Capítulo XIV

LA TRAGEDIA DE MÚNICH

Muchos volúmenes se han escrito y se escribirán sobre la crisis que finalizó en Múnich con el sacrificio de Checoslovaquia; lo único que pretendo aquí es presentar algunos de los hechos fundamentales y establecer las principales proporciones de los acontecimientos. En la Asamblea de la Sociedad de Naciones del veintiuno de septiembre, Litvinov lanzó una advertencia oficial:

[…] En estos momentos, Checoslovaquia sufre la interferencia de un país vecino en sus asuntos internos, y ha sido amenazada públicamente y en voz alta con un ataque. Uno de los pueblos más antiguos, más cultos y más laboriosos de Europa, que consiguió su independencia después de siglos de opresión, hoy o mañana puede decidir empuñar las armas para defender esa independencia. […] Cuando, pocos días antes de que partiera para Ginebra, el gobierno francés me preguntó por primera vez acerca de nuestra actitud en el caso de que se atacara a Checoslovaquia le di, en nombre de mi gobierno, la siguiente respuesta, perfectamente clara e inequívoca:

«Tenemos la intención de cumplir nuestras obligaciones en virtud del pacto y, junto con Francia, prestaremos asistencia a Checoslovaquia por los medios que tenemos a nuestro alcance. Nuestro Ministerio de Guerra está dispuesto a participar de inmediato en una conferencia con representantes del Ministerio de Guerra francés y el checo para discutir las medidas adecuadas en este momento. […]».

Hace tan sólo dos días que el gobierno checoslovaco presentó una pregunta formal a mi gobierno con respecto a si la Unión Soviética está dispuesta, de acuerdo con el pacto checosoviético, a prestar ayuda inmediata y eficaz a Checoslovaquia si Francia, cumpliendo con sus obligaciones, presta una asistencia similar, a lo que mi gobierno dio una respuesta clara en sentido afirmativo.

Esta declaración pública e incondicional de una de las principales potencias implicadas no influyó para nada en las negociaciones de Chamberlain ni en la manera en que los franceses resolvieron la crisis. De hecho, no se tuvo en cuenta el ofrecimiento soviético. No los pusieron en la balanza contra Hitler y los trataron con una indiferencia, por no hablar de desdén, que hizo mella en Stalin. Los acontecimientos siguieron su curso como si la Rusia soviética no existiese, por lo cual pagamos un alto precio más adelante.

La noche del día veintiséis Hitler habló en Berlín. Se refirió a Inglaterra y a Francia con expresiones complacientes, lanzando al mismo tiempo un ataque zafio y brutal contra Benes y los checos. Afirmó categóricamente que los checos tenían que salir de los Sudetes pero, una vez aclarado esto, no mostró más interés por lo que ocurriera en Checoslovaquia. «Ésta es la última reclamación territorial que tengo que hacer en Europa». Alrededor de las ocho de la noche, Leeper, el jefe del departamento de Prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores, le presentó un comunicado al ministro manifestándole fundamentalmente lo siguiente:

Si, a pesar de los esfuerzos del primer ministro británico, se produce un ataque alemán a Checoslovaquia, la consecuencia inmediata será que Francia se verá obligada a prestarle ayuda, y Gran Bretaña y Rusia sin duda apoyarán a Francia.

Esto fue aprobado por lord Halifax y se publicó en seguida. Parecía que había llegado el momento del enfrentamiento y que las fuerzas contrarias se habían alineado. Los checos disponían de un millón y medio de hombres armados detrás de la línea de fortificaciones más fuerte de Europa, y contaban con una maquinaria industrial poderosa y altamente organizada. El Ejército francés fue movilizado en parte y, aunque a regañadientes, los ministros franceses estaban dispuestos a cumplir sus obligaciones con respecto a Checoslovaquia. A las once y veinte de la mañana del veintiocho de septiembre el Almirantazgo dio órdenes de movilizar la flota británica.

Ya había comenzado una lucha intensa e incesante entre el führer y sus expertos asesores. La crisis parecía brindar todas las circunstancias que tanto temían los generales alemanes. Entre treinta y cuarenta divisiones checas se desplegaban sobre las fronteras orientales de Alemania, y el peso del Ejército francés, con una superioridad de casi ocho a uno, comenzó a alinearse sobre la muralla occidental. Era posible que una Rusia hostil operara desde los aeródromos checos y que los ejércitos soviéticos se pusieran en marcha a través de Polonia o de Rumania-Algunos de ellos planearon un complot para arrestar a Hitler e «inmunizar a Alemania contra este loco». Otros declararon que la moral tan baja de la población alemana era incapaz de resistir una guerra europea y que las fuerzas armadas alemanas no estaban preparadas para ello. El almirante Raeder, el jefe del Almirantazgo alemán, realizó un vehemente llamamiento al führer, que quedó resaltado pocas horas después por la noticia de la movilización de la flota británica. Hitler vaciló. A las dos de la mañana, la radio alemana emitió una negación oficial de que Alemania pretendiera movilizarse el día veintinueve y, a las once y cuarenta y cinco de esa misma mañana, se entregó a la prensa británica una declaración similar de la agencia oficial de noticias alemana. La tensión sobre este hombre y sobre su increíble fuerza de voluntad debió de ser muy grande en ese momento. Evidentemente se había puesto a sí mismo al borde de una guerra general. ¿Sería capaz de arriesgarse a pesar de la opinión pública desfavorable y de la advertencia solemne de los jefes de su Ejército, su Armada y su Fuerza Aérea? ¿O podría, por el contrario, permitirse una retirada después de vivir tanto tiempo apoyándose en su prestigio?

Pero Chamberlain también estaba activo y en ese momento tenía pleno control de la política exterior británica. Lord Halifax, a pesar de las crecientes dudas derivadas del ambiente de su departamento, hacía lo que le aconsejaba su jefe. El Consejo de Ministros estaba profundamente perturbado, pero obedecía. La mayoría del gobierno en la cámara de los Comunes era manejada hábilmente por los diputados responsables de la disciplina de su grupo parlamentario. Un solo hombre conducía nuestros asuntos y no se acobardaba ni ante la responsabilidad que asumía ni por los esfuerzos personales que se le exigían. El catorce de septiembre le había telegrafiado a Hitler por propia iniciativa proponiéndole ir a verlo. Tres veces en total voló a Alemania el primer ministro británico, ya que tanto él como lord Runciman estaban convencidos de que sólo la cesión de la zona de los Sudetes disuadiría a Hitler de invadir Checoslovaquia. La última ocasión fue en Múnich, y estuvieron presentes Daladier, el primer ministro francés, y Mussolini. No se envió ninguna invitación a Rusia, y tampoco se permitió la presencia de los checos en las reuniones. La noche del día veintiocho se informó escuetamente al gobierno checo de que al día siguiente se llevaría a cabo una conferencia entre los representantes de las cuatro potencias europeas. Los «cuatro grandes» llegaron rápidamente a un acuerdo. Las conversaciones comenzaron a mediodía y duraron hasta las dos de la mañana del día siguiente. Se redactó y se firmó un memorándum a las dos de la mañana del treinta de septiembre que consistía, en esencia, en una aceptación de las demandas alemanas. La zona de los Sudetes sería evacuada en cinco etapas, a partir del uno de octubre, que se completarían en diez días. Una comisión internacional determinaba las fronteras definitivas.

El documento se presentó a los delegados checos, que aceptaron las decisiones, aunque dijeron que «deseaban dejar constancia de su protesta ante el mundo por una decisión en la que no habían participado». El presidente Benes renunció porque «ahora podía resultar un obstáculo para los cambios a los que debe adaptarse nuestro nuevo Estado». Partió de Checoslovaquia y encontró refugio en Inglaterra. A continuación se produjo el desmembramiento de Checoslovaquia. Los alemanes no fueron los únicos buitres en torno al cadáver. El gobierno polaco envió un ultimátum a los checos, exigiéndoles la entrega, en menos de veinticuatro horas, del distrito fronterizo de Teschen. No había forma de resistirse a sus violentas exigencias. Los húngaros también presentaron sus reclamaciones.

Mientras los cuatro estadistas esperaban a que los expertos redactaran el documento definitivo, el primer ministro le preguntó a Hitler si podían hablar en privado. Hitler «aceptó en seguida». Los dos dirigentes se reunieron en el piso que Hitler tenía en Múnich la mañana del treinta de septiembre, y estuvieron ellos dos solos, a excepción del intérprete. Chamberlain le presentó el borrador de una declaración que había preparado, según la cual «la cuestión de las relaciones anglogermanas es de la máxima importancia para los dos países y para Europa» y que «consideramos que el acuerdo firmado anoche y el acuerdo naval anglogermano representan el deseo de nuestros pueblos de no volver a combatir entre ellos nunca más».

Hitler lo leyó y lo firmó sin poner ningún reparo.

Chamberlain regresó a Inglaterra. En Heston, donde aterrizó, agitó la declaración conjunta que le había hecho firmar a Hitler y la leyó a la multitud de notables y otras personas que fueron a recibirlo. Mientras su coche atravesaba la multitud que lo ovacionaba a la salida del aeropuerto, le dijo a Halifax, que iba sentado a su lado: «Todo esto habrá acabado en tres meses»; pero desde las ventanas de Downing Street, volvió a agitar el trozo de papel y empleó estas palabras: «Es la segunda vez en nuestra historia que regresamos de Alemania a Downing Street con una paz honrosa. Creo que es una paz para nuestro tiempo»[22].

Una vez más quedó confirmado que Hitler tenía razón. El Estado Mayor alemán estaba totalmente avergonzado. El führer se salía con la suya, después de todo, otra vez; él solo, con su genio y su intuición, había calculado realmente todas las circunstancias, tanto militares como políticas. Una vez más, como en Renania, triunfaba el liderazgo del führer sobre la obstrucción de los jefes militares alemanes. Como buenos patriotas, todos estos generales anhelaban que su patria recuperara su posición en el mundo y dedicaban sus esfuerzos, día y noche, a todo lo que pudiera fortalecer las fuerzas alemanas. Por tanto, les dolía el corazón por no haber estado a la altura de los acontecimientos, y en muchos casos su disgusto y su desconfianza con respecto a Hitler quedaron apabullados por la admiración hacia sus dotes de mando y su milagrosa suerte. Sin duda, era una estrella, un guía a quien obedecer. Y así fue cómo Hitler se convirtió en el amo indiscutible de Alemania, y quedó abierto el camino para el gran designio. Los conspiradores trataron de pasar inadvertidos, y sus camaradas militares no los traicionaron.

No es fácil en este momento, cuando todos hemos pasado por estos años de grandes tensiones y esfuerzos morales y físicos, describir a otra generación las pasiones que despertó en Gran Bretaña el acuerdo de Múnich. Entre los conservadores familiares y amigos que mantenían un estrecho contacto se enemistaron hasta un punto que yo no había visto nunca. Hombres y mujeres relacionados desde hacía tiempo por los lazos del partido, o por vínculos sociales y familiares, se fulminaban con miradas de rabia y desprecio. No era una cuestión que pudieran resolver las muchedumbres entusiastas que aclamaron a Chamberlain a lo largo del camino de regreso desde el aeropuerto o que bloquearon Downing Street y sus accesos, ni los imponentes esfuerzos de los diputados responsables de la disciplina de sus grupos parlamentarios y sus partidarios. A los que estábamos en minoría en ese momento no nos importaban en absoluto las bromas ni las caras de pocos amigos de los partidarios del gobierno. El Consejo de Ministros se sacudió hasta sus cimientos, pero esto había ocurrido y se mantuvieron unidos. Sólo se apartó un ministro: renunció el Primer Lord del Almirantazgo, Duff Cooper, después de dignificar su cargo mediante la movilización de la flota. En el momento en que Chamberlain era el dominador de la opinión pública, se abrió paso entre la muchedumbre exultante para manifestar su total desacuerdo con su líder.

En la inauguración de un debate de tres días sobre Múnich pronunció su discurso de renuncia, que fue un episodio intenso en nuestra vida parlamentaria. Hablando con soltura y sin consultar nota alguna, mantuvo embelesada a la mayoría hostil de su partido durante cuarenta minutos. Fue fácil que lo aplaudieran los laboristas y los liberales, totalmente opuestos al gobierno de entonces. Fue una pelea desgarradora en el seno del Partido Conservador.

El debate que se suscitó fue digno de las emociones despertadas y de las cuestiones que estaban en juego. Recuerdo perfectamente que cuando dije que «hemos sufrido una derrota total y absoluta» se desató tal tormenta que tuve que hacer una pausa antes de continuar. Existía una admiración generalizada y sincera por los esfuerzos tenaces e inquebrantables de Chamberlain para mantener la paz y por su dedicación personal. En este relato no puedo pasar por alto la larga serie de errores de calculo y de juicio con respecto a hombres y hechos en los que se basó, pero jamás se han puesto en entredicho los motivos que lo inspiraron, y el camino que siguió requería el grado máximo de valor moral. A todo ello le rendí homenaje dos años después en el discurso que pronuncié tras su muerte.

También había una línea de argumentación seria y práctica, aunque no demasiado favorable, en la que podía apoyarse el gobierno. Nadie podía negar que estábamos muy mal preparados para la guerra. ¿Acaso mis amigos y yo no habíamos sido los primeros en demostrarlo? Gran Bretaña se había dejado superar con creces por la potencia de la Fuerza Aérea alemana. Todos nuestros puntos vulnerables estaban desprotegidos. Apenas disponíamos de un centenar de cañones antiaéreos para defender la ciudad y el núcleo de población más grande del mundo, y en su mayoría estaban en manos de hombres que no tenían suficiente preparación. Si Hitler era honesto y de hecho se había conseguido una paz duradera, Chamberlain tenía razón. Si, lamentablemente, lo habían engañado, como mínimo tendríamos un respiro para reparar lo que teníamos más abandonado. Estas consideraciones y el alivio y la alegría generalizados por haber evitado de momento los horrores de la guerra inspiraban la aprobación leal de los partidarios del gobierno. La Cámara aprobó la política del gobierno de Su Majestad «mediante la cual se evitó la guerra en la reciente crisis» por 366 votos contra 144. Los treinta o cuarenta conservadores que expresaron su disconformidad sólo pudieron manifestarla mediante la abstención. Esto se llevó a cabo como un acto formal y homogéneo.

El uno de noviembre nombraron a una persona insignificante, el doctor Hacha, para ocupar el puesto vacante de presidente de lo que quedaba de Checoslovaquia, y así asumió en Praga un nuevo gobierno. El ministro de Asuntos Exteriores de este gobierno desesperado declaró que «las condiciones en Europa y en el mundo en general no nos permiten esperar un período de calma en el futuro inmediato». Lo mismo opinaba Hitler. Alemania realizó un reparto formal del botín a comienzos de noviembre. Nadie molestó a Polonia, que ocupó Teschen. Los eslovacos, utilizados como prenda por Alemania, consiguieron una precaria autonomía. Hungría recibió un trozo de carne a expensas de Eslovaquia. Cuando se plantearon estas consecuencias de Múnich en la cámara de los Comunes, Chamberlain explicó que el ofrecimiento de franceses y británicos de una garantía internacional para Checoslovaquia que ocurrió después del pacto de Múnich no afectaba a las fronteras de ese país, sino que sólo se refería a la cuestión hipotética de una agresión no provocada. «En este momento —afirmó con gran indiferencia— estamos presenciando el reajuste de fronteras establecido en el tratado de Versalles. Yo no sé si los responsables de esas fronteras pensaban que quedarían permanentemente así, y lo dudo mucho. Es probable que esperasen que, de vez en cuando, hubiera que ajustarlas. […] Creo que ya he hablado bastante de Checoslovaquia. […]». Sin embargo, más adelante tendría ocasión de volver a hacerlo.

Se ha debatido la cuestión de quién adquirió más fuerza durante el año posterior a Múnich, si Hitler o los aliados. En Gran Bretaña muchas personas que conocían nuestra falta de defensas sintieron una sensación de alivio al ver que nuestra Fuerza Aérea crecía mes a mes y que estaban a punto de salir los Hurricane y los Spitfire. Aumentaba el número de escuadrones y se multiplicaban los cañones antiaéreos. Además, siguió aumentando la presión general de la preparación industrial para la guerra. Pero estas mejoras, por inestimables que pareciesen, eran insignificantes en comparación con el poderoso avance de los armamentos alemanes. Como ya se ha dicho, la producción de municiones con un plan nacional es una misión a cuatro años. En el primer año, el rendimiento es nulo; en el segundo, escaso; en el tercero, abundante, y en el cuarto, torrencial. En este período, la Alemania de Hitler se encontraba en su tercer o cuarto año de preparativos intensos, en condiciones muy similares a las de una guerra. En cambio, Gran Bretaña sólo se había movido sin pensar en una emergencia, con un impulso más débil y a una escala mucho menor. En el período de 1938-1939 el gasto militar británico de todo tipo alcanzó los 304 millones de libras esterlinas[23], mientras que el de Alemania se elevó, como mínimo, a 1.500 millones de libras. Es probable que en este último año antes del comienzo de la guerra Alemania fabricara por lo menos el doble, y posiblemente el triple, de las municiones de Gran Bretaña y Francia juntas, y también que sus plantas para la producción de carros de combate alcanzaran su plena capacidad. Por consiguiente, conseguían armas a una velocidad mucho mayor que la nuestra.

La subyugación de Checoslovaquia privó a los aliados de las veintiuna divisiones regulares del Ejército checo, de las quince o dieciséis divisiones de segunda línea que ya se habían movilizado y también de su línea de fortificaciones en las montañas, que en los días de Múnich requirieron el despliegue de treinta divisiones alemanas, es decir, la fuerza principal del Ejército alemán móvil y totalmente entrenado. Según los generales Halder y Jodl sólo había trece divisiones alemanas, cinco de las cuales estaban compuestas por tropas de primera línea que quedaron en el oeste al producirse el acuerdo de Múnich. No cabe duda de que como consecuencia de la caída de Checoslovaquia sufrimos una pérdida equivalente a unas treinta y cinco divisiones. Además, la fábrica de Skoda, el segundo arsenal en importancia de Europa central, cuya producción entre agosto de 1938 y septiembre de 1939 fue equivalente a la producción de todas las fábricas de armas británicas durante el mismo período, pasó al bando contrario. Mientras que toda Alemania trabajaba bajo una presión intensa, casi bélica, en Francia consiguieron en 1936 la tan anhelada semana de cuarenta horas de trabajo.

Más desastrosa todavía fue la alteración de la fuerza comparativa entre el Ejército francés y el alemán. Con cada mes que pasaba, a partir de 1938, el Ejército alemán no sólo aumentaba en números y formaciones y en la acumulación de reservas, sino también en calidad y madurez. El avance en la formación y la competencia general fue proporcional a su equipo, que seguía aumentando constantemente. El Ejército francés no disponía de mejoras o ampliaciones similares, y era superado en todos los sentidos. En 1935, sin la ayuda de sus antiguos aliados, Francia podría haber invadido y reocupado Alemania casi sin encontrar mucha oposición. En 1936 todavía no quedaban dudas sobre su abrumadora superioridad. Sabemos ahora, a partir de las revelaciones alemanas, que la situación se mantenía en 1938, y que fue el conocimiento de su propia debilidad lo que inducía al Alto Mando alemán a hacer todo lo posible por contener a Hitler en cada uno de los golpes afortunados que aumentaron su fama. El año después de Múnich, que es el que estamos analizando ahora, el Ejército alemán, aunque seguía siendo más débil que el francés en cuanto a reservistas preparados, se aproximaba a su plena eficiencia. Como se basaba en una población que era el doble que la de Francia, sólo era cuestión de tiempo llegar a ser el más poderoso. En moral, los alemanes también llevaban ventaja. La deserción de un aliado, sobre todo por temor a la guerra, hace tambalear el espíritu de cualquier ejército. La sensación de estar obligados << rendirse deprime tanto a los oficiales como a los soldados. Mientras del lado alemán la confianza, el éxito y la sensación de poder creciente inflamaban los instintos marciales de la raza, el reconocimiento de su debilidad desalentaba a los soldados franceses de cualquier rango.

Había, sin embargo, una esfera vital en la que comenzamos a superar a Alemania y a mejorar nuestra propia posición. En 1938 no había hecho más que comenzar el proceso de sustituir los biplanos de combate británicos, como los Gladiator, por otros aviones más modernos, como los Hurricane y posteriormente los Spitfire. En septiembre de 1938 sólo teníamos cinco escuadrones de Hurricane. Además, habían disminuido las reservas y los recambios para los aviones más viejos, ya que iban a caer en desuso. Los alemanes nos llevaban la delantera con los modernos tipos de cazas. Ya poseían bastantes cantidades de Me.109, en comparación con los cuales nuestros viejos aparatos habrían salido muy malparados. A lo largo de 1939 mejoró nuestra posición a medida que más escuadrones se fueron surtiendo de aviones. En julio de ese año disponíamos de veintiséis escuadrones de modernos cazas con ocho cañones, aunque había faltado tiempo para conseguir todas las reservas y los recambios necesarios. En julio de 1940, cuando se produjo la batalla de Inglaterra, disponíamos de una media de cuarenta y siete escuadrones de cazas modernos.

Los alemanes, por su parte, habían realizado de hecho la mayor parte de su expansión aérea, tanto en cantidad como en calidad, antes de que comenzara la guerra. Nuestro esfuerzo fue posterior al suyo en casi dos años. Entre 1939 y 1940 ellos sólo tuvieron un incremento del 20 por 100, mientras que nuestro incremento en aviones de combate fue del 80 por 100. En realidad, en el año 1938 nuestra calidad era muy deficiente y, aunque en 1939 habíamos avanzado un poco para reducirla, todavía estábamos relativamente peor que en 1940, cuando se produjo la prueba.

En 1938 podrían haberse producido ataques aéreos sobre Londres, para los que, lamentablemente, no estábamos preparados. Sin embargo, no había posibilidades de un ataque aéreo decisivo a Gran Bretaña hasta que los alemanes no ocuparan Francia y los Países Bajos, obteniendo de este modo las bases necesarias para atacar desde cerca nuestras costas, sin las que no habrían podido escoltar a sus bombarderos con los aviones de combate de esa época. Los ejércitos alemanes no eran capaces de derrotar a los franceses en 1938 ni en 1939.

La amplia producción de carros de combate con los que destruyeron el frente francés no existió hasta 1940 y, ante la superioridad francesa en el oeste y una Polonia que no había sido vencida en el este, sin duda no habrían podido concentrar toda su potencia aérea contra Inglaterra, como fueron capaces de hacer cuando Francia se vio obligada a rendirse. En esto no se tiene en cuenta ni la actitud de Rusia ni ninguna resistencia que podría haber surgido en Checoslovaquia. Por todos los motivos expuestos, el año de respiro que se supone que se «ganó» en Múnich colocó a Gran Bretaña y a Francia en una posición mucho peor, con respecto a la Alemania de Hitler, de la que tenían durante la crisis de Múnich.

Por último, quiero hacer constar un hecho sorprendente: que durante un solo año, 1938, Hitler anexó al Reich y colocó bajo su dominio absoluto la friolera de 6.750.000 austríacos y 3.500.000 Sudetes, que suman un total de más de diez millones de súbditos, trabajadores y soldados. De hecho, el pavoroso equilibrio se había vuelto a su favor.

La Segunda Guerra Mundial
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