Capítulo XI
LA OPERACIÓN «LEÓN MARINO»
Poco después de que comenzara la guerra el tres de septiembre de 1939 el Almirantazgo alemán, como sabemos por los archivos que se les han capturado, encargó al Estado Mayor un estudio sobre la invasión de Gran Bretaña. A diferencia de nosotros, ellos no tenían ninguna duda de que la única vía era a través de la parte estrecha del canal de la Mancha y nunca se plantearon otra alternativa. De haberlo sabido, habría sido un alivio para nosotros. Una invasión a través del canal conducía a la parte de nuestra costa que estaba mejor defendida, el antiguo frente marino contra Francia, donde todos los puertos estaban fortificados y donde estaban situadas las principales bases de nuestra flotilla y, últimamente, la mayoría de nuestros aeródromos y estaciones de control aéreo para la defensa de Londres. En ninguna otra parte de la isla podíamos intervenir con mayor rapidez o con tanta fuerza con las tres armas. El almirante Raeder tenía mucho interés en que no lo apartaran en caso de que se propusiera a la Armada alemana la invasión de Gran Bretaña. Al mismo tiempo, pidió muchas condiciones, la primera de las cuales era el control absoluto de las costas, los puertos y las desembocaduras de los ríos franceses, belgas y holandeses. Por eso, el proyecto se adormeció durante la guerra sombría.
De pronto, todas estas condiciones se cumplieron y seguramente con algo de recelo pero también con satisfacción se presentó ante el führer con un plan, el día después de Dunkerque y la rendición francesa. El veintiuno de mayo y otra vez el veinte de junio habló con Hitler sobre el asunto, pero no con la intención de proponer una invasión sino para asegurarse de que, si se diera la orden, no se precipitara la planificación detallada. Hitler se mostró escéptico, diciendo que «comprendía perfectamente las dificultades excepcionales de semejante empresa». Además, abrigaba la esperanza de que Inglaterra hiciera un llamamiento a la paz. Hasta la última semana de junio el Cuartel General Superior no volvió a plantearse la idea, y sólo el dos de julio se dio la primera directriz para planificar la invasión de Gran Bretaña como un acontecimiento posible. «El führer ha decidido que, en determinadas circunstancias, de las cuales la más importante es lograr la superioridad aérea, puede darse el desembarco en Inglaterra». El dieciséis de julio Hitler publicó su directriz: «Puesto que Inglaterra, a pesar de su desesperada situación militar, no da señales de llegar a un acuerdo, he decidido preparar una operación de desembarco contra Inglaterra y, si fuese necesario, llevarla a cabo. […] Los preparativos para toda la operación deberán estar acabados a mediados de agosto». Ya se habían tomado medidas en todo sentido.
El plan de la Armada alemana era fundamentalmente mecánico. Con la cobertura de las baterías de cañones pesados disparando desde Gris Nez hacia Dover y una protección muy fuerte de la artillería a lo largo de la costa francesa en el paso de Calais, se proponían establecer un estrecho corredor a través del canal de la Mancha siguiendo la línea más corta y cómoda, y protegerlo con campos de minas a ambos lados y con submarinos en la periferia. Por este corredor transportarían el Ejército y le proporcionarían suministros en gran cantidad de oleadas sucesivas. Ésa era la misión de la Armada y a partir de entonces el problema quedaba en manos de los jefes del Ejército alemán.
Teniendo en cuenta que nosotros, con nuestra abrumadora superioridad naval, podíamos destrozar esos campos de minas con embarcaciones pequeñas, protegidas desde el aire, y también destruir la docena o la veintena de submarinos que se concentraran para protegerlos, esta propuesta resultaba endeble desde el primer momento. Sin embargo, tras la caída de Francia, era obvio que la única manera de evitar una guerra prolongada, con todo lo que ello suponía, era poner a Gran Bretaña de rodillas. La propia Armada alemana había sufrido, ya lo hemos dicho, un serio revés en la lucha frente a las costas noruegas y, en su estado de debilidad, no podía ofrecer más que un pequeño apoyo al Ejército. De todos modos, ellos tenían un plan y no se puede decir que los hubieran pillado desprevenidos por casualidad.
Boceto del plan de invasión alemán
Desde el primer momento, el Mando del Ejército alemán se había planteado la invasión de Inglaterra con bastantes dudas. No habían hecho planes ni preparativos ni se habían entrenado. A medida que se fueron sucediendo las semanas de victorias prodigiosas y fantásticas, se fueron envalentonando. La responsabilidad de cruzar a salvo no correspondía a su departamento y, una vez desembarcados con toda su fuerza, pensaban que estarían capacitados para llevar a cabo su misión. De hecho, ya en agosto, el almirante Raeder consideró necesario llamarles la atención sobre los peligros de la travesía, durante la que se podían perder la totalidad de las fuerzas del Ejército empleadas. Cuando le endosaron a la Armada la responsabilidad de trasladar el Ejército al otro lado del canal, el Almirantazgo alemán adoptó una actitud muy pesimista.
El veintiuno de julio los jefes de las tres armas se reunieron con el führer, que les informó de que ya se había alcanzado la etapa decisiva de la guerra, aunque Inglaterra todavía no se había dado cuenta y seguía esperando que su suerte cambiara. Habló sobre el apoyo a Inglaterra por parte de Estados Unidos y sobre un posible cambio en las relaciones políticas de Alemania con la Rusia soviética. La ejecución del «León marino», dijo, debía considerarse el medio más eficaz de alcanzar rápidamente el final de la guerra. Después de sus largas conversaciones con el almirante Raeder, Hitler había comenzado a darse cuenta de lo que suponía el cruce del canal, con sus mareas y sus corrientes, y todos los misterios del mar. Describió la operación «León marino» como «una empresa excepcionalmente osada y temeraria». «Aunque la travesía sea corta, no se trata simplemente de cruzar un río, sino un mar dominado por el enemigo. No se trata de cruzar una sola vez, como en Noruega; no podemos esperar pillarlos por sorpresa; nos enfrentamos con un enemigo totalmente decidido y preparado para la defensa, que domina el espacio marítimo que debemos atravesar. Para la operación del Ejército harán falta cuarenta divisiones. La parte más difícil serán los refuerzos materiales y las provisiones. No podemos contar con disponer en Inglaterra de ningún tipo de suministros». Los requisitos previos eran el total dominio del aire, el uso operativo de una artillería poderosa en el paso de Calais y la protección mediante campos de minas. Dijo también que «la época del año es un factor importante, ya que, durante la segunda mitad de septiembre, en el mar del Norte y en el canal de la Mancha el clima es muy malo, y las nieblas comienzan a mediados de octubre. Por tanto, la operación principal tiene que estar acabada antes del quince de septiembre porque, después de esa fecha, ya no se puede contar con que la Luftwaffe coopere con las armas pesadas. Pero como la cooperación aérea es decisiva, hay que tomarla como el factor principal para establecer la fecha».
Surgió en los estados mayores alemanes una vehemente controversia, en la que hubo no poca aspereza, sobre la amplitud del frente y la cantidad de puntos que había que atacar. El Ejército exigía una serie de desembarcos a lo largo de toda la costa meridional inglesa, desde Dover hasta Lyme Regis, al oeste de Portland, y también querían un desembarco secundario al norte de Dover, en Ramsgate. El Estado Mayor de la Armada alemana declaró entonces que la zona más adecuada para atravesar el canal de la Mancha quedaba entre North Foreland y el extremo occidental de la isla de Wight. A partir de allí, el Estado Mayor del Ejército elaboró un plan para el desembarco de cien mil hombres, seguidos casi de inmediato por ciento sesenta mil más, en diversos puntos, desde Dover hacia el oeste, hasta la bahía Lym. El general Halder, jefe del Estado Mayor del Ejército alemán, declaró que era necesario desembarcar por lo menos cuatro divisiones en la zona de Brighton. También requirió desembarcos en la zona comprendida entre Deal y Ramsgate; por lo menos había que desplegar trece divisiones, en la medida de lo posible de forma simultánea, en puntos de todo el frente. Además, la Luftwaffe necesitaba medios para transportar cincuenta y dos baterías antiaéreas con la primera oleada.
Sin embargo, el jefe del Estado Mayor de la Armada aclaró que no era posible un movimiento tan amplio ni tan rápido. Dijo que físicamente no podía comprometerse a escoltar una flota de desembarco en toda la extensión de la zona mencionada. Lo que él pretendía era que, dentro de esos límites, el Ejército escogiera el mejor lugar. La Armada no tenía fuerza suficiente, a pesar de la supremacía aérea, para proteger más de un cruce por vez, y les parecía que lo más fácil era la parte más estrecha del paso de Calais. Para transportar la totalidad de los ciento sesenta mil hombres de la segunda oleada junto con su equipo en una sola operación harían falta embarcaciones que sumaran dos millones de toneladas. Por más que se pudieran cumplir estos requisitos fantásticos, una flota de tal envergadura no cabría en la zona de embarque. Sólo se podrían transportar los primeros escalones para la formación de estrechas cabezas de puente, y harían falta por lo menos dos días para desembarcar los segundos escalones de estas divisiones, por no mencionar las otras seis divisiones que se consideraban indispensables. Señaló además que hacer un desembarco en un frente extenso supondría de tres a cinco horas y media de diferencia entre los horarios de pleamar de los diversos puntos seleccionados, con lo que habría que aceptar condiciones adversas de las mareas en algunos momentos o renunciar a los desembarcos simultáneos. Debió de ser muy difícil responder a esta objeción.
Se perdió un tiempo valioso en este intercambio de memorandos. Hasta el siete de agosto no se celebró la primera conversación entre el general Halder y el jefe del Estado Mayor de la Armada. En esta reunión, Halder dijo: «Rechazo absolutamente las propuestas de la Armada que, desde el punto de vista del Ejército, son un suicidio absoluto. Sería como pasar las tropas que acaban de desembarcar por una máquina de fabricar salchichas». El jefe del Estado Mayor de la Armada replicó que él se oponía por su parte al desembarco en un frente extenso que sólo conduciría al sacrificio de las tropas durante la travesía. Al final, Hitler propuso una solución de compromiso que no fue del agrado ni del Ejército ni de la Armada. Mediante una directriz del Mando Supremo, publicada el veintisiete de agosto, se decidió que «las operaciones del Ejército tenían que tener en cuenta los hechos con respecto a la cantidad de espacio disponible en los barcos y la seguridad durante el cruce y el desembarco». Se descartaron los desembarcos en la zona comprendida entre Deal y Ramsgate, pero se amplió el frente desde Folkestone hasta Bognor. Así se llegó casi hasta finales de agosto antes de alcanzar siquiera este acuerdo y, por supuesto, todo dependía de conseguir la victoria en la batalla aérea que se venía librando hacía seis semanas.
Partiendo de la base del frente que se estableció finalmente, se trazó el plan definitivo. Se encomendó el mando militar a Rundstedt, aunque por falta de barcos su fuerza se vio reducida a trece divisiones, con doce en reserva. El 16.º Ejército, desde puertos comprendidos entre Rotterdam y Boulogne, tenía que desembarcar en las cercanías de Hythe, Rye, Hastings y Eastbourne; el Noveno Ejército, desde puertos comprendidos entre Boulogne y El Havre, atacaría entre Brighton y Worthing. Había que capturar Dover desde el lado de tierra; a continuación, los dos ejércitos avanzarían hasta la línea de cobertura de Canterbury-Ashford-Mayfield-Arundel. En total, se desembarcarían once divisiones en las primeras oleadas. Una semana después del desembarco se esperaba, con optimismo, poder avanzar un poco más, hasta Gravesend, Reigate, Petersfield y Portsmouth. Quedaba en reserva el Sexto Ejército, con sus divisiones prontas para reforzar o, si las circunstancias lo permitían, para ampliar el frente de ataque hasta Weymouth. Sin duda lo que faltaba no eran tropas valientes y bien armadas sino un medio de transporte que fuera seguro.
Sobre el Estado Mayor de la Armada recayó al principio la tarea más pesada. Alemania disponía de alrededor de 1.200.000 toneladas de barcos de altura para cubrir todas sus necesidades. Para embarcar a la fuerza invasora necesitaba más de la mitad de esta cantidad y esto ocasionaría un gran trastorno económico. A comienzos de septiembre, el Estado Mayor de la Armada comunicó que se habían requisado las siguientes embarcaciones:
168 transportes (de 700.000 toneladas)
1.910 barcazas
419 remolcadores y barcos de pesca
1.600 motoras
A toda esta flota había que proporcionarle tripulación y transportarla hasta los puertos de reunión por mar y por canales. Cuando el uno de septiembre comenzó el gran desplazamiento hacia el sur para la invasión, fue detectado, comunicado y atacado violentamente por la Fuerza Aérea británica a lo largo de todo el frente, desde Amberes hasta El Havre. El Estado Mayor de la Armada alemana informó: «La presencia de una defensa permanentemente combativa del enemigo frente a la costa, su concentración de bombarderos sobre los puertos de embarque del “León marino” y sus actividades de reconocimiento costero indican que espera un desembarco inmediato».
Y también: «Sin embargo, los bombarderos ingleses y las fuerzas minadoras de la Fuerza Aérea británica […] conservan toda su fuerza operativa y hay que confirmar que la actividad de las fuerzas británicas ha tenido éxito, aunque todavía no han supuesto un obstáculo decisivo para el movimiento de transporte alemán».
De todos modos, a pesar de los retrasos y los perjuicios, la Armada alemana completó la primera parte de su misión. Se agotó totalmente el margen previsto del 10 por 100 para accidentes y pérdidas. Sin embargo, lo que sobrevivió no quedó por debajo del mínimo con el que pensaba contar para la primera etapa.
Tanto la Armada como el Ejército le pasaron entonces el peso a la Fuerza Aérea alemana. Todo este plan del corredor, con sus balaustradas de campos de minas que había que colocar y mantener bajo la protección de la Fuerza Aérea alemana contra la abrumadora superioridad de las flotillas británicas y los barcos pequeños dependía de la derrota de la Fuerza Aérea británica y del completo dominio del aire por parte de Alemania en la zona del canal y en el sureste de Inglaterra, y no sólo sobre el cruce sino también sobre los puntos de desembarco. Los dos ejércitos más antiguos le pasaron la pelota a Göring.
Göring no se mostró en absoluto reacio a asumir esta responsabilidad porque creía que al cabo de algunas semanas de intensos combates la Fuerza Aérea alemana, con su gran superioridad numérica, derrotaría la defensa aérea británica, destruiría sus aeródromos en Kent y en Sussex y establecería un dominio absoluto sobre el canal. Pero además estaba convencido de que bombardear Inglaterra, y sobre todo Londres, reduciría a los decadentes y pacifistas británicos a una situación en la que tendrían que hacer un llamamiento a la paz, especialmente si el riesgo de invasión aumentaba cada vez más. El Almirantazgo alemán no lo veía nada claro; de hecho, tenían profundas dudas, consideraban que había que lanzar el «León marino» sólo como último recurso y en julio habían recomendado que se postergara la operación hasta la primavera de 1941, a menos que el ataque ilimitado de los aviones y los submarinos «obligara al enemigo a negociar con el führer en sus propios términos». Pero el mariscal de campo Keitel y el general Jodl estaban contentos de que el comandante supremo de la Aviación tuviera tanta confianza.
Eran días de gloria para la Alemania nazi. Hitler se había dado el gusto de imponer la humillación del armisticio francés en Compiégne. El Ejército alemán pasó victorioso bajo el Arco de Triunfo y por los Campos Elíseos. ¿Había algo que no pudieran hacer? ¿Por qué dudar en jugar la carta decisiva? De modo que cada una de las tres armas que participaban en la operación «León marino» se dedicó a los factores optimistas de su área dejando a sus colegas el aspecto desagradable.
A medida que fueron pasando los días comenzaron a aparecer y a multiplicarse las dudas y los retrasos. Según la directriz de Hitler del dieciséis de julio, todos los preparativos tenían que estar acabados a mediados de agosto. Los tres ejércitos veían que esto era imposible. A finales de julio, Hitler aceptó el quince de septiembre como primera fecha posible para el día D, reservando la decisión de emprender la acción hasta que se pudieran conocer los resultados de la gran batalla aérea prevista.
El treinta de agosto, el Estado Mayor de la Armada comunicó que debido a la contraofensiva británica contra la flota invasora los preparativos no se podían completar antes del quince de septiembre de modo que, a solicitud suya, el día D se postergó hasta el día veintiuno con la condición de que les avisaran diez días antes, lo que significaba que el once de septiembre había que dar la orden preliminar. El diez de septiembre, el Estado Mayor de la Armada volvió a comunicar que habían aparecido diversas dificultades, algunas meteorológicas, lo que siempre es un fastidio, y otras por la contraofensiva británica. Señalaron que si bien los preparativos navales necesarios podían estar acabados de hecho antes del día veintiuno, no se había cumplido la condición estipulada de contar con una superioridad aérea indiscutible sobre el canal. Por tanto, el día once Hitler postergó tres días la orden preliminar, con lo que la primera fecha posible para el día D quedó fijada el día veinticuatro; pero el catorce la volvió a postergar. El día diecisiete la postergó de forma indefinida y por una buena razón, tanto en su opinión como en la nuestra.
El siete de septiembre, la información de que disponíamos indicaba que los movimientos de barcazas y embarcaciones menores desde el oeste y desde el sur hacia los puertos situados entre Ostende y El Havre estaban en marcha, y como estos puertos de reunión estaban sometidos a intensos ataques aéreos británicos no era probable que llevaran allí los barcos hasta poco antes del ataque real. El notable poder de la Fuerza Aérea alemana entre Amsterdam y Brest se había incrementado gracias a la transferencia de ciento sesenta bombarderos procedentes de Noruega, y se avistaron unidades de bombarderos de corto alcance en los aeródromos de vanguardia de la zona del paso de Calais. Cuatro alemanes capturados pocos días antes, después de desembarcar en un bote de remos en la costa del sureste, confesaron ser espías y dijeron que tenían que estar preparados en cualquier momento de la quincena siguiente para informar sobre los movimientos de las formaciones de la reserva británica en la zona de Ipswich, Londres, Reading y Oxford. Entre el ocho y el diez de septiembre las condiciones de la luna y de las mareas eran favorables para una invasión en la costa sureste. Por tanto, los jefes del Estado Mayor llegaron a la conclusión de que la posibilidad de una invasión ya era inminente y que las fuerzas defensivas debían mantenerse en estado de alerta para entrar en acción en cuanto les avisaran.
Sin embargo, por entonces no había ningún mecanismo en el cuartel general de las Fuerzas Nacionales que permitiera convertir las ocho horas de aviso previo en «disponibilidad para entrar en acción de inmediato» mediante etapas intermedias. Por consiguiente, a las 20 horas del siete de septiembre, las Fuerzas Nacionales enviaron a los mandos del este y del sur la palabra clave «Cromwell» que quería decir «¡A sus puestos!» para las divisiones costeras de vanguardia. Se envió el mismo mensaje a todas las formaciones de la zona de Londres y al IV y el VII Cuerpo en la reserva del Cuartel General, y se repitió para su información a todos los demás mandos del Reino Unido. Ante esto, en algunas partes del país, los comandantes de la Guardia nacional, por iniciativa propia, convocaron a sus hombres haciendo sonar las campanas de las iglesias. Ni yo ni los jefes del Estado Mayor supimos que se había utilizado la palabra clave decisiva, «Cromwell», y a la mañana siguiente se dieron instrucciones para establecer etapas intermedias a partir de las cuales se pudiera incrementar la vigilancia en ocasiones futuras sin declarar una invasión inminente. Como se puede imaginar, este incidente dio mucho que hablar y causó gran revuelo, aunque ni se mencionó en los periódicos ni en el Parlamento. Sirvió como un tónico útil y como ensayo para todas las partes involucradas.
Después de seguir el rastro de los preparativos de la invasión alemana hasta llegar a su momento culminante, vimos cómo el triunfalismo inicial cambiaba poco a poco hacia la duda y, finalmente, a la absoluta pérdida de confianza en los resultados. Durante los fatídicos meses de julio y agosto vemos al almirante Raeder esforzándose por explicarles a sus colegas del Ejército y la Fuerza Aérea las graves dificultades que entraña una guerra anfibia a gran escala. Se daba cuenta de su propia debilidad y de la falta de tiempo para una preparación adecuada, y trataba de imponer límites a los planes grandiosos adelantados por Halder para desembarcar simultáneamente unas fuerzas enormes a lo largo de un amplio frente. Mientras tanto, Göring, con una ambición vertiginosa, estaba decidido a lograr una victoria espectacular sólo con su Fuerza Aérea y se mostraba poco propenso a desempeñar un papel más humilde trabajando en un plan conjunto para lograr la reducción sistemática de las fuerzas marítimas y aéreas en la zona de la invasión.
Se desprende de los documentos que el Alto Mando alemán distaba mucho de ser un equipo coordinado que trabajara unido por una causa común y que se hiciera cargo de las capacidades y las limitaciones propias y ajenas. Cada uno quería ser la estrella más brillante del firmamento. Se notaron fricciones desde el comienzo y en la medida en que Halder podía echarle la responsabilidad a Raeder apenas se ocupó de poner sus planes a la altura de sus posibilidades prácticas. Tuvo que intervenir el führer, aunque aparentemente no contribuyó demasiado a mejorar las relaciones entre los ejércitos. En Alemania, el Ejército tenía un prestigio colosal y los líderes militares trataban a sus colegas navales con cierta condescendencia. Es imposible no llegar a la conclusión de que el Ejército alemán no estaba dispuesto a ponerse en manos de su fuerza hermana en una operación importante. Cuando después de la guerra interrogaron al general Jodl sobre estos planes, respondió con impaciencia: «Nuestros planes eran muy parecidos a los de Julio César». Son las palabras de un auténtico soldado alemán en relación con la cuestión marítima, que no concibe los problemas que suponen un desembarco y el despliegue de amplias fuerzas militares en una costa defendida y expuesta a todos los peligros del mar.
En Gran Bretaña, dejando de lado nuestras deficiencias, comprendíamos perfectamente la cuestión marítima. La hemos llevado en la sangre durante siglos y su tradición no sólo estimula a nuestros marinos sino a toda la raza. Fue esto, por encima de todas las cosas, lo que nos permitió considerar con seriedad la amenaza de una invasión. El sistema de controlar las operaciones a través de los tres jefes del Estado Mayor, con la coordinación del ministro de Defensa, produjo un nivel de trabajo en grupo, mutuo entendimiento y disposición a la cooperación desconocido hasta ese momento. Cuando a su debido tiempo tuvimos ocasión de emprender grandes invasiones desde el mar lo hicimos partiendo de logros concretos en cuanto a la preparación para la misión y con el pleno conocimiento de las necesidades técnicas implícitas en empresas tan inmensas y arriesgadas. Aunque en 1940 los alemanes hubieran tenido unas fuerzas anfibias bien entrenadas, equipadas con todos los aparatos necesarios para este tipo de contienda, sus esperanzas habrían sido vanas de todos modos frente a nuestro poderío marítimo y aéreo. De hecho, no tenían ni los medios ni la preparación.
Cuanto más analizaban la operación el Alto Mando alemán y el führer, menos les gustaba. Evidentemente, no podíamos conocer su estado de ánimo ni su valoración, ni ellos los nuestros, pero a partir de mediados de julio y hasta mediados de septiembre, con cada semana que pasaba, esa similitud desconocida de puntos de vista con respecto al problema entre el Almirantazgo alemán y el británico, entre el Mando Supremo alemán y los jefes del Estado Mayor británico, y también entre el führer y el autor de este libro, se fue haciendo cada vez más marcada. Si nos hubiéramos podido poner también de acuerdo sobre otras cuestiones no habría sido necesaria una guerra. Evidentemente compartíamos la idea de que todo dependía de la batalla aérea. La cuestión era de qué modo acabaría esto entre los combatientes, y además los alemanes se preguntaban si el pueblo británico soportaría el bombardeo aéreo, cuyas consecuencias, en estos días, se exageraron considerablemente, o si se asustarían y obligarían al gobierno de Su Majestad a capitular. Con respecto a esto, Göring tenía muchas esperanzas y nosotros ningún temor.