Capítulo XIV

PRÉSTAMO Y ARRIENDO

Por encima del estruendo y el choque de armas, se nos avecinaba un fatídico acontecimiento de otro orden. La elección presidencial norteamericana se celebró el cinco de noviembre. A pesar de la tenacidad y el vigor con que se celebran estas competencias cada cuatro años y de las amargas diferencias sobre cuestiones internas que en ese momento dividían a los dos partidos principales, los líderes responsables, tanto republicanos como demócratas, respetaban por igual la causa suprema. Roosevelt afirmó en Cleveland el dos de noviembre: «Nuestra política consiste en brindar toda la ayuda material posible a las naciones que siguen resistiendo la agresión al otro lado del Atlántico y del Pacífico». Su contrincante, Wendell Willkie, declaró ese mismo día en el Madison Square Garden: «Todos nosotros, republicanos, demócratas e independientes, creemos que hay que prestar ayuda al heroico pueblo británico. Hemos de poner a su disposición los productos de nuestra industria».

Este patriotismo tan amplio protegía tanto la seguridad de la unión americana como nuestra vida. De todos modos, esperé el resultado con profunda ansiedad. Un recién llegado al poder no podía poseer ni adquirir en seguida el conocimiento ni la experiencia de Franklin Roosevelt. Nadie podía igualar sus impresionantes dotes. Yo había fomentado con esmero mi relación con él, y me parecía que ya habíamos alcanzado un grado de confianza y amistad que constituía un factor vital en toda mi concepción. Cerrar esa camaradería construida gradualmente, interrumpir la continuidad de todas nuestras discusiones, volver a comenzar con una nueva mente y otra personalidad era una perspectiva que me repelía. Desde Dunkerque no era consciente de una sensación de tensión semejante. La noticia de la reelección del presidente Roosevelt me produjo un alivio indescriptible.

Hasta entonces, no habíamos hecho nuestro pedido de municiones a Estados Unidos juntamente con el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea estadounidenses, aunque sí que los consultábamos. El volumen creciente de nuestras diversas necesidades había hecho que coincidieran en muchos puntos, con lo que podían surgir fricciones en los niveles inferiores, a pesar de la buena voluntad general. «Sólo una política unificada de adquisición del gobierno para todas las finalidades de la defensa —escribe Stettinius[43]— podría desempeñar la impresionante tarea que nos aguarda», lo que significaba que tenía que ser el gobierno de Estados Unidos el que hiciera todos los pedidos de armas en Estados Unidos. Tres días después de su reelección, el presidente anunció públicamente una «regla general» para la división de la producción de armas en Estados Unidos. A medida que las armas salían de la línea de producción había que dividirlas aproximadamente a partes iguales, la mitad para las fuerzas estadounidenses y la otra mitad para las fuerzas británicas y las canadienses. Ese mismo día, la Junta de Prioridades aprobó una solicitud británica para encargar doce mil aviones más en Estados Unidos, aparte de los once mil que ya habíamos reservado. Pero ¿cómo se pagaría todo esto?

A mediados de noviembre lord Lothian, que acababa de regresar de Washington, pasó dos días conmigo en Ditchley. Me habían recomendado que no adoptara la costumbre de pasar en Chequers todos los fines de semana, sobre todo cuando había luna llena, por si al enemigo se le ocurría prestarme una atención especial. Ronald Tree y su esposa me acogieron muchas veces, tanto a mí como a mi equipo en su casa, amplia y encantadora, cerca de Oxford. Ditchley queda a sólo seis o siete kilómetros de Blenheim. Recibí al embajador en este ambiente tan agradable. Él conocía todos los aspectos y los detalles de la actitud estadounidense. En Washington gozaba de buena fama y confianza. Conocía bien al presidente, con el que había establecido una cálida amistad. Le preocupaba el problema del dólar, que era bastante deprimente.

Gran Bretaña entró en la guerra con unos cuatro mil quinientos millones en dólares, o en oro y en inversiones en Estados Unidos que se podían convertir en dólares. La única manera de incrementar estos recursos era producir más oro en el imperio británico, sobre todo, evidentemente, en Sudáfrica, y hacer grandes esfuerzos para exportar bienes, sobre todo artículos suntuarios, como whisky, prendas de lana y objetos de cerámica a Estados Unidos. De este modo se obtuvieron dos mil millones de dólares más durante los primeros dieciséis meses de la guerra. Durante el período de la «guerra sombría», estuvimos divididos entre el deseo vehemente de encargar municiones en Estados Unidos y el acuciante temor, a medida que se nos acababan los recursos en dólares. En tiempos de Chamberlain, el ministro de Hacienda, sir John Simón, siempre nos hablaba del estado lamentable de nuestros recursos en dólares, destacando la necesidad de conservarlos. Se aceptaba, en mayor o menor medida, que tendríamos que limitar estrictamente nuestras compras a Estados Unidos. Hicimos, como en una ocasión le dijo Purvis, el director de nuestra Comisión de Compras, a Stettinius, «como si estuviéramos en una isla desierta y tuviéramos pocos víveres, que debíamos hacer durar lo más posible»[44].

Esto implicaba hacer planes complejos para estirar los fondos. En tiempos de paz importábamos con toda libertad y hacíamos los pagos a nuestra conveniencia, pero cuando comenzó la guerra tuvimos que crear un aparato que movilizara el oro, los dólares y otros bienes privados, que impidiera que los desaprensivos enviaran sus fondos a países donde les parecía que estaban más seguros, y que restringiera las importaciones suntuosas y otros gastos. Además de asegurarnos de no despilfarrar nuestros fondos, teníamos que ocuparnos de que otros los aceptaran. Los países que utilizaban la libra esterlina estaban de nuestra parte: adoptaron el mismo tipo de política de control de intercambio que nosotros y se mostraron dispuestos a aceptar y a conservar libras. Con los demás hicimos acuerdos especiales, mediante los cuales les pagábamos en libras, que se podían utilizar en cualquiera de los países en los cuales era la moneda oficial, y ellos se comprometían a conservarlas si no podían darles un uso inmediato y a hacer las transacciones al tipo de cambio oficial. Este tipo de planes se celebraron en un primer momento con Argentina y con Suecia, pero después se extendieron a muchos países más, tanto en Europa como en América del Sur. Estos planes se acabaron después de la primavera de 1940, y fue una cuestión de satisfacción (y un tributo a la libra) que pudiéramos conseguirlos y mantenerlos en circunstancias tan difíciles. De este modo pudimos seguir negociando con casi todo el mundo en libras, y conservar la mayor parte de nuestro oro y nuestros dólares, tan preciados, para nuestras compras vitales en Estados Unidos.

Cuando la guerra se convirtió en una espantosa realidad, en mayo de 1940, nos dimos cuenta de que despuntaba una nueva etapa de las relaciones angloamericanas. Desde el momento en que formé el nuevo gobierno y nombré ministro de Hacienda a sir Kingsley Wood seguimos un plan más sencillo, que consistía en encargar todo lo que podíamos y dejar los posibles problemas financieros futuros en manos de los dioses eternos. Luchando por nuestra vida, y de momento solos, bajo bombardeos incesantes y con la amenaza de una invasión, habría sido una economía falsa y una prudencia mal encauzada preocuparse demasiado por lo que pudiera pasar cuando se nos acabaran los dólares. Éramos conscientes de los cambios tremendos que tenían lugar en la opinión estadounidense y de la creciente convicción, no sólo en Washington sino en todo el país, de que su destino estaba ligado al nuestro. Además, en ese momento se levantó una intensa oleada de simpatía y admiración por Gran Bretaña en toda la nación estadounidense. Nos llegaron señales muy amistosas tanto directamente desde Washington como a través de Canadá, elogiando nuestra audacia e indicando que, de un modo u otro, encontraríamos una solución. En Morgenthau, el ministro de Hacienda, la causa de los aliados encontró un paladín incansable. La absorción de los contratos franceses en junio casi duplicó nuestro ritmo de gastos. Además, encargamos por todas partes nuevos aviones, carros de combate y buques mercantes, y promovimos la construcción de grandes fábricas, tanto en Estados Unidos como en Canadá.

Hasta noviembre pagamos todo lo que habíamos recibido. Ya habíamos vendido el equivalente a 335 millones de dólares en acciones requisadas por libras esterlinas procedentes de propietarios privados en Gran Bretaña. Habíamos pagado más de cuatro mil quinientos millones de dólares en efectivo y nos quedaban apenas dos mil millones, la mayor parte en inversiones, muchas de las cuales no se podían comercializar en ese momento. Era evidente que no podíamos seguir así. Aunque nos quedáramos sin todo nuestro oro y nuestros activos en el extranjero, no podríamos pagar ni la mitad de lo que habíamos encargado, y ante la duración de la guerra era necesario que tuviéramos diez veces más. Teníamos que conservar algo en nuestro poder para llevar adelante nuestros asuntos cotidianos.

Lothian confiaba en que el presidente y sus asesores estuvieran buscando la mejor manera de ayudarnos. Una vez finalizadas las elecciones había llegado el momento de actuar. En Washington se celebraban discusiones incesantes en nombre del Ministerio de Hacienda entre su representante, sir Frederick Phillips, y Morgenthau. El embajador insistió en que le presentara por escrito al presidente una declaración completa de nuestra postura. Por consiguiente, ese domingo en Ditchley redacté, consultando con él, una carta personal. Como el documento lo tenían que verificar y volver a verificar los jefes del Estado Mayor y el Ministerio de Hacienda, y lo tenía que aprobar el gabinete de Guerra, no estuvo acabado antes de que Lothian regresara a Washington. Al final, alcanzó su forma definitiva con fecha ocho de diciembre y de inmediato fue enviado a Roosevelt. La carta, una de las más importantes que escribí en mi vida, llegó a manos de nuestro buen amigo a bordo de un buque de guerra estadounidense, el Tuscaloosa, bajo el sol del Caribe. Sólo lo acompañaban sus íntimos. Harry Hopkins, al que todavía no conocía, me dijo posteriormente que Roosevelt leyó la carta una y otra vez sentado solo en su hamaca y que durante dos días no pareció llegar a ninguna conclusión clara. Estaba sumido en sus pensamientos y rumiaba en silencio.

De todo esto surgió una decisión maravillosa. No era cuestión de que el presidente no supiera lo que quería hacer, sino que su problema consistía en convencer al país y al Congreso para que le hicieran caso. Según Stettinius, el presidente ya había sugerido a finales del verano en una reunión de la Comisión Asesora de la Defensa sobre los Recursos de Transporte que «no debería ser necesario que Gran Bretaña utilizara sus propios fondos e hiciera construir barcos en Estados Unidos ni que nosotros le prestáramos fondos para este fin. No hay motivo para que no cojamos un barco acabado y se lo prestemos mientras dure la emergencia». Aparentemente, según un estatuto de 1892, el ministro de Guerra, «cuando según su criterio fuera para el bien público», podía arrendar los bienes del Ejército si no hacen falta para uso público por un período de cinco años como máximo. De vez en cuando se tenía constancia de precedentes de la aplicación de este estatuto mediante el arriendo de diversos artículos del Ejército.

De modo que hacía tiempo que la palabra «arriendo» y la idea de aplicar este principio para cubrir las necesidades británicas le rondaban a Roosevelt en la cabeza como una alternativa a una política de préstamos indefinidos que en poco tiempo sobrepasarían cualquier posibilidad de devolución. De pronto, todo esto se convirtió en una acción decisiva y se proclamó el glorioso concepto del préstamo y arriendo.

El presidente regresó del Caribe el dieciséis de diciembre y mencionó el plan en la conferencia de prensa que dio al día siguiente. Utilizó un ejemplo sencillo: «Supongamos que en la casa de mi vecino se prende fuego y yo dispongo de un trozo de manguera de ciento treinta o ciento cuarenta metros de largo. Si él puede coger mi manguera y conectarla a la boca de incendios le ayudo a apagar el fuego. Entonces, ¿qué hago? No voy y le digo, antes que nada: “Vecino, la manguera me ha costado quince dólares, ¡tienes que pagarme quince dólares para usarla!”. ¡De ninguna manera! Entonces, ¿cuál es la transacción? No quiero los quince dólares, sólo quiero que me devuelva la manguera después de apagar el fuego». Y agregó: «A una cantidad bastante numerosa de estadounidenses no les cabe la menor duda de que la mejor defensa inmediata para Estados Unidos es que Gran Bretaña logre defenderse a sí misma; por consiguiente, dejando de lado nuestro interés pasado y presente por la supervivencia de la democracia en el mundo en general, resulta igualmente importante, desde un punto de vista egoísta y para la defensa de nuestro país, que deberíamos hacer todo lo posible por ayudar al imperio británico a defenderse». Y añadió finalmente: «Estoy tratando de eliminar la cuenta en dólares».

Partiendo de esta base, en seguida se redactó el proyecto de ley de préstamo y arriendo que se presentó al Congreso, y que posteriormente describí al Parlamento como «lo menos sórdido que puede ocurrir en la historia de cualquier nación». Cuando el Congreso la aprobó, cambió de inmediato toda la situación. Nos dejó en libertad para desarrollar planes por acuerdo a largo plazo de amplio alcance para todas nuestras necesidades. No se hablaba de su devolución. Ni siquiera se llevaba un registro formal en dólares ni en libras esterlinas. Lo que teníamos, nos lo habían prestado o arrendado porque nuestra constante resistencia a la tiranía de Hitler se consideraba de interés vital para la gran república. Según el presidente Roosevelt, a partir de entonces lo que determinaría adónde iban a parar las armas estadounidenses sería la defensa de Estados Unidos en lugar de los dólares.

Precisamente en ese momento, el más importante de su carrera pública, nos fue arrebatado Philip Lothian. Poco después de regresar a Washington cayó repentina y gravemente enfermo, aunque trabajó sin tregua hasta el final. Murió el doce de diciembre, en pleno éxito. Fue una pérdida para la nación y para la causa. Lo lloraron vastos círculos de amigos a ambos lados del océano. Para mí, que había estado en estrecho contacto con él quince días antes, fue un golpe personal. Le rendí homenaje en una cámara de los Comunes unida en el profundo respeto por su labor y su recuerdo.

De inmediato tuve que ponerme a buscar un sucesor. Me parecía que nuestras relaciones con Estados Unidos en ese momento requerían como embajador una figura nacional destacada y un estadista versado en todos los aspectos de la política mundial. Después de consultar con el presidente si mi sugerencia sería aceptable, invité a Lloyd George a ocupar el puesto. No se había sentido capaz de incorporarse al gabinete de Guerra en julio, y no se encontraba en felices circunstancias en la política británica. Su punto de vista sobre la guerra y sobre los acontecimientos que la habían desencadenado era totalmente diferente del mío. Sin embargo, no había ninguna duda de que era el más destacado de nuestros ciudadanos y que pondría sus dotes y su experiencia incomparables al servicio de su misión. Mantuve una larga conversación con él en la sala del gabinete, y también a la hora de comer otro día. Realmente estaba encantado con la invitación. «Le digo a mis amigos —me dijo— que el primer ministro me ha hecho un ofrecimiento honorable». Pero estaba convencido de que, a los setenta y siete años, no debía acometer una tarea tan exigente. Como consecuencia de mi larga conversación con él tomé conciencia de que había envejecido, incluso en los meses transcurridos desde que lo invité a incorporarse al gabinete de Guerra, de modo que con pesar, aunque también con convicción, renuncié a mi plan.

A continuación pensé en lord Halifax, que tenía tanto prestigio en el Partido Conservador, aumentado por el hecho de pertenecer al Ministerio de Asuntos Exteriores. Que un ministro de Asuntos Exteriores se convierta en embajador resalta de forma inequívoca la importancia de la misión. Por su gran carácter todos lo respetaban, aunque al mismo tiempo su trayectoria durante los años previos a la guerra y la forma en que transcurrieron los acontecimientos lo dejaron expuesto a la desaprobación, e incluso a la hostilidad, de la parte laborista de nuestra coalición nacional. Yo sabía que él mismo era consciente de ello.

Cuando le hice esta proposición, que sin duda no era un ascenso personal, se limitó a decir, de un modo sencillo y digno, que estaba dispuesto a servir donde lo consideraran más útil. Para destacar todavía más la importancia de sus obligaciones, acordé que volvería a su condición de miembro del gabinete de Guerra cada vez que regresara de permiso. Esto funcionó sin ningún inconveniente debido a la calidad y la experiencia de las personalidades implicadas, y a partir de entonces durante seis años, tanto con la coalición nacional como con el gobierno laborista-socialista, Halifax desempeñó la labor de embajador en Estados Unidos con una influencia y un éxito evidentes y crecientes.

El presidente Roosevelt, Hull y otras altas personalidades de Washington quedaron muy satisfechos con la elección de lord Halifax; en realidad, me di cuenta en seguida de que el presidente lo prefería a mi primera propuesta. La designación del nuevo embajador fue recibida con notable aprobación, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, y se consideró adecuada dada la magnitud de los acontecimientos en todos los sentidos.

No tenía ninguna duda sobre quién debía ocupar la vacante en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como demuestran estas páginas, durante todos los grandes acontecimientos de los últimos cuatro años me he mantenido en estrecho acuerdo con Anthony Edén. He descrito mis angustias y emociones cuando se alejó de Chamberlain en la primavera de 1938. Los dos nos abstuvimos de votar sobre Múnich. Los dos resistimos las presiones del partido que se hicieron sentir en nuestros distritos electorales durante el invierno de ese año melancólico. Compartimos las mismas ideas y sentimientos al comienzo de la guerra y como colegas a medida que fue avanzando. La mayor parte de la vida pública de Edén estuvo dedicada al estudio de los asuntos exteriores. Ocupó con distinción el espléndido cargo de ministro de Asuntos Exteriores, al que renunció cuando sólo tenía cuarenta y dos años por motivos que, retrospectivamente y en ese momento, contaron con la aprobación de todos los partidos del Estado. Había desempeñado muy bien su cargo de secretario de Estado de Guerra durante ese año espantoso y, como dirigía los asuntos del Ejército, estuvimos muy unidos. Pensábamos lo mismo, incluso sin consultarnos, sobre gran cantidad de cuestiones prácticas a medida que iban surgiendo día a día. Esperaba con ilusión una agradable y armoniosa camaradería entre el primer ministro y el ministro de Asuntos Exteriores, deseo que sin duda se cumplió durante los cuatro años y medio de guerra y política que nos aguardaban. Edén lamentó alejarse de la Oficina de Guerra, absorto como estaba en todas sus tensiones y emociones, pero regresó al Ministerio de Asuntos Exteriores como quien vuelve a casa.

La Segunda Guerra Mundial
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