Capítulo XXIII
RUSIA Y POLONIA: LA PROMESA SOVIÉTICA
Se habló de Polonia nada menos que en siete de las ocho reuniones plenarias que se celebraron en la conferencia de Yalta y los documentos británicos contienen un intercambio sobre este tema de casi dieciocho mil palabras entre Stalin, Roosevelt y yo. Con la colaboración de nuestros ministros de Asuntos Exteriores y sus subordinados, que también celebraron un debate tenso y minucioso en las reuniones que mantuvieron entre sí, al final presentamos una declaración[67] que constituía tanto una promesa al mundo como un acuerdo entre nosotros acerca de nuestras futuras acciones. La triste historia no ha concluido aún, y hasta hoy no se conoce del todo la verdad, pero puede que lo que aquí se exponga contribuya a hacer una apreciación justa de los esfuerzos que hicimos durante la penúltima conferencia celebrada en tiempos de guerra. Las dificultades y los problemas eran antiguos, innumerables y fundamentales. El gobierno de Lublin en Polonia, con el apoyo soviético, o el gobierno de «Varsovia», como preferían llamarlo los rusos de cualquier ideología, sentía una profunda aversión por el gobierno polaco en Londres. Los sentimientos entre ellos habían empeorado en lugar de mejorar después de la entrevista que tuvimos con ellos en octubre en Moscú. Las tropas soviéticas invadían Polonia y se acusaba sin reparos al Ejército clandestino polaco del asesinato de soldados rusos y de sabotaje y de ataques a sus zonas de retaguardia y sus líneas de comunicación. Se negaron a las potencias occidentales tanto el acceso como la información. En Italia y en el frente occidental más de ciento cincuenta mil polacos luchaban con valor por la destrucción definitiva de los ejércitos nazis. Ellos y muchos otros, en distintos lugares de Europa, esperaban con ansia la liberación de su país y regresar a su patria desde un exilio voluntario y honorable. La numerosa comunidad de polacos que vivía en Estados Unidos aguardaba con inquietud un acuerdo entre las tres grandes potencias.
Las cuestiones que discutimos se pueden resumir de la siguiente manera:
Cómo formar un gobierno provisional único para Polonia.
Cómo y cuándo celebrar elecciones libres.
Cómo establecer las fronteras polacas, tanto en el este como en el oeste.
Cómo salvaguardar las zonas de retaguardia y las vías de comunicación de los ejércitos soviéticos que avanzaban.
En realidad Polonia había sido el motivo más urgente de la conferencia de Yalta y resultaría la primera de las grandes causas que provocaron la descomposición de la gran alianza. Por mi parte estaba seguro de que una Polonia fuerte, libre e independiente era mucho más importante que unos límites territoriales determinados. Quería que los polacos fueran libres y pudieran vivir su propia vida a su manera. Éste fue el motivo que nos impulsó a entrar en guerra contra Alemania en 1939. Había estado a punto de costarnos la vida, no sólo como imperio sino como nación, y cuando nos reunimos el seis de febrero de 1945 planteé la cuestión de la siguiente manera: ¿no podíamos crear un gobierno, o un instrumento de gobierno para Polonia a la espera de unas elecciones generales y libres, que fuera reconocido por todos? Este gobierno podría preparar la votación libre de todo el pueblo polaco sobre su futura Constitución y gobierno. Si se pudiera hacer esto habríamos dado un gran paso al frente hacia la futura paz y prosperidad de Europa central.
En el debate que comenzó a continuación Stalin dijo que comprendía nuestra actitud. Para los británicos, dijo, Polonia era una cuestión de honor pero para los rusos era una cuestión tanto de honor como de seguridad: de honor, porque habían tenido muchos conflictos con los polacos y querían eliminar las causas de estos conflictos, y de seguridad porque Polonia compartía fronteras con Rusia y a lo largo de toda su historia Polonia fue un corredor por el que pasaron los enemigos de Rusia para atacarla. Los alemanes lo habían hecho dos veces en los últimos treinta años y lo habían conseguido porque Polonia era débil. Rusia quería que fuera fuerte y poderosa para que pudiera cerrar este corredor con su propia fuerza. Rusia no podía mantenerlo cerrado desde fuera; sólo la propia Polonia podía cerrarlo desde dentro. Ésta era una cuestión de vida o muerte para el Estado soviético.
En cuanto a sus fronteras, Stalin continuó diciendo que el presidente había propuesto algunas modificaciones a la línea Curzon y que se entregaran a Polonia Lvov y tal vez algunos distritos más y que yo había dicho que esto sería un gesto de magnanimidad. Pero él destacó que la línea Curzon no había sido inventada por los rusos sino que la habían trazado Curzon y Clemenceau y los representantes de Estados Unidos en la conferencia de 1918 a la que Rusia no fue invitada. La línea Curzon se había aceptado contra la voluntad de Rusia partiendo de datos etnográficos. Lenin no la había aceptado. Los rusos ya habían abandonado la posición de Lenin y ahora algunas personas querían que Rusia se conformara con menos de lo que le habían concedido Curzon y Clemenceau, lo que sería vergonzoso. Cuando los ucranianos fueran a Moscú dirían que Stalin y Mólotov eran menos dignos de confianza como defensores de Rusia que Curzon o Clemenceau. Era preferible continuar la guerra un poco más, aunque le costara a Rusia mucha sangre, para poder compensar a Polonia a expensas de Alemania. Cuando Mikolajczyk estuvo en Rusia en octubre preguntó qué frontera reconocería Rusia para Polonia en el oeste y escuchó con satisfacción que Rusia pensaba que la frontera occidental de Polonia debía extenderse hasta el Nysa. Había dos ríos con ese nombre dijo Stalin: uno cerca de Wroclaw y otro más al oeste. Él se refería al que estaba más al oeste.
Cuando volvimos a reunimos el siete de febrero recordé a mis oyentes que yo siempre me había referido al desplazamiento de la frontera de Polonia hacia el oeste diciendo que los polacos deberían tener libertad para ocupar territorios en el oeste, aunque no más de lo que deseasen o pudiesen administrar adecuadamente. Sería una gran pena que atiborráramos tanto a los polacos, como si fueran ocas, que los matáramos de una indigestión. A una importante corriente de opinión en Gran Bretaña la asustaba la idea de trasladar a millones de personas por la fuerza. Se había alcanzado un éxito importante en la separación de la población griega y la turca después de la última guerra y los dos países habían mantenido buenas relaciones desde entonces; pero en ese caso se desplazaron menos de un par de millones de personas. Si Polonia se anexaba el este de Prusia y la Silesia hasta el Oder esto sólo ya supondría el regreso a Alemania de seis millones de alemanes. Se podía conseguir pero dependía de una cuestión moral que yo tendría que resolver con mi propio pueblo.
Stalin dijo que no había alemanes en esa zona ya que todos habían huido.
Le respondí que la cuestión era si había lugar para ellos en lo que quedaba de Alemania. Habían muerto seis o siete millones de alemanes y era probable que muriera otro millón (Stalin sugirió que serían dos) antes de que acabara la guerra. Por consiguiente habría lugar para estos inmigrantes, hasta cierto punto, y harían falta para llenar los huecos. No me asustaba el problema de transportar a la población siempre y cuando fuera proporcional a lo que los polacos pudieran administrar y a lo que pudiera caber en Alemania. Pero era un asunto que había que estudiar no como una cuestión de principio sino por las cifras que habría que manejar.
En estas discusiones generales no se utilizaron mapas y la distinción entre el Nysa oriental y el occidental no se planteó con tanta claridad como se debería haber hecho. Sin embargo pronto se aclararía esta cuestión[68].
El día ocho Roosevelt aceptó que el límite oriental de Polonia fuera la línea Curzon con modificaciones a favor de Polonia en algunas zonas de entre cinco y ocho kilómetros. Pero se mostró firme y preciso acerca de la frontera occidental. Sin duda Polonia debería recibir una compensación a expensas de Alemania, «pero —prosiguió— parecería que no se justifica extenderla hasta el Nysa occidental».
Esto es lo mismo que yo había opinado siempre y sobre lo que insistí con vehemencia cuando volvimos a reunimos en Potsdam cinco meses después.
De modo que en Yalta en principio estábamos todos de acuerdo sobre la frontera occidental y la única cuestión era dónde trazar la línea exactamente y cuánto deberíamos decir al respecto. Los polacos tendrían parte del este de Prusia y podrían subir hasta la línea del Oder, si querían, pero teníamos muchas dudas sobre si seguir más allá o si referirnos a la cuestión a estas alturas; tres días después comuniqué a la conferencia que habíamos recibido un telegrama del gabinete de Guerra en el que condenaba enérgicamente cualquier referencia a trasladar la frontera hasta el Nysa occidental porque el problema de desplazar a la población era demasiado difícil de manejar.
Por ello decidimos insertar lo siguiente en nuestra declaración:
Los tres jefes de gobierno consideran que la frontera oriental de Polonia debe seguir la línea Curzon, aunque puede apartarse de ella en algunas regiones, de cinco a ocho kilómetros, a favor de Polonia. Reconocen que Polonia debe anexarse bastante territorio en el norte y en el oeste. Piensan que a su debido tiempo hay que consultar la opinión del nuevo gobierno provisional polaco de unidad nacional en lo que respecta a estas anexiones y que, por tanto, antes de delimitar de forma definitiva la frontera occidental de Polonia habría que esperar a la conferencia de paz.
Quedaba la cuestión de formar un gobierno polaco que todos reconociéramos y que la nación polaca estuviera dispuesta a aceptar. En primer lugar Stalin señaló que no podíamos establecer un gobierno polaco a menos que los propios polacos lo aceptaran. Mikolajczyk y Grabski estaban en Moscú cuando yo fui. Se reunieron con el gobierno de Lublin, llegaron a cierto grado de acuerdo y Mikolajczyk fue a Londres convencido de que regresaría. Pero sus colegas lo destituyeron simplemente porque favorecía un acuerdo con el gobierno de Lublin. El gobierno polaco en Londres se oponía a la mera idea del gobierno de Lublin, al que describía como una pandilla de bandidos y criminales. El gobierno de Lublin les pagó con la misma moneda y entonces resultó muy difícil hacer nada al respecto. «Hable con el gobierno de Lublin si quiere —dijo, de hecho—. Haré que se reúnan con usted ya sea aquí mismo o en Moscú pero son tan democráticos como De Gaulle y pueden mantener la paz en Polonia y frenar la guerra civil y los ataques al Ejército Rojo». El gobierno de Londres no podía hacerlo. Sus agentes habían matado a soldados rusos y habían asaltado los depósitos para conseguir armas. Sus emisoras de radio funcionaban sin autorización y sin estar registradas. Los agentes del gobierno de Lublin habían prestado ayuda mientras que los del gobierno de Londres habían hecho mucho daño. Era fundamental para el Ejército Rojo disponer de zonas seguras en la retaguardia y él como militar, sólo apoyaría al gobierno que se comprometiera a proporcionárselas.
Como ya se había hecho muy tarde el presidente sugirió levantar la sesión hasta el día siguiente, aunque a mí me pareció oportuno señalar que, según nuestras informaciones, no más de una tercera parte del pueblo polaco apoyaría al gobierno de Lublin si tenían libertad para expresar su opinión. Le aseguré a Stalin que temíamos una confrontación entre el Ejército clandestino polaco y el gobierno de Lublin que podía traer como consecuencia resentimientos, derramamiento de sangre, arrestos y deportaciones, y que por eso teníamos tanto interés en conseguir un acuerdo conjunto. Evidentemente había que castigar los ataques al Ejército Rojo, pero a partir de los hechos que tenía a mi disposición no me daba la impresión de que el gobierno de Lublin pudiera decir que representaba a la nación polaca.
El presidente estaba ansioso por poner fin a la discusión. «Polonia —comentó— ha sido una fuente de problemas desde hace más de quinientos años». «Motivo de más —respondí— para que hagamos todo lo posible para acabar con estos problemas». Entonces levantamos la sesión.
Esa noche el presidente le escribió una carta a Stalin, después de consultarla con nosotros y de introducir algunas modificaciones, instando a que acudieran a la conferencia dos miembros del gobierno de Lublin y dos del de Londres o de dentro de Polonia y que trataran de ponerse de acuerdo, en nuestra presencia, sobre la creación de un gobierno provisional que nos diera a todos la impresión de estar dispuesto a celebrar elecciones libres lo antes posible. Pero aparentemente esto era impracticable. Mólotov proclamó las virtudes del gobierno de Lublin-Varsovia, deploró los defectos de los hombres de Londres y dijo que si tratábamos de crear un nuevo gobierno era posible que los propios polacos no estuvieran de acuerdo, de modo que era preferible tratar de «ampliar» el que ya había, que sólo sería una institución temporal, porque nuestro único objetivo era celebrar elecciones libres en Polonia lo antes posible. Para plantearse la manera de ampliarlo lo mejor sería que se reunieran en Moscú con él el embajador estadounidense y el británico. Tenía mucho interés en llegar a un acuerdo y aceptaba las propuestas del presidente de invitar a dos polacos que no formaran parte de Lublin. Siempre existía la posibilidad de que el gobierno de Lublin se negara a hablar con algunos de ellos, como Mikolajczyk, pero si enviaban a tres representantes y venían dos de los que había sugerido Roosevelt las conversaciones podían comenzar de inmediato.
Dije entonces que «éste es el punto decisivo de la conferencia. Todo el mundo está esperando un acuerdo y si cuando nos separemos seguimos reconociendo distintos gobiernos en Polonia el mundo entero verá que existen diferencias fundamentales entre nosotros. Las consecuencias serán muy lamentables y marcarán nuestro encuentro con el sello del fracaso. Si pasamos por alto el gobierno que existe en Londres y brindamos todo nuestro apoyo al gobierno de Lublin el mundo manifestará su indignación. Los polacos que están fuera de Polonia lanzarán una protesta prácticamente unánime. Tenemos a nuestras órdenes un ejército polaco compuesto por ciento cincuenta mil hombres en el que participan todos los que han podido congregarse desde fuera de su país y que ha combatido y sigue combatiendo con mucho valor. No creo que ellos estén nada de acuerdo con el gobierno de Lublin, y si Gran Bretaña transmite a éste el reconocimiento que brindaba al otro desde el comienzo de la guerra lo considerarán una traición.
»Como bien saben el mariscal Stalin y Mólotov —proseguí— yo mismo no coincido con lo que ha hecho el gobierno de Londres, que ha cometido muchas tonterías. Pero el acto formal de transferir el reconocimiento de aquellos a los que hemos reconocido hasta ahora a este nuevo gobierno despertaría serias críticas. Dirían que el gobierno de Su Majestad ha cedido totalmente con respecto a la frontera oriental (como de hecho ha ocurrido) y que ha aceptado y defendido el punto de vista soviético. También dirían que hemos roto con el legítimo gobierno de Polonia, al que hemos reconocido durante estos cinco años de guerra, y que no tenemos conocimiento de lo que está ocurriendo realmente en Polonia. No podemos entrar en el país. No podemos ver ni oír las opiniones que hay. Dirían que sólo podemos aceptar lo que proclama el gobierno de Lublin acerca de la opinión del pueblo polaco y nos acusarían en el Parlamento de haber abandonado totalmente la causa de Polonia. Los debates que se producirían a continuación serían sumamente dolorosos y embarazosos para la unidad de los aliados, incluso suponiendo que pudiéramos estar de acuerdo con las propuestas de mi amigo Mólotov.
»No creo —continué— que estas propuestas tengan el alcance suficiente. Si abandonamos al gobierno polaco en Londres habría que comenzar de nuevo por ambas partes en condiciones más o menos similares. Antes de que el gobierno de Su Majestad dejara de reconocer al gobierno de Londres y transfiriera su reconocimiento a otro gobierno debería estar seguro de que el nuevo gobierno realmente representa al pueblo polaco. Reconozco que éste es sólo un punto de vista ya que no conocemos del todo los hechos, y sin duda desaparecerán todas nuestras diferencias si se celebran en Polonia unas elecciones generales libres y sin restricciones, con una votación y con sufragio universal y candidaturas libres. Una vez hecho esto, el gobierno de Su Majestad reconocerá al gobierno que surja sin tener en cuenta al gobierno polaco en Londres. Es el período previo a las elecciones lo que nos preocupa tanto».
Mólotov dijo que quizá las conversaciones de Moscú tuvieran algún resultado útil. Los polacos tendrían que dar su opinión y era muy difícil resolver la cuestión sin ellos. Estuve de acuerdo pero dije que era tan importante que la conferencia acabara con algún tipo de conformidad que debíamos luchar con paciencia hasta conseguirlo.
Stalin hizo referencia entonces a mi queja de que carecía de información y no tenía forma de conseguirla.
«Dispongo de cierta cantidad de información», respondí.
«Pero no coincide con la que tengo yo», respondió él y a continuación se puso a dar un discurso en el que aseguró que el gobierno de Lublin realmente era muy popular, sobre todo Bierut y otros. No abandonaron el país durante la ocupación alemana, sino que vivieron todo el tiempo en Varsovia y venían del movimiento de la resistencia. Él no creía que fueran genios. Podía ser que el gobierno de Londres incluyera a personas más inteligentes pero en Polonia no los apreciaban porque no estuvieron allí cuando la población sufría bajo la ocupación hitleriana. El pueblo veía en la calle a los miembros del gobierno provisional pero preguntaba dónde estaban los polacos de Londres. Esto hizo perder prestigio al gobierno de Londres y fue el motivo por el que el gobierno provisional, aunque no estaba formado por grandes hombres, era tan popular.
Todo esto, dijo, no se podía pasar por alto si queríamos comprender los sentimientos del pueblo polaco. Yo temía que la conferencia finalizara sin que hubiéramos llegado a un acuerdo. ¿Qué haríamos entonces? Los distintos gobiernos teníamos información diferente de la que extraíamos distintas conclusiones. Tal vez lo primero que había que hacer era convocar a los polacos de los distintos bandos y escuchar lo que tuvieran que decir. Se acercaba el momento en que pudieran celebrarse las elecciones. Hasta entonces teníamos que tratar con el gobierno provisional como habíamos tratado con el gobierno del general De Gaulle en Francia, que tampoco había sido elegido. Él no sabía si Bierut o el general De Gaulle tenían más autoridad pero si habíamos podido celebrar un pacto con el general De Gaulle, ¿por qué no podíamos hacer lo mismo con un gobierno polaco más amplio pero que no sería menos democrático? Si nos planteábamos la cuestión sin prejuicios tendríamos que encontrar algo en común. La situación no era tan trágica como yo pensaba y la cuestión se podría resolver si no se daba demasiada importancia a las cuestiones secundarias y nos concentrábamos en lo esencial.
—¿Dentro de cuánto tiempo —preguntó el presidente— podrán celebrarse elecciones?
—Dentro de un mes —respondió Stalin— a menos que ocurra alguna catástrofe en el frente, lo que es poco probable.
Estuve de acuerdo en que esto, evidentemente, sería una tranquilidad para nosotros y que podríamos apoyar de forma incondicional al gobierno elegido libremente que sustituiría todo lo demás, pero no debíamos pedir nada que dificultara de ninguna manera las operaciones militares que eran el objetivo supremo. No obstante si en un plazo tan breve, o incluso en dos meses, se podía determinar la voluntad del pueblo polaco la situación sería totalmente diferente y nadie podría oponerse.
Cuando volvimos a reunimos a las cuatro de la tarde del nueve de febrero Mólotov presentó una fórmula nueva: que el gobierno de Lublin se «reorganizara [en lugar de “ampliarse”] a partir de una base democrática más amplia con la inclusión de dirigentes democráticos de la propia Polonia y también de los que vivían en el exterior». Él celebraría consultas en Moscú con el embajador británico y el estadounidense sobre la manera de llevarlo a cabo. Una vez «reorganizado», el gobierno de Lublin se comprometería a celebrar elecciones libres lo antes posible y entonces nosotros reconoceríamos al gobierno que surgiese.
Esto suponía un avance considerable y así lo manifesté, aunque me sentí obligado a lanzar una advertencia general. Ésta sería nuestra penúltima reunión[69]. Había un clima de conciliación pero también existía el deseo de poner el pie en el estribo y marcharse. Declaré que no podíamos apresurarnos a resolver estas cuestiones tan importantes y arriesgarnos a perder los resultados de la conferencia por no dedicarle veinticuatro horas más. Había muchas cosas en juego y las decisiones había que tomarlas sin prisas. Era posible que ésos fueran los días más importantes de nuestras vidas.
Roosevelt declaró que las diferencias entre nosotros y los rusos eran, en su mayor parte, una cuestión de palabras, pero tanto él como yo teníamos mucho interés en que las elecciones fueran realmente libres y legítimas. Le dije a Stalin que estábamos en una gran desventaja porque sabíamos tan poco de lo que estaba ocurriendo en el interior de Polonia y sin embargo teníamos que tomar grandes decisiones de responsabilidad. Yo sabía, por ejemplo, que había un gran resentimiento entre los polacos y me habían dicho que el gobierno de Lublin había declarado abiertamente que juzgaría por traidores a todos los miembros del Ejército nacional polaco y del movimiento de la resistencia. Estaba claro que para mí la seguridad del Ejército Rojo era lo más importante pero le supliqué a Stalin que se hiciera cargo de nuestra dificultad. El gobierno británico no sabía lo que ocurría dentro de Polonia a menos que se arrojaran en paracaídas unos hombres valientes que sacaran del país a los miembros de la resistencia. No teníamos otra manera de averiguarlo y tampoco nos gustaba obtener información de esta manera. ¿Podría resolverse esto sin dificultar el movimiento de las tropas soviéticas? ¿Podrían concederse facilidades a los británicos (y sin duda a Estados Unidos) para que vieran cómo se resolvían estas peleas entre los polacos? Tito había dicho que cuando se celebraran elecciones en Yugoslavia no tendría inconveniente en que estuvieran presentes observadores rusos, británicos y estadounidenses para ofrecer al mundo un informe imparcial de que habían sido legítimas. Y lo mismo ocurría con respecto a Grecia, donde el gobierno de Su Majestad aceptaría con satisfacción la presencia de observadores estadounidenses, rusos y británicos que garantizasen que las elecciones se llevaran a cabo según la voluntad del pueblo. Y lo mismo en Italia, donde estarían presentes los observadores rusos, estadounidenses y británicos para que el mundo supiera que todo se había desarrollado de forma legal. Dije que era imposible exagerar la importancia de llevar a cabo las elecciones de forma legítima. Por ejemplo, ¿podría Mikolajczyk regresar a Polonia y organizar su partido para las elecciones?
—Eso tendrán que planteárselo los embajadores y Mólotov cuando se reúnan con los polacos —dijo Stalin.
Le respondí:
—Yo tengo que poder decirle a la cámara de los Comunes que las elecciones van a ser libres y que habrá garantías reales de que se celebran de forma libre y legítima.
Stalin señaló que Mikolajczyk pertenecía al Partido de los Campesinos y que, como no era un partido fascista, podía participar en las elecciones y proponer candidatos. Dije que esto sería más seguro todavía si el Partido de los Campesinos ya tuviera representación en el gobierno polaco y Stalin reconoció que habría que incluir a alguno de sus representantes. Añadí que esperaba no haber ofendido a nadie con mis palabras ya que no era esa mi intención en absoluto.
—Tendremos que escuchar —respondió— lo que tengan que decir los polacos.
Expliqué que quería poder plantear en el Parlamento la cuestión de la frontera oriental y que me parecía que podía hacerlo si el Parlamento quedaba conforme con que los polacos hubieran podido decidir por sí mismos lo que querían.
—Hay algunas personas muy buenas entre ellos —replicó—. Son buenos luchadores y han tenido algunos buenos científicos y músicos, pero son muy peleadores.
—Lo único que quiero —respondí— es que todos los contendientes puedan manifestar su punto de vista.
—Las elecciones —dijo el presidente— deben estar más allá de toda sospecha, como la mujer del César. Quiero algún tipo de garantía que darle al mundo y no quiero que nadie cuestione su pureza. Es una cuestión de buena política más que de principio.
Stettinius sugirió que se garantizara por escrito que los tres embajadores que estaban en Varsovia actuarían como observadores y presentarían un informe diciendo que las elecciones realmente habían sido legítimas y sin restricciones.
—Me temo —dijo Mólotov— que si hacemos algo así, a los polacos les dará la impresión de que no confiamos en ellos. Es mejor discutirlo con ellos.
No me quedé conforme con esto y decidí plantearle la cuestión a Stalin más adelante. La oportunidad se presentó al día siguiente, cuando Eden y yo tuvimos una conversación particular con él y con Mólotov en el palacio Yusúpov. Una vez más les expliqué lo difícil que nos resultaba no tener ningún representante en Polonia que nos informara de lo que pasaba. Las alternativas eran tener un embajador con su personal de embajada o corresponsales de prensa. Esto último era menos deseable, aunque señalé que en el Parlamento me preguntarían por el gobierno de Lublin y las elecciones y que yo tenía que poder decirles que sabía lo que estaba ocurriendo.
—Después de que se reconozca al nuevo gobierno polaco tendrá la posibilidad de enviar un embajador a Varsovia —respondió Stalin.
—¿Tendrá libertad para desplazarse por todo el país?
—Por lo que respecta al Ejército Rojo nadie interferirá sus movimientos y le prometo que daré las instrucciones necesarias, pero tendrá que celebrar sus propios acuerdos con el gobierno polaco.
Entonces acordamos añadir lo siguiente a nuestra declaración:
Como consecuencia de lo anterior, el reconocimiento supondría un intercambio de embajadores; mediante los informes de éstos los gobiernos respectivos recibirían información sobre la situación en Polonia.
Fue lo mejor que pude conseguir.
El domingo once de febrero fue el último día de nuestra visita a Crimea. Como es habitual en estas reuniones quedaron muchas cuestiones importantes sin resolver. La declaración polaca exponía en términos generales una política que, si se ponía en práctica con lealtad y buena fe, podría haber cumplido su objetivo hasta que se firmara el tratado de paz general. El presidente Roosevelt tenía prisa por regresar a su país y de camino visitar Egipto, donde discutiría la situación en Oriente Próximo con diversas personalidades. Stalin y yo comimos con él en la antigua sala de billares del zar en el palacio de Livadia. Durante la comida firmamos los documentos definitivos y los comunicados oficiales. Ahora todo dependía del espíritu con el que se cumplieran.
Me hacía mucha ilusión cruzar en barco los Dardanelos hasta Malta, aunque me parecía que tenía la obligación de hacer un viaje relámpago a Atenas para ver cómo estaba la situación en Grecia después de los problemas que habían tenido últimamente. Por ello a primera hora del catorce de febrero emprendimos el viaje en coche hacia Saki donde nos esperaba nuestro avión. Volamos hasta Atenas sin ningún problema, dando una vuelta sobre la isla de Esciros para pasar sobre la tumba de Rupert Brooke; en el aeródromo nos esperaban el embajador británico, Leeper, y el general Scobie. Hacía tan sólo siete semanas que me había ido de la capital griega, dejándola desgarrada por las luchas callejeras. Entonces la recorrimos en un vehículo abierto con apenas una pequeña hilera de soldados griegos con sus faldas para contener a la gran multitud que gritaba de entusiasmo en las mismas calles en las que murieron centenares de hombres en los días de navidad la última vez que estuve en la ciudad. Esa noche se congregó en la plaza de la Constitución una inmensa multitud compuesta por unas cincuenta mil personas. La maravillosa luz vespertina iluminaba estas escenas clásicas. No tuve tiempo de preparar un discurso. A nuestros servicios de seguridad les pareció importante que llegáramos casi sin avisar. Les dirigí una breve arenga. Esa noche cené en nuestra embajada, llena de las cicatrices que le provocaron los proyectiles, y en las primeras horas del quince de febrero despegué en mi avión hacia Egipto.
Más tarde, esa mañana, entró en el puerto de Alejandría el crucero estadounidense Quincy, y poco antes del mediodía subí a bordo para la que sería mi última conversación con el presidente. Nos reunimos después en su camarote para celebrar un informal almuerzo familiar. Me acompañaban Sarah y Randolph y vino también la hija de Roosevelt, la señora Boettiger, además de Harry Hopkins y el señor Winant. El presidente tenía un aspecto sereno y frágil y me dio la impresión de que tenía poco contacto con la vida. Fue la última vez que lo vi. Nos despedimos con afecto. Esa tarde el grupo del presidente emprendió el viaje de regreso en barco. El diecinueve de febrero regresé a Inglaterra en avión. Como en Northolt había niebla desviaron el avión a Lyneham. Llegué a Londres en coche después de hacer una escala en Reading para recoger a mi esposa, que había ido a recibirme.
El veintisiete de febrero a mediodía pedí a la cámara de los Comunes que aprobara los resultados de la conferencia de Crimea. La reacción general fue de apoyo incondicional a la actitud que habíamos adoptado. Sin embargo había un intenso sentimiento moral con respecto a nuestras obligaciones frente a los polacos, que habían sufrido tanto en manos de los alemanes y en cuya defensa, en última instancia, habíamos entrado en la guerra. Un grupo de alrededor de treinta parlamentarios tenían una sensibilidad tan intensa acerca de esta cuestión que algunos de ellos se manifestaron en contra de la moción que propuse. Había una sensación de angustia producida por el temor a presenciar la esclavización de una nación heroica. Eden me brindó su apoyo. En la votación del segundo día obtuvimos una mayoría abrumadora, aunque veinticinco parlamentarios, conservadores casi todos, votaron en contra del gobierno y otros once miembros del gobierno se abstuvieron. Los responsables de resolver las situaciones en tiempos de guerra o de crisis no pueden limitarse simplemente a proclamar los grandes principios generales que aceptan las buenas personas sino que tienen que tomar decisiones precisas día a día. Tienen que adoptar posturas que deben mantener con firmeza porque de lo contrario, ¿cómo podrían mantener sus alianzas para actuar? Resulta fácil, una vez derrotados los alemanes, condenar a aquellos que hicieron todo lo posible por apoyar el esfuerzo militar ruso y por mantener una relación armoniosa con nuestro gran aliado que tanto había sufrido. ¿Qué habría ocurrido si nos hubiéramos peleado con Rusia cuando los alemanes todavía tenían doscientas o trescientas divisiones en el frente de batalla? Nuestras suposiciones optimistas pronto sería mal interpretadas. De todos modos, eran las únicas posibles en ese momento.