Capítulo VII

LA DEFENSA LOCAL Y EL APARATO DE CONTRAATAQUE

Quien lea estas páginas en el futuro debería darse cuenta de lo espeso y desconcertante que es el velo de lo desconocido. Ahora, bajo la plena luz que brinda la retrospectiva, resulta fácil ver en qué fuimos ignorantes o nos asustamos demasiado, dónde nos descuidamos o fuimos torpes. Dos veces en dos meses nos pillaron totalmente por sorpresa. La invasión de Noruega y el gran avance en Sedan, con todo lo que vino después, demostraron el poder mortífero de la iniciativa alemana. ¿Qué otra cosa tendrían preparada y organizada hasta el último milímetro? ¿Saltarían de repente, cuando menos nos lo esperábamos, con nuevas armas, una planificación perfecta y una fuerza abrumadora, sobre nuestra isla, prácticamente desprovista de equipo y armas, en cualquiera de una docena o más de posibles sitios de desembarco? ¿O irían a Irlanda? Uno tendría que ser muy tonto para permitir que su razonamiento, por claro y aparentemente seguro que sea, descarte alguna posibilidad para la que se puedan hacer previsiones. Decía el doctor Johnson que «por descontado, cuando alguien sabe que lo van a ahorcar en quince días concentra su mente maravillosamente». Siempre estuve seguro de que ganaríamos; sin embargo, siempre estuve preparado para la situación y muy agradecido de poder concretar mis puntos de vista. A mis colegas ya les había parecido bien obtener del Parlamento los poderes extraordinarios para los que se había estado preparando un proyecto de ley durante los últimos días. Esta medida otorgaría al gobierno prácticamente un poder ilimitado sobre la vida, la libertad y la propiedad de todos los súbditos de Su Majestad en Gran Bretaña. En términos generales, los poderes que concedía el Parlamento eran absolutos. La ley iba a «incluir el poder, mediante una Orden del Consejo, de establecer las Normas de Defensa que obliguen a poner a disposición de Su Majestad a las personas, sus servicios y los bienes que a él le parezcan necesarios u oportunos para garantizar la seguridad pública, la defensa del Reino, el mantenimiento del orden público o la eficaz prosecución de toda guerra en que se vea involucrada Su Majestad, o para mantener los suministros o servicios esenciales para la vida de la comunidad».

Con respecto a las personas, el ministro de Trabajo estaba facultado para ordenarle a cualquiera que cumpliera los servicios que se le solicitaran. La reglamentación que le otorgaba esta facultad incluía una cláusula de salario justo, que se incluía en la ley para regular las condiciones salariales. Se establecerían comités de suministro de mano de obra en centros importantes. El control de los bienes en el sentido más amplio se impuso de la misma forma. Se instituyó el control de todos los establecimientos, incluidos los bancos, por la autoridad que conferían las órdenes del gobierno. Se podía solicitar a los empresarios que presentaran sus libros y se cobraría un 100 por 100 de impuestos sobre los beneficios extraordinarios. Se crearía un consejo de Producción, presidido por Greenwood, y se nombraría un director de Oferta de Trabajo.

Este proyecto de ley fue presentado al Parlamento el veintidós de mayo por la tarde por Chamberlain y Attlee, y éste mismo promovió el segundo debate. Tanto los Comunes como los Lores, con sus grandes mayorías conservadoras, lo aprobaron de forma unánime de modo que superó todas las etapas en una sola tarde y recibió la aprobación real esa misma noche.

Porque los romanos en la pelea de Roma

no perdonaban ni tierra ni oro,

ni hijo ni esposa, ni miembro ni vida,

en los bravos días de antaño.

Ése era el estado de ánimo imperante entonces.

Fue una época en que toda Gran Bretaña trabajó y luchó al máximo, unida como nunca. Hombres y mujeres trabajaban en los tornos y las máquinas de las fábricas hasta que caían agotados al suelo y había que arrastrarlos y ordenarles que se fueran a casa mientras ocupaban su lugar los que llegaban antes de su hora. La máxima aspiración de todos los hombres y de muchas mujeres era poseer un arma. El gabinete y el gobierno estaban unidos por lazos cuyo recuerdo todos atesoran todavía. El pueblo parecía no tener miedo, y a sus representantes en el Parlamento les pasaba lo mismo. Nosotros no habíamos sufrido como Francia bajo el azote alemán. No hay nada que conmueva más a un inglés que el peligro de una invasión, la realidad desconocida durante mil años. Una inmensa cantidad de personas estaban decididas a vencer o morir. No era necesario levantarles el ánimo con la oratoria. Estaban satisfechos de oírme expresar sus sentimientos y de brindarles buenos motivos para lo que pretendían hacer, o trataban de hacer. La única divergencia posible era la de las personas que querían hacer incluso más de lo que era posible y que tenían la idea de que el frenesí podía agudizar la acción.

Nuestra decisión de volver a enviar a Francia las dos únicas divisiones bien armadas que teníamos hizo que fuera todavía más necesario adoptar todas las medidas posibles para defender la isla contra un ataque directo. Todos teníamos en mente el rápido destino de Holanda. Edén ya le había propuesto al gabinete de Guerra la formación de unos voluntarios para la defensa local o una «guardia nacional», y se insistió mucho con su plan. En todo el país, en cada ciudad y en cada pueblo, se formaron grupos de hombres decididos, armados con fusiles, con escopetas de caza, garrotes y lanzas a partir de las que surgieron en poco tiempo amplias organizaciones, que poco después se acercaban al millón y medio de hombres y fueron consiguiendo buenas armas.

Lo que yo más temía era el desembarco de carros de combate alemanes. Como me apetecía que nuestros carros desembarcaran en sus costas, naturalmente suponía que ellos pensarían lo mismo. Casi no disponíamos de cañones ni de municiones anticarro, ni siquiera de la artillería de campo común. La difícil situación a la que nos veíamos reducidos en relación con este peligro se pone de manifiesto en el siguiente incidente. Visité nuestras playas de la bahía de St. Margaret cerca de Dover. El general de brigada me informó de que su brigada sólo disponía de tres cañones anticarro que cubrían seis o siete kilómetros de esta costa tan amenazada. Declaró que sólo disponía de seis balas para cada cañón y me preguntó, con un ligero aire de desafío, si podía dejar que sus hombres dispararan una para practicar a fin de saber, por lo menos, cómo funcionaban las armas. Le dije que no podíamos darnos el lujo de hacer disparos de práctica y que no había que abrir fuego hasta último momento, cuando estuvieran lo más cerca posible.

Por tanto, no era el momento de seguir los canales ordinarios para inventar recursos. Para garantizar un procedimiento ágil, al margen de los procesos departamentales para cualquier idea o dispositivo brillante, decidí conservar bajo mi propio mando, como ministro de Defensa, el centro experimental establecido por el comandante Jefferis en Whitchurch. Desde 1939 mantuve útiles contactos con este brillante oficial, cuya mente ingeniosa y creativa resultó fructífera durante toda la guerra como veremos a continuación. Lindemann estaba en estrecho contacto con él y conmigo. Utilicé sus cerebros y mi poder. Jefferis y otros relacionados con él estaban trabajando en una bomba que se podía arrojar contra un carro de combate, por ejemplo desde una ventana, y que se adhería a él. El impacto de un explosivo muy potente al entrar en contacto con una placa de acero resulta particularmente eficaz. Nos imaginábamos a soldados o civiles abnegados que se acercaban corriendo al carro e incluso le arrojaban la bomba encima, aunque la explosión les costara la vida. Sin duda, muchos lo habrían hecho. También pensé que se podía disparar la bomba, sujeta a una varilla, junto con una carga reducida de un fusil. Al final, la bomba «adhesiva» fue aceptada como una de nuestras mejores armas en caso de emergencia. Nunca tuvimos que usarla en nuestro país, pero en Siria, donde reinaban unas condiciones igualmente primitivas, demostró su valía.

Por primera vez en ciento veinticinco años teníamos un enemigo poderoso instalado al otro lado del estrecho canal de la Mancha. Había que organizar y desplegar nuestro Ejército regular, reformado, y los más numerosos, pero peor entrenados, ejércitos territoriales, a fin de crear un complejo sistema de defensas y estar preparados, por si venía el invasor, para destruirlo, porque no había manera de escapar. Para los dos bandos era cuestión de «matar o curar». Ya podíamos incluir a la Guardia nacional dentro del marco general de la defensa. El veinticinco de junio, el general Ironside, comandante en jefe de las Fuerzas Nacionales, presentó a los jefes del Estado Mayor sus planes, que evidentemente fueron examinados por los expertos; yo también los examiné, con no poca atención. En términos generales, fueron aprobados. Había tres elementos fundamentales en este primer esquema de un gran plan futuro: en primer lugar, una «corteza» bien afianzada en las playas de la costa donde era más probable que se produjera una invasión, cuyos defensores deberían luchar en el lugar donde se encontraban apoyados por reservas móviles para un contraataque inmediato; en segundo lugar, una línea de obstáculos anticarro, a cargo de la Guardia nacional, a lo largo del centro este de Inglaterra que protegiera Londres y los grandes centros industriales del avance de los vehículos blindados y, en tercer lugar, detrás de esa línea, las principales reservas para una gran acción contraofensiva.

Se efectuaron incesantes añadidos y correcciones a este primer plan a medida que fueron pasando las semanas y los meses, pero la concepción general siguió siendo la misma. Todas las tropas, si eran atacadas, debían mantenerse firmes, en una defensa versátil, que no fuera sólo lineal, mientras las demás se movían rápidamente para destruir a los atacantes, tanto si procedían del mar como del aire. Los hombres que hubieran quedado aislados y no pudieran recibir ayuda inmediata no se limitarían a mantener su posición. Se prepararon medidas activas para hostigar al enemigo por detrás, para provocar interferencias en sus comunicaciones y destruir material, como hicieron los rusos con resultados óptimos cuando la marea alemana inundó su país, un año después. Muchas personas debieron de quedar perplejas por las innumerables actividades que se desarrollaban a su alrededor. Podían comprender la necesidad de colocar alambres y minas en las playas, de poner obstáculos anticarro en los desfiladeros y fortines de hormigón en los cruces, de entremeterse en sus casas para llenar el ático de sacos de arena, y seguir por sus campos de golf o sus campos y jardines más fértiles para excavar grandes zanjas anticarro. La mayoría aceptó todos estos inconvenientes y muchos más. Pero más de una vez se deben de haber preguntado si habría algún plan general, o si unos individuos insignificantes no se habrían vuelto locos y estarían utilizando sus recién adquiridos poderes para estropear los bienes de los ciudadanos.

Sin embargo, sí que había un plan general, complejo, coordinado y global. A medida que fue creciendo, se fue perfilando de la siguiente manera: el mando general siguió estando en el Cuartel General de Londres. Toda Gran Bretaña e Irlanda del Norte se dividieron en siete mandos, que a su vez se subdividían en zonas de mandos de cuerpos y divisiones. Los mandos, los cuerpos y las divisiones estaban obligados a mantener una reserva móvil proporcional de sus recursos y sólo destinaban el mínimo a defenderse a sí mismos. Poco a poco se fueron construyendo en la parte posterior de las playas zonas de defensa para cada división, tras las que había «zonas de cuerpos» y «zonas de mando» similares; todo el sistema tenía unos ciento sesenta kilómetros de ancho o más. Detrás de ellos se estableció el principal obstáculo anticarro que atravesaba el sur de Inglaterra y se extendía hacia el norte, en el condado de Nottingham. Por último, estaba la reserva final, directamente al mando del comandante en jefe de las Fuerzas Nacionales. Nuestra política consistía en que esta reserva siguiera siendo lo más grande y móvil posible.

Dentro de esta estructura general había muchas variaciones. Para cada uno de nuestros puertos de la costa oriental y meridional se hacía un estudio especial. No parecía probable que se produjera un ataque frontal directo a un puerto defendido, y todos se estaban convirtiendo en puntos fuertes, capaces de defenderse tanto por tierra como por mar. Se colocaron obstáculos en varios miles de kilómetros cuadrados de Gran Bretaña para impedir el aterrizaje de tropas aerotransportadas. Todos nuestros aeródromos, estaciones de radar y depósitos de combustible, de los que ya en el verano de 1940 había trescientos setenta y cinco, tenían que estar defendidos por guarniciones especiales y por sus propios aviadores. Había que proteger día y noche muchos miles de «puntos vulnerables», puentes, centrales eléctricas, depósitos, fábricas vitales e instalaciones similares, para evitar sabotajes o ataques repentinos. Se prepararon planes para destruir de forma inmediata los recursos que pudieran ser útiles para el enemigo si se apoderaban de ellos. Demoler las instalaciones portuarias, llenar de cráteres las carreteras principales, paralizar el transporte a motor y los teléfonos y las estaciones de telégrafos, el material rodante o las instalaciones permanentes, antes de que escaparan a nuestro control, estaba previsto hasta el último detalle. Sin embargo, a pesar de todas estas precauciones prudentes y necesarias, en las que los departamentos civiles proporcionaron una ayuda ilimitada a los militares, no se planteaba la «política de tierra arrasada»: el pueblo tenía que defender Inglaterra, no destruirla.

Todo esto se podía plantear desde otra perspectiva. Mi primera reacción ante el «milagro de Dunkerque» fue aprovecharlo montando una contraofensiva. En medio de tanta incertidumbre, la necesidad de recuperar la iniciativa era evidente. Estuve ocupado buena parte del cuatro de junio porque tuve que preparar y pronunciar un discurso largo y serio en la cámara de los Comunes, al que ya me he referido en cierta medida, pero en cuanto acabé me apresuré a buscar el talante que me pareció que debía predominar en nuestro pensamiento y servirnos de inspiración para nuestras acciones en ese momento, de modo que le envié al general Ismay la siguiente minuta:

Nos preocupan mucho (y sin duda es prudente que así sea) los peligros de un desembarco alemán en Inglaterra, aunque tengamos el dominio de los mares y dispongamos de una fuerte defensa aérea gracias a nuestros cazas. Cualquier cala, cualquier playa, cualquier puerto se ha convertido en un motivo de preocupación. Además, pueden sobrevolarnos los paracaidistas y apoderarse de Liverpool, o de Irlanda, o de lo que sea. Todo esto está muy bien si genera energía. Pero si a los alemanes les resulta tan fácil invadirnos, a pesar de nuestra capacidad marítima, a alguien se le puede ocurrir preguntarse por qué no podemos nosotros hacer lo mismo. No debemos permitir que el hábito mental de estar siempre a la defensiva, que ha sido la perdición de los franceses, arruine toda nuestra iniciativa. Tiene suma importancia que los alemanes mantengan la mayor cantidad de fuerzas a lo largo de la costa de los países que han conquistado, y tendríamos que ponernos a trabajar de inmediato para organizar fuerzas de ataque en estas costas en que la población está de nuestra parte. Estas fuerzas podrían estar compuestas por unidades independientes, muy bien equipadas, digamos que de entre mil y no más de diez mil hombres cuando se combinen. Se garantiza la sorpresa por el hecho de que su destino se ocultará hasta último momento. Lo que hemos visto en Dunkerque demuestra lo rápidamente que las tropas pueden salir de (y supongo que también entrar en) puntos seleccionados si hiciera falta. Sería maravilloso conseguir que los alemanes tuvieran que preguntarse en qué lugar recibirían el siguiente ataque en lugar de obligarnos a amurallar y techar la isla. Hemos de hacer un esfuerzo para sacudirnos este sometimiento mental y moral a la voluntad y la iniciativa del enemigo.

Ismay transmitió este mensaje a los jefes del Estado Mayor y, en principio, recibió su cordial aprobación, que se reflejó en muchas de las decisiones que tomamos. De allí fue surgiendo poco a poco una política. En ese momento, yo fijaba mi atención en la guerra con carros de combate, no sólo defensiva sino también ofensiva, para lo que había que construir gran cantidad de embarcaciones adecuadas para desembarcarlos que, a partir de entonces, se convirtió en una de mis preocupaciones constantes. Como todo esto estaba destinado a adquirir una importancia enorme en el futuro, ahora debo volver atrás, a un asunto que hacía tiempo que tenía en la cabeza y que volvió a aflorar.

Siempre me había fascinado la guerra anfibia, y hacía tiempo que me rondaba en la cabeza la idea de usar carros de combate que desembarcaran de unas lanchas construidas especialmente en playas donde nadie los esperaba. Diez días antes de incorporarme al gobierno de Lloyd George como ministro de Municiones, el diecisiete de julio de 1917, preparé sin la asistencia de ningún experto, un plan para capturar las dos islas frisonas de Borkum y Sylt; contenía los siguientes párrafos, que publico ahora por vez primera:

El desembarco de las tropas sobre la isla [de Borkum o Sylt], cubierto por los cañones de la Flota [debería ser] apoyado por gas y humo procedentes de transportes a prueba de torpedos, mediante barcazas a prueba de balas. Harían falta aproximadamente un centenar para que pueda desembarcar una división. Además, hay que proporcionar una cantidad (digamos cincuenta) de barcazas para desembarcar carros de combate, cada una de las cuales llevará uno o más carros, [y] equipadas con cortaalambres en la proa. Mediante un puente levadizo o un dispositivo de descenso en la proa [los carros] desembarcarían por [su] propia tracción e impedirían que la infantería se viera frenada por los alambres al atacar los fuertes y las baterías. Esta característica es nueva y elimina una de las grandes dificultades previas, es decir, el rápido desembarco de [nuestra] artillería de campo para cortar alambres.

Y más adelante:

Siempre existe el peligro de que el enemigo se entere de nuestras intenciones y refuerce de antemano sus guarniciones con buenas tropas, en todo caso en lo que respecta a Borkum, con lo que siempre tiene que tener mucho cuidado. Por otra parte, se podría efectuar el desembarco bajo el escudo de las barcazas, a prueba de balas de ametralladoras, demasiado numerosas para verse afectadas seriamente por un cañonero pesado [es decir, el fuego de cañones pesados]; y habría carros de combate utilizados en mayores cantidades todavía de lo que aquí se sugiere, sobre todo de las variedades rápidas y más ligeras, operando en una zona donde no se habrían hecho preparativos para recibirlos. Éstas se pueden concebir como consideraciones favorables, nuevas e importantes.

En este informe, también tenía un plan alternativo para crear una isla artificial en las aguas poco profundas del arrecife de Horn (más al norte).

Uno de los métodos sugeridos para investigar es el siguiente: habría que preparar una cantidad de barcazas o cajones hidráulicos, pero no de acero sino de hormigón, en el Humber, en Harwich, y en el Wash, el Medway y el Támesis. Estas estructuras se adaptarían a las profundidades en las que tuvieran que hundirse, según un plan general. Flotarían cuando no tuvieran agua y así se podrían remolcar hasta el lugar de la isla artificial. Al llegar a las boyas que marcan la isla, se abrirían unas válvulas de comunicación con el mar y se depositarían en el fondo. A continuación, se llenarían poco a poco de arena, según lo que fuera oportuno, mediante dragas de succión. El tamaño de estas estructuras oscilaría desde 15 x 12 x 6 metros hasta 36 x 24 x 12 metros. De esta manera se podría crear en mar abierto un puerto a prueba de torpedos, que podría funcionar, en cualquier clima, como un atolón, con muelles regulares para los destructores y los submarinos y con plataformas de aterrizaje para aviones.

Si resulta factible, este proyecto se puede hacer mucho más complejo y se puede aplicar en diversos sitios. Tal vez se pueda hacer que las embarcaciones de hormigón transporten una torreta completa con un cañón pesado y que éstas, al entrar el agua en sus cámaras externas, se depositen en el fondo del mar, como los fuertes del Solent, en los puntos deseados. Se podrían hacer otras estructuras sumergibles para colocar depósitos, tanques de petróleo y habitaciones. En este caso no es posible, sin consultar a los expertos, hacer nada más que mencionar las posibilidades que comprenden nada menos que la creación, el transporte por piezas, el montaje y la instalación de una isla artificial y una base de destructores.

Un plan así, si resulta factible mecánicamente, evita la necesidad de utilizar tropas y todos los riesgos de tomar por asalto una isla fortificada. Se podría utilizar como una sorpresa, porque aunque es probable que en Alemania se enteraran de la construcción de estas embarcaciones de hormigón, la conclusión natural sería que servirían para tratar de bloquear las desembocaduras de los ríos, que de hecho es una idea que no habría que excluir. Por tanto, hasta que la isla o el sistema de rompeolas no comenzara a crecer, el enemigo no se daría cuenta de su finalidad.

Durante casi un cuarto de siglo este informe durmió en los archivos del Comité de Defensa Imperial. No lo publiqué en La crisis mundial, aunque debió de ser uno de sus capítulos, por una cuestión de espacio y porque jamás se puso en práctica. Fue una suerte, porque las ideas expuestas eran más vitales que nunca en esta guerra, y seguro que los alemanes leyeron con atención todos mis libros sobre el tema. Tenía profundamente grabados en la mente los conceptos básicos de este viejo informe y, en esta nueva emergencia, sirvieron de base para la acción que, tras un largo intervalo, encontró una plasmación memorable en la amplia flota de embarcaciones para el desembarco de carros de combate de 1943 y en los puertos «Mulberry» de 1944.

A partir de ese momento se dedicó muchísima energía a desarrollar todo tipo de lanchas de desembarco y se creó un departamento especial en el Almirantazgo para resolver todas estas cuestiones. En octubre de 1940 se hicieron las primeras pruebas con lanchas de desembarco para carros de combate. A continuación se mejoró el diseño, y muchos se construyeron por partes para facilitar el transporte por mar hasta Oriente Próximo, donde comenzaron a llegar en el verano de 1941. Demostraron su valía y, a medida que fuimos adquiriendo experiencia, las versiones posteriores de este extraño vehículo resultaron cada vez mejores. Por suerte, se pudo delegar la construcción de estas lanchas de desembarco para carros de combate en empresas de ingeniería de la construcción que no se dedicaban a la construcción naval, con lo que no hizo falta disponer de la mano de obra ni las plantas de los grandes astilleros. De este modo se pudo llevar a cabo el programa a gran escala que teníamos previsto, aunque esto también limitó el tamaño de las embarcaciones.

Las lanchas de desembarco para carros de combate servían para operaciones de asalto al otro lado del canal o para trabajos de mayor alcance dentro del Mediterráneo, pero no para largos viajes en mar abierto. De modo que surgió la necesidad de crear una embarcación más grande, que navegara mejor y que, aparte de transportar carros de combate y otros vehículos en viajes oceánicos, también pudiera desembarcarlos en las playas igual que aquéllas. Di instrucciones para que se diseñara una embarcación así, que se llamó «barca de desembarco para carro de combate», que en su momento se trasladó a Estados Unidos, donde se desarrollaron los detalles de forma conjunta y se empezó a producir a gran escala, de modo que figuró en un lugar destacado en todas nuestras operaciones posteriores, convirtiéndose, quizá, en la mayor aportación para solucionar el persistente problema del desembarco de vehículos pesados en las playas. Al final, se construyeron más de mil unidades de este tipo.

A finales de 1940 teníamos un concepto claro de la concepción física de la guerra anfibia. La fabricación de embarcaciones y equipo especializado de muchos tipos fue ganando velocidad, y las formaciones necesarias para manejar todo este material nuevo se desarrollaron y se entrenaron a las órdenes del Mando Conjunto de Operaciones. Se establecieron centros de entrenamiento especiales para este fin, tanto en el país como en Oriente Próximo. A medida que todas estas ideas y su manifestación práctica fueron cobrando forma, se las presentábamos a nuestros amigos estadounidenses. Los resultados fueron creciendo de forma constante a lo largo de los años de lucha, y de este modo, a su debido tiempo, llegaron a constituir el instrumento necesario que acabó por desempeñar un papel indispensable en nuestros mayores planes y hazañas. En 1940 y 1941 nuestros esfuerzos en este campo estuvieron limitados por las exigencias de la lucha con los submarinos alemanes. No se pudieron destinar más de siete mil hombres a la producción de lanchas de desembarco hasta finales de 1940, y esta cifra tampoco se superó demasiado al año siguiente. En cambio, en 1944 al menos setenta mil hombres se dedicaron, sólo en Gran Bretaña, a esta formidable tarea, y en Estados Unidos las cifras eran mucho mayores.

Ante las numerosas versiones que actualmente existen y se multiplican sobre mi supuesta aversión a todo tipo de desembarcos a gran escala como el que ocurrió en Normandía en 1944, tal vez convenga aclarar que desde el principio brindé buena parte del impulso y la autoridad para la creación y producción de estas embarcaciones y las dotaciones necesarias para el desembarco de unidades blindadas en las playas, sin los que ahora todo el mundo reconoce que habrían resultado imposibles estas grandes operaciones.

La Segunda Guerra Mundial
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