Capítulo XXII
ITALIA COMO OBJETIVO
Los motivos que me impulsaron a dirigirme a Washington a toda prisa, una vez asegurada la victoria en África, eran graves. ¿Qué debíamos hacer con nuestra victoria? ¿Teníamos que recoger sus frutos sólo en el extremo norte de Túnez o debíamos echar a Italia de la guerra y poner a Turquía de nuestro lado? Eran cuestiones decisivas que sólo se podían responder mediante una conferencia en persona con el presidente. En segundo lugar, estaban los planes para intervenir en el frente indio. Yo era consciente de que había serias divergencias bajo la superficie que, si no se solucionaban, producirían serias dificultades y debilitarían la acción durante el resto de la guerra». Estaba resuelto a celebrar una conferencia al máximo nivel posible. Los médicos no querían dejarme volar a las grandes altitudes que requería un bombardero de modo que se decidió que viajara por mar. Partimos de Londres la noche del cuatro de mayo y subimos a bordo del Queen Mary en el Clyde al día siguiente. El barco había sido espléndidamente equipado para satisfacer todas nuestras necesidades. Toda la delegación se alojó en la cubierta principal, que quedó aislada del resto del barco. Había oficinas, salas de conferencia y, evidentemente, la sala de mapas, dispuestas para ser usadas de inmediato. Desde el momento en que subimos a bordo nuestro trabajo prosiguió sin cesar. La conferencia, que bauticé con el nombre de «Tridente», duraría por lo menos quince días y se suponía que abarcaría todos los aspectos de la guerra; por tanto, nuestro grupo tenía que ser numeroso. Estaban los habituales de siempre: los jefes del Estado Mayor con buena cantidad de sus oficiales; lord Leathers con altos oficiales del Ministerio del Transporte de Guerra, y también Ismay con miembros de mi Oficina de la Defensa. También nos acompañaban los comandantes en jefe de la India, el mariscal de campo Wavell, el almirante Sommerville y el teniente general Peirse. Los invité porque estaba seguro de que a nuestros amigos estadounidenses les interesaría que hiciéramos todo lo posible, y también lo imposible, en forma de operaciones inmediatas desde la India. La conferencia tenía que escuchar de primera mano las opiniones de los hombres que tendrían que poner en práctica lo que se decidiera.
Nosotros teníamos muchas cosas que resolver entre nosotros antes de llegar a Washington, y ahora estábamos todos bajo el mismo techo. Los estados mayores conjuntos de planificación y servicio secreto estaban reunidos casi de forma permanente. Los jefes del Estado Mayor se reunían todos los días, y en ocasiones incluso dos veces. Yo seguía mi práctica habitual de hacerles llegar mis ideas todas las mañanas en forma de minutas e instrucciones, y por lo general intercambiábamos nuestros pareceres por la tarde o por la noche. Estos procesos de sondear, cribar y discutir continuaron durante todo el viaje y así se fueron tomando decisiones importantes poco a poco.
Teníamos que pensar en todos los frentes al mismo tiempo. Sobre las operaciones en Europa, después de la victoria en África, estábamos totalmente de acuerdo. En Casablanca se había decidido atacar Sicilia y todos los preparativos estaban muy adelantados. Los jefes del Estado Mayor británico estaban convencidos de que después de capturar Sicilia, o incluso al mismo tiempo, había que atacar la península italiana. Proponían apoderarse de una cabeza de puente en la «punta de la bota» de Italia, seguida por un ataque al «talón», como anticipo de un avance sobre Barí y Nápoles. Se preparó a bordo un informe exponiendo estos puntos de vista y los argumentos a su favor y se entregó a los jefes del Estado Mayor estadounidense como base para discutirlos a nuestra llegada a Washington.
Preveíamos más dificultades para llegar a un acuerdo con nuestros amigos estadounidenses acerca de la segunda gran esfera de acción militar británica, es decir, las operaciones desde la India. Se habían trazado muchos planes sobre el papel pero de hecho teníamos muy poco para enseñarles. El presidente y su círculo abrigaban todavía ideas exageradas sobre el poder militar que podía ejercer China si recibía armas y equipo suficientes. Además, temían demasiado que China se desmoronara si no recibía ayuda en seguida. Yo estaba totalmente en desacuerdo con la idea de reconquistar Birmania mediante un avance a lo largo de las miserables vías de comunicaciones de Tailandia. No me gustaban nada las selvas (que de todos modos van a parar al vencedor) y pensaba en términos de poder aéreo y marítimo, operaciones anfibias y puntos clave. Sin embargo era esencial para todas nuestras grandes empresas que nuestros amigos no sintieran que no habíamos puesto lo suficiente de nuestra parte y que estuvieran convencidos de que estábamos dispuestos a hacer todo lo posible por satisfacer sus deseos. De lo que ocurrió en Birmania hablaremos más adelante.
El once de mayo llegamos a Staten Island, donde nos recibió Harry Hopkins, y de inmediato embarcamos en un tren hacia Washington. El presidente nos recibió en el andén y rápidamente me condujo a mis antiguas habitaciones en la Casa Blanca. El día siguiente, doce de mayo, a las dos y media de la tarde, nos reunimos todos en su despacho oval para examinar y plantear nuestro trabajo en la conferencia.
Roosevelt me pidió que comenzara la discusión. Según consta en actas, la esencia de mi discurso fue la siguiente:
«[…] No deberíamos olvidar jamás que había 185 divisiones alemanas en el frente ruso. Habíamos destruido al ejército alemán en África, pero poco después ya no tendríamos más contacto con ellos en ninguna parte. Los rusos han hecho un esfuerzo extraordinario y estamos en deuda con ellos. La mejor manera de quitarle el peso al frente ruso en 1943 sería lograr que Italia saliera de la guerra, o expulsarla, obligando de este modo a los alemanes a enviar gran cantidad de tropas para contener los Balcanes. […] Teníamos un gran ejército y la Fuerza Aérea Metropolitana de Cazas en Gran Bretaña. Teníamos a nuestras mejores tropas, las más experimentadas, en el Mediterráneo. Los británicos sólo teníamos trece divisiones en el noroeste de África. Suponiendo que se acabara en Sicilia antes de finales de agosto, ¿qué harían estas tropas entre ese momento y la fecha [en 1944], siete u ocho meses después, en que se pudiera montar la primera operación al otro lado del canal de la Mancha? No podrían permanecer ociosas, aparte de que un período de aparente inactividad tendría graves consecuencias en Rusia que estaba haciendo un esfuerzo tan desproporcionado».
Roosevelt estuvo de acuerdo en que, para relevar a Rusia, teníamos que entrar en combate con los alemanes pero cuestionó la ocupación de Italia, que daría libertad a las tropas alemanas para luchar en otros lugares. Le parecía que la mejor manera de obligar a Alemania a combatir sería lanzar una operación al otro lado del canal de la Mancha.
Le respondí que, como ya estábamos de acuerdo en que no podríamos hacerlo hasta 1944, parecía imprescindible usar nuestros grandes ejércitos para atacar Italia. No creía que fuera necesario ocupar toda la península. Si caía Italia las Naciones Unidas ocuparían los puertos y los aeropuertos necesarios para continuar las operaciones en los Balcanes y en el sur de Europa. Se podía establecer un gobierno italiano que controlara el país con la supervisión de los aliados. Nuestros estados mayores conjuntos y sus expertos tenían que tratar de resolver entonces estas graves cuestiones.
Al principio parecía que las diferencias eran insuperables y que la brecha sería insalvable. Durante esta época algunos altos oficiales estadounidenses transmitieron información a senadores demócratas y republicanos, lo que dio lugar a un debate en el Senado. Con paciencia y perseverancia nuestras dificultades se fueron superando poco a poco. El hecho de que el presidente y yo viviéramos uno al lado del otro, que nos viéramos a cualquier hora, que se supiera que estábamos de acuerdo y que el presidente tenía intención de tomar una decisión él mismo sobre las cuestiones definitivas, todo esto, sumado al inestimable trabajo de Hopkins, siempre contribuyeron a aplacar las discusiones de los estados mayores y predominaron en ellas. Tras una grave crisis de opiniones, junto con las relaciones personales más agradables entre los profesionales, se llegó a un acuerdo casi unánime para invadir Sicilia.
Pero aunque habían salido bien tantas cosas me preocupaba mucho que los estados mayores conjuntos no hubieran hecho ninguna recomendación definitiva con respecto a invadir Italia después de conquistar Sicilia. Sabía que los estados mayores estadounidenses tenían puesta la atención en Cerdeña y que pensaban que las poderosas fuerzas que se reunieran en el Mediterráneo durante todo el resto de 1943 no deberían de tener otro objetivo. A mí esta posibilidad me parecía deplorable desde todo punto de vista, tanto militar como político. Los rusos combatían todos los días en un frente enorme y su sangre corría a raudales. ¿Cómo íbamos a mantener ociosos durante casi un año a más de un millón y medio de buenos soldados con todo su enorme potencial aéreo y naval?
El presidente no se había mostrado más dispuesto a insistirle a sus asesores para que fueran más precisos con respecto a la invasión de Italia, pero como éste era el principal objetivo por el que crucé el Atlántico no podía dejarlo así. Hopkins me dijo en privado: «Si quiere convencerlos tendrá que quedarse una semana más; pero aun así, no hay ninguna seguridad», lo que me afligió mucho, y el veinticinco de mayo apelé al presidente en persona para que permitiera que el general Marshall me acompañase a Argel. Expliqué a la conferencia que me sentiría incómodo discutiendo estas cuestiones con el general Eisenhower sin que estuviera presente un representante de Estados Unidos de la máxima importancia. Si había que tomar decisiones no quería que después pensaran que yo había influido demasiado. Por consiguiente, me sentí muy complacido cuando supe que el general Marshall me acompañaría y estaba seguro de que entonces sería posible conseguir que se enviara un informe a los jefes del Estado Mayor conjunto para que se lo plantearan.
A primera hora del día siguiente el general Marshall, el jefe del Estado Mayor del Imperio, Ismay, y el resto de mi equipo despegamos del río Potomac en un hidroavión. Mantuvimos varias conversaciones agradables durante el largo vuelo y aprovechamos el tiempo libre para leer algunos informes que se nos habían acumulado. Al acercarnos a Gibraltar buscamos nuestra escolta pero no había ninguna. A todos nos llamó la atención un avión desconocido, que al principio pensamos que tenía algún interés en nosotros pero como no se acercó llegamos a la conclusión de que sería español; aunque todos se quedaron muy preocupados hasta que desapareció. Cuando aterrizamos, cerca de las 17, nos recibió el gobernador. Era demasiado tarde para continuar nuestro viaje a Argel esa noche de modo que nos llevó al convento donde residía y en el que hacía doscientos años que no vivía ninguna monja.
No partimos de Gibraltar con destino a Argel hasta la tarde siguiente de modo que tuvimos oportunidad de enseñarle al general Marshall el Peñón, y todos estuvimos paseando unas horas e inspeccionando la nueva destilería gracias a la cual la fortaleza tenía asegurado un suministro permanente de agua dulce, y varios cañones importantes, algunos hospitales y un gran número de soldados. Al final, bajé a ver algo de lo que el gobernador estaba especialmente orgulloso: la nueva galería del Peñón, horadada en lo más profundo de la roca, con su batería de ocho cañones de repetición que dominaban el istmo y la zona neutral entre Gran Bretaña y España. Se había dedicado a esta obra muchísimo trabajo y sin duda daba la impresión, mientras la recorríamos, de que si Gibraltar temía algún peligro seguro que un ataque desde la península Ibérica ya no era uno de ellos. Los visitantes británicos compartían el orgullo del gobernador con respecto a esta obra. Hasta que nos despedimos, a bordo del hidroavión, el general Marshall no se atrevió a comentar: «Me gustó mucho su galería. Nosotros teníamos una igual en Corregidor pero los japoneses dispararon con su artillería contra la roca, algunos centenares de metros por encima, y en dos o tres días la bloquearon con un inmenso montón de escombros». Le agradecí la advertencia, pero el gobernador se quedó atónito y se le esfumó la sonrisa del rostro.
Despegamos a primera hora de la tarde, con una docena de Beaufighters volando en círculos sobre nosotros, y por la noche llegamos al aeropuerto de Argel donde nos esperaban los generales Eisenhower y Bedell Smith, el almirante Andrew Cunningham, el general Alexander y otros amigos. Fuimos directamente en coche hasta la villa del almirante Cunningham, contigua a la del general Eisenhower, que puso a mi disposición.
No tengo recuerdos más agradables de la guerra que los ocho días que pasé en Argel y Túnez. Telegrafié a Eden para que viniera y se reuniera conmigo para comprobar que estuviéramos de acuerdo en la reunión que habíamos organizado entre Giraud y De Gaulle y sobre todos los demás asuntos.
Estaba resuelto a conseguir, antes de irme de África, la decisión de invadir Italia en caso de que se tomara Sicilia. Brooke y yo le transmitimos nuestra opinión al general Alexander, al almirante Andrew Cunningham y al capitán general Tedder, y después a Montgomery. Todas estas grandes figuras de las últimas batallas estaban dispuestas a entrar en acción a gran escala y veían en la conquista de Italia la culminación natural de toda la serie de victorias que habíamos conseguido desde El Alamein en adelante. Sin embargo, teníamos que conseguir que nuestro gran aliado diera su consentimiento. Eisenhower se mostró muy reservado. Escuchó todos nuestros argumentos y estoy seguro de que estaba de acuerdo con su finalidad. Pero Marshall se mantuvo silencioso o críptico casi hasta último momento.
Las circunstancias de nuestra reunión eran favorables a los británicos. Disponíamos de casi tres veces más soldados, cuatro veces más buques de guerra y casi la misma cantidad de aviones que Estados Unidos para operaciones reales. Desde El Alamein (por no hablar de años anteriores) habíamos perdido en el Mediterráneo casi ocho veces más hombres y tres veces más barcos que nuestros aliados. Pero lo que hizo que estos hechos tan convincentes merecieran la consideración más justa y más atenta de los líderes estadounidenses fue que, a pesar de la inmensa preponderancia de nuestra fuerza, siguiéramos aceptando el mando supremo del general Eisenhower y mantuviéramos durante toda la campaña el carácter de una operación estadounidense. A los líderes estadounidenses no les gusta que los superen en generosidad. Nadie responde con mayor espontaneidad al juego limpio. Si uno trata bien a los estadounidenses ellos siempre querrán tratarlo mejor. Sin embargo considero que el argumento que los convenció fue abrumador por mérito propio.
Mantuvimos la primera reunión en la villa del general Eisenhower en Argel el veintinueve de mayo a las cinco. La presidió el general Eisenhower, en calidad de anfitrión, con la asistencia de Marshall y Bedell Smith. Yo me senté frente a él, con Brooke, Alexander, Cunningham, Tedder, Ismay y algunos más. Marshall dijo que a los jefes del Estado Mayor estadounidense les parecía que no se podía tomar ninguna decisión sobre la invasión a Italia hasta no conocer el resultado del ataque a Sicilia y la situación en Rusia. Lo lógico sería establecer dos fuerzas, cada una con su propio estado mayor, en lugares distintos; una se entrenaría para una operación contra Cerdeña y Córcega y la otra para una operación en la península italiana. Cuando la situación estuviera lo suficientemente clara para poder tomar una decisión se transferirían las fuerzas aéreas, las lanchas de desembarco, etcétera, a la fuerza encargada de poner en práctica el plan elegido. Ike dijo en seguida que si Sicilia se liquidaba fácilmente estaba dispuesto a dirigirse directamente a Italia y el general Alexander estuvo de acuerdo.
Entonces habló el jefe del Estado Mayor del Imperio. Era inminente una dura lucha entre los rusos y los alemanes y debíamos hacer todo lo posible por colaborar. Teníamos que lograr que los alemanes dispersaran su fuerza. Ya estaban bastante extendidos y no podían reducir sus fuerzas ni en Rusia ni en Francia. El lugar donde resultaba más conveniente hacerlo era Italia. Si resultaba que el sur de Italia estaba lleno de tropas debíamos intentarlo en otro sitio. Si Italia quedaba fuera de la guerra Alemania tendría que sustituir las veintiséis divisiones italianas que había en los Balcanes y reforzar el paso del Brennero, la Riviera y las fronteras con España e Italia. Esta dispersión era justamente lo que necesitábamos para atravesar el canal de la Mancha y debíamos hacer todo lo posible por incrementarla.
Eisenhower declaró entonces que aparentemente la discusión había simplificado el problema. Si lo de Sicilia daba resultado, por ejemplo, al cabo de una semana, él cruzaría de inmediato el estrecho de Mesina y establecería una cabeza de puente. Manifesté mi opinión personal de que Sicilia quedaría liquidada antes del quince de agosto, en cuyo caso, y si el esfuerzo no había sido excesivo, deberíamos dirigirnos en seguida al sur de Italia siempre que no se hubieran trasladado allí demasiadas divisiones alemanas. Los Balcanes representaban un peligro mayor para Alemania que la pérdida de Italia porque Turquía podía reaccionar a nuestro favor.
Entonces Brooke detalló todas nuestras fuerzas en el Mediterráneo. Restando siete divisiones que tenían que regresar a Gran Bretaña para la operación al otro lado del canal de la Mancha, y otras dos para cubrir los compromisos británicos con Turquía, quedarían disponibles veintisiete divisiones aliadas en la zona del Mediterráneo. Con unas fuerzas semejantes en nuestro poder sería realmente muy malo que no ocurriera nada entre agosto o septiembre y el mes de mayo siguiente.
Aunque quedaba mucho por resolver quedé satisfecho con esta primera discusión. Era evidente que todos los líderes estaban de acuerdo en seguir adelante con la mayor decisión y sentía que las reservas hechas en función de lo incognoscible las resolverían los acontecimientos según mis esperanzas.
Volvimos a reunimos el treinta y uno de mayo por la tarde. Eden llegó a tiempo para asistir a la reunión. Traté de resolver la cuestión y dije que estaba a favor de invadir el sur de Italia, pero que era posible que las circunstancias de la batalla nos llevaran por otro derrotero. De todos modos, la alternativa entre el sur de Italia y Cerdeña suponía la diferencia entre una campaña gloriosa y la mera comodidad. El general Marshall no se mostró contrario de ningún modo a estas ideas, aunque no quería que se tomara ninguna decisión definitiva en ese momento. Sería mejor resolver lo que se haría después de comenzar el ataque a Sicilia. Le parecía necesario saber algo sobre las reacciones alemanas para poder determinar si habría alguna resistencia efectiva en el sur de Italia; si los alemanes se retirarían hasta el Po y, por ejemplo, si podían organizar y manejar a los italianos con cierta astucia; los preparativos que se habían hecho en Cerdeña, Córcega, o incluso en los Balcanes; los cambios que harían en el frente ruso. Italia podía caer de dos o tres maneras diferentes y podían ocurrir muchas cosas entre ese momento y el mes de julio. Él mismo, el general Eisenhower, y los jefes del Estado Mayor conjunto sabían perfectamente lo que yo opinaba sobre la invasión a Italia pero lo único que ellos deseaban era elegir la alternativa «pos-Sicilia» que diera mejores resultados.
Dije que deseaba fervientemente apartar a Italia del camino y tener a Roma en nuestro poder. No podía soportar ver a un gran ejército ocioso cuando podía encargarse de expulsar a Italia de la guerra. El Parlamento y el pueblo se impacientarían si el Ejército no hacía nada y estaba dispuesto a tomar medidas desesperadas para evitar una calamidad semejante.
Entonces se produjo un incidente que, como está relacionado con cuestiones que se han convertido en objeto de malentendidos y controversias después de la guerra, se debe relatar. A solicitud mía, Eden hizo un comentario sobre la situación en Turquía y dijo que echar a Italia de la guerra sería muy útil para favorecer la entrada de los turcos, que serían mucho más amistosos «cuando nuestras tropas llegaran a la zona de los Balcanes». Eden y yo estábamos totalmente de acuerdo sobre la política de la guerra pero yo temía que la manera de expresar esta frase indujera a error a nuestros amigos estadounidenses. Consta en actas que «intervino el primer ministro para observar con énfasis que él no estaba a favor de enviar un ejército a los Balcanes ni entonces ni en un futuro próximo». Eden coincidió en que no sería necesario enviar un ejército a los Balcanes puesto que los turcos comenzarían a mostrar reacciones favorables en cuanto estuviéramos en condiciones de constituir una amenaza inminente para los Balcanes.
Antes de separarnos le pedí al general Alexander que diera su opinión, y así lo hizo en un discurso muy impresionante. Asegurar una cabeza de puente en la península italiana debería formar parte del plan. Para nosotros sería imposible obtener una gran victoria a menos que pudiéramos aprovecharla avanzando y lo mejor era entrar en Italia. No obstante, habría que ir aclarando todo esto a medida que avanzara la operación en Sicilia. No era imposible, aunque parecía poco probable, que el sur de Italia estuviera tan protegido como para exigir una completa reorganización de nuestras operaciones y debíamos estar preparados para seguir adelante, sin parar, una vez iniciado el ataque a Sicilia. La guerra moderna nos permitía seguir avanzando con mucha rapidez, con la radio para controlar a las tropas a grandes distancias y la aviación para proteger y abastecer extensas zonas. La marcha se podía complicar a medida que nos adentráramos en la península pero esto no era ningún argumento en contra de seguir adelante todo lo que pudiéramos siguiendo el impulso del ataque a Sicilia. En la guerra a veces ocurrían cosas increíbles. Pocos meses antes le habría parecido imposible de creer lo ocurrido con Rommel y su Afrika Korps. Pocas semanas después le habría costado creer que en una semana se rendirían trescientos mil alemanes. Las fuerzas aéreas del enemigo habían sido barridas del cielo hasta tal extremo que podíamos organizar un desfile, si queríamos, de todas nuestras fuerzas en el norte de África en un campo de Túnez sin que los aviones enemigos supusieran ningún peligro.
De inmediato lo apoyó el almirante Cunningham que dijo que, si todo salía bien en Sicilia, tendríamos que cruzar el estrecho directamente. Eisenhower puso punto final a la reunión manifestando su agradecimiento por el viaje que habíamos tenido que hacer el general Marshall y yo para aclararle lo que habían hecho los jefes del Estado Mayor conjunto. Entendía que le correspondía a él la responsabilidad de reunir información sobre las primeras fases de la invasión a Sicilia y enviarla a tiempo a los jefes del Estado Mayor conjunto para que ellos pudieran decidir el plan que se seguiría sin cortes ni interrupciones. No sólo enviaría información sino también sus recomendaciones según las condiciones vigentes en ese momento. Esperaba que sus tres máximos comandantes (Alexander, Cunningham y Tedder) tuvieran oportunidad de hacer comentarios más oficialmente sobre estas cuestiones, aunque estaba totalmente de acuerdo con lo que habían dicho hasta ese momento.
Durante los dos días siguientes viajamos en avión y en coche a algunos lugares hermosos que habían adquirido una importancia histórica por las batallas que se habían librado allí un mes antes. El general Marshall hizo por su cuenta una breve visita estadounidense y después viajó con el general Alexander y conmigo, reuniéndose con todos los comandantes y viendo a las emocionadas tropas. Impregnaba el aire la sensación de la victoria. No quedaba ningún enemigo en todo el norte de África. Teníamos encerrados en nuestras jaulas un cuarto de millón de prisioneros. Todo el mundo se sentía orgulloso y fascinado. No cabe duda de que a todos nos gusta mucho ganar. Me dirigí a muchos miles de soldados en Cartago en las ruinas de un anfiteatro inmenso. Sin duda, la hora y el entorno se prestaban a la oratoria. No tengo la menor idea de lo que dije pero todo el público aplaudió y gritó con entusiasmo, como seguramente hacían sus predecesores dos mil años antes mientras observaban los combates de los gladiadores.
Me pareció que se había avanzado mucho en nuestras conversaciones y que todos querían atacar a Italia. Por consiguiente, al hacer una síntesis en nuestra última reunión, el tres de junio, expuse las conclusiones de la forma más moderada posible y rendí homenaje al general Eisenhower.
Eden y yo regresamos juntos en avión a Gibraltar. Como se había hablado mucho de mi presencia en el norte de África los alemanes estuvieron más alerta que otras veces, lo que tuvo como consecuencia una tragedia que me produjo mucho desasosiego. Cuando el vuelo comercial regular estaba a punto de despegar del aeropuerto de Lisboa subió a bordo un hombre grueso, fumando un cigarro, que tomaron por un pasajero. Entonces los agentes alemanes informaron de que yo iba a bordo. Aunque estos aviones de pasajeros hacía muchos meses que cubrían el trayecto entre Portugal e Inglaterra sin que nadie los molestara, de inmediato se ordenó la salida de un avión de guerra alemán que abatió sin piedad al avión indefenso. Murieron trece pasajeros, entre ellos el conocido actor británico Leslie Howard, cuya gracia y talento conservan para nosotros las numerosas películas excelentes en las que intervino. La brutalidad de los alemanes sólo es comparable a la estupidez de sus agentes. Cuesta entender que alguien se imagine que, con todos los recursos de Gran Bretaña a mi disposición, yo hubiese reservado un billete en un avión desarmado y sin escolta, desde Lisboa, para regresar a mi patria a plena luz del día. Evidentemente despegamos de Gibraltar por la noche, hicimos un amplio desvío sobre el mar y llegamos sin ningún incidente. Me produjo un profundo dolor enterarme de lo que les había ocurrido a otros por la inescrutable obra del destino.