Capítulo VII
TEHERÁN: EL MOMENTO CRUCIAL Y LAS CONCLUSIONES
El treinta de noviembre fue para mí un día lleno de actividad y memorable: cumplí sesenta y nueve años y lo dediqué casi por completo a negociar uno de los asuntos más importantes en los que me he visto involucrado en toda mi vida. El hecho de que el presidente estuviera en contacto privado con el mariscal Stalin, que se alojara en la embajada soviética, y que hubiera evitado verme a solas desde que salimos de El Cairo, a pesar de que hasta ese momento manteníamos unas relaciones estrechas y de la forma en que estaban entrelazados nuestros asuntos vitales, hizo que solicitara una entrevista directa y personal con Stalin. Me parecía que el líder ruso no tenía una impresión acertada sobre la actitud británica sino que se estaba formando en su cabeza la falsa idea, en resumidas cuentas, de que «Churchill y el Estado Mayor británico pretenden detener “Overlord”, si pueden, porque prefieren invadir los Balcanes». Tenía la obligación de corregir este doble error.
La fecha exacta de «Overlord» dependía de los movimientos de una cantidad relativamente reducida de lanchas de desembarco que no eran necesarias para ninguna operación en los Balcanes. El presidente nos había comprometido en una operación contra los japoneses en el golfo de Bengala. Si esta operación se cancelaba habría suficientes lanchas de desembarco para todo lo que yo quería, es decir, la fuerza anfibia para desembarcar sin ninguna oposición dos divisiones al mismo tiempo en las costas de Italia o en el sur de Francia y también para llevar a cabo «Overlord» como estaba previsto en el mes de mayo. Yo había acordado con el presidente que sería en el mes de mayo y él, por su parte, había renunciado a la fecha concreta del uno de mayo, lo que me daría el tiempo que necesitaba. Si podía convencer al presidente de que se liberara de la promesa que le había hecho a Chiang Kai-chek y dejara de lado el plan del golfo de Bengala, que no se había mencionado jamás en nuestras conferencias de Teherán, habría suficientes lanchas de desembarco tanto para el Mediterráneo como para emprender «Overlord» en la fecha prevista. Al final, los grandes desembarcos comenzaron el seis de junio pero esta fecha se decidió mucho después y no tuvo que ver conmigo sino con la luna y con las condiciones meteorológicas. Como veremos, a nuestro regreso a El Cairo también conseguí convencer al presidente de que abandonara la empresa en el golfo de bengala. Por consiguiente considero que conseguí lo que me parecía fundamental, aunque estaba lejos de ser así en esta mañana de noviembre. Estaba empeñado en que Stalin conociera los hechos más importantes. Me parecía que no tenía derecho a decirle que el presidente y yo nos habíamos puesto de acuerdo en que «Overlord» se llevaría a cabo en mayo. Sabía que Roosevelt quería decírselo él mismo en la comida que tendríamos después de mi conversación con el mariscal.
Lo siguiente está basado en los apuntes que tomó el comandante Birse, mi intérprete de confianza, de mi conversación privada con Stalin.
En primer lugar, le recordé al mariscal que yo era medio estadounidense y que sentía un gran afecto por el pueblo de ese país. Lo que estaba a punto de decir no se debía interpretar como algo despreciativo con respecto a ellos y yo les sería absolutamente leal, pero era mejor que dos personas se dijeran ciertas cosas abiertamente.
Superábamos en tropas a Estados Unidos en el Mediterráneo, donde había dos o tres veces más soldados británicos que estadounidenses. Por eso me interesaba tanto que los ejércitos del Mediterráneo no estuvieran atados de pies y manos si se podía evitar porque quería disponer de ellos de forma permanente. En Italia había alrededor de trece a catorce divisiones, de las que nueve o diez eran británicas. Había dos ejércitos: el Quinto Ejército angloamericano y el Octavo Ejército, que era británico por completo. La alternativa que se planteaba era atenerse a la fecha de «Overlord» o seguir adelante con las operaciones en el Mediterráneo. Pero eso no era todo. Los estadounidenses querían que me comprometiera en una operación anfibia en el golfo de Bengala contra los japoneses en marzo que no me apetecía en absoluto. Si disponíamos en el Mediterráneo de las lanchas de desembarco que hacían falta en el golfo de Bengala nos alcanzarían para hacer allí todo lo que teníamos que hacer y, al mismo tiempo, mantener la fecha ya anticipada de «Overlord». No era una decisión entre el Mediterráneo y la fecha de esta operación sino entre el golfo de Bengala y dicha fecha. Sin embargo los estadounidenses nos habían hecho concretar una fecha para «Overlord» y las operaciones en el Mediterráneo se habían visto afectadas durante los dos últimos meses. Nuestro ejército en Italia estaba algo abatido por la retirada de siete divisiones. Habíamos hecho regresar tres divisiones y los estadounidenses cuatro de las suyas, todo esto en preparación para «Overlord». Por eso no habíamos podido aprovechar al máximo la caída de Italia. Pero también demostraba el interés que teníamos en nuestros preparativos para «Overlord». Stalin dijo que estaba bien.
Entonces volví a la cuestión de las lanchas de desembarco y expliqué una vez más cómo y por qué suponían un estorbo. Disponíamos de tropas suficientes en el Mediterráneo, incluso después de retirar las siete divisiones, y habría un buen ejército invasor británico y estadounidense en el Reino Unido. Todo dependía de las lanchas de desembarco. Cuando Stalin hizo su anuncio trascendental dos días antes con respecto a la entrada de Rusia en la guerra contra Japón cuando Hitler se rindiera, de inmediato sugerí a los estadounidenses que podrían buscar más lanchas de desembarco para las operaciones que teníamos que llevar a cabo en el océano Índico o que podían enviar algunas desde el Pacífico para contribuir al primer impulso de «Overlord». En ese caso habría suficientes para todo. Pero los estadounidenses eran muy quisquillosos con respecto al Pacífico. Yo ya les había dicho que Japón sería derrotado mucho antes si Rusia se incorporaba a la guerra contra ellos y que entonces podrían prestarnos más ayuda.
Las discrepancias entre los estadounidenses y yo eran de hecho mínimas. No se trataba de que yo hubiera demostrado en cierto modo poco entusiasmo con respecto a «Overlord». Yo quería conseguir todo lo necesario para el Mediterráneo y, al mismo tiempo, mantener la fecha de «Overlord». Los detalles tenían que negociarlos los dos estados mayores y yo esperaba que esto se hiciera en El Cairo, pero lamentablemente allí estaba Chiang Kai-chek y las cuestiones chinas habían ocupado casi todo el tiempo. Pero estaba seguro de que al final encontraríamos suficientes lanchas de desembarco para todo.
Volviendo al tema de «Overlord», los británicos tendrían disponibles para la fecha prevista, en mayo o en junio, casi dieciséis divisiones, con sus unidades, las tropas de las lanchas de desembarco, las antiaéreas y las tres armas, que sumaban en total algo más de medio millón de hombres; serían algunos de nuestros mejores soldados, incluidos los hombres entrenados para la batalla procedentes del Mediterráneo. Además, los británicos contarían con todo lo necesario que pudiera darles la Armada británica para ocuparse del transporte y para proteger al Ejército, además de las Fuerzas Aéreas metropolitanas, con unos cuatro mil aviones británicos de primera línea en acción permanente. Los estadounidenses comenzaban entonces a importar tropas. Hasta ese momento habían enviado fundamentalmente tropas aéreas y pertrechos para el Ejército pero en los cuatro o cinco meses siguientes yo pensaba que llegarían ciento cincuenta mil hombres o más por mes, lo que haría un total de setecientos a ochocientos mil hombres para mayo. Este movimiento era posible gracias a la derrota de los submarinos en el Atlántico. Yo era partidario de lanzar la operación en el sur de Francia más o menos al mismo tiempo que «Overlord», o en el momento que nos pareciera adecuado. Teníamos que retener a tas tropas enemigas en Italia y de las veintidós o veintitrés divisiones que había en el Mediterráneo irían al sur de Francia tantas como fuera posible y el resto permanecería en Italia.
En Italia era inminente que se produjera una gran batalla. El general Alexander disponía de alrededor de medio millón de hombres a sus órdenes. Había trece o catorce divisiones aliadas frente a nueve o diez alemanas. El tiempo había sido malo y varios puentes habían sido arrasados pero en diciembre teníamos la intención de seguir adelante con el general Montgomery al frente del Octavo Ejército. Se haría un desembarco anfibio cerca del Tíber y, al mismo tiempo, el Quinto Ejército trabaría un duro combate para retener al enemigo. Esto podía convertirse en un Stalingrado en miniatura. No teníamos intenciones de entrar en la parte más ancha de Italia sino de ocupar la estrecha pierna.
Stalin dijo que debía advertirme de que el Ejército Rojo dependía del éxito de nuestra invasión al norte de Francia. Si no había operaciones en mayo de 1944 el Ejército Rojo pensaría que no habría ninguna operación durante todo ese año. Las condiciones meteorológicas serían malas y habría dificultades con el transporte. Si la operación no tenía lugar no quería que el Ejército Rojo se desilusionara porque las desilusiones sólo creaban animosidad. Si no se producía un gran cambio en la guerra europea en 1944 a los rusos les costaría mucho seguir adelante. Estaban cansados de la guerra. Temía que sus tropas se sintieran aisladas. Por eso trataba de averiguar si «Overlord» se emprendería en la fecha prometida. De lo contrario tendría que tomar medidas para evitar la animosidad del Ejército Rojo. Era sumamente importante.
Le dije que seguro que se llevaba a cabo «Overlord», a menos que el enemigo llevara a Francia unas tropas superiores a las que podían reunir allí los estadounidenses y los británicos. Si los alemanes disponían de entre treinta y cuarenta divisiones en Francia no me parecía que la fuerza que íbamos a transportar al otro lado del canal de la Mancha fuera capaz de resistir. No me daba miedo el desembarco en sí sino lo que ocurriría treinta, cuarenta o cincuenta días después. Sin embargo si el Ejército Rojo entablaba combate con el enemigo y nosotros lo manteníamos ocupado en Italia, y posiblemente los turcos entraban en la guerra, yo pensaba que podíamos ganar.
Stalin dijo que los primeros pasos de «Overlord» tendrían un buen efecto en el Ejército Rojo y que si él sabía que tendría lugar en mayo o junio ya podía ir preparando ataques contra Alemania. La primavera era el mejor momento. Marzo y abril eran meses de poca actividad durante los que podía concentrar tropas y material para atacar en mayo y junio. Alemania no dispondría de tropas para Francia. Constantemente estaban enviando al este divisiones alemanas. Los alemanes le temían a su frente oriental porque no había ningún canal que cruzar ni ninguna Francia que invadir. Los alemanes temían el avance del Ejército Rojo y éste avanzaría cuando viera que le llegaba ayuda de los aliados. Me preguntó cuándo comenzaría «Overlord».
Le dije que no podía revelarle la fecha de la operación sin el consentimiento del presidente pero que le daríamos la respuesta a la hora de comer y que creía que sería de su agrado.
Tras un breve intervalo Stalin y yo nos dirigimos por separado a las habitaciones del presidente donde nos había invitado a una comida, sólo nosotros tres y nuestros intérpretes. Entonces Roosevelt le dijo que los dos estábamos de acuerdo en lanzar «Overlord» durante el mes de mayo. Evidentemente Stalin quedó muy satisfecho y aliviado con este compromiso solemne y directo que habíamos hecho los dos. La conversación versó a partir de entonces sobre temas más ligeros y la única parte de la que tengo constancia fue la cuestión de la salida de Rusia a los mares y los océanos. Siempre me había parecido mal, y susceptible de generar peleas desastrosas, que una masa continental gigantesca como el imperio ruso, con casi doscientos millones de habitantes, no tuviera durante el invierno ningún acceso efectivo al mar.
Tras un breve intervalo comenzó la tercera sesión plenaria, como antes, en la embajada rusa a las cuatro de la tarde. Estábamos todos presentes y en total éramos casi treinta. El general Brooke anunció entonces que después de reunirse en una sesión conjunta los jefes del Estado Mayor de Estados Unidos y de Gran Bretaña nos habían recomendado que la operación «Overlord» comenzara en mayo, «conjuntamente con una operación de apoyo contra el sur de Francia a la mayor escala que permitan las lanchas de desembarco que estén disponibles en ese momento».
Stalin dijo que comprendía la importancia de la decisión y las dificultades inherentes a su puesta en práctica. El momento más peligroso de «Overlord» sería cuando se dispersaran después de desembarcar porque entonces los alemanes podían enviar tropas desde el este para obstaculizar la operación todo lo posible. Para evitar el desplazamiento desde el este de una cantidad considerable de fuerzas alemanas se comprometía a organizar una ofensiva rusa a gran escala en mayo[42]. Le pregunté si habría alguna dificultad en que los tres estados mayores concertaran planes de encubrimiento. Stalin explicó que los rusos habían utilizado muchos engaños, como carros de combate, aviones y aeródromos falsos y que hasta el engaño radiofónico había demostrado su eficacia. Estaba totalmente de acuerdo en que los estados mayores colaboraran para trazar planes conjuntos de engaño y encubrimiento. «En la guerra —dije—, la verdad es tan valiosa que siempre debe ir escoltada por mentiras». Stalin y sus camaradas apreciaron mucho este comentario, cuando les fue traducido y así acabó alegremente nuestra conferencia formal.
Hasta entonces nos habíamos reunido en la embajada soviética para celebrar nuestras conferencias o las comidas. Entonces les solicité que quería ser el anfitrión de la tercera cena, que se celebraría en la legación británica. Y esto no se prestaba a discusión. Tanto Gran Bretaña como yo veníamos primero alfabéticamente y por edad ya que tenía cuatro o cinco años más que Roosevelt o que Stalin. Con siglos de diferencia éramos el más antiguo de los tres gobiernos y podría haber añadido, aunque no lo hice, que el que llevaba más tiempo en la guerra. Y por último, que el treinta de noviembre había sido mi cumpleaños. Estos argumentos, en particular el último, fueron decisivos, de modo que se hicieron todos los preparativos para celebrar una cena para casi cuarenta comensales que incluía no sólo a los jefes políticos y militares sino a algunos de los principales miembros de sus equipos. La policía política soviética, el NKVD, insistió en registrar la legación británica de arriba abajo y revisaron detrás de todas las puertas y debajo de cada cojín antes de la llegada de Stalin; alrededor de cincuenta policías rusos armados, al mando de su propio general, se apostaron cerca de todas las puertas y ventanas. Los encargados de la seguridad estadounidense también fueron bastante conspicuos. Sin embargo todo se desarrolló con mucha cordialidad. Stalin, que llegó protegido por una fuerte escolta, estaba de un humor excelente y el presidente, desde su silla de ruedas, nos sonreía a todos con satisfacción y cordialidad.
Ésta fue una ocasión memorable en mi vida. Sentado a mi derecha estaba el presidente de Estados Unidos y a mi izquierda el amo de Rusia. Entre los tres controlábamos buena parte del predominio de la fuerza naval y tres cuartas partes de todas las fuerzas aéreas del mundo y podíamos dirigir ejércitos de casi veinte millones de hombres combatiendo en la guerra más terrible que se hubiese desarrollado hasta entonces en la historia de la humanidad. No podía evitar sentirme satisfecho de todo lo que habíamos avanzado en el camino hacia la victoria desde el verano de 1940, cuando estábamos solos y, dejando aparte a la Armada y la fuerza aérea, prácticamente desarmados frente al poderío triunfante e intacto de Alemania e Italia que tenían en su poder a casi toda Europa y sus recursos. El regalo de cumpleaños de Roosevelt fue un hermoso jarrón de porcelana persa que aunque se hizo añicos en el viaje de regreso ha sido reconstruido de maravilla y constituye uno de mis tesoros.
Durante la cena mantuve una conversación muy agradable con mis dos augustos invitados. Stalin repitió la pregunta que había formulado en la conferencia:
«¿Quién comandará “Overlord”?». Le respondí que el presidente todavía no había tomado una decisión definitiva pero que yo estaba casi seguro de que sería el general Marshall, que estaba sentado delante de nosotros, no muy lejos, y así se había mantenido hasta la fecha. Evidentemente quedó muy satisfecho con esta noticia. Entonces se refirió al general Brooke: dijo que pensaba que los rusos no le caían bien porque había sido muy brusco y duro con ellos en la primera reunión que celebramos en Moscú en agosto de 1942. Lo tranquilicé diciendo que los militares tienen tendencia a ser categóricos y cortantes cuando tratan de problemas bélicos con sus colegas profesionales. Stalin dijo que eso era lo que más les gustaba de ellos y miró fijamente a Brooke que se encontraba al otro lado del comedor.
Llegado el momento propuse un brindis a la salud de mis ilustres invitados y el presidente propuso otro a mi salud deseándome un muy feliz cumpleaños. Lo mismo hizo Stalin en la misma tesitura.
A continuación se propusieron muchos brindis informales siguiendo la costumbre rusa, sin duda muy adecuada para banquetes de este tipo. Hopkins pronunció un discurso formulado con humor durante el que dijo que había realizado «un estudio muy largo y minucioso de la Constitución británica, que no está escrita, y del gabinete de Guerra, cuyos poderes y composición no están demasiado definidos». Como consecuencia de este estudio, dijo, «he sabido que las disposiciones de la Constitución británica y las facultades del gabinete de Guerra son exactamente como Winston Churchill quiere que sean en un momento determinado», lo que provocó una carcajada general. El lector de estas líneas sabe que esta afirmación jocosa tiene escaso fundamento. Es cierto que el Parlamento y mis colegas del gabinete me dieron una cantidad considerable de fiel apoyo en la dirección de la guerra, que puede que no tuviera precedentes, y que fueron muy pocas las cuestiones importantes en las que no me hicieron caso, pero con cierto orgullo recordé a mis dos grandes camaradas que, en más de una ocasión, yo era el único de los tres que podía ser destituido en cualquier momento por el voto de una cámara de los Comunes elegida libremente por sufragio universal o que podía ser controlado día a día según el parecer de un gabinete de Guerra que representaba a todos los partidos del Estado. El mandato del presidente era fijo y sus poderes, no sólo como presidente sino también como comandante en jefe, eran casi absolutos según la Constitución de Estados Unidos. Stalin parecía ser todopoderoso en Rusia y en ese momento seguro que lo era. Ellos podían ordenar; yo tenía que convencer y estaba satisfecho de que así fuese. El proceso era laborioso pero no tenía ningún motivo para quejarme de la manera en que funcionaba.
A medida que continuó la cena hubo muchos discursos y casi todas las figuras principales, incluidos Mólotov y el general Marshall, hicieron su aportación. Pero el discurso que destaca en mi memoria fue el del general Brooke. Cito la versión que tuvo la bondad de escribir para mí.
«A mitad de la cena —dijo— el presidente tuvo la amabilidad de proponer un brindis a mi salud haciendo referencia a la época en la que mi padre iba a ver al suyo a Hyde Park. Cuando estaba terminando, y mientras yo pensaba en lo agradable que iba a ser responder a unas palabras tan amables, Stalin se puso de pie diciendo que él acabaría el brindis. Entonces comenzó a insinuar que yo no había mostrado verdaderos sentimientos de amistad hacia el Ejército Rojo, que no valoraba realmente sus excelentes cualidades y que esperaba que en el futuro fuera capaz de manifestar más camaradería hacia los soldados del Ejército Rojo.
»Estas acusaciones me dejaron muy sorprendido y no sabía en qué se fundaban. No obstante conocía a Stalin lo suficiente para saber que si permanecía impasible antes estos insultos perdería todo el respeto que me tuviera y que continuaría con estos ataques en el futuro.
»Por consiguiente me puse de pie para agradecer con profusión al presidente por su amabilidad y a continuación me dirigí a Stalin más o menos con las palabras siguientes:
»“Y ahora, mariscal, permítame que me refiera a su brindis. Me sorprende que le parezca necesario lanzarme unas acusaciones totalmente infundadas. Recordará que esta mañana, mientras hablaban de planes de encubrimiento, el señor Churchill dijo que ‘en la guerra, la verdad debe ir escoltada por mentiras’. Recordará también que usted mismo nos dijo que en todas sus grandes ofensivas siempre mantenía ocultas ante el mundo exterior sus verdaderas intenciones. Nos dijo que siempre concentraba carros de combate y aviones falsos en los frentes que eran de un interés inmediato, mientras que ocultaba sus verdaderas intenciones bajo un manto de total secreto”.
»“Pues bien, mariscal, se ha dejado engañar por mis carros de combate y mis aviones falsos y no se ha fijado en la auténtica amistad que siento por el Ejército Rojo ni en la gran camaradería que siento por todos sus miembros”».
Mientras Pávlov le traducía todo esto, frase por frase, a Stalin, yo observaba atentamente su expresión, que era inescrutable; pero al final se volvió hacia mí y me dijo con evidente satisfacción: «Me gusta ese hombre. Dice la verdad. Después tengo que hablar con él».
Al final pasamos a la antecámara donde todo el mundo se fue moviendo y cambiando de grupo. Me pareció que nunca había reinado en la gran alianza mayor solidaridad y camaradería. No había invitado a la cena a Randolph ni a Sarah pero llegaron mientras se hacía el brindis por mi cumpleaños; entonces Stalin los reconoció y los saludó con mucho afecto; evidentemente el presidente los conocía bien.
Mientras daba vueltas por la sala vi que Stalin estaba en un círculo pequeño, cara a cara con «Brookie» como lo llamaba yo. El general continúa su relato:
«Al salir del comedor el primer ministro me dijo que se había puesto un poco nervioso al pensar en lo que diría cuando mencioné lo de la verdad y las mentiras. Sin embargo me animó diciéndome que mi respuesta al brindis había producido el efecto adecuado en Stalin. Por consiguiente decidí reanudar el ataque en la antecámara. Me dirigí a Stalin y le dije lo sorprendido que estaba, y lo dolido, de que le pareciera necesario formular semejantes acusaciones contra mí en su brindis. De inmediato respondió, a través de Pávlov, que “las mejores amistades son las que parten de un malentendido” y me estrechó la mano afectuosamente».
Me pareció que se habían dispersado todas las nubes y de hecho la confianza de Stalin en mi amigo se estableció sobre una base de respeto y conciliación que no se alteró jamás mientras trabajamos todos juntos.
Debían de ser más de las dos de la mañana cuando finalmente nos separamos. El mariscal se entregó a su escolta y partió, y trasladaron al presidente a sus dependencias en la embajada soviética. Me fui a la cama cansado pero contento, seguro de que todo había salido bien. No cabe duda de que fue un feliz cumpleaños para mí.
El uno de diciembre finalizaron nuestras largas y duras conversaciones en Teherán. Las conclusiones militares rigieron en general el futuro de la guerra. Se fijó para mayo la invasión al otro lado del canal de la Mancha, naturalmente sujeta a las mareas y a la luna. Contaría con la colaboración de una nueva gran ofensiva rusa. A primera vista me gustaba la propuesta de ataque a la costa sur de Francia por parte de los ejércitos aliados en Italia. El proyecto no había sido examinado en detalle pero el hecho de que contara con la aprobación tanto de los estadounidenses como de los rusos facilitaba la obtención de las lanchas de desembarco necesarias para el éxito de nuestra campaña en Italia y para capturar Roma, sin la que habría sido un fracaso. Evidentemente me atraía más la alternativa que sugería el presidente de un movimiento de la mano derecha desde Italia, pasando por Istria y Trieste, con la intención en definitiva de llegar hasta Viena a través del pasillo de Liubliana. Para todo esto faltaban cinco o seis meses. Habría tiempo suficiente para tomar una decisión definitiva a medida que se fuera perfilando la guerra general si la actividad de nuestros ejércitos en Italia no quedaba paralizada al privarlos de las pocas lanchas de desembarco que necesitaban. Quedaban pendientes muchos planes anfibios o semianfibios. Yo esperaba que se descartaran las operaciones marítimas en el golfo de Bengala lo que, como veremos en el próximo capítulo, ocurrió finalmente. Me alegraba tener la impresión de que se mantenían todavía varias opciones importantes. Renovaríamos nuestros grandes esfuerzos para atraer a Turquía a la guerra, con todo lo que esto traía aparejado en el Egeo, y las consecuencias que tendría en el mar Negro. En esto nos llevaríamos una desilusión. Examinando todo el escenario militar, al separarnos en un clima de amistad y unidad de finalidades inmediatas, yo personalmente me sentía muy satisfecho.
Los aspectos políticos eran al mismo tiempo más remotos y especulativos. Evidentemente dependían de los resultados de las grandes batallas que todavía quedaban por librar y, después de eso, del estado de ánimo de cada uno de los aliados cuando se alcanzara la victoria. No habría estado bien que en Teherán las democracias occidentales fundamentaran sus planes en sospechas sobre la actitud rusa a la hora del triunfo y cuando hubieran desaparecido todos los peligros. La promesa de Stalin de entrar en guerra contra Japón en cuanto Hitler fuera derrocado y sus ejércitos fueran vencidos tenía la máxima importancia. La esperanza del futuro se encontraba en acabar la guerra lo antes posible y en establecer un instrumento mundial para impedir otra partiendo de la fuerza conjunta de las tres grandes potencias, cuyos líderes se habían dado la mano en torno a la mesa en señal de amistad.
Habíamos logrado un alivio para Finlandia que, en gran medida, sigue vigente en la actualidad. Se habían esbozado a grandes rasgos las fronteras de la nueva Polonia tanto en el este como en el oeste. La «línea Curzon», sujeta a interpretación en el este, y la línea del Oder, en el oeste, parecían brindarle al pueblo polaco una morada legítima y duradera después de tanto sufrimiento. En ese momento todavía no se había planteado la cuestión entre el Nysa oriental y el occidental, que fluyen juntos para formar el río Oder. Cuando surgió en julio de 1945, de forma violenta y en condiciones totalmente diferentes, en la conferencia de Potsdam declaré en seguida que Gran Bretaña sólo estaba de acuerdo con el afluente oriental y sigo manteniendo la misma posición.
En ese momento la cuestión suprema del tratamiento que darían a Alemania los vencedores sólo podía depender de «un estudio preliminar de un inmenso problema político» y, como lo describió Stalin, «muy preliminar, sin duda». No hay que olvidar que nos encontrábamos en medio de una lucha terrible con el enorme poder nazi. Nos rodeaban todos los peligros de la guerra y prevalecían en nuestra mente todas sus pasiones, como la camaradería entre aliados y el castigo al enemigo común. Los proyectos tentativos del presidente para dividir Alemania en cinco estados autónomos y dos territorios, que tuvieron consecuencias vitales, sometidos a las Naciones Unidas fueron sin duda mucho más aceptables para Stalin que mi propuesta de aislar a Prusia y de constituir una confederación en el Danubio o una Alemania del sur y también una confederación del Danubio. Esto no era más que mi opinión personal. Pero no me arrepiento en absoluto de haberla planteado dadas las circunstancias que nos rodeaban en Teherán.
Todos sentíamos un intenso temor al poder de una Alemania unificada. Prusia tenía una gran historia propia. Sería posible en mi opinión llegar con ella a un acuerdo de paz severo pero honorable y, al mismo tiempo, recrear bajo una forma moderna lo que había sido, en líneas generales, el imperio austrohúngaro, del que bien se había dicho que «si no existiera habría que inventarlo». Éste sería un gran ámbito en el que podían imperar no sólo la paz sino la amistad mucho antes que con cualquiera otra solución. Así podría formarse una Europa unificada en la que todos, los vencedores y los vencidos, pudieran encontrar una base segura para la vida y la libertad de tantos millones de personas atormentadas.
No siento que se haya interrumpido la continuidad de mi pensamiento en esta esfera inmensa. Pero en el terreno de los hechos se han producido grandes y desastrosos cambios. Las fronteras polacas sólo existen de nombre y Polonia se estremece en poder de la Rusia comunista. Cierto que Alemania ha sido dividida, pero sólo mediante una horrible división en zonas de ocupación militar. Sobre esta tragedia lo único que cabe decir es que no puede durar.