Capítulo XVIII
LA BATALLA DE EL ALAMEIN
En las semanas siguientes a los cambios de mando los preparativos de la planificación y los entrenamientos prosiguieron sin parar en El Cairo y en el frente. Se reforzó el Octavo Ejército hasta un punto que no había sido posible nunca antes. Habían llegado la 51.ª División y la 44.ª y las habían convertido en «aptas para el desierto». Nuestra fuerza en unidades blindadas se elevó a siete brigadas de más de mil carros de combate, de los que casi la mitad eran Grant y Sherman procedentes de Estados Unidos; ahora contábamos con una superioridad numérica de dos a uno en cuanto a cifras, y por lo menos estábamos a la par en calidad. Por primera vez se concentraba en el desierto occidental una artillería poderosa y muy bien entrenada para apoyar el inminente ataque.
La Fuerza Aérea de Oriente Próximo estaba subordinada a las concepciones militares y las necesidades del comandante en jefe. Sin embargo, a las órdenes del capitán general Tedder no había necesidad de aplicar los precedentes a rajatabla. Las relaciones entre el comandante de la Aviación y los nuevos generales eran muy cordiales en todos los aspectos. La Fuerza Aérea del desierto occidental, a las órdenes del teniente general Coningham, había alcanzado una potencia de combate de quinientos cincuenta aviones. Había dos grupos más, aparte de los aparatos que tenían su base en Malta, que sumaban seiscientos cincuenta aviones, cuya misión consistía en hostigar los puertos y las rutas de suministro del enemigo tanto en el Mediterráneo como en el desierto. Sumándoles un centenar de cazas y bombarderos medianos estadounidenses nuestra fuerza ascendía a un total de alrededor de mil doscientos aviones en servicio.
Alexander nos dijo en varios telegramas que alrededor del veinticuatro de octubre se había elegido para el «Pie ligero», como se iba a llamar la operación. «Como no hay ningún flanco abierto —decía—, la batalla tiene que estar orquestada para abrir una brecha en el frente del enemigo», a través de la que avanzaría a la luz del día el X Cuerpo, que comprendía las principales unidades blindadas e iba a ser la punta de lanza de nuestro ataque. Este cuerpo no dispondría de todas sus armas y su equipo hasta el uno de octubre, y a partir de entonces necesitaría casi un mes de entrenamiento para desempeñar su papel. «En mi opinión, es imprescindible que el primer ataque de penetración comience durante la luna llena porque será una operación importante que llevará bastante tiempo, y hay que abrir una brecha adecuada en las líneas enemigas si nuestras fuerzas blindadas quieren disponer de un día entero para que la operación resulte decisiva. […]».
Transcurrieron las semanas y la fecha se fue acercando. La Fuerza Aérea ya había comenzado su batalla, atacando las tropas, los aeródromos y las comunicaciones del enemigo. Se prestó especial atención a sus convoyes. En septiembre se hundieron el 30 por 100 de los barcos del Eje que transportaban suministros al norte de África, en su mayoría por medio de aviones. En octubre la cifra aumentó al 40 por 100. La pérdida de combustible ascendía al 66 por 100. Durante los meses de otoño se destruyeron más de doscientas mil toneladas de barcos del Eje, lo que supuso un grave perjuicio para el ejército de Rommel. Al final llegó la señal: el general Alexander telegrafió «¡Zip!».
Bajo la luna llena del veintitrés de octubre, casi mil cañones abrieron fuego sobre las baterías del enemigo durante veinte minutos y después se dirigieron hacia las posiciones de su infantería. Bajo este fuego concentrado, incrementado por el bombardeo desde el aire, avanzaron el XXX Cuerpo (del general Leese) y el XIII Cuerpo (del general Horrocks). Atacando un frente de cuatro divisiones, todo el XXX Cuerpo intentó abrir dos corredores a través de las fortificaciones del enemigo. Detrás de ellos venían las dos divisiones blindadas del X Cuerpo (del general Lumsden) para aprovechar el éxito de la penetración. Se hicieron importantes avances bajo un fuego intenso y antes del amanecer las tropas se habían adentrado mucho. Los ingenieros habían retirado las minas detrás de las tropas de avanzadilla, pero el sistema de minas no había sido perforado en profundidad y todavía no había ninguna perspectiva de que nuestras unidades blindadas pudieran pasar. Más al sur se abría paso hacia delante la 1.ª División surafricana para proteger el flanco meridional del ataque y la 4.ª División india lanzaba incursiones desde las alturas montañosas de Ruweisat, mientras que la 7.ª División Blindada y la 44.ª del XIII Cuerpo penetraban en las defensas del enemigo que tenían delante. Con esto se consiguió el objetivo de inducir al enemigo a retener durante tres días sus dos divisiones blindadas detrás de esta parte del frente mientras en el norte se desarrollaba la batalla principal.
Sin embargo, de momento no se había abierto ninguna brecha en el profundo sistema de campos de minas y defensas del enemigo. En la madrugada del día veinticinco Montgomery celebró una conferencia con sus máximos comandantes en la que ordenó a las unidades blindadas que volvieran a avanzar antes del amanecer siguiendo sus instrucciones originales. Durante el día ganaron, sin duda, más terreno, tras duros combates; pero lo que se conoce como la cresta del Riñón se convirtió en el centro de una lucha intensa con dos divisiones blindadas del enemigo, la 15.ª Panzer y la Ariete, que realizaron una serie de violentos contraataques. En el frente del XIII Cuerpo no continuó el ataque con el fin de mantener intacta la 7.ª División Blindada para el momento culminante.
El mando del enemigo sufrió trastornos graves. Rommel fue hospitalizado en Alemania a finales de septiembre y ocupó su lugar el general Stumme. Veinticuatro horas después del comienzo de la batalla Stumme murió de un ataque al corazón. A petición de Hitler Rommel salió del hospital y volvió a asumir el mando a últimas horas del día veinticinco.
El día veintiséis continuaron los intensos combates a lo largo de la profunda brecha abierta dentro de la línea del enemigo, y sobre todo otra vez en la cresta del Riñón. La fuerza aérea enemiga, que había estado inactiva los dos días anteriores, emprendió entonces el desafío decisivo a nuestra superioridad aérea. Hubo numerosos combates, la mayoría de los cuales acabaron a nuestro favor. Los esfuerzos del XIII Cuerpo retrasaron pero no pudieron impedir el desplazamiento de las unidades blindadas alemanas hacia lo que entonces vieron que era el sector decisivo de su frente. No obstante, este desplazamiento se vio seriamente obstaculizado por nuestra fuerza aérea.
En ese momento, la 9.ª División australiana emprendió un nuevo y fructífero avance al mando del general Morshead. Atacaron hacia el norte, desde el saliente del flanco en dirección al mar. Montgomery se apresuró a aprovechar este éxito notable. Contuvo a los neozelandeses que atacaban hacia el oeste y ordenó a los australianos que siguieran avanzando hacia el norte. Así puso en peligro la retirada de parte de la división de infantería alemana del flanco norte. Al mismo tiempo, le dio la impresión de que su ataque principal comenzaba a perder ímpetu entre los campos de minas y los cañones anticarro fuertemente apostados. Por ello volvió a ordenar sus fuerzas y sus reservas para un ataque renovado y con más brío.
Durante todo el día veintisiete y el veintiocho se prolongó un feroz enfrentamiento por la cresta del Riñón contra los ataques reiterados de la 15.ª y la 21.ª División Panzer, que acababan de llegar desde el sector meridional. El general Alexander ha descrito la lucha con las siguientes palabras[25]:
El veintisiete de octubre se produjo un gran contraataque blindado al viejo estilo. Cinco veces atacaron con todos los carros disponibles, tanto alemanes como italianos, pero no ganaron terreno y sufrieron muchas bajas, y lo peor de todo es que fueron desproporcionadas porque nuestros carros, que combatían a la defensiva, apenas sufrieron daños. El veintiocho de octubre [el enemigo] regresó [tras] un reconocimiento prolongado y meticuloso durante toda la mañana, para buscar los puntos débiles y localizar nuestros cañones anticarro, seguido de un fantástico ataque concentrado por la tarde, con el sol poniente a sus espaldas. El reconocimiento fue menos eficaz que en otros tiempos ya que tanto nuestros carros como nuestros cañones anticarro tenían mayor alcance. Cuando el enemigo trató de concentrarse para el ataque definitivo volvió a intervenir la Fuerza Aérea británica de una forma devastadora. En dos horas y media las misiones de los aviones de combate arrojaron ochenta toneladas de bombas en esta zona concentrada, de cinco kilómetros por tres, y el ataque del enemigo fracasó incluso antes de que pudiera completar su formación. Fue la última vez que el enemigo trató de tomar la iniciativa.
En estos días comprendidos entre el veintiséis y el veintiocho de octubre tres buques cisterna enemigos de vital importancia fueron hundidos por ataques aéreos, lo que compensó la larga serie de operaciones aéreas que formaron parte de la batalla terrestre.
Entonces Montgomery elaboró sus planes y dio órdenes para la penetración decisiva (la operación «Sobrecargar»). Retiró de la línea del frente a la 2.ª División neozelandesa y a la 1.ª División Blindada británica; sobre todo esta última tenía que reorganizarse después de su notable participación en el rechazo a las fuerzas blindadas alemanas en la cresta del Riñón. Se reunieron la 7.ª División Blindada británica y la 51.ª, y una brigada de la 44.ª, y todas se unificaron para constituir una nueva reserva. Estaba previsto que encabezaran el importante avance los neozelandeses, la 151.ª y la 152.ª Brigadas de infantería británicas y la 9.ª Brigada Blindada británica.
La magnífica ofensiva de los australianos, conseguida mediante una lucha implacable e incesante, había volcado toda la batalla a nuestro favor. A la una de la madrugada del dos de noviembre comenzó la operación «Sobrecargar». Bajo el fuego de trescientos cañones las brigadas británicas incorporadas a la división neozelandesa penetraron en la zona defendida, y la 9.ª Blindada se adelantó. No obstante, encontraron delante una nueva línea de defensa, con muchas armas anticarro, a lo largo del camino a Rahman. Después de un enfrentamiento prolongado la brigada quedó seriamente afectada, pero se mantuvo abierto el corredor que había detrás, y la 1.ª División Blindada británica avanzó por él. A continuación se produjo el último choque blindado de la batalla. Todos los carros de combate que le quedaban al enemigo atacaron nuestro saliente en cada flanco y fueron repelidos. Ésa fue la decisión definitiva; pero incluso al día siguiente, el tres, cuando nuestros informes aéreos indicaban que el enemigo ya había comenzado a retirarse, su retaguardia de cobertura en el camino a Rahman seguía manteniendo bajo control a la mayor parte de nuestras unidades blindadas. Llegó la orden de Hitler prohibiendo la retirada, pero la cuestión ya no estaba en manos alemanas. Había que abrir una sola brecha más. Muy temprano, el cuatro de noviembre, a ocho kilómetros al sur de Tel el Aggagir, la 5.ª Brigada india lanzó un ataque organizado rápidamente que obtuvo un éxito absoluto. De modo que se había ganado la batalla y finalmente quedaba franqueado el camino para que nuestras unidades blindadas cruzaran el desierto.
Rommel estaba en plena retirada, pero sólo disponía de transporte y combustible para una parte de su fuerza, y los alemanes, aunque habían luchado con valor, se concedieron a sí mismos prioridad en los vehículos. Muchos miles de hombres pertenecientes a seis divisiones italianas quedaron varados en el desierto, casi sin alimentos ni agua, y sin más futuro que caer en una redada y ser enviados a campos de prisioneros. Por el campo de batalla había desparramados grandes cantidades de carros, cañones y vehículos destruidos o inutilizados. Según sus propios documentos, las divisiones blindadas alemanas, que comenzaron la batalla con doscientos cuarenta carros de combate en servicio, el cinco de noviembre sólo conservaban treinta y ocho. La Fuerza Aérea alemana había abandonado la desesperada tarea de luchar contra la nuestra, que había demostrado su superioridad y actuaba entonces casi sin trabas, atacando con todos sus recursos las grandes columnas de hombres y vehículos que trataban de avanzar hacia el oeste. El propio Rommel ha rendido un homenaje notable al importante papel que desempeñó la Fuerza Aérea británica[26]. Su ejército había sufrido una derrota decisiva; teníamos en nuestro poder a su lugarteniente, el general Von Thoma, y a nueve generales italianos.
Aparentemente teníamos muchas probabilidades de convertir el desastre del enemigo en aniquilación. Se envió a Fuka a la División neozelandesa, pero cuando llegaron allí, el cinco de noviembre, el enemigo ya había pasado. Todavía quedaba la posibilidad de cortarles el paso en Marsá Matru, sobre la que se abalanzaron la 1.ª y la 7.ª División Blindada británica. Al anochecer del día seis se estaban aproximando a su objetivo mientras el enemigo seguía tratando de huir de la trampa que se estaba cerrando. Pero entonces comenzó a llover y el combustible para avanzar era escaso. Durante todo el día siete se interrumpió la persecución. Este respiro de veinticuatro horas nos impidió rodearlos por completo. A pesar de todo, cuatro divisiones alemanas y ocho italianas habían dejado de existir como formaciones de combate. Se tomaron treinta mil prisioneros, con cantidades enormes de material de todo tipo. Rommel ha dejado constancia de su opinión sobre el papel que desempeñaron en su derrota nuestros soldados de artillería: «La artillería británica demostró una vez más su reconocida excelencia. Cabe destacar en especial su gran movilidad y velocidad de reacción ante las necesidades de las tropas de asalto[27]».
La batalla de El Alamein se distingue de todos los combates anteriores que tuvieron lugar en el desierto. El frente estaba limitado, fuertemente fortificado y defendido con fuerza. No había ningún flanco para entrar. Quien fuera más fuerte y quisiera tomar la ofensiva tenía que adelantarse. De este modo volvimos a las batallas de la primera guerra mundial en el frente occidental. Vemos cómo se repite aquí, en Egipto, el mismo tipo de prueba de fuerza que se presentó en Cambrai a finales de 1917 y en muchas de las batallas de 1918, es decir, vías de comunicaciones breves y buenas para los atacantes, el uso de artillería en sus máximas concentraciones, la descarga de la artillería y el fuerte avance de los carros de combate.
En todo esto el general Montgomery y su jefe, Alexander, eran profundamente versados por experiencia, estudio y consideración. Montgomery era un gran artillero. Estaba convencido, como decía Bernard Shaw de Napoleón, de que los cañones matan hombres. Siempre lo veremos tratando de lograr que trescientos o cuatrocientos cañones disparen bajo un mando concertado en lugar de las escaramuzas de las baterías que acompañaban inevitablemente a las redadas de las unidades blindadas en las amplias extensiones del desierto. Desde luego todo se hacía a una escala mucho menor que en Francia y en Flandes. Perdimos más de 13.500 hombres en El Alamein en doce días; en cambio, el primer día en el Somme perdimos casi sesenta mil. Por otra parte, el potencial de fuego de la defensiva había aumentado considerablemente desde la guerra anterior y en esos días siempre se consideraba necesaria una concentración de dos o tres a uno, no sólo en cuanto a artillería sino también a hombres para atravesar y romper una línea muy bien fortificada. No tuvimos nada semejante a esta superioridad en El Alamein. El frente enemigo estaba formado no sólo por líneas sucesivas de puntos de resistencia y puestos de ametralladoras sino por una ancha zona de estos sistemas defensivos. Y delante de todo esto estaba el enorme escudo de campos de minas de una calidad y una densidad desconocidas hasta entonces. Por estos motivos, la batalla de El Alamein siempre será una página gloriosa en los anales militares británicos.
Pero sobrevivirá también por otro motivo: porque marcó de hecho el giro de la «bisagra del destino». Casi se podría decir que «antes de El Alamein no tuvimos ni una victoria y después de El Alamein no tuvimos ni una derrota».