se decidió que el ministro de Asuntos Exteriores rechazara el gesto de Hitler en una emisión radiofónica. La noche del día veintidós, «dejó de lado» los «llamamientos de Hitler de someterse a su voluntad». Contrastó la imagen que Hitler tenía de Europa con la imagen de la Europa por la que luchábamos y declaró que «no dejaremos de luchar hasta asegurar la libertad». En realidad, el rechazo a toda idea de una negociación ya había aparecido en la prensa británica y en la BBC, sin que el gobierno de Su Majestad hiciera nada al respecto, en cuanto se escuchó por radio el discurso de Hitler.

Ciano hace constar en su diario que «la noche del día diecinueve, al conocerse la frialdad de la primera reacción británica ante el discurso, se extendió entre los alemanes una sensación de desilusión mal disimulada». A Hitler «le gustaría llegar a un acuerdo con Gran Bretaña. Él sabe que la guerra con los británicos será dura y sangrienta, y sabe también que en todas partes la gente está en contra de los derramamientos de sangre». Mussolini, por el contrario, «teme que los ingleses encuentren en el discurso demasiado ingenioso de Hitler un pretexto para iniciar las negociaciones». Señala Ciano que «eso sería una lástima para Mussolini que, ahora más que nunca, quiere la guerra»[42]. No hacía falta que se preocupara: tendría toda la guerra que quisiera.

A finales de junio, los jefes del Estado Mayor, a través del general Ismay, me sugirieron en el Gabinete que recorriera los sectores amenazados de la costa oriental y meridional. Por tanto, dedicaba un día o dos todas las semanas a esta tarea agradable, durmiendo en mi tren cuando hacía falta, donde disponía de todo lo necesario para continuar con mi trabajo habitual y estaba en contacto permanente con el gobierno británico. Inspeccioné el Tyne y el Humber y muchos lugares de desembarco posibles. La División canadiense hizo unas maniobras para mí en Kent. Examiné las defensas que había hacia tierra en Harwich y en Dover. En una de mis primeras visitas, fui a ver la 3.ª División, al mando del general Montgomery, a quien no conocía. Me acompañó mi esposa. La 3.ª División estaba estacionada cerca de Brighton, había recibido la máxima prioridad para el reequipamiento y estuvo a punto de partir hacia Francia cuando finalizó la resistencia francesa. El cuartel general del general Montgomery quedaba cerca de Steyning, y me enseñó una pequeña maniobra cuya característica principal era un movimiento de flanqueo de los carros blindados Bren-carrier, de los que hasta ese momento sólo había podido reunir siete u ocho. Después fuimos juntos en coche por la costa, pasando por Shoreham y Hove, hasta llegar al conocido frente de Brighton, de donde conservaba tantos recuerdos escolares. Cenamos en el hotel Royal Albion, situado frente al final del muelle. El hotel estaba vacío, ya que se habían producido bastantes evacuaciones, aunque todavía quedaban unas cuantas personas tomando el aire en las playas o el paseo. Me divirtió ver a un pelotón de granaderos preparando un nido de ametralladoras con sacos terreros en uno de los quioscos del muelle, como aquellos en los que tanto había admirado durante mi infancia las gracias de las pulgas. El clima era estupendo, tuve unas conversaciones muy agradables con el general y disfruté mucho de mi excursión.

A mediados de julio, el secretario de Estado de Guerra recomendó al general Brooke para reemplazar al general Ironside al mando de nuestras Fuerzas Nacionales. El diecinueve de julio, en el transcurso de mi inspección continuada de los sectores que podían ser invadidos, fui al Mando Septentrional. Me enseñaron un tipo de maniobra táctica en la que no podían participar menos de doce carros de combate. Toda la tarde estuve dando vueltas con el general Brooke, que estaba al mando de este frente. Tenía unos antecedentes excelentes. No sólo había luchado en la decisiva batalla del flanco cerca de Ypres, durante la evacuación a Dunkerque, sino que se había desempeñado con singular firmeza y habilidad, en circunstancias de una dificultad y una confusión inimaginables, cuando estuvo al mando de las nuevas fuerzas que enviamos a Francia durante las tres primeras semanas de junio. También tenía un vínculo personal con Alan Brooke a través de sus dos valientes hermanos, los amigos de mis primeros tiempos de vida militar.

Estas relaciones y estos recuerdos no determinaron mi opinión sobre las graves cuestiones de la selección, pero supusieron una base personal sobre la que se mantuvo y maduró mi relación con Alan Brooke durante toda la guerra de forma ininterrumpida. Pasamos juntos cuatro horas en el coche, en esta tarde de julio de 1940, y parecíamos coincidir sobre los métodos de la defensa local. Tras efectuar las consultas necesarias con otras personas, aprobé la propuesta del secretario de Estado de Guerra de poner a Brooke al frente de las Fuerzas Nacionales para suceder al general Ironside. Éste aceptó su retiro con la dignidad marcial que caracterizó sus actos en todo momento.

Durante el año y medio que duró la amenaza de invasión, Brooke organizó y comandó las Fuerzas Nacionales y después, cuando llegó a ser jefe del Estado Mayor del Imperio, seguimos juntos durante tres años y medio hasta alcanzar la victoria. A continuación voy a comentar las ventajas que obtuve de sus consejos en los cambios decisivos de mando en Egipto y en Oriente Próximo en agosto de 1942, y también la gran desilusión que tuve que infligirle con respecto al mando de la operación «Overlord», para realizar la invasión al otro lado del canal en 1944. Todo el tiempo que ejerció la presidencia del comité de jefes del Estado Mayor, durante la mayor parte de la guerra, y su trabajo como jefe del Estado Mayor del Imperio le permitieron prestar servicios de la máxima importancia, no sólo al imperio británico sino también a la causa aliada. En este relato expondré las ocasionales diferencias que surgieron entre nosotros, pero también el alto grado de acuerdo, y daré testimonio de una amistad que valoro mucho.

Durante el mismo mes de julio cruzaron el Atlántico sin problemas grandes cantidades de armas procedentes de Estados Unidos. Al acercarse los barcos a nuestras costas, cargados de armas inestimables, unos trenes especiales los esperaban en todos los puertos para recibir la carga. En cada condado, en cada pueblo, en cada aldea, la Guardia nacional pasaba toda la noche en vela para recibirlos. Hombres y mujeres trabajaron día y noche para ponerlos en condiciones de uso. A finales de julio éramos una nación armada en lo que respecta a paracaidistas o unidades aerotransportadas. Nos habíamos convertido en un «avispero». De todos modos, si teníamos que caer combatiendo (aunque lo dudaba), muchos de nuestros hombres y algunas mujeres tenían armas en la mano. La llegada de la primera remesa de medio millón de fusiles 300 para la Guardia nacional (aunque con sólo alrededor de cincuenta cartuchos para cada uno, de los que sólo nos atrevimos a entregar diez, porque todavía ninguna fábrica se había puesto a producirlos) nos permitió transferir trescientos mil fusiles 303 de tipo británico a las formaciones del Ejército regular, que crecían rápidamente.

Algunos expertos muy exigentes miraban con desprecio los cañones del setenta y cinco, con sus mil balas cada uno. No había vehículos para transportarlos, ni ningún método inmediato para conseguir más municiones. La mezcla de calibres complica las operaciones, pero me negué a aceptar este tipo de planteamientos y, durante todo 1940 y 1941, estos novecientos cañones del setenta y cinco constituyeron un añadido considerable a nuestra fuerza militar para la defensa interior. Se inventaron artilugios y se entrenaron hombres para subirlos a los camiones por medio de tablas para poder transportarlos. Cuando uno lucha por su vida, cualquier cañón es mejor que ninguno y el setenta y cinco francés, aunque haya sido superado por el cañón británico de 25 libras y por el obús de campaña alemán, seguía siendo un arma espléndida.

Como julio y agosto transcurrieron sin ningún desastre nos tranquilizamos, sintiéndonos cada vez más seguros de que podríamos presentar una lucha larga y dura. Fuimos ganando en fuerza día a día. Toda la población trabajó hasta el límite de sus fuerzas y se sentía satisfecha cuando se iban a dormir después de su gran esfuerzo o de su vigilia, con la creciente sensación de que llegaríamos a tiempo y de que ganaríamos. En todas las playas había defensas de diversos tipos. Todo el país estaba organizado en localidades defensivas. Las fábricas producían grandes cantidades de armas. A finales de agosto, ¡teníamos más de doscientos cincuenta carros de combate nuevos! Se habían recogido los frutos del «acto de fe» estadounidense. Todo el Ejército británico profesional y sus camaradas territoriales hacían instrucción y maniobras de la mañana a la noche y estaban deseando enfrentarse al enemigo. La Guardia nacional superó el millón de personas y, cuando faltaban fusiles, no dudaban en echar mano a la escopeta, el fusil de caza, la pistola particular o, cuando no había armas de fuego, a picas y garrotes. No había una quinta columna en Gran Bretaña, aunque se detectaron unos cuantos espías que fueron interrogados cuidadosamente. Los escasos comunistas que había trataban de pasar inadvertidos. Todos los demás dieron todo lo que podían dar.

Cuando Ribbentrop estuvo en Roma en septiembre le dijo a Ciano: «No existe ninguna defensa territorial inglesa. Bastaría una sola división alemana para que todo se desmoronase». Lo que sólo demuestra su ignorancia. Sin embargo, muchas veces me he preguntado qué habría ocurrido si realmente se hubieran presentado en la costa doscientos mil soldados alemanes. La masacre habría sido desastrosa por ambos bandos, porque no habría habido clemencia ni cuartel. Ellos hubieran recurrido al terror y nosotros estábamos dispuestos a llegar hasta el final. Tenía pensado usar el eslogan: «No deje de llevarse a uno consigo». Incluso calculé que los horrores de una situación semejante en última instancia habrían inclinado la balanza en Estados Unidos. Pero no se puso a prueba ninguna de estas emociones. A lo lejos, en las aguas grises del mar del Norte y el canal de la Mancha, patrullaban las flotillas leales y entusiastas escudriñando en la noche. En las alturas volaban los pilotos de los cazas, o esperaban serenos cerca de sus excelentes aparatos para levantar vuelo en un santiamén. Era una época en la que era igual de bueno vivir que morir.

El poderío naval, cuando se entiende bien, es algo maravilloso. Resulta casi imposible trasladar un ejército sobre agua salada frente a flotas o flotillas superiores. El vapor había aumentado considerablemente la capacidad de la Armada para defender Gran Bretaña. En tiempos de Napoleón, el mismo viento que ayudaba a sus barcos de fondo plano a cruzar el canal desde Boulogne dispersaba nuestras escuadras que intentaban bloquearlos. Pero todo lo que había ocurrido desde entonces había magnificado la capacidad de una marina de guerra superior para destruir al invasor en tránsito. Toda la complicación que los aparatos modernos habían aportado a los ejércitos volvía más pesado y peligroso su viaje, y las dificultades para mantenerlos cuando desembarcaban eran probablemente insuperables. En esa primera crisis, para fortuna de nuestra isla, teníamos un poder naval superior que resultó ser muy amplio. El enemigo no fue capaz de ganarnos ninguna batalla naval importante. No podía hacer frente a nuestras fuerzas de crucero. En flotillas y embarcaciones ligeras lo superábamos diez veces. Había que tener en cuenta, además, los incalculables riesgos meteorológicos, sobre todo la niebla. Pero aunque éstos fueran adversos y se realizaran ataques en uno o más puntos, faltaba por resolver el problema de mantener una línea de comunicaciones hostil y de abastecer los lugares de alojamiento. Tal fue la situación en la primera guerra mundial.

Pero ahora había que tener en cuenta a la aviación. ¿Qué consecuencias había tenido este avance fundamental en el problema de la invasión? Evidentemente, si el enemigo podía dominar el estrecho mar, a ambos lados del paso de Calais, con una potencia aérea superior, las pérdidas que sufrieran nuestras flotillas serían muy duras e incluso podían llegar a ser fatales. A menos que se tratara de una ocasión suprema, nadie querría introducir grandes acorazados o cruceros en aguas dominadas por los bombarderos alemanes. De hecho, no estacionamos ningún buque importante al sur del Forth ni al este de Plymouth. Pero desde Harwich, el Nore, Dover, Portsmouth y Portland manteníamos una incansable patrulla de vigilancia, compuesta por naves de combate ligeras que aumentaban constantemente en número. En septiembre superaban las ochocientas; sólo una potencia aérea enemiga podría acabar con ellas y, de todos modos, únicamente de forma paulatina.

Pero ¿quién tenía el dominio del espacio aéreo? En la batalla de Francia nos enfrentamos a los alemanes en una proporción de dos y tres a uno, y les infligimos pérdidas en una proporción similar. Sobre Dunkerque, donde teníamos que mantener una vigilancia constante para cubrir la salida del Ejército, la proporción fue de cuatro o cinco a uno y no nos fue mal. Sobre nuestras propias aguas y nuestras costas y condados indefensos, el teniente general Dowding preveía un combate ventajoso en una proporción de siete u ocho a uno. La potencia de la Fuerza Aérea alemana en ese momento, en su totalidad, por lo que sabíamos (y estábamos bien informados), y dejando aparte determinadas concentraciones, era de tres a uno aproximadamente. A pesar de que nos encontrábamos en evidente desventaja para luchar contra el esforzado y eficiente enemigo alemán, yo estaba convencido de que, en nuestro propio espacio aéreo, sobre nuestro propio país y sus aguas, podíamos vencer a la Fuerza Aérea alemana. Si esto resultaba cierto, nuestra potencia naval seguiría dominando los mares y los océanos y destruiría a todos los enemigos que pusieran rumbo hacia nosotros.

Claro que había un tercer factor potencial. Los alemanes, con su famosa meticulosidad y previsión, ¿habrían preparado en secreto una gran armada con naves de desembarco especiales, que no necesitasen ni puertos ni muelles, que fuesen capaces de desembarcar carros de combate, cañones y vehículos motorizados en cualquier lugar de las playas y que, después, pudieran abastecer a las tropas de desembarco? Como se ha demostrado, estas ideas se me habían ocurrido hacía mucho tiempo, en 1917, y en ese momento se estaban desarrollando como consecuencia de mis indicaciones. No obstante, no teníamos motivo alguno para suponer que en Alemania existiera nada de este tipo aunque, al calcular los riesgos, siempre es mejor no excluir lo peor. Nos costó cuatro años de intensos esfuerzos y experimentos y una ayuda material impresionante por parte de Estados Unidos aportar ese equipo en cantidad adecuada para el desembarco en Normandía. A los alemanes les habría bastado, en ese momento, con mucho menos. Pero sólo tenían unos cuantos transbordadores.

De modo que para invadir Inglaterra en el verano y el otoño de 1940 Alemania necesitaba la superioridad naval local, la superioridad aérea y muchas flotas especiales y lanchas de desembarco. Pero nosotros teníamos la superioridad naval, nosotros teníamos el dominio del aire y, por último, creíamos (y ahora sabemos que no nos equivocábamos) que ellos no habían construido ni concebido ninguna nave especial. Éstas eran las bases de lo que yo pensaba sobre la invasión en 1940. En julio aumentaron las conversaciones y la preocupación sobre el asunto, tanto en el seno del gobierno británico como fuera. A pesar de los incesantes reconocimientos y de todas las ventajas de la fotografía aérea, todavía no nos había llegado ninguna prueba de que hubiera grandes concentraciones de transportes en el Báltico ni en los puertos del Rin o el Escalda, y estábamos seguros de que no se habían producido movimientos ni de barcos ni de lanchas autopropulsadas a través del Estrecho para entrar en el canal. Sin embargo, los preparativos para resistir una invasión eran la máxima misión que teníamos por delante, en la que pensábamos intensamente en nuestro círculo de guerra y en el mando nacional.

Como voy a explicar a continuación, el plan alemán consistía en invadir desde el otro lado del canal de la Mancha con embarcaciones medianas (de cuatro mil a cinco mil toneladas) y pequeñas, y ahora sabemos que nunca esperaron ni pretendieron desplazar un ejército desde los puertos del mar Báltico y el mar del Norte en grandes transportes, ni mucho menos hicieron planes para una invasión desde los puertos del golfo de Vizcaya. Esto no significa que al escoger la costa meridional como objetivo ellos acertaran y nosotros nos equivocáramos. Una invasión que comenzara en la costa oriental era, de lejos, mucho más formidable si el enemigo hubiera tenido los medios para realizarla. Evidentemente, no se podía realizar una invasión de la costa meridional a menos o hasta que los barcos necesarios atravesaran el paso de Calais y se reunieran en los puertos franceses del canal de la Mancha, de lo que, durante el mes de julio, no hubo ningún indicio.

De todos modos, teníamos que estar preparados para todas las variantes y sin embargo, al mismo tiempo, evitar la dispersión de nuestras fuerzas móviles y acumular reservas. Este problema sutil y difícil sólo se podía resolver en relación con las noticias y los acontecimientos de una semana a otra. La costa británica, recortada por innumerables ensenadas, tiene más de tres mil doscientos kilómetros de largo, sin contar Irlanda. La única forma de defender un perímetro tan vasto, del que se puede atacar cualquier parte o partes de forma simultánea o sucesiva, es mediante líneas de observación y resistencia en torno a la costa o las fronteras a fin de retrasar al enemigo y, mientras tanto, crear las mayores reservas posibles de tropas móviles muy bien preparadas, dispuestas para alcanzar el punto atacado lo más rápidamente posible a fin de lanzar un poderoso contraataque. Cuando en las últimas etapas de la guerra Hitler se vio rodeado y enfrentado a un problema similar, cometió, como veremos más adelante, el peor error posible. Había creado una telaraña de comunicaciones, pero se olvidó de la araña. Como teníamos muy presente el ejemplo de las precarias órdenes francesas que tuvieron resultados tan fatales, no olvidamos la «masa de maniobra»; y no paré de inculcar esta política todo lo que nos permitían nuestros crecientes recursos.

Mis opiniones coincidían en general con las del Almirantazgo, y el doce de julio el almirante Pound me envió un comunicado completo y detallado que había redactado junto con el Estado Mayor de la Armada de acuerdo con aquéllas. Naturalmente, como correspondía, se explicaban de forma convincente los peligros que teníamos que correr. Pero en su resumen decía el almirante Pound que «parece probable que puedan llegar a nuestras costas alrededor de cien mil hombres sin que los intercepten las fuerzas navales […] si bien parece prácticamente imposible que puedan mantener su línea de suministros a menos que la Fuerza Aérea alemana supere tanto a nuestra Fuerza Aérea como a nuestra Armada. […] Si el enemigo emprendiera esta operación lo haría con la esperanza de atacar Londres rápidamente instalándose en el país mientras tanto, para obligar al gobierno a capitular». Este cálculo me dejó satisfecho.

Pero en agosto la situación comenzó a cambiar de forma decisiva. Nuestro excelente servicio secreto confirmó que Hitler había dado órdenes definitivas para la operación «León marino», que se estaba preparando activamente. Seguro que iba a intentarlo. Además, el frente que atacarían no tenía nada que ver ni era nada adicional a la costa oriental, en la que los jefes del Estado Mayor, el Almirantazgo y yo, totalmente de acuerdo, poníamos mayor énfasis. Gran cantidad de barcazas y motoras autopropulsadas comenzaron a atravesar por la noche el paso de Calais, deslizándose a lo largo de la costa francesa y congregándose poco a poco en todos los puertos del canal de la Mancha, desde Calais hasta Brest. Nuestras fotografías diarias mostraban este desplazamiento con precisión. No habíamos podido volver a colocar nuestros campos de minas cerca de la costa francesa. De inmediato comenzamos a atacar los barcos en tránsito con nuestras embarcaciones pequeñas y el Mando de Bombarderos se concentró en la nueva serie de puertos de donde partiría la invasión. Al mismo tiempo, nos llegaba mucha información sobre la reunión de un Ejército o ejércitos de invasión alemanes a lo largo de este tramo de costa enemiga, de desplazamientos en las líneas férreas y de grandes concentraciones en el paso de Calais y en Normandía. Aparecieron gran cantidad de poderosas baterías de largo alcance en toda la costa francesa del canal de la Mancha.

En respuesta a la nueva amenaza, comenzamos a cambiar el peso de una pierna a la otra y a mejorar todas nuestras facilidades para trasladar nuestras reservas, cada vez más móviles, hacia el frente meridional. Nuestras fuerzas aumentaban constantemente en cantidad, eficacia, movilidad y equipamiento y, en la segunda quincena de septiembre, pudimos poner en marcha en la costa meridional dieciséis divisiones de alta calidad, tres de las cuales eran divisiones blindadas o su equivalente en brigadas; todas se sumaban a la defensa costera local y podían entrar en acción a gran velocidad contra cualquier desembarco. Esto nos proporcionaba un puñetazo, o una serie de puñetazos que el general Brooke estaba preparado para dar cuando fuera necesario; y nadie más capaz que él.

Mientras tanto, no podíamos tener ninguna seguridad de que las ensenadas y las desembocaduras de los ríos desde Calais hasta Terschelling y Helgoland, con la multitud de islas que hay frente a las costas de los Países Bajos y Alemania (el «acertijo de las arenas» de la guerra anterior) no ocultaran más fuerzas enemigas con barcos pequeños o de tamaño medio. Parecía inminente un ataque desde Harwich hasta Portsmouth, Portland o incluso Plymouth centrándose en el promontorio de Kent. No teníamos más que pruebas en contrario de que estuviera preparándose una tercera oleada invasora, sincronizada con las demás, lanzada desde el Báltico pasando por el Skagerrak, en grandes barcos. Esto resultaba fundamental para el triunfo alemán porque era la única forma de enviar armas pesadas a los ejércitos desembarcados o de establecer grandes depósitos de suministros.

Entonces comenzó un período de extrema tensión y vigilancia. Evidentemente, durante todo este tiempo tuvimos que mantener bastantes fuerzas al norte del Wash hasta Cromarty, y se mejoraron las medidas para disponer de ellas en caso de que el asalto se declarara decididamente en el sur. El intrincado sistema ferroviario de la isla y el hecho de que siguiéramos dominando el espacio aéreo nos habría permitido trasladar sin duda cuatro o cinco divisiones más para reforzar la defensa meridional, si era necesario, cuatro, cinco y seis días después de que se completara todo el esfuerzo del enemigo.

Se realizó un cuidadoso estudio sobre la luna y las mareas. Pensamos que el enemigo preferiría cruzar por la noche y desembarcar al amanecer; ahora sabemos que el mando del Ejército alemán pensó lo mismo. También les convenía una media luna durante el cruce para mantener la formación y divisar bien la tierra. Calculándolo todo con precisión, el Almirantazgo pensó que las condiciones más favorables para el enemigo se producirían entre el quince y el treinta de septiembre. Ahora sabemos que aquí también coincidimos con nuestros enemigos. Teníamos muy pocas dudas sobre nuestra capacidad para destruir todo lo que desembarcara sobre el promontorio de Dover o en el sector de la costa entre Dover y Portsmouth, o incluso Portland. Como todos nuestros máximos pensamientos se movían juntos en armonioso y detallado acuerdo, a uno no podía menos que gustarle el panorama que se presentaba cada vez con mayor claridad. Era posible que ésta fuera nuestra oportunidad de asestarle un golpe al poderoso enemigo que resonaría en todo el mundo. Uno no podía evitar sentirse excitado interiormente a la vez por el ambiente y por la evidencia de la intención de Hitler que nos iba llegando. De hecho, había algunos que, por motivos puramente técnicos y por el efecto que tendrían la derrota y la destrucción total de esta expedición sobre la guerra en general, estaban satisfechos de que lo intentara.

En julio y agosto reafirmamos nuestra supremacía sobre el espacio aéreo en Gran Bretaña; teníamos poder y dominio sobre todo en los condados del sureste. Toda la zona estaba surcada por extensos e intrincados sistemas de fortificaciones, lugares defendidos, obstáculos anticarro, blocaos, fortines y construcciones similares. La línea costera estaba plagada de defensas y baterías, y a costa de sufrir más pérdidas por la disminución de las escoltas en el Atlántico y también por las nuevas construcciones que entraban en servicio, las flotillas crecieron sustancialmente en cantidad y calidad. Llevamos a Plymouth al acorazado Revenge, al Centurión, que era el viejo falso acorazado que servía como blanco, y a un crucero. La flota nacional se encontraba en su momento de máxima potencia y podía operar sin arriesgarse demasiado hasta el Humber, e incluso hasta el Wash. Por tanto, en todos los aspectos estábamos completamente preparados.

Por último, no estábamos lejos de los vendavales equinocciales habituales en octubre. Era evidente que Hitler atacaría en el mes de septiembre, si se atrevía, y las mareas y las fases de la luna eran favorables a mediados de ese mes.

Es el momento de pasar al otro campo, para hablar de los preparativos y los planes del enemigo como los conocemos ahora.

La Segunda Guerra Mundial
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