Capítulo XVI
MOSCÚ. SE ESTABLECEN RELACIONES
Me desperté tarde la mañana siguiente en mis lujosas habitaciones. Era el jueves trece de agosto, que yo siempre recordaba como el «aniversario de la batalla de Blenheim»[22]. A mediodía tenía previsto ir a ver a Mólotov al Kremlin para explicarle con mayor claridad y más en detalle las características de las distintas operaciones que pensábamos emprender. Señalé lo perjudicial que resultaría para la causa común el hecho de que, debido a las recriminaciones por dejar de lado el «Mazo», nos viéramos obligados a ponernos públicamente en contra de estas empresas. También expliqué de forma más detallada el entorno político de la «Antorcha». Escuchó con afabilidad pero sin aportar nada. Le pregunté si podía ir a ver a Stalin esa noche a las diez, y después me envió recado de que le venía mejor a las once, y que si, como los temas que trataríamos serían los mismos que los de la noche anterior, quería que me acompañara Harriman. Le dije que no sólo él, sino también Cadogan, Brooke, Wavell y Tedder que mientras tanto habían llegado sanos y salvos de Teherán en un avión ruso. Podrían haber sufrido un incendio muy grave en su Liberator.
Antes de abandonar la sala de este diplomático rígido y cortés me volví hacia él y le dije: «Stalin cometería un grave error si nos tratara mal después de haber llegado tan lejos». Por primera vez Mólotov se relajó: «Stalin —dijo— es un hombre muy sabio. Puede tener la seguridad de que, aunque discuta, lo entiende todo. Le diré lo que ha dicho».
Regresé a la Villa del Estado antes de la hora de comer. Hacía un tiempo espléndido, justo como más nos gusta en Inglaterra las pocas veces que está así, de modo que se me ocurrió que podíamos recorrer la finca. La Villa del Estado era una espléndida casa solariega, totalmente nueva, que se alzaba en medio de sus propios céspedes y jardines, en un bosque de abetos de alrededor de ocho hectáreas. Era muy agradable pasear por allí y en este hermoso clima de agosto era un placer tumbarse sobre la hierba o las agujas de pino. Había varias fuentes y un gran estanque de cristal lleno de muchos tipos de peces de colores tan mansos que venían a comer de mi mano. Me propuse ir a darles de comer todos los días. Alrededor de todo esto había una empalizada, tal vez de unos cuatro metros y medio de altura, protegida a ambos lados por policías y soldados en cantidades considerables. A unos noventa metros de la casa había un refugio antiaéreo. A la primera oportunidad nos llevaron hasta allí. Era de los más nuevos y más lujosos. En cada extremo había un ascensor para descender unos veinticinco o veintiséis metros bajo tierra. Allí había ocho o diez habitaciones grandes dentro de una caja de hormigón de un grosor impresionante. Las habitaciones estaban separadas entre sí por pesadas puertas corredizas. Tenían luces brillantes y muebles elegantes, suntuosos y de colores fuertes. Me gustaron más los peces de colores.
Todos acudimos al Kremlin a las once de la noche, donde nos recibieron sólo Stalin y Mólotov, con su intérprete. Entonces comenzó una discusión sumamente desagradable. Le dije que tenía que comprender que habíamos tomado una decisión sobre el camino a seguir y que eran inútiles los reproches. Discutimos por espacio de unas dos horas, durante las que dijo muchas cosas desagradables, sobre todo con respecto a que teníamos demasiado miedo de luchar contra los alemanes y que, si lo intentábamos, como habían hecho ellos, veríamos que no estaba tan mal; que no habíamos cumplido nuestra promesa sobre el «Mazo»; que no le habíamos entregado a Rusia los suministros que les habíamos prometido y que sólo les habíamos enviado lo que quedaba después de sacar todo lo que necesitábamos para nosotros. Aparentemente las quejas se dirigían tanto a Estados Unidos como a Gran Bretaña.
Rechacé de plano todas estas opiniones pero sin provocaciones de ningún tipo. Supongo que no estaba acostumbrado a que lo contradijeran tantas veces, aunque no se enfadó en absoluto; ni siquiera se exaltó. Reiteró su impresión de que los británicos y los estadounidenses podrían desembarcar entre seis y ocho divisiones en la península de Cherburgo ya que tenían el dominio del espacio aéreo. Le parecía que si el ejército británico llevara tanto tiempo luchando contra los alemanes como el ejército ruso no les tendría tanto miedo. Los rusos y, de hecho, también la Fuerza Aérea británica, habían demostrado que era posible derrotar a los alemanes. Y lo mismo podía hacer la infantería británica si actuaban al mismo tiempo que los rusos.
Interrumpí diciendo que perdonaba los comentarios que había hecho Stalin porque conocía la valentía del ejército ruso. La propuesta de un desembarco en Cherburgo pasaba por alto la existencia del canal de la Mancha. Al final, Stalin dijo que no podíamos seguir así. Que tenía que aceptar nuestra decisión. Abruptamente nos invitó a cenar al día siguiente a las ocho.
Acepté la invitación y le dije que pensaba despegar en cuanto amaneciera, al día siguiente, es decir, el quince, ante lo que Joe se mostró algo preocupado y me preguntó si no me podía quedar más tiempo. Le dije que sin duda, si servía para algo, y que de todos modos estaba dispuesto a esperar un día más. Entonces exclamé que su actitud no manifestaba ninguna camaradería. Yo había hecho un viaje muy largo para establecer una buena relación de trabajo. Habíamos hecho todo lo posible por ayudar a Rusia y seguiríamos haciéndolo. Nos habían dejado totalmente solos durante un año contra Alemania e Italia. Ahora que se habían aliado las tres grandes naciones la victoria estaba asegurada siempre que nos mantuviéramos unidos, y más cosas por el estilo. Me exalté un poco en esta parte y, antes de que se lo pudieran traducir, hizo el comentario de que le gustaba el tono con el que hablaba. A continuación se reanudó la conversación en un ambiente algo menos tenso.
Se puso a hablar largo rato sobre dos morteros de trinchera rusos que disparaban cohetes que, según declaró, tenían un efecto devastador, y de los que se ofreció a hacer una demostración a nuestros expertos si podían esperar. Dijo que nos brindaría toda la información sobre ellos y preguntó si no le daríamos nada a cambio. ¿No deberíamos firmar un acuerdo de intercambio de información sobre los inventos? Le dije que le daríamos todo, sin ningún tipo de negociación, salvo aquellos artilugios que, si se transportaban en aviones sobre las líneas enemigas y eran abatidos dificultarían más nuestro bombardeo de Alemania. Estuvo de acuerdo, y también aceptó que sus autoridades militares se reunieran con nuestros generales; se fijó la reunión para las tres de la tarde. Dije que necesitarían como mínimo cuatro horas para tratar de lleno las diversas cuestiones teóricas relacionadas con el «Mazo», el «Rodeo» y la «Antorcha». En un momento dado comentó que la «Antorcha» era «militarmente correcta» pero que el aspecto político requería un poco más de delicadeza, es decir, que había que manejarlo con más cuidado. De vez en cuando volvía al tema del «Mazo», refunfuñando. Cuando dijo que no habíamos cumplido lo prometido le respondí: «Rechazo esa afirmación. Hemos cumplido todas las promesas», y señalé el memorándum que entregué a Mólotov[23]. Pidió una especie de disculpa, diciendo que estaba expresando sus opiniones francas y sinceras, que no había recelos entre nosotros sino sólo una diferencia de puntos de vista.
Por último le pregunté por el Cáucaso: si iba a defender la cadena montañosa y con cuántas divisiones, ante lo que solicitó un modelo en relieve y, con aparente franqueza y evidente conocimiento, explicó lo fuerte que era esta barrera para la que, dijo, disponían de veinticinco divisiones. Señaló los diversos pasos y afirmó que estarían defendidos. Pregunté si estaban fortificados y respondió: «Sí, claro». La línea del frente ruso, que el enemigo no había alcanzado todavía, se encontraba al norte de la cadena principal. Dijo que tendrían que resistir dos meses más y que entonces, con la nieve, las montañas resultarían infranqueables. Declaró que confiaba bastante en su capacidad para conseguirlo, y también habló con detalle del poderío de la flota del mar Negro concentrada en Batumi.
Toda esta parte de la conversación fue más fluida, pero cuando Harriman preguntó por los planes para permitir que los aviones estadounidenses sobrevolaran Siberia, a lo que los rusos habían consentido hacía poco tras mucha insistencia por parte estadounidense, respondió, cortante: «Las guerras no se ganan con planes». Harriman me apoyó en todo y ninguno de los dos cedió ni un ápice ni elevó el tono de voz.
Stalin saludó y me tendió la mano al marcharse y yo se la estreché.
El catorce de agosto envié el siguiente informe al gabinete de Guerra:
Buscamos alguna explicación de este comportamiento y su transformación después del buen entendimiento que habíamos alcanzado la noche anterior. Me parece que lo más probable es que su Consejo de Comisarios no tomara tan bien como él las noticias que yo traía. Es posible que tengan más poder de lo que suponemos y que sepan menos. Puede que quisiera dejar constancia de su postura, a efectos futuros y por ellos, y también que estuviera desahogándose. Cadogan dice que se produjo un endurecimiento similar después del comienzo de la entrevista con Eden en Navidad y Harriman dice que también utilizaron esta técnica al principio de la misión de Beaverbrook.
Después de pensarlo mucho, opino que en el fondo de su corazón, si es que tiene uno, Stalin sabe que tenemos razón y que seis divisiones para el «Mazo» no le servirán de nada este año. Además, estoy seguro de que su firme y rápido discernimiento militar lo convierte en un fuerte defensor de la «Antorcha». No me extrañaría que nos diera alguna satisfacción; yo todavía tengo esperanzas. De todos modos, estoy seguro de que esta salida ha sido mejor que cualquier otra. En ningún momento se hizo la menor referencia a que no siguieran luchando y pienso que Stalin está convencido de que vamos a ganar. […]
Esa noche asistimos a una cena oficial en el Kremlin en la que estuvieron presentes unas cuarenta personas, incluidos varios comandantes militares, miembros del Politburó y otros altos funcionarios. Stalin y Mólotov hicieron los honores con gran cordialidad. Estas cenas eran largas y desde el principio se proponían muchos brindis y se respondía a ellos con discursos muy breves. Se han dicho muchas tonterías sobre que estas cenas soviéticas se convertían en auténticas juergas pero esto no tiene nada de cierto. El mariscal y sus colegas siempre bebían de copas diminutas, y no bebían más que un sorbo por cada brindis. Y yo estaba muy bien educado.
Durante la cena Stalin mantuvo conmigo una animada conversación a través del intérprete, Pávlov. «Hace algunos años —dijo— recibimos la visita de George Bernard Shaw y lady Astor». Lady Astor sugirió que teníamos que invitar a Moscú a Lloyd George, a lo que Stalin respondió: «¿Por qué habríamos de invitarlo si era el principal defensor de la intervención?». A lo que lady Astor respondió: «No es cierto; fue Churchill quien lo indujo a error». «De todos modos —dijo Stalin—, Lloyd George era el jefe del Gobierno y era de izquierdas. Era responsable y preferimos a un enemigo declarado que a un falso amigo». «De todos modos, Churchill está acabado, por fin», dijo lady Astor. «No estoy tan seguro —le respondió Stalin—. Si el pueblo inglés sufre una gran crisis es posible que recurra al viejo caballito de batalla». En este punto le interrumpí para decir: «Hay mucho de cierto en lo que ella dijo. Tuve mucha participación en la intervención y no quiero que piense lo contrario». Me dirigió una sonrisa amistosa, de modo que dije: «¿Me ha perdonado?». A lo que respondió el intérprete, Pávlov: «Dice el primer ministro Stalin que todo eso es pasado y el pasado le pertenece a Dios».
En el transcurso de una de mis conversaciones posteriores con Stalin le dije: «Lord Beaverbrook me ha dicho que cuando estuvo con su misión en Moscú en octubre de 1941 usted le preguntó: “¿Qué quiso decir Churchill cuando declaró en el Parlamento que me había advertido del inminente ataque alemán?”. Evidentemente —le dije—, me refería al telegrama que le envié en abril de 1941», y le enseñé el telegrama que sir Stafford Cripps le había entregado con tanto retraso. Cuando se lo leyeron y se lo tradujeron Stalin se encogió de hombros: «Lo recuerdo. No necesitaba ninguna advertencia. Ya sabía que habría guerra pero pensé que podía ganar seis meses más». Por la causa común me abstuve de preguntarle qué habría sido de todos nosotros si nos hubiéramos hundido para siempre mientras él le proporcionaba a Hitler un material, un tiempo y una ayuda tan valiosos.
En cuanto pude envié a Attlee y al presidente una versión más formal del banquete.
La cena transcurrió en un clima muy amistoso y con la habitual ceremonia rusa. Wavell pronunció un discurso excelente en ruso. Propuse un brindis a la salud de Stalin y Alexander Cadogan, a la muerte y condenación de los nazis. Aunque estaba sentado a la derecha de Stalin no tuve oportunidad de hablar de temas serios. Nos hicieron fotos juntos, y también con Harriman. Stalin pronunció un discurso bastante largo proponiendo un «Servicio de Inteligencia», durante el que hizo una curiosa referencia a los Dardanelos en 1915 diciendo que los británicos habían ganado y que los alemanes y los turcos todavía se estaban retirando, pero que no lo sabíamos porque el servicio de información no funcionaba bien. Es evidente que este punto de vista, aunque inexacto, pretendía ser un cumplido para mí.
2. Me fui alrededor de la una y media de la mañana porque temía que quisieran proyectarnos una larga película y estaba cansado. Cuando me despedí de Stalin dijo que las diferencias que había sólo eran de método. Le dije que trataría de superar incluso esas diferencias por medio de los hechos. Me retiré, tras un cordial apretón de manos, y empecé a atravesar la sala llena de gente, pero se apresuró a seguirme y me acompañó un largo trayecto, por corredores y escaleras, hasta la puerta principal donde volvimos a estrecharnos las manos.
3. Puede que en el informe que envié sobre la reunión del jueves por la noche adoptara un punto de vista demasiado sombrío. Me parece que tengo que ser más indulgente después de la terrible desilusión que sienten aquí porque no podamos hacer nada más por ayudarlos en su tremenda lucha. Al final, se han tragado esta amarga píldora. Ahora lo que tenemos que hacer es acelerar la «Antorcha» y derrotar a Rommel.
Me había sentido ofendido por muchas cosas que se dijeron en la conferencia pero hice muchas concesiones por las presiones que sufrían los dirigentes soviéticos, con su extenso frente en llamas y cubierto de sangre a lo largo de casi tres mil kilómetros, con los alemanes a apenas ochenta kilómetros de Moscú y avanzando hacia el mar Caspio. Las discusiones técnicas militares no habían salido bien. Nuestros generales habían hecho todo tipo de preguntas que sus colegas soviéticos no estaban autorizados a responder. La única exigencia soviética era «¡Un segundo frente, ya mismo!». Al final, Brooke se puso firme y la conferencia militar tuvo un final un tanto abrupto.
Teníamos previsto partir al amanecer del día dieciséis. La tarde anterior, a las siete, fui a despedirme de Stalin y mantuvimos una conversación útil e importante. Le pregunté, sobre todo, si podrían defender los pasos de las montañas del Cáucaso y también impedir que los alemanes llegaran hasta el Caspio y se apoderasen de los pozos petrolíferos próximos a Bakú, con todo lo que esto significaba, y después siguieran hacia el sur, pasando por Turquía o Persia. Desplegó el mapa, y después dijo con serena confianza: «Los detendremos. No cruzarán las montañas». Y añadió: «Circulan rumores de que los turcos nos van a atacar en el Turquestán. Si lo hacen, también nos encargaremos de ellos». Le dije que no había ningún peligro de que esto ocurriera porque los turcos tenían la intención de mantenerse al margen y, sin duda, no iba a luchar contra Inglaterra.
Una vez finalizada nuestra conversación de una hora me puse en pie y me despedí. De pronto Stalin pareció incómodo y me dijo, con una cordialidad que todavía no había usado nunca conmigo: «Si se va al amanecer, ¿por qué no vamos a mi casa a beber algo?». Dije que en principio siempre estaba a favor de este tipo de políticas. De modo que me condujo por numerosos pasillos y salas hasta salir a una calzada tranquila, dentro del Kremlin, y al cabo de un par de centenares de metros llegamos al apartamento donde vivía. Me enseñó sus habitaciones, que eran de tamaño mediano, sencillas y dignas, cuatro en total: un comedor, un estudio, un dormitorio y un cuarto de baño grande. Entonces aparecieron primero un ama de llaves muy anciana y después una hermosa niña pelirroja que besó a su padre, como correspondía. Él me miró con satisfacción y me pareció como si dijera: «¿Lo ve? Hasta los bolcheviques tenemos una familia». La hija de Stalin comenzó a poner la mesa y poco después apareció el ama de llaves con algunos platos. Mientras tanto, Stalin se había puesto a descorchar varias botellas con las que empezó a organizar un buen despliegue. Entonces propuso: «¿Y si invitamos a Mólotov? Le preocupa el comunicado. Podríamos resolverlo aquí. Y Mólotov tiene una ventaja: sabe beber». Entonces me di cuenta de que habría una cena. Yo tenía previsto cenar en la Villa del Estado núm. 7 donde me esperaba el general Anders, el comandante polaco, de modo que le pedí a mi nuevo y excelente intérprete, el comandante Birse, que telefoneara para avisar que no regresaría hasta después de medianoche. En ese momento llegó Mólotov. Nos sentamos y, con los dos intérpretes, éramos cinco en total. El comandante Birse había vivido veinte años en Moscú y se entendió muy bien con el mariscal, con el que mantuvo durante un rato una animada conversación en la que no pude participar.
Estuvimos sentados a esta mesa desde las 20.30 hasta las 2.30 de la mañana siguiente, lo que, sumado a mi entrevista anterior, daba un total de más de siete horas. Evidentemente la cena se fue improvisando en el momento, pero poco a poco fue llegando más comida. Picoteamos, como suele ser habitual en Rusia, de una larga serie de exquisiteces, y sorbimos una variedad de vinos excelentes. Mólotov se mostró sumamente afable y Stalin, para aligerar la situación, se burló de él sin piedad.
Al final hablamos sobre los convoyes a Rusia, lo que provocó que hiciera un comentario desagradable y grosero sobre la casi total destrucción de un convoy ártico en junio.
«Pregunta el señor Stalin —dijo Pávlov, vacilante— si la Armada británica no tiene sentido de la gloria». Le respondí: «Puede creerme que lo que se hizo estuvo bien hecho. Realmente sé mucho sobre la Armada y la guerra en el mar». «Esto significa —dijo Stalin— que yo no sé nada». «Rusia es un animal terrestre —dije—; en cambio, los británicos son animales acuáticos». Calló y recuperó su buen humor. Entonces cambié el tema de la conversación hacia Mólotov. «¿Sabía el mariscal que la última vez que su ministro de Asuntos Exteriores estuvo en Washington dijo que estaba decidido a hacer una visita a Nueva York por su cuenta, y que su regreso no se retrasó por ningún fallo del avión sino porque se había ido por ahí?».
Aunque en una cena rusa se puede decir en broma casi cualquier cosa, este comentario hizo que Mólotov se pusiera bastante serio. En cambio, la cara de Stalin se encendió de júbilo al decir: «En realidad no fue a Nueva York sino a Chicago, donde viven los demás gángsteres».
Una vez reanudadas así por completo las relaciones seguimos conversando. Planteé la cuestión de un desembarco británico en Noruega con apoyo ruso y expliqué que si podíamos apoderarnos del cabo Norte en invierno y destruir a los alemanes que había allí quedaría abierto el camino de los convoyes. Esta idea siempre fue, y así ha sido considerada, uno de mis planes favoritos. A Stalin parecía atraerle mucho y, después de hablar de formas y medios, acordamos llevarla a cabo en la medida de lo posible.
Ya era más de medianoche y Cadogan no había aparecido con el borrador del comunicado.
—Dígame —pregunté—: las tensiones de esta guerra, ¿han sido tan malas para usted como llevar a cabo la política de las granjas colectivas?
Este tema enardeció en seguida al mariscal.
—No, no —dijo—; la política de las granjas colectivas fue una lucha terrible.
—Me imaginé que le habría parecido mal —le dije— porque no se trataba de un puñado de miles de aristócratas o grandes terratenientes sino de millones de hombres humildes.
—Diez millones —dijo, alzando las manos—. Fue espantoso. Duró cuatro años. Era absolutamente necesario para Rusia si queríamos evitar hambrunas periódicas labrar la tierra con tractores. Teníamos que mecanizar nuestra agricultura. Cuando entregábamos tractores a los campesinos todos quedaban estropeados al cabo de pocos meses. Las únicas que podían ocuparse de los tractores eran las granjas colectivas que tenían talleres. Nos costó mucho explicárselo a los campesinos. No tenía sentido discutir con ellos. Cuando uno le ha dicho a un campesino todo lo que tiene que decirle él dice que tiene que ir a su casa a consultarlo con su mujer, y tiene que consultarlo con su pastor.
Nunca había oído esta expresión en este contexto.
—Después de consultarlo con ellos siempre responde que no quiere granjas colectivas y que prefiere arreglárselas sin los tractores.
—¿Eran los que llamaban kulaks?
—Sí —respondió, aunque sin repetir la palabra; y añadió, tras una pausa—: Fue todo muy malo, y difícil, pero necesario.
—¿Qué ocurrió?
—Pues —dijo—, que muchos aceptaron lo que les proponíamos. A algunos les dimos su propia tierra para que la cultivaran, en la provincia de Tomsk o en la provincia de Irkutsk, o más al norte, pero la gran mayoría fueron muy impopulares y sus trabajadores los eliminaron.
Hubo una pausa considerable; después añadió:
—No sólo hemos incrementado considerablemente el suministro de provisiones sino que hemos mejorado la calidad de los cereales de forma inconmensurable. Antes se cultivaban todo tipo de cereales. Ahora nadie está autorizado a sembrar más que el cereal soviético estándar, de un extremo a otro del país. Si alguien lo hace recibe un duro castigo. Esto supone otro gran incremento de las provisiones.
Apunto estos recuerdos a medida que me vienen a la memoria, así como la fuerte impresión que me produjo en ese momento pensar en millones de hombres y mujeres eliminados o desplazados para siempre. Sin duda llegará una generación que desconozca sus miserias, pero seguro que tendrá más que comer y bendecirá el nombre de Stalin. No repetí la máxima de Burke: «Si no puedo tener reforma sin injusticia prefiero que no haya reforma». A nuestro alrededor se estaba librando una guerra mundial así que parecía inútil moralizar en voz alta.
A eso de la una de la mañana llegó Cadogan con el borrador del comunicado y nos pusimos a trabajar para darle una forma definitiva. Trajeron a la mesa un cochinillo de un tamaño considerable. Hasta ese momento Stalin apenas había probado los platos, pero entonces ya era casi la una y media, más o menos la hora en que solía cenar. Invitó a Cadogan a sumarse con él al conflicto y, como mi amigo se excusó, nuestro anfitrión se lanzó sobre su víctima él solo. Una vez cumplido su objetivo se marchó bruscamente a la habitación contigua a recibir los informes de todos los sectores del frente, que le entregaban a partir de las dos de la mañana. Tardó unos veinte minutos en regresar, y para entonces ya nos habíamos puesto de acuerdo sobre el comunicado. Finalmente, a las dos y media de la madrugada, dije que tenía que marcharme. Tardaría media hora en llegar en coche hasta la villa y otro tanto en llegar al aeropuerto. Me dolía muchísimo la cabeza, algo muy insólito en mí, y todavía tenía que ver al general Anders. Le supliqué a Mólotov que no fuera a despedirme al amanecer porque era evidente que estaba agotado. Me lanzó una mirada de reproche como diciendo: «¿Le parece, realmente, que no voy a estar allí?».
Despegamos a las cinco y media. Me alegré de poder dormir en el avión y no recuerdo nada del paisaje ni del viaje hasta que llegamos al mar Caspio y comenzamos a elevarnos sobre los montes Elburz. En Teherán, en lugar de ir a la legación, me refugié en el frescor y la calma de la residencia de verano, por encima de la ciudad. Allí me esperaban un montón de telegramas. Tenía previsto pronunciar una conferencia al día siguiente en Bagdad ante la mayoría de las máximas autoridades de Persia e Irak, pero no me sentía capaz de enfrentarme al calor de Bagdad un mediodía de agosto y fue bastante fácil trasladar el acontecimiento a El Cairo. Esa noche cené con el grupo de la legación en el agradable bosque y me sentí satisfecho de olvidar todas mis preocupaciones hasta el día siguiente.