Capítulo XIX
EL FLANCO DEL DESIERTO
Rommel. Tobruk
Todos nuestros intentos por formar un frente en los Balcanes dependían de que se mantuviera seguro el flanco del desierto en el norte de África. Éste se podía haber fijado en Tobruk, pero el rápido avance de Wavell hacia el oeste y la captura de Bengasi nos concedieron toda la Cirenaica, a la que se accedía a través de Agheila. Todas las autoridades, tanto en Londres como en El Cairo, coincidían en que había que conservarla a toda costa y que esto tenía prioridad sobre cualquier otra empresa. La total destrucción de las fuerzas italianas en Cirenaica y las largas distancias por carretera que había que atravesar antes de que el enemigo pudiera reunir otro ejército indujeron a Wavell a pensar que durante algún tiempo todavía podía permitirse conservar este flanco occidental vital con unas fuerzas moderadas y poner otras tropas con menos preparación para relevar a las suyas, de calidad demostrada. El flanco del desierto era el gancho del que colgaba todo lo demás, y nadie tenía la menor intención de perderlo ni de arriesgarlo por el bien de Grecia ni por nada que hubiera en los Balcanes.
Pero entonces apareció una figura nueva en el escenario mundial, un soldado alemán que ocupará un lugar en los anales militares. Erwin Rommel nació en Heidenheim, Württemberg, en noviembre de 1891. Luchó en la primera guerra mundial en la Argonne, en Rumanía y en Italia; fue herido dos veces y le concedieron la clase más alta de la Cruz de Hierro y de la Orden del Mérito. Al estallar la segunda guerra mundial fue nombrado comandante del cuartel general de campaña del führer en la invasión de Polonia, y le otorgaron el mando de la 7.ª División Panzer del XV Cuerpo. Esta división, apodada «los fantasmas», formó la punta de lanza del gran avance alemán a través del Mosa. Estuvo a punto de ser capturado cuando se produjo el contraataque británico en Arras, el veintiuno de mayo de 1940. La suya fue la punta de lanza que atravesó el Somme y avanzó sobre el Sena, en dirección a Ruán, barriendo el ala izquierda francesa y capturando numerosas fuerzas francesas y británicas alrededor de Saint-Valery. Su división entró en Cherburgo justo después de que acabáramos de evacuarla, y allí Rommel recibió la rendición del puerto y tomó treinta mil prisioneros franceses.
Por sus numerosos servicios y distinciones, fue elegido a principios de 1941 para comandar las tropas alemanas que se enviaron a Libia. En esa época, las esperanzas italianas se limitaban a la conservación de Tripolitania, y Rommel se hizo cargo del creciente contingente alemán que se encontraba bajo el mando italiano. De inmediato trató de imponer una campaña ofensiva. Cuando a principios de abril el comandante en jefe italiano trató de convencerlo de que era preferible que el Afrika Korps alemán no avanzara sin su permiso, Rommel protestó diciendo que «como general alemán, tenía que dar órdenes según lo que exigiera la situación».
Durante toda la campaña de África Rommel demostró ser un maestro para manejar las formaciones móviles, sobre todo para reagruparse rápidamente después de una operación, y para continuar después de triunfar. Era un espléndido jugador militar, sabía manejar los problemas de suministro y desdeñaba a la oposición. Al principio, el Alto Mando alemán, después de darle rienda suelta, se quedó atónito ante sus éxitos y trató de frenarlo. Su entusiasmo y su osadía nos causaron terribles desastres, pero merece el homenaje que le rendí (no sin reproches del público) en la cámara de los Comunes en enero de 1942 cuando dije de él: «Tenemos frente a nosotros a un adversario sumamente hábil y osado y, si se me permite decirlo a pesar de los estragos de la guerra, a un gran general». Merece también nuestro respeto porque, a pesar de ser un soldado alemán leal, llegó a odiar a Hitler y todo lo que él hizo y participó en la conspiración de 1944 para rescatar a Alemania, reemplazando a este maníaco tiránico. Esto lo pagó con su vida.
El desfiladero de Agheila fue el meollo de la situación. Si el enemigo conseguía llegar hasta Agedabia, peligraban Bengasi y todo lo que quedaba al oeste de Tobruk. Podían elegir entre coger la buena carretera costera hasta Bengasi y un poco más o usar los caminos que conducían directamente hasta Mechili y Tobruk, que atravesaban el desierto, trescientos veinte kilómetros de largo por ciento sesenta kilómetros de ancho. Siguiendo esta segunda ruta en febrero logramos pillar y capturar a muchos miles de italianos que se retiraban a través de Bengasi. No debería sorprendernos que Rommel también tomara la ruta del desierto para hacernos la misma jugada. Sin embargo, mientras tuviéramos en nuestro poder la puerta de Agheila, el enemigo no tendría oportunidad de desconcertarnos de esta manera.
Todo esto dependía del conocimiento no sólo del terreno sino de las condiciones de la guerra en el desierto. Con la superioridad en blindaje y en calidad, más que en cantidad, y una paridad aérea razonable, la fuerza mejor y más animada habría podido ganar un enfrentamiento serio en el desierto, por más que se hubiera perdido la entrada. No se establecía ninguna de estas condiciones en los acuerdos que se hicieron. Nosotros éramos inferiores en el aire, y nuestro blindaje, por razones que veremos más adelante, era totalmente inadecuado, como también lo era el entrenamiento y el equipo de las tropas que había al oeste de Tobruk.
El ataque de Rommel a Agheila comenzó el treinta y uno de marzo. Nuestra división blindada, que en realidad contaba con una sola brigada blindada y su grupo de apoyo, se retiró lentamente durante los dos días siguientes. En el aire el enemigo demostró su gran superioridad. La Fuerza Aérea italiana todavía contaba poco, pero había alrededor de un centenar de cazas alemanes y un centenar de bombarderos. Bajo el ataque alemán nuestras fuerzas blindadas se desorganizaron y sufrieron graves pérdidas. De un solo golpe, y casi en un día, el flanco del desierto, del que dependían todas nuestras decisiones, se había desplomado.
Se ordenó la evacuación de Bengasi, y por la noche del seis de abril la retirada estaba en plena marcha. Reforzaron y defendieron Tobruk, pero el cuartel general de la 2.ª División blindada y dos regimientos motorizados indios se vieron rodeados. Cierta cantidad de hombres salieron combatiendo y capturaron a un centenar de prisioneros alemanes, pero la gran mayoría se vio obligada a rendirse. El enemigo avanzó muy deprisa hacia Bardiya y As Salum con vehículos de blindaje pesado y con infantería motorizada. Otras tropas atacaron las defensas de Tobruk. La guarnición rechazó dos ataques y destruyó numerosos carros de combate enemigos; durante un tiempo se estabilizó la posición allí y en la frontera egipcia.
La derrota de nuestro flanco del desierto mientras estábamos totalmente desplegados en la aventura griega fue un desastre de primera magnitud. Durante algún tiempo su causa me dejó totalmente perplejo y, en cuanto se produjo una tregua momentánea, me sentí obligado a pedirle al general Wavell alguna explicación de lo que había sucedido. Como siempre, asumió la responsabilidad[48]. El desastre lo había dejado prácticamente sin blindaje.
El domingo veinte de abril pasaba el fin de semana en Ditchley y estaba trabajando en la cama cuando recibí dos telegramas del general Wavell para el jefe del Estado Mayor del Imperio que revelaban la difícil situación en toda su gravedad. Describía con detalle la posición de sus carros de combate. El panorama parecía sombrío. Decía lo siguiente: «Verá que sólo podemos contar con dos regimientos de carros de crucero para usar en Egipto a finales de mayo y que no hay reservas para sustituir a las bajas, mientras que disponemos ahora en Egipto de un personal excelente para seis regimientos de carros de combate. Considero vital el suministro de carros de crucero, además de carros de infantería, que carecen de la velocidad y el radio de acción necesarios para las operaciones en el desierto. Ruego al jefe del Estado Mayor del Imperio que preste su asistencia personal».
Después de leer estos mensajes alarmantes decidí que no me dejaría dominar más por la renuencia del Almirantazgo y que enviaría un convoy a través del Mediterráneo, directamente a Alejandría, para transportar todos los carros de combate que necesitaba el general Wavell. Teníamos un convoy con grandes refuerzos blindados a punto de zarpar siguiendo la ruta de El Cabo. Decidí que los buques rápidos que transportaban carros se desviaran en Gibraltar y cogieran el atajo, con lo que ganaban casi cuarenta días. El general Ismay, que se alojaba cerca de mi casa, vino a verme a mediodía. Le preparé una minuta especial para los jefes del Estado Mayor y le pedí que la llevara a Londres de inmediato y que explicara que para mí este paso tenía suma importancia.
Los jefes del Estado Mayor ya estaban reunidos cuando Ismay llegó a Londres y discutieron mi minuta hasta altas horas de la noche. Su primera reacción a las propuestas fue desfavorable. Suponían que no había muchas probabilidades de que los barcos de transporte de vehículos atravesaran indemnes el Mediterráneo central ya que el día antes de atravesar el Estrecho y la mañana después de pasar por Malta estarían expuestos a un ataque con bombardeos en picado, que quedaban fuera del alcance de nuestros cazas con base en tierra. También se expuso el punto de vista de que había una peligrosa carencia de carros de combate en el país, y que si ahora perdíamos muchos carros en el extranjero habría que sustituirlos y, por consiguiente, nos quedaríamos con menos vehículos para las Fuerzas Nacionales.
Sin embargo, cuando al día siguiente se reunió el comité de defensa, tuve la inmensa satisfacción de que el almirante Pound se pusiera de mi parte y estuviera de acuerdo en que el convoy pasara por el Mediterráneo. El jefe del Estado Mayor de la Aviación, el capitán general Portal, dijo que trataría de disponer de un escuadrón de Beaufighter para brindar más protección desde Malta. Entonces le pedí al comité que se planteara el envío con el convoy de un centenar de carros de crucero más. El general Dill estuvo en contra de despachar más carros, teniendo en cuenta que tenemos muy pocos para la defensa nacional. Pensando en lo que él había acordado hacía diez meses, cuando enviamos la mitad de los pocos carros que teníamos, pasando por El Cabo hasta Oriente Próximo, en julio de 1940, no me pareció que sus motivos pudieran ser válidos entonces. El lector ya sabe que la invasión no me parecía un grave peligro en abril de 1941 ya que se habían hecho los preparativos adecuados para prevenirla. Ahora sabemos que este punto de vista era correcto. Se decidió seguir adelante con esta operación, que llamé «Tigre».
Mientras ocurría todo esto no podíamos quitarnos Tobruk de la cabeza. Se habían perdido todos los Hurricane que había en Grecia, y muchos de los que estaban en Tobruk quedaron destruidos o averiados. El teniente general Longmore opinaba que, si seguíamos tratando de mantener un escuadrón de cazas en Tobruk, lo único que conseguiríamos sería cuantiosas pérdidas para nada, lo que proporcionaría al enemigo la total superioridad aérea sobre Tobruk hasta que se pudiera crear otra fuerza de cazas. Sin embargo, la guarnición acababa de rechazar un ataque provocándole al enemigo numerosas bajas y tomando ciento cincuenta prisioneros.
Poco después, el general Wavell nos envió más información intranquilizadora sobre los refuerzos de Rommel que se aproximaban. Era probable que el desembarco de la 15.ª División Blindada alemana acabara el veintiuno de abril. Había indicios de que se usaba Bengasi habitualmente y, aunque por lo menos harían falta quince días para reunir suministros, parecía probable que la División Blindada, la 5.ª División Motorizada Ligera y las divisiones Ariete y Trento pudieran avanzar después de mediados de junio. Encontrábamos muy poco satisfactorio en Inglaterra que Bengasi, a la que no habíamos podido convertir en una base útil, ya estuviese desempeñando una parte tan importante ahora que había pasado a manos alemanas.
Durante los quince días siguientes toda mi atención y mis preocupaciones estuvieron fijadas en las vicisitudes del «Tigre». No subestimé los riesgos que había estado dispuesto a asumir el Primer Lord del Mar, y sabía que había muchas dudas en el Almirantazgo. El convoy, formado por barcos de quince nudos y escoltado por la Fuerza H del almirante Somerville (Renown, Malaya, Ark Royal y Sheffield), pasó por Gibraltar el seis de mayo. Lo acompañaban también los refuerzos para la flota del Mediterráneo, que comprendían el Queen Elizabeth y los cruceros Naiad y Fiji. Los ataques aéreos del ocho de mayo fueron repelidos sin sufrir daños. Sin embargo, esa noche, dos barcos del convoy chocaron con minas al aproximarse al Estrecho. Uno se incendió y se hundió después de una explosión; el otro pudo continuar con el convoy. Al llegar a la entrada del canal de Skerki el almirante Somerville se separó del resto y regresó a Gibraltar. Por la tarde del día nueve, el almirante Cunningham, aprovechando la oportunidad de llegar con un convoy hasta Malta, se incorporó al convoy «Tigre» con la flota ochenta kilómetros al sur de Malta. A continuación, todas sus fuerzas pusieron rumbo a Alejandría donde llegaron sin más pérdidas ni averías.
Mientras todo esto estaba pendiente, mis pensamientos se volvieron a Creta, sobre la que estábamos seguros de que era inminente un intenso ataque aéreo. Me parecía que si los alemanes podían apoderarse de los aeródromos de la isla y usarlos dispondrían de refuerzos de forma casi indefinida, y que hasta una docena de carros de infantería podían resultar decisivos para impedírselo. Por consiguiente, les pedí a los jefes del Estado Mayor que analizaran la posibilidad de desviar una de las naves de «Tigre» para que descargase algunos de estos carros en Creta a su paso. Mis expertos colegas, aunque estuvieron de acuerdo en que los carros tendrían un valor especial para lo que yo me proponía, consideraron desaconsejable arriesgar el resto de la valiosa carga del barco con un desvío así. Por consiguiente, les sugerí el nueve de mayo que si «pensaban que era demasiado peligroso llevar el Clan Lamont a Souda, los doce carros de combate debería llevarlos éste, o cualquier otro barco, después de descargar en Alejandría». Se enviaron las órdenes correspondientes. Wavell nos comunicó el diez de mayo que «ya había dispuesto que se enviaran a Creta seis carros de combate de infantería y quince carros ligeros», y que «llegarían en los próximos días si todo iba bien». Pero nos quedaba muy poco tiempo.
Creta y el Egeo