Capítulo IV
LOS AÑOS DE LA LANGOSTA[7] (1931-1933)
El gobierno que surgió como consecuencia de las elecciones generales de 1931 fue en apariencia uno de los más fuertes pero en realidad fue uno de los más débiles de la historia británica. Ramsay MacDonald, el primer ministro, se había alejado, con gran amargura por ambas partes, del Partido Socialista a cuya creación había dedicado toda su vida y, a partir de entonces, se amargó lánguidamente al frente de un gobierno que, aunque nacional, en teoría era, de hecho, de un conservadurismo aplastante. Baldwin prefería la sustancia a la forma del poder y reinaba plácidamente en la sombra. Del Ministerio de Asuntos Exteriores se hizo cargo sir John Simón, uno de los líderes del contingente liberal. La mayor parte del trabajo del gobierno nacional le correspondió a Neville Chamberlain, que poco después llegó a ser ministro de Hacienda. Al frente del Partido Laborista, acusado por su fracaso en la crisis financiera y duramente castigado en las urnas, había un pacifista extremo, George Lansbury. Durante el período de cuatro años y cuarto que duró este gobierno, desde agosto de 1931 hasta noviembre de 1935, se invirtió toda la situación en el continente europeo.
Toda Alemania bullía y había grandes acontecimientos en marcha. Hasta entonces, Papen, el sucesor de Brüning como canciller, y el general político, Schleicher, habían tratado de gobernar Alemania mediante la astucia y la intriga. Pero ya era tarde para eso. Papen esperaba gobernar con el apoyo del séquito del presidente Hindenburg y del grupo ultranacionalista del Reichstag. El veinte de julio se dio un paso decisivo: el derrocamiento del gobierno socialista prusiano. Pero el rival de Papen estaba ávido de poder. Según los cálculos de Schleicher, el instrumento eran las fuerzas oscuras y ocultas que irrumpían en la política alemana detrás del creciente poder y el nombre de Adolf Hitler, y esperaba convertir el movimiento hitleriano en dócil siervo de la Reichswehr para, de ese modo, controlarlos a ambos. Los contactos entre Schleicher y Rohm, el líder de los milicianos nazis, que comenzaron en 1931, se prolongaron al año siguiente en unas relaciones más precisas entre Schleicher y el propio Hitler. Aparentemente, los únicos obstáculos en el camino al poder de ambos hombres eran Papen y la confianza que le tenía Hindenburg.
En agosto de 1932 Hitler fue a Berlín, convocado por el presidente a una reunión privada. Parecía el momento de dar un paso al frente. Respaldaban al führer trece millones de votantes alemanes, lo cual le daba derecho a una parte importante del poder, ya que se encontraba en una posición similar a la de Mussolini en vísperas de su marcha sobre Roma. Pero a Papen no le importaba la reciente historia de Italia; contaba con el apoyo de Hindenburg y no tenía intención de renunciar. El anciano mariscal recibió a Hitler, que no lo impresionó: «¿Ese hombre como canciller? En todo caso, lo nombraré jefe de Correos para que pase la lengua por los sellos en los que aparece mi cabeza». En círculos palaciegos, Hitler no tuvo tanta influencia como sus adversarios.
En el país, el amplio electorado estaba inquieto y desorientado. En noviembre de 1932, por quinta vez en un año, se celebraron elecciones en toda Alemania. Los nazis perdieron terreno y sus 230 escaños se redujeron a 196, mientras que los comunistas recuperaron el equilibrio. De este modo se debilitó el poder de negociación del führer. Tal vez el general Schleicher pudiera arreglárselas sin él, después de todo. El general ganó aceptación en el círculo de los asesores de Hindenburg. El diecisiete de noviembre Papen renunció y Schleicher fue nombrado canciller en su lugar. Pero resultó que el nuevo canciller fue más hábil moviendo los hilos entre bastidores que abiertamente en la cúspide del poder. Se había enemistado con demasiadas personas. Hider, junto con Papen y los nacionalistas, se alineó en su contra, y los comunistas, luchando contra los nazis en las calles y contra el gobierno por medio de huelgas, contribuyeron a hacerle imposible gobernar. Papen ejerció su influencia personal sobre el presidente Hindenburg. ¿No sería acaso la mejor solución para aplacar a Hitler echarle encima las responsabilidades del cargo? Al final, Hindenburg aceptó, aunque a regañadientes. El treinta de enero de 1933 Adolf Hitler asumió el cargo de canciller de Alemania.
En seguida se hizo sentir la mano del amo sobre todo lo que estuviera o pudiera estar en contra del nuevo orden. El dos de febrero se prohibieron todos los mítines o manifestaciones del Partido Comunista alemán, y en todo el país comenzaron a confiscarse las armas secretas de los miembros del partido. El momento culminante fue la noche del veintisiete de febrero de 1933, cuando estalló en llamas el edificio del Reichstag. Se convocó a los camisas pardas, a los camisas negras y a sus formaciones auxiliares. En una sola noche se llevaron a cabo cuatro mil arrestos, incluido el Comité central del Partido Comunista. Estas medidas se encargaron a Göring, que entonces era el ministro del Interior de Prusia; sirvieron de prolegómeno para las siguientes elecciones y aseguraron la derrota de los comunistas, que eran los opositores más temibles del nuevo régimen. Organizar la campaña electoral fue tarea de Goebbels, al que no le faltaban ni habilidad ni entusiasmo.
Pero todavía quedaban en Alemania muchas fuerzas renuentes, rebeldes o activamente hostiles al hitlerismo. Los comunistas y muchos que, perplejos y desorientados, les dieron el voto, obtuvieron 81 escaños; los socialistas, 118; el Partido del Centro, 73 y los aliados nacionalistas de Hitler, con Papen y Hugenberg al frente, 52. Se adjudicaron treinta y tres escaños a grupos minoritarios de centro derecha. Los nazis obtuvieron 17.300.000 votos y 288 escaños. Con estos resultados, Hitler y sus aliados nacionalistas se hicieron con el control del Reichstag. Así y sólo así consiguió Hitler, con buenas y malas artes, el voto mayoritario del pueblo alemán. Según los procesos ordinarios de un gobierno parlamentario civilizado, una minoría tan grande habría tenido una influencia enorme y la debida consideración en el Estado, pero en la nueva Alemania nazi las minorías aprenderían que no tenían ningún derecho.
El veintiuno de marzo de 1933, en la iglesia de la guarnición de Potsdam, Hitler inauguró el primer Reichstag del III Reich, muy cerca de la tumba de Federico el Grande, con la presencia de los representantes de la Reichswehr, símbolo de la continuidad del poderío alemán, y de los oficiales de mayor rango de la SA y la SS, las nuevas figuras del resurgimiento alemán. El veinticuatro de marzo, una aplastante y sobrecogedora mayoría del Reichstag confirmó, por 441 votos contra 94, la concesión de poderes totales de emergencia al canciller Hitler durante cuatro años. Cuando se anunció el resultado, Hitler se volvió hacia los escaños de los socialistas y les gritó: «¡Ahora ya no os necesito más!».
Entusiasmadas por la elección, las columnas exultantes del Partido Nacional Socialista desfilaron ante su líder, rindiéndole el pagano homenaje de una marcha con antorchas por las calles de Berlín. Había sido una larga lucha, difícil de comprender para un extranjero, sobre todo si no conoció las punzadas de la derrota. Finalmente, había llegado Adolf Hitler. Pero no estaba solo: desde las profundidades de la derrota había invocado a las oscuras y salvajes furias que se encontraban latentes en la raza más abundante, resistente, implacable, contradictoria y desventurada de Europa. Había conjurado el temible ídolo de un Moloc devorador, del cual era sacerdote y encarnación. No puedo ni pretendo describir la inconcebible brutalidad y vileza con que se creó este aparato de odio y tiranía, que se fue perfeccionando desde entonces. A los efectos de la presente narración, sólo es necesario presentar al lector la temible noticia que se cierne sobre el mundo todavía desprevenido: Hitler al frente de Alemania, y Alemania se arma.
Mientras en Alemania se producían estos funestos cambios, el gobierno MacDonald-Baldwin se sintió obligado a imponer durante algún tiempo las severas reducciones y restricciones que la crisis financiera le había impuesto a nuestro armamento, modesto de por sí, y se negó categóricamente a prestar atención a los inquietantes síntomas que se producían en Europa. En un vehemente esfuerzo por conseguir un desarme de los vencedores similar al que impuso a los vencidos el tratado de Versalles, MacDonald y sus colegas conservadores y liberales impulsaron una serie de propuestas en la Sociedad de Naciones y por todas las demás vías que tenían a su disposición. A pesar de que sus asuntos políticos seguían en permanente cambio y movimiento sin ninguna significación en particular, los franceses se aferraban tenazmente a su Ejército como centro y puntal de la vida de Francia y de todas sus alianzas, actitud por la que fueron reprendidos tanto por Gran Bretaña como por Estados Unidos. Las opiniones de la prensa y del público no tenían ningún fundamento en la realidad, pero la marea adversa era fuerte.
El gobierno alemán se envalentonó ante la conducta británica, que atribuyó a la debilidad fundamental y a la decadencia inherente impuestas incluso a una raza nórdica por un tipo de sociedad democrática y parlamentaria y, animado por el empuje nacionalista hitleriano, adoptó una actitud altanera. En julio de 1932 su delegación recogió sus papeles y se retiró de la conferencia sobre el desarme. Convencerlos para que regresaran se convirtió en el objetivo político fundamental de los aliados victoriosos. En noviembre, y bajo la presión intensa y constante de los británicos, los franceses propusieron lo que injustamente recibió el nombre de «plan Herriot» que, en esencia, consistía en la reconstrucción de todas las fuerzas de defensa de Europa en forma de ejércitos compuestos por un número limitado de soldados que prestaban servicio durante breves períodos, reconociendo la condición de igualdad aunque sin aceptar necesariamente la igualdad de fuerzas. De hecho, y en principio, el reconocimiento de la condición de igualdad hacía que fuera imposible, en definitiva, no aceptar la igualdad de fuerzas, lo que permitió a los gobiernos aliados ofrecer a Alemania una «igualdad de derechos en un sistema que proporcionaría seguridad para todos los países». Con ciertas salvaguardias de carácter ilusorio, los franceses se vieron obligados a aceptar esta fórmula sin sentido, con lo que los alemanes consintieron en regresar a la conferencia sobre el desarme. La situación fue recibida como una victoria notable para la paz.
Avivado por la brisa de la popularidad, el gobierno de Su Majestad presentó entonces, el dieciséis de marzo de 1933, una propuesta que recibió el nombre de su autor e inspirador: el plan MacDonald, que aceptaba como punto de partida la adopción de la concepción francesa de ejércitos que prestaban servicios de corta duración (ocho meses, en este caso) y procedió a determinar las cifras exactas para los ejércitos de cada país. Había que reducir el Ejército francés de la cifra de 500.000 hombres, establecida en tiempos de paz, a 200.000, y el alemán tenía que crecer hasta igualar esta cifra. Para esta fecha, es posible que las fuerzas militares alemanas, a pesar de no disponer todavía de las reservas entrenadas que no se consiguen hasta que no se suceden varios cupos del servicio militar obligatorio, ascendieran a más de un millón de voluntarios fervientes, parcialmente equipados, y provistos de muchas de las últimas armas que iban surgiendo de las fábricas, convertibles y parcialmente reconvertidas para proporcionarles armas. El resultado fue inesperado. Hitler, convertido en canciller y en amo de toda Alemania, después de haber dado órdenes al asumir el poder de seguir adelante descaradamente, a escala nacional, tanto en los campos de entrenamiento como en las fábricas, se sentía fuerte. Ni siquiera se tomó la molestia de aceptar las ofertas quijotescas que trataban de imponerle. Con un gesto de desdén, dio instrucciones al gobierno alemán para que se retirara tanto de la conferencia como de la Sociedad de Naciones.
Cuesta encontrar un paralelismo a la insensatez del gobierno británico y a la debilidad del francés que, no obstante, reflejaban la opinión de sus respectivos Parlamentos durante este período desastroso. Tampoco se salva de la censura de la historia Estados Unidos que, absorto en sus propios asuntos y en los abundantes intereses, actividades y accidentes de una comunidad libre, simplemente se quedó boquiabierto ante los impresionantes cambios que se producían en Europa y supuso que no tenían nada que ver con su país. Los considerables cuerpos de oficiales profesionales estadounidenses, sumamente competentes y bien adiestrados, se formaron su propia opinión, aunque ésta no tuvo consecuencias apreciables en la actitud distante y poco previsora de la política exterior de Estados Unidos. Si Estados Unidos hubiese ejercido su influencia podría haber impulsado a actuar a los políticos franceses y británicos. La Sociedad de Naciones, aunque maltratada, seguía siendo un instrumento augusto que habría reforzado cualquier desafío a la nueva amenaza bélica hitleriana con las disposiciones del derecho internacional. Pero, ante la presión, los estadounidenses se limitaron a encogerse de hombros y, al cabo de unos cuantos años, tuvieron que recurrir a la sangre y a los tesoros del Nuevo Mundo para salvarse de un peligro mortal.
Cuando siete años después fui testigo en Tours de la agonía francesa, tuve presente todo esto; por ese motivo, cuando se mencionaron las propuestas de una paz aparte, sólo pronuncié palabras de consuelo y tranquilidad, que me alegra pensar que se cumplieron.
A principios de 1931 tenía previsto realizar un extenso viaje por Estados Unidos dando conferencias, de modo que viajé a Nueva York, donde sufrí un grave accidente que estuvo a punto de costarme la vida. El trece de diciembre, cuando iba a visitar a Bernard Baruch, me apeé del automóvil por el lado incorrecto y crucé la Quinta Avenida sin tener en cuenta que en Estados Unidos el tráfico circula en sentido contrario y sin prestar atención a los semáforos en rojo, que entonces no se usaban en Gran Bretaña. El choque fue terrible y estuve destrozado durante dos meses. En Nassau, en las Bahamas, recuperé poco a poco la fuerza suficiente para moverme con lentitud. En ese estado, emprendí la gira de cuarenta conferencias por todo Estados Unidos; pasaba la mayor parte del día tumbado en un vagón de tren y por la noche hablaba para públicos numerosos. En general, me parece que ésta fue la etapa más dura de toda mi vida. Estuve muy deprimido casi todo el año, pero con el tiempo recuperé las fuerzas.
Dejando de lado mi preocupación por los asuntos públicos, los años comprendidos entre 1931 y 1935 fueron muy agradables para mí desde el punto de vista personal. Me ganaba la vida dictando artículos que tenían amplia difusión, no sólo en Gran Bretaña y Estados Unidos, sino también, antes de que la sombra de Hitler se cerniera sobre ellos, en los periódicos más famosos de dieciséis países europeos. De hecho, trabajé muchísimo. Publiqué sucesivamente los diversos volúmenes de la biografía de Marlborough y meditaba constantemente sobre la situación europea y el rearme de Alemania. Vivía la mayor parte del tiempo en Chartwell, donde tenía muchas cosas en que entretenerme. Levanté con mis propias manos la mayor parte de dos casas de campo y la tapia de un huerto, hice todo tipo de jardines con rocas y saltos de agua y una gran piscina, cuya agua se filtraba para mantenerla limpia y se calentaba cuando no bastaba con nuestro caprichoso sol. De modo que no tenía nunca un momento de ocio, de la mañana a medianoche y, con mi familia feliz a mi alrededor, vivía en paz en mi morada.
Durante estos años frecuenté la compañía de Frederick Lindemann, profesor de filosofía experimental en la Universidad de Oxford y viejo amigo mío. Lo conocí al final de la primera guerra, en la que se distinguió por llevar a cabo en el aire una serie de experimentos, hasta entonces reservados a los pilotos más osados, con la intención de superar los riesgos de las «barrenas», que por entonces resultaban casi mortales. Estrechamos nuestra amistad a partir de 1932, y venía con frecuencia en coche desde Oxford para instalarse en mi casa de Chartwell, donde manteníamos largas conversaciones hasta altas horas de la madrugada sobre los peligros que parecían cernirse sobre nuestras cabezas. Lindemann, el «Profe», como lo llamábamos sus amigos, fue mi principal asesor sobre los aspectos científicos de la guerra moderna en general y de la defensa aérea en particular, y también sobre cuestiones relacionadas con todo tipo de estadísticas. Esta agradable y fructífera amistad continuó durante toda la guerra.
Otro de mis mejores amigos fue Desmond Morton[8]. Cuando en 1917 el mariscal de campo Haig formó su equipo personal con jóvenes oficiales recién salidos de la línea de combate, le recomendaron a Desmond como lo mejor de la artillería. A su Cruz Militar añadía la distinción única de que una bala le hubiera atravesado el corazón y de seguir viviendo con la bala dentro. Desarrollé un gran aprecio y amistad por este oficial brillante y gallardo y en 1919, cuando me nombraron secretario de Estado de Guerra y Aviación, lo nombré para un puesto clave en el Servicio Secreto, que mantuvo durante muchos años. Era vecino mío, ya que vivía a tan sólo un kilómetro y medio de Chartwell. Obtuvo autorización del primer ministro, MacDonald, para hablarme con toda franqueza y mantenerme informado. Así llegó a ser, y siguió siendo durante toda la guerra, uno de mis asesores más cercanos hasta que obtuvimos la victoria definitiva.
También establecí amistad con Ralph Wigram, por entonces la nueva estrella del Ministerio de Asuntos Exteriores, que ocupaba el centro de todas sus actividades. Había alcanzado un nivel en ese ministerio que le permitía expresar opiniones responsables sobre política y utilizar una gran discreción en sus contactos, tanto oficiales como extraoficiales. Era un hombre intrépido y encantador, cuyas convicciones, basadas en un profundo conocimiento y estudio, dominaban todo su ser. Veía con tanta claridad como yo, pero con información más certera, el terrible peligro que nos amenazaba, lo cual nos unió. Nos veíamos a menudo en su casita de la calle North, y él y su esposa venían a visitarnos a Chartwell. Al igual que otros funcionarios de alto rango, me hablaba con absoluta confianza, lo cual me sirvió para formar y fortalecer mi opinión sobre el movimiento hitleriano.
Fue muy valioso para mí, y se puede pensar que también para el país, que tuviera ocasión de llevar a cabo investigaciones y debates precisos durante tantos años dentro de este círculo tan reducido. Por mi parte, sin embargo, reuní y aporté gran cantidad de información procedente de fuentes extranjeras. Mantuve contactos confidenciales con varios ministros franceses y con los sucesivos jefes del gobierno francés. Ian Colvin era el corresponsal del News Chronicle en Berlín; se metió de lleno en la política alemana y estableció contactos totalmente secretos con algunos de los más importantes generales alemanes y también con hombres independientes de carácter y calidad de aquel país, que veían en el movimiento hitleriano la ruina de su patria. Varias personas de peso vinieron a verme desde Alemania y me expusieron con franqueza su amargo desconsuelo. La mayoría de ellos fueron ejecutados por Hitler durante la guerra. Por otras vías, pude comprobar y facilitar información sobre todo el campo de nuestra defensa aérea. De este modo, estaba tan bien informado como muchos ministros de la Corona. Con la información que recogía de todas las fuentes, incluidos sobre todo mis contactos en el extranjero, presentaba de vez en cuando un informe al gobierno. Mi relación personal con los ministros y también con muchos de sus funcionarios de mayor categoría era estrecha y fluida y, aunque los criticaba a menudo, manteníamos un espíritu de camaradería. Posteriormente, me hicieron partícipe oficialmente de la mayor parte de sus conocimientos técnicos más secretos. A raíz de mi larga experiencia en altos cargos, también conocía los secretos de estado más preciados, lo que me permitía formar y defender opiniones que no dependían de lo que publicaban los periódicos, si bien estos incluían muchos indicios para una mente sagaz.
Confío en que el lector me perdone una digresión personal de carácter más ligero.
En el verano de 1932, y en relación con mi biografía de Marlborough, visité los viejos campos de batalla donde estuvo, en los Países Bajos y en Alemania. Nuestra expedición familiar, que incluía al «Profe», siguió con agrado el recorrido de la famosa marcha de Marlborough en 1705, desde los Países Bajos hasta el Danubio, atravesando el Rin en Coblenza. Mientras recorríamos estas hermosas regiones, de una ciudad antigua y famosa a otra, naturalmente fui haciendo preguntas sobre el movimiento hitleriano y comprobé que era el tema que más interesaba a todos los alemanes. Percibí un ambiente hitleriano. Tras pasar un día en el campo en Blenheim, fui en coche a Múnich, donde me quedé casi una semana.
En el hotel Regina, un caballero se presentó a algunas de las personas que me acompañaban. Era herr Hanfstaengl y hablaba mucho del führer, al cual parecía conocer íntimamente. Como parecía un individuo animado y conversador y hablaba un inglés excelente, lo invité a cenar. Ofreció una versión muy interesante de las actividades y los puntos de vista de Hitler. Hablaba como si estuviera hechizado, y es probable que tuviera instrucciones de ponerse en contacto conmigo. Era evidente que deseaba caer bien. Después de cenar se acercó al piano y se puso a tocar muchas melodías y canciones con un estilo tan notable que todos quedamos encantados. Parecía conocer todas las melodías inglesas que me agradaban. Era un gran artista y, por ese entonces, como es sabido, uno de los favoritos del führer. Dijo que tenía que conocerlo y que sería muy fácil arreglarlo, porque herr Hitler acudía todos los días a ese hotel alrededor de las cinco y estaría encantado de conocerme.
Yo no tenía en aquel momento ningún prejuicio personal contra Hitler; sabía muy poco de su doctrina o de sus antecedentes y nada de su personalidad. Admiro a los hombres que defienden a su país derrotado, aunque yo esté en el bando contrario. Tenía todo el derecho a ser un patriota alemán, si quería. Siempre quise que Inglaterra, Alemania y Francia se llevaran bien. Sin embargo, durante mi conversación con Hanfstaengl se me ocurrió decir: «¿Por qué su jefe tiene una actitud tan violenta con respecto a los judíos? Puedo comprender la ira contra unos judíos que hayan perjudicado o estén en contra de un país, y entiendo que se les ofrezca resistencia si tratan de monopolizar el poder en cualquier orden de la vida, pero ¿qué sentido tiene oponerse a un hombre simplemente por su nacimiento? Un hombre no elige la forma en que nace». Debió de repetirle todo esto a Hitler, porque al día siguiente, alrededor del mediodía, se presentó muy serio y dijo que el arreglo que había hecho conmigo para que conociera a Hitler no podría cumplirse porque el führer no acudiría al hotel esa tarde. Fue la última vez que vi a «Putzi» (ése era su sobrenombre), aunque nos quedamos varios días más en el hotel. Así, perdió Hitler su única oportunidad de conocerme. Más adelante, cuando llegó a ser todopoderoso, recibí varias invitaciones suyas; pero entonces habían ocurrido muchas cosas y me excusé.
Mientras tanto, Estados Unidos seguía muy preocupado por sus propios asuntos internos y sus problemas económicos. Europa y el lejano Japón observaban con atención el aumento del potencial bélico alemán. Cada vez se manifestaba mayor inquietud en Escandinavia y los países de la pequeña Entente, Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumanía, y en algunos países balcánicos. Una gran angustia reinaba en Francia, donde apareció mucha información sobre las actividades de Hitler y los preparativos de Alemania. Me dijeron que había habido infinidad de incumplimientos de los tratados, de enorme gravedad, pero cuando pregunté a mis amigos franceses por qué no se planteaba esta cuestión en la Sociedad de Naciones y se invitaba a Alemania, o incluso se la citaba, para que compareciese a explicar lo que había hecho y determinar con precisión lo que estaba haciendo, me respondieron que el gobierno británico reprobaría un paso tan inquietante. De modo que, mientras MacDonald, con la plena autorización de Baldwin, le hablaba a los franceses de desarme y se lo aplicaba a los británicos, el poderío alemán crecía a pasos agigantados, y se acercaba el momento de entrar en acción abiertamente.
Para hacerle justicia al Partido Conservador, debo indicar que en cada una de las conferencias de la Unión Nacional de Asociaciones Conservadoras que se celebraron a partir de 1932 se tomaron decisiones casi unánimes a favor de un fortalecimiento inmediato de nuestros armamentos para hacer frente al creciente peligro exterior. Pero el control parlamentario que ejercían los responsables de la disciplina del grupo del gobierno en la cámara de los Comunes era tan eficaz en esa época, y los tres partidos del gobierno, así como la oposición laborista, estaban tan sumidos en el letargo y la ceguera, que las advertencias de sus seguidores dentro del país resultaron tan ineficaces como los signos de los tiempos y la evidencia del Servicio Secreto. Fue uno de esos períodos espantosos que se repiten en nuestra historia, en los que la noble nación británica parece derrumbarse de sus alturas, pierde todo rastro de sentido o finalidad y parece encogerse para huir de la amenaza del peligro exterior, diciendo perogrulladas piadosas mientras los enemigos afinan sus armas.
En esta época sombría, los sentimientos más abyectos eran aceptados o al menos no les ponían objeción los líderes responsables de los partidos políticos. En 1933 los alumnos de la asociación de estudiantes de Oxford, siguiendo la inspiración de un tal Joad, aprobaron la vergonzosa moción de «que esta casa no luchará, bajo ninguna circunstancia, ni por su rey ni por su patria». Era fácil en Inglaterra tomarse en broma un episodio así, pero en Alemania, Rusia, Italia y Japón, la idea de una Gran Bretaña decadente y degenerada arraigó e influyó en muchos cálculos. Los jóvenes insensatos que aprobaron esta moción ni se imaginaban que estaban destinados a vencer o morir gloriosamente en la guerra que comenzó poco después y a demostrar que eran la mejor generación que Gran Bretaña produjo jamás. Menos excusa se puede encontrar para sus mayores, que no tuvieron la oportunidad de autorredimirse mediante la acción.
Mientras en Europa se producía esta temible transformación en la potencia bélica relativa de vencedores y vencidos, en el Lejano Oriente había surgido también un desconcierto total entre los estados no agresivos y pacifistas. Esta historia es equivalente al desastroso giro que dieron los acontecimientos en Europa y surgió de la misma parálisis de pensamiento y acción entre los líderes de los antiguos y los futuros aliados.
La «tormenta económica» que aconteció de 1929 a 1931 no afectó menos a Japón que al resto del mundo. Desde 1914 su población aumentó de cincuenta a setenta millones. Sus fábricas metalúrgicas crecieron de cincuenta a ciento cuarenta y ocho, y el coste de la vida aumentó de forma constante. La producción de arroz se mantuvo estacionaria y su importación era costosa. La necesidad de materias primas y mercados extranjeros era clamorosa. Durante la violenta depresión, Gran Bretaña y otros cuarenta países se vieron cada vez más obligados, a medida que pasaban los años, a aplicar restricciones o aranceles aduaneros a los artículos japoneses producidos con unas condiciones de mano de obra que no tenían nada que ver con los modelos europeos o los estadounidenses. China era, más que nunca, el principal mercado exportador de Japón para el algodón y otros productos, y prácticamente su único proveedor de carbón y hierro, de modo que reafirmar su control sobre China se convirtió en el punto principal de la política nipona.
En septiembre de 1931, pretextando desórdenes locales, los japoneses ocuparon Mukden y la zona del ferrocarril manchú. En enero de 1932 exigieron la disolución de todas las asociaciones chinas que tuvieran carácter antijaponés. El gobierno chino se negó y el día veintiocho los japoneses desembarcaron al norte de la Concesión Internacional de Shangai. Los chinos resistieron con valor y, a pesar de carecer de aviones, cañones anticarro o armas modernas de todo tipo, siguieron resistiendo durante más de un mes. A finales de febrero, tras sufrir pérdidas muy cuantiosas, se vieron obligados a retirarse de sus fuertes en la bahía de Wu-Sung y ocuparon posiciones a unos veinte kilómetros de la costa. A principios de 1932, los japoneses crearon el estado vasallo de Manchukuo; un año después se le anexó la provincia china de Jehol, y las tropas japonesas, adentrándose en regiones indefensas, llegaron hasta la gran muralla china. Esta conducta agresiva coincidió con el aumento del poder japonés en el Lejano Oriente y con su nueva posición naval en los océanos.
Desde el primer disparo, el atropello cometido contra China despertó la máxima hostilidad en Estados Unidos, pero la política aislacionista afectaba en todo sentido. Si Estados Unidos hubiera pertenecido a la Sociedad de Naciones sin duda habría encabezado en la asamblea una acción conjunta contra Japón, de la que habría sido el principal mandatario. Por su parte, el gobierno británico no mostró ningún deseo de intervenir sólo con Estados Unidos, y tampoco quería enemistarse con Japón más de lo que le exigían sus obligaciones en virtud de la Carta de la Sociedad de Naciones. Algunos círculos británicos se sentían atribulados ante la posibilidad de perder la alianza con Japón, con el consiguiente debilitamiento de la postura británica con respecto a todos sus antiguos intereses en el Lejano Oriente. No se puede echar la culpa al gobierno de Su Majestad si, en la grave situación financiera y la cada vez más grave situación europea en que se encontraba, no buscaba un papel destacado junto a Estados Unidos en el Lejano Oriente sin tener ninguna esperanza de que Estados Unidos le prestara el mismo apoyo en Europa.
Sin embargo, China pertenecía a la Sociedad de Naciones y, aunque no había pagado su cuota, apeló a ella por una cuestión de pura justicia. El treinta de septiembre de 1931 la Sociedad invitó a Japón a retirar sus tropas de Manchuria. En diciembre se nombró una comisión para llevar a cabo una investigación en el lugar. La Sociedad de Naciones encomendó la presidencia de esta comisión al conde de Lytton, digno descendiente de una estirpe talentosa, con muchos años de experiencia en Oriente como gobernador de Bengala y como virrey de la India. El informe, que fue unánime, era un documento notable y constituye la base para cualquier estudio serio sobre el conflicto entre China y Japón. Presentaba con sumo cuidado todos los antecedentes de la cuestión manchú y extraía unas conclusiones sencillas: Manchukuo era una creación artificial del Estado Mayor japonés, y no se habían tenido en cuenta en absoluto los deseos de la población para crear este estado vasallo. En su informe, lord Lytton y sus colegas no sólo analizaban la situación sino que ofrecían propuestas concretas para una solución internacional, que pasaban por la declaración de la autonomía de Manchuria, que seguiría formando parte de China, bajo los auspicios de la Sociedad; además, China y Japón firmarían un tratado global para regular sus intereses en Manchuria. El hecho de que la Sociedad no pudiera hacer un seguimiento de estas propuestas no le resta valor al informe de Lytton. En febrero de 1933 la Sociedad de Naciones declaró que no se podía reconocer el estado de Manchukuo. Aunque no se le impuso ninguna sanción a Japón ni se adoptó ninguna otra medida, a partir de ese momento se retiró de la Sociedad de Naciones. Alemania y Japón habían intervenido en la guerra en bandos distintos y ahora se miraban con otros ojos. Quedó demostrado que la autoridad moral de la Sociedad no contaba con ningún apoyo físico precisamente cuando más necesarias eran su actividad y su fuerza.
Hemos de considerar muy censurable frente a la historia la conducta durante este período infausto no sólo del gobierno británico, fundamentalmente conservador, sino también la del Partido Laborista-Socialista y la del Liberal, tuvieran o no el poder. El placer de escuchar perogrulladas sinceras en apariencia, el negarse a hacer frente a los hechos desagradables, el deseo de popularidad y del triunfo electoral sin tener en cuenta los intereses vitales del Estado, el auténtico amor por la paz y la patética convicción de que el amor puede ser su única base, la evidente falta de energía intelectual por parte de ambos líderes del gobierno británico de coalición, la marcada ignorancia con respecto a Europa y la animadversión frente a sus problemas que sentía Baldwin, el pacifismo intenso y violento que dominaba por entonces al Partido Laborista-Socialista, la total devoción de los liberales hacia los sentimientos, al margen de la realidad, la imposibilidad (o algo peor) de Lloyd George, el antiguo dirigente de los tiempos de la gran guerra, para abocarse a la continuidad de su labor, todo esto apoyado por abrumadoras mayorías en las dos cámaras, daba una imagen de la necedad y la falta de objetivos británica que, aunque desprovista de malicia, no quedó exenta de culpa y, a pesar de estar libre de maldad o malos designios, jugó un papel decisivo cuando se desencadenaron sobre el mundo los horrores y las miserias que, incluso en la medida en que se han desenvuelto, no tienen Punto de comparación en la experiencia humana.