Capítulo XVI
EN EL LÍMITE
Hemos llegado al período en el cual todas las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania habían llegado al límite. Evidentemente, ahora sabemos que nunca hubo una relación sincera entre nuestros dos países desde que Hitler llegó al poder. Por su parte, él tan sólo esperaba convencer o amedrentar a Gran Bretaña para que le diera carta blanca en la Europa oriental, y Chamberlain abrigaba la esperanza de apaciguarlo, reformarlo y llevarlo por el buen camino. Sin embargo, había llegado el momento de que se desvanecieran las últimas ilusiones del gobierno británico. Por fin, el Consejo de Ministros se convenció de que la Alemania nazi quería guerra, y el primer ministro ofreció garantías y concertó alianzas en todas las direcciones que seguían abiertas, sin pensar si podíamos brindar una ayuda efectiva a los países concernidos. A la garantía a Polonia se añadieron las garantías a Grecia y a Rumanía, a las que se sumó una alianza con Turquía.
Debemos recordar ahora el triste trozo de papel que Chamberlain consiguió que Hitler firmara en Múnich y que agitó triunfalmente ante la multitud cuando descendió del avión en Heston; en él invocaba los dos lazos que suponía que existían entre él y Hitler, y entre Gran Bretaña y Alemania, es decir, el acuerdo de Múnich y el tratado naval anglogermano. La subyugación de Checoslovaquia acabó con el primero; el veintiocho de abril, Hitler eliminó el segundo y además anunció formalmente la rescisión del pacto germanopolaco de no agresión, aduciendo como causa directa la garantía anglopolaca.
El gobierno británico tuvo que plantearse urgentemente las consecuencias prácticas de las garantías ofrecidas a Polonia y Rumanía. Ninguna serie de garantías tenía ningún valor militar, salvo dentro del marco de un acuerdo general con Rusia. Por tanto y con esta finalidad dieron comienzo en Moscú, el quince de abril, las conversaciones entre el embajador británico y Litvinov. Teniendo en cuenta el trato que se había dado hasta entonces al gobierno soviético, no cabía esperar mucho de ellos en ese momento. Sin embargo, el dieciséis de abril hicieron un ofrecimiento formal, cuyo texto no se hizo público, para crear un frente unido de asistencia mutua entre Gran Bretaña, Francia y la URSS. Las tres potencias, a las que se sumaría Polonia, si era posible, además garantizarían a aquellos Estados de Europa central y del Este que se encontraban bajo la amenaza de una agresión germana. El obstáculo para un acuerdo de este tipo era el terror de estos mismos países limítrofes a recibir la ayuda soviética a través de ejércitos de ese país que atravesaran sus territorios para defenderlos de los alemanes y que, de paso, los incorporaran al sistema comunista soviético, al cual se oponían con vehemencia. Polonia, Rumanía Finlandia y los tres estados bálticos no sabían si le tenían más pavor a la agresión alemana o a la salvación rusa. Esta espantosa elección fue lo que paralizó la política británica y francesa.
Sin embargo, no cabe duda, incluso visto desde la perspectiva que ofrece el tiempo, de que Gran Bretaña y Francia deberían haber aceptado el ofrecimiento ruso y proclamado la Triple alianza, dejando que el método por el que se hiciera efectiva en caso de guerra se ajustara entre los aliados unidos contra un enemigo común. En estas circunstancias impera un estado de ánimo distinto. Los aliados en la guerra tienden a someterse mucho a los deseos de los demás; el flagelo de la batalla golpea el frente y hace que se acepten todo tipo de recursos que durante la paz resultarían repugnantes. No sería fácil, en una gran alianza como la que podría haber surgido, que un aliado entrara en el territorio de otro, a menos que lo invitaran.
Pero Chamberlain y el Ministerio de Asuntos Exteriores quedaron desconcertados ante este enigma que les planteaba la Esfinge. Cuando los acontecimientos se suceden a esta velocidad y tan apelotonados como en esta coyuntura, conviene dar un paso por vez. La alianza de Gran Bretaña, Francia y Rusia habría despertado una profunda alarma en el seno de Alemania en 1939, y nadie puede demostrar que la guerra no se hubiera podido evitar siquiera entonces. Los aliados podrían haber dado con más fuerza el siguiente paso. Su diplomacia tendría que haber mantenido la iniciativa. Hitler no estaba en condiciones ni de emprender una guerra en dos frentes, algo que él mismo había condenado tan severamente, ni de mantenerlos en jaque. Fue una pena que no lo pusieran en esta posición incómoda, que podría haberle costado la vida. No se recurre a los estadistas sólo para resolver las cuestiones sencillas, que suelen resolverse por sí solas. Cuando la balanza tiembla y las proporciones quedan envueltas en la niebla, se presenta la oportunidad de tomar decisiones que salven el mundo. Después de meternos a nosotros mismos en la espantosa situación de 1939 era fundamental no perder las esperanzas. Por ejemplo, si al recibir el ofrecimiento ruso Chamberlain hubiera respondido: «Sí, juntémonos los tres para romperle el cuello a Hitler», o algo por el estilo, el Parlamento lo habría aprobado, Stalin habría comprendido y puede que la historia hubiese seguido otro curso. Al menos, no habría sido peor.
Pero en cambio se produjo un largo silencio, mientras se preparaban medidas a medias y compromisos sensatos. Este retraso fue fatal para Litvinov, porque consideraron que su último intento de conducir la situación hasta una decisión definida con las potencias occidentales había fracasado. Teníamos muy poco crédito. Era necesaria una política exterior totalmente diferente para la seguridad de Rusia, y había que encontrar otro exponente. El tres de mayo llegó un comunicado oficial de Moscú que anunciaba que Litvinov, por iniciativa propia, había dejado su cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores y que el primer ministro, Mólotov, asumiría sus obligaciones. El notable judío, blanco del antagonismo alemán, fue dejado de lado como una herramienta rota y, sin que se le permitiera ni una palabra de justificación, lo echaron de la escena mundial, relegándolo al anonimato, la miseria y la supervisión policial. Mólotov, apenas conocido fuera de Rusia, fue nombrado comisario de Asuntos Exteriores, en la más estrecha unión con Stalin, libre de todos los estorbos de las declaraciones previas, libre del ambiente de la Sociedad de Naciones y capaz de moverse en cualquier sentido que fuera necesario para la autopreservación de Rusia. De hecho, sólo era probable que se moviera en un sentido. Siempre se había mostrado favorable a llegar a un acuerdo con Hitler. El gobierno soviético estaba convencido, después de Múnich y de todo lo demás, de que ni Gran Bretaña ni Francia lucharían si no las atacaban y que, en ese caso, tampoco servirían de mucho. La tormenta que se avecinaba estaba a punto de estallar, y Rusia debería ocuparse de sí misma.
Este cambio violento y antinatural de la política rusa fue una metamorfosis como sólo son capaces de hacerla los estados totalitarios. No habían pasado más de dos años desde que se masacrara a los dirigentes del Ejército ruso y a varios miles de sus mejores oficiales precisamente por tener la tendencia que ahora resultaba aceptable para el puñado de ansiosos amos del Kremlin. Entonces, ser germanófilo se consideraba una herejía y una traición; ahora, de pronto, era la política de Estado, y pobre del que se atreviera a discutirla o no fuera bastante ágil para adaptarse al cambio. Para la tarea que tenían entre manos no había nadie más capacitado o preparado que el nuevo comisario de Asuntos Exteriores.
La figura que Stalin elevó al púlpito de la política exterior soviética merece una descripción, con la que no contaban ni el gobierno británico ni el francés de la época. Viacheslav Mólotov era un hombre de notable habilidad y despiadada crueldad, que sobrevivió a los espantosos peligros y a las duras pruebas a las que se vieron sometidos todos los líderes bolcheviques en los años de la revolución triunfal. Vivió y prosperó en una sociedad en la que la cambiante intriga estaba acompañada por la amenaza constante de la liquidación personal. Su cabeza en forma de bala de cañón, el bigote negro y los ojos comprensivos, su rostro viscoso, su agilidad verbal y su imperturbabilidad eran manifestaciones adecuadas de sus cualidades y su habilidad. Era el hombre más adecuado para ser agente e instrumento de la política de una máquina incalculable. Sólo lo he visto en condiciones de igualdad en negociaciones en las que a veces aparecía un tono humorístico, o en banquetes en los que proponía cordialmente una larga serie de brindis convencionales y sin sentido. Nunca he visto un ser humano que representara mejor la concepción moderna de un robot. Y sin embargo, con todo era un diplomático en apariencia razonable y muy pulido. Con respecto a sus subordinados no sé cómo era. Su trato con el embajador japonés durante los años en los que, después de la conferencia de Teherán, Stalin prometió atacar Japón cuando fuera derrotado el Ejército alemán, se puede deducir de las conversaciones que han quedado registradas. Se sucedieron, una tras otra, con perfecta desenvoltura, una finalidad enigmática y una anodina corrección oficial, las entrevistas delicadas, inquisitivas y poco prácticas, sin que se abriera el menor resquicio, sin la menor sacudida. Su sonrisa de invierno siberiano, sus palabras, comedidas y a menudo prudentes y su afabilidad lo convertían en un agente perfecto de la política soviética en un mundo mortal.
La correspondencia con él sobre cuestiones polémicas siempre era inútil y, llevada al extremo, acababa en mentiras e insultos, de los cuales aparecerán algunos ejemplos en esta obra. Sólo en una ocasión me pareció que conseguí una reacción natural, humana. Fue en la primavera de 1942, cuando pasó por Gran Bretaña de vuelta de Estados Unidos. Habíamos firmado el tratado anglosoviético y estaba a punto de emprender el peligroso vuelo de regreso. En la puerta del jardín de Downing Street, que usamos para mantener el secreto, le cogí el brazo y nos miramos a la cara. De pronto, pareció profundamente conmovido y, dentro de la imagen, apareció el hombre, que respondió con la misma presión. Nos estrechamos las manos en silencio. Pero entonces estábamos todos juntos, y era la vida o la muerte para todo el conjunto. A su alrededor siempre había habido confusión y desastre, inminentes sobre él o aplicados por él a los demás. La máquina soviética encontró sin duda en Mólotov un representante capaz y, en muchos sentidos, típico: el fiel hombre del partido y discípulo comunista. Al final de mi vida, me alegro de no haber tenido que soportar las tensiones que sufrió él; sería preferible no haber nacido. En la conducción de los asuntos exteriores, Mazarino, Talleyrand y Metternich le habrían dado la bienvenida, si hubiera otro mundo al que pudieran ir los bolcheviques.
Desde el momento en que se convirtió en comisario de Asuntos Exteriores, Mólotov procuró llegar a un acuerdo con Alemania a expensas de Polonia. Las negociaciones rusas con Gran Bretaña proseguían con languidez, y el diecinueve de mayo se planteó toda la cuestión en la cámara de los Comunes. El debate, breve y serio, prácticamente se limitó a los líderes de los partidos y a algunos destacados ex ministros. Lloyd George, Edén y yo insistimos ante el gobierno en la necesidad vital de llegar a un acuerdo con Rusia de inmediato, del mayor alcance posible y en condiciones de igualdad. Respondió el primer ministro y por primera vez nos reveló sus puntos de vista sobre el ofrecimiento soviético, que recibió sin duda con frialdad y evidente desdén; pareció demostrar la misma falta de proporción que vimos un año antes en su rechazo a las propuestas de Roosevelt. Attlee, Sinclair y Edén hablaron, en líneas generales, sobre la inminencia del peligro y la necesidad de una alianza con Rusia. No cabe duda de que ya era demasiado tarde para todo esto. Nuestros esfuerzos habían llegado a un punto muerto aparentemente insalvable. Los gobiernos de Polonia y Rumanía, aunque aceptaban la garantía británica, no estaban dispuestos a aceptar una promesa similar, de la misma forma, por parte del gobierno ruso. En otro ámbito estratégico vital, el de los estados del Báltico, prevalecía una actitud similar. El gobierno soviético dejó bien claro que sólo cumpliría un pacto de asistencia mutua si Finlandia y los países bálticos se incluían en una garantía general. Los cuatro países se negaron entonces y es probable que, aterrorizados, siguieran rechazando esta condición durante mucho tiempo. Finlandia y Estonia incluso llegaron a afirmar que considerarían un acto de agresión toda garantía que los incluyera sin su consentimiento. El siete de junio, Estonia y Letonia firmaron pactos de no agresión con Alemania. De este modo, Hitler penetró fácilmente en las últimas defensas de la lenta e indecisa coalición en su contra.
El verano avanzaba y en toda Europa continuaban los preparativos para la guerra, a la par que las actitudes de los diplomáticos, los discursos de los políticos y los deseos de la humanidad cada día contaban menos. Los movimientos militares alemanes parecían presagiar que el acuerdo forzoso de la disputa con Polonia respecto a Danzig era un prolegómeno al ataque a la propia Polonia. El diez de junio Chamberlain manifestó su preocupación ante el Parlamento y repitió su intención de apoyar a Polonia si su independencia se veía amenazada. Con un espíritu de distanciamiento de los hechos, el gobierno belga, en gran medida bajo la influencia de su rey, anunció el día veintitrés que se oponía a las conversaciones entre el Estado Mayor e Inglaterra y Francia, y que Bélgica tenía la intención de mantener una rigurosa neutralidad. La oleada de acontecimientos hizo que Inglaterra y Francia estrecharan filas entre ellas y también a nivel nacional. Hubo muchas idas y venidas entre París y Londres durante el mes de julio. Los festejos del catorce de julio fueron una ocasión para el despliegue de la unión anglofrancesa. Fui invitado por el gobierno francés a asistir a este magnífico espectáculo.
Cuando me iba de Le Bourget después del desfile, el general Gamelin me sugirió que visitara el frente francés. «Nunca ha visto el sector del Rin», me dijo. «Venga en agosto y se lo enseñaremos todo». De modo que lo organizamos, y el quince de agosto el general Spears y yo fuimos recibidos por su gran amigo, el general Georges, comandante en jefe de los ejércitos del frente del noreste y eventual sucesor en el Mando Supremo. Fue un placer conocer a este oficial tan cordial y eficiente, en cuya compañía pasamos los diez días siguientes, planteándonos problemas militares y estableciendo contactos con Gamelin, que también inspeccionaba algunos puntos en esta parte del frente.
Partiendo de la curva del Rin próxima a Lauterbourg, atravesamos todo el sector hasta la frontera suiza. En Inglaterra, al igual que en 1914, la gente, despreocupada, disfrutaba de sus vacaciones y jugaba con sus hijos en la arena, mientras que aquí, a orillas del Rin, brillaba una luz diferente. Todos los puentes temporales se habían retirado a un lado u otro del río. Los puentes permanentes estaban muy custodiados y minados. Había oficiales de confianza, tanto de día como de noche, dispuestos a presionar a la primera señal los botones que los harían volar por los aires. El gran río, alimentado por el deshielo de las nieves alpinas, seguía su curso, crecido y huraño. Los puestos de avanzada franceses se agazapaban entre la maleza, dentro de los hoyos para sus fusiles. Dos o tres de nosotros nos acercamos al borde del agua, pero nos dijeron que no presentáramos nada que pudiera servir como blanco. A unos trescientos metros, al otro lado del río, entre los arbustos, se veían figuras de alemanes trabajando sin prisas, con picos y palas, para mejorar sus defensas. Se habían evacuado los civiles de todo el barrio ribereño de Estrasburgo. Permanecí un rato sobre el puente y vi cómo lo cruzaban uno o dos coches. En los dos extremos se llevaba a cabo un prolongado examen de los pasaportes y las personas. Allí, el puesto alemán estaba a poco más de un centenar de metros del francés, pero no existía comunicación entre ellos. Sin embargo, había paz en Europa. No había ningún enfrentamiento entre Alemania y Francia. El Rin seguía su curso, entre remolinos, a unos diez kilómetros por hora. Una o dos canoas tripuladas por muchachos pasaron velozmente sobre la corriente. No volví a ver el Rin hasta más de cinco años después, en marzo de 1945, cuando lo atravesé en una barca pequeña con el mariscal de campo Montgomery, aunque eso fue cerca de Wesel, mucho más al norte.
Lo que me llamó la atención de todo lo que vi en mi visita fue la total aceptación de la defensiva que predominaba entre los máximos responsables de mis anfitriones franceses y que se apoderó de mí, de forma irresistible. Hablando con todos estos oficiales franceses tan competentes uno tenía la sensación de que los alemanes eran más fuertes y que Francia ya no tenía el empuje vital para montar una gran ofensiva; que lucharía por defender su existencia, pero… Voilá tout! Estaba la línea Sigfrido, fortificada, con el añadido de toda la potencia de fuego de las armas modernas. Yo también sentía en mis propios huesos el horror de las ofensivas del Somme y de Passchendaele. Claro que los alemanes eran más fuertes que en los tiempos de Múnich. No conocíamos las profundas preocupaciones de su Alto Mando. Habían decaído tanto nuestras condiciones físicas y psicológicas que ninguna persona responsable (y hasta este punto yo no tenía ninguna responsabilidad) podía basarse en la suposición, que era cierta, de que apenas cuarenta y dos divisiones alemanas, equipadas y entrenadas a medias, protegían su extenso frente, desde el mar del Norte hasta Suiza. Esto contrastaba con las trece que había en los tiempos de Múnich.
En estas últimas semanas mi temor era que el gobierno de Su Majestad, a pesar de nuestra garantía, rehuyera declararle la guerra a Alemania si ésta atacaba Polonia. No cabía duda de que ahora Chamberlain se había decidido a arriesgarse, por amargo que le resultara, pero yo no lo conocía tan bien como llegué a hacerlo un año después. Temía que Hitler utilizase algún engaño acerca de una agencia o un arma secreta nueva que desconcertara o dejara perplejo al abrumado Consejo de Ministros. Alguna que otra vez, el profesor Lindemann me había hablado de la energía atómica; por tanto, le pedí que me informara de cómo estaba la situación en este campo y, después de una conversación, escribí la siguiente carta a Kingsley Wood, secretario de Estado de Aviación, con el que mantenía relaciones bastante estrechas:
Hace algunas semanas, uno de los periódicos dominicales hizo pública la historia de la inmensa cantidad de energía que puede liberar el uranio mediante la cadena de procesos descubierta recientemente que ocurre cuando este tipo de átomo en particular es dividido por neutrones. A primera vista, esto podría augurar la aparición de nuevos explosivos de un poder devastador. Desde esta perspectiva, es esencial darse cuenta de que no hay peligro de que este descubrimiento, por grande que sea su interés científico, y quizá en última instancia su importancia práctica, nos permita obtener unos resultados que se puedan poner en marcha a gran escala antes de varios años.
Existen indicios de que, cuando se agudice la tensión internacional, se difundirán deliberadamente fábulas acerca de la adaptación de este proceso para producir algún terrible explosivo secreto capaz de arrasar Londres. Seguramente, la quinta columna tratará de inducirnos a aceptar otra rendición mediante esta amenaza. Por este motivo, es imprescindible manifestar la verdadera situación.
[…] El temor de que este nuevo descubrimiento haya proporcionado a los nazis algún siniestro y nuevo explosivo secreto para destruir a sus enemigos carece sin duda de fundamento. Seguramente se lanzarán sombrías indirectas y circularán rumores aterradores con asiduidad, pero esperemos que nadie se deje engañar.
Es notable lo acertado que resultó este pronóstico. Aunque no fueron los alemanes los que encontraron la solución, porque en realidad ellos siguieron una pista equivocada y de hecho dejaron de buscar la bomba atómica para dedicarse a los cohetes y los aviones sin pilotos en un momento en que el presidente Roosevelt y yo tomábamos las decisiones y llegábamos a los memorables acuerdos, a los cuales me referiré cuando corresponda, para la fabricación a gran escala de bombas atómicas.
«Dígale a Chamberlain —le dijo Mussolini al embajador británico, el siete de julio— que si Inglaterra está dispuesta a luchar para defender Polonia, Italia se alzará en armas junto con su aliada, Alemania». Pero en realidad su posición era la contraria. En ese momento lo único que pretendía era consolidar sus intereses en el Mediterráneo y el norte de África, recoger los frutos de su intervención en España y digerir la conquista de Albania. No quería verse arrastrado a una guerra europea para que Alemania conquistara Polonia. A pesar de sus alardes públicos, él conocía mejor que nadie la fragilidad militar y política de Italia. Estaba dispuesto a hablar de una guerra en 1942, si Alemania le proporcionaba las municiones, pero en 1939, ¡no!
A medida que las presiones sobre Polonia se agudizaron durante el verano a Mussolini se le ocurrió que podía repetir el papel de mediador que desempeñó en Múnich y propuso una conferencia de paz mundial, pero Hitler desechó sus ideas de manera cortante. En agosto, le expuso con claridad a Ciano que tenía la intención de establecerse en Polonia, que se vería obligado a luchar también contra Inglaterra y Francia y que quería que Italia interviniese. Le dijo: «Si Inglaterra conserva en su propio país las tropas necesarias, puede enviar a Francia, como mucho, dos divisiones de infantería y una división blindada. En cuanto al resto, podría proporcionar algunos escuadrones de bombarderos, pero prácticamente ningún avión de combate, porque entonces la Fuerza Aérea alemana en seguida atacaría Inglaterra y necesitarían urgentemente los cazas ingleses para defenderla». Con respecto a Francia dijo que, después de destruir Polonia (que no llevaría demasiado tiempo), Alemania podría reunir cientos de divisiones junto a la muralla occidental y así Francia se vería obligada a concentrar todas las fuerzas disponibles, procedentes de las colonias, de la frontera italiana y de todas partes en la línea Maginot, para combatir a vida o muerte. Después de esta conversación, Ciano regresó con ánimo sombrío a informar a su jefe, al que encontró más convencido de que las democracias lucharían, y más resuelto a mantenerse al margen de la lucha.
Entonces, el gobierno británico y el francés reanudaron sus esfuerzos por llegar a un acuerdo con la Rusia soviética y decidieron enviar a Moscú a un enviado especial. Eden, que había establecido buenos contactos con Stalin hacía unos años, ofreció a ir, pero el primer ministro rechazó tan generosa oferta. En su lugar, el doce de junio se confió esta misión trascendental a Strang, un funcionario competente pero sin ningún prestigio especial fuera del Ministerio de Asuntos Exteriores. Fue otro error, porque enviar a una figura subordinada se tomó como una ofensa. No creo que llegara a perforar la corteza exterior del organismo soviético. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Habían pasado muchas cosas desde que enviaran a Maiski a verme a Chartwell, en septiembre de 1938. Había ocurrido Múnich. Los ejércitos de Hitler habían tenido un año más para madurar. Todas sus fábricas de municiones, reforzadas por las de Skoda, trabajaban a toda máquina. Al gobierno soviético le preocupaba mucho Checoslovaquia, pero Checoslovaquia había desaparecido. Benes estaba en el exilio y en Praga gobernaba un Gauleiter alemán.
Por otra parte, Polonia le planteaba a Rusia una serie totalmente diferente de problemas políticos y estratégicos muy antiguos. Su último contacto importante fue la batalla de Varsovia, en 1920, cuando los ejércitos bolcheviques, al mando de Kamieniev, fueron obligados por Pilsudski a interrumpir la invasión, con la ayuda de los consejos del general Weygand y de la misión británica al mando de lord D’Abernon, y después fueron perseguidos con sangrienta saña. Durante todos estos años Polonia fue una punta de lanza del antibolchevismo, que con la mano izquierda se sumó y apoyó a los estados bálticos antisoviéticos, mientras que con la derecha, en los tiempos de Múnich, ayudó a despojar a Checoslovaquia. El gobierno soviético estaba seguro de que Polonia los odiaba, y también de que no tenía capacidad para resistir un ataque alemán. Sin embargo, eran muy conscientes de sus propios peligros y de que necesitaban tiempo para solucionar la confusión que reinaba en los altos mandos de sus ejércitos. En estas circunstancias, las perspectivas de la misión de Strang no eran esperanzadoras.
Las negociaciones giraron en torno a la cuestión de la renuencia de Polonia y los estados bálticos a que los soviéticos los rescataran de Alemania, y allí no se avanzó nada. Las discusiones prosiguieron durante todo el mes de julio de forma intermitente; al final, el gobierno soviético propuso continuar las conversaciones desde un punto de vista militar, con representantes tanto franceses como británicos. Po tanto, el diez de agosto el gobierno británico envió al almirante Drax en misión a Moscú. Estos oficiales no contaban con ninguna autorización por escrito para negociar. Al frente de la misión francesa estaba el general Doumenc y del lado ruso ofició el mariscal Voroshílov. Ahora se sabe que, al mismo tiempo, el gobierno soviético aceptó que viajara a Moscú un negociador alemán. La conferencia militar se fue a pique en seguida cuando Polonia y Rumanía se negaron a permitir el paso de tropas rusas. La actitud polaca fue: «Con los alemanes corremos el riesgo de perder nuestra libertad; con los rusos, nuestra alma»[25].
En el Kremlin, una madrugada de agosto de 1942, Stalin me reveló uno de los aspectos de la posición soviética: «Nos daba la impresión de que el gobierno británico y el francés no estaban decididos a entrar en guerra en caso de un ataque a Polonia, sino que esperaban que la alineación diplomática de Gran Bretaña, Francia y Rusia haría desistir a Hitler. Nosotros estábamos seguros de que no sería así». Stalin había preguntado: «¿Cuántas divisiones enviará Francia contra Alemania en caso de movilización?». La respuesta fue: «Alrededor de cien». A continuación preguntó: «¿Cuántas enviará Inglaterra?». La respuesta fue: «Dos primero y otras dos después». Stalin repitió: «¿Dos primero y otras dos después?», y preguntó: «¿Saben cuántas divisiones pondremos en el frente ruso si entramos en guerra con Alemania?». Hubo una pausa. «Más de trescientas». No me dijeron con quién ni cuándo se celebró esta conversación. Hay que reconocer que sabía lo que decía, aunque esto no fuera favorable para Strang ni para el Ministerio de Asuntos Exteriores.
A efectos de la negociación, Stalin y Mólotov consideraron necesario ocultar sus verdaderas intenciones hasta el último momento. Mólotov y sus subordinados demostraron gran duplicidad en todos sus contactos con las dos partes. La noche del diecinueve de agosto Stalin anunció al Politburó su intención de firmar un pacto con Alemania. El veintidós, las misiones de los aliados no pudieron localizar al mariscal Voroshílov hasta la noche. Al día siguiente llegó Ribbentrop a Moscú. En un acuerdo secreto, Alemania declaró que no tenía ningún interés político en Letonia, Estonia ni Finlandia, aunque consideraba que Lituania se encontraba dentro de su ámbito de influencia. Se trazó una línea de demarcación para el reparto de Polonia. En los países bálticos Alemania sólo reclamaba intereses económicos. El pacto de no agresión y el acuerdo secreto se firmaron a altas horas de la noche del veintitrés de agosto[26].
A pesar de todo lo que se ha reseñado sin ningún apasionamiento en este capítulo, sólo el despotismo totalitario imperante en los dos países pudo superar el rechazo que producía un acto tan antinatural. No sé cuál se habrá resistido más, si Hitler o Stalin. Los dos eran conscientes de que no se trataba más que de un recurso temporal porque el antagonismo existente entre los dos imperios y sistemas era mortal. No cabe duda de que Stalin pensaba que Hitler sería un enemigo menos peligroso para Rusia después de un año de combates con las potencias occidentales. Hitler seguía su método de «uno a uno». El hecho de que pudiera celebrarse un acuerdo así determina el punto culminante del fracaso de la política exterior y la diplomacia británica y francesa a lo largo de varios años.
Por el lado soviético, hay que decir que para ellos era imprescindible mantener desplegados los ejércitos alemanes tan hacia el oeste como fuera posible a fin de disponer de más tiempo para reunir las tropas procedentes de su vasto imperio. No olvidaban los desastres que sufrieron sus ejércitos en 1914, cuando se lanzaron a atacar a Alemania cuando ellos mismos sólo estaban movilizados en parte. Pero entonces sus fronteras quedaban mucho más al este que las de la guerra anterior. Tenían que ocupar los estados bálticos y buena parte de Polonia por la fuerza o por medios fraudulentos antes de que los atacaran. Puede que su política fuera despiadada, pero en ese momento también resultaba realista al máximo.
Todavía merece la pena dejar constancia de los términos del pacto.
Las dos altas partes contratantes se comprometen a desistir de todo acto de violencia, de toda acción agresiva y de todo ataque mutuo, ya sea de forma individual o juntamente con otras potencias.
Este tratado tendría una vigencia de diez años y, si ninguna de las dos partes anunciaba formalmente su rescisión un año antes de cumplirse el plazo, se prolongaría automáticamente por cinco años más. Hubo gran alegría y muchos brindis en torno a la mesa de la conferencia. Stalin propuso espontáneamente un brindis por el führer con estas palabras: «Sé lo mucho que quiere a su führer la nación alemana; por tanto, quisiera beber a su salud». De todo esto se puede extraer una moraleja de la mayor sencillez: que la honradez es la mejor política, de la cual encontraremos varios ejemplos en estas páginas. Veremos a hombres y estadistas astutos engañados por sus propias maquinaciones. Pero aquí tenemos un ejemplo notable. Apenas veintidós meses después, Stalin y la nación rusa tuvieron que pagar con millones de vidas un castigo aterrador. Si un gobierno no tiene escrúpulos morales, muchas veces parece conseguir grandes ventajas y libertades de acción pero «al final todo sale a la luz, aunque sea al final del día, y todo sale mucho más cuando acaban todos los días».
La siniestra noticia cayó sobre el mundo como una explosión. Sean cuales fueron las emociones que experimentó el gobierno británico, el miedo no fue una de ellas. Sin pérdida de tiempo declararon que «un acontecimiento así no afectaría en modo alguno sus obligaciones y que estaban decididos a cumplirlas». De inmediato tomaron medidas precautorias. Dieron órdenes de reunir a los principales destacamentos de la costa y las defensas antiaéreas y de proteger los puntos vulnerables. Se enviaron telegramas de advertencia a los gobiernos de los dominios y a las colonias. Se suspendieron todos los permisos para todas las fuerzas de combate. El Almirantazgo envió advertencias a los buques mercantes. Y se tomaron otras muchas medidas. El veinticinco de agosto el gobierno británico proclamó un tratado formal con Polonia, confirmando las garantías ya otorgadas, con lo que se esperaba ofrecer la mejor oportunidad para llegar a un acuerdo a través de la negociación directa entre Alemania y Polonia, teniendo en cuenta el hecho de que si fracasaba Gran Bretaña apoyaría a Polonia. De hecho, Hitler postergó el día D del veinticinco de agosto al uno de septiembre y entabló una negociación directa con Polonia, como quería Chamberlain, aunque su objetivo no era llegar a un acuerdo con aquel país sino brindar al gobierno de Su Majestad todas las oportunidades de librarse de su garantía. Sus pensamientos, al igual que los del Parlamento y las naciones, estaban en otro plano. Un hecho curioso de los habitantes de las islas Británicas que odian la instrucción militar y no han sufrido una invasión durante casi mil años, es que a medida que el peligro se acerca y se agranda, cada vez se ponen menos nerviosos; cuando es inminente se vuelven belicosos, cuando es mortal no tienen miedo. Gracias a ello, han podido escapar por los pelos en más de una ocasión.
A estas alturas Hitler se enteró, a raíz de su correspondencia con Mussolini, si no lo había adivinado ya, de que no podría contar con la intervención armada de Italia en caso de guerra. Parece que el duce se enteró de los últimos movimientos por fuentes inglesas, más que alemanas. Ciano apunta en su diario, el veintisiete de agosto, que «los ingleses nos comunican el texto de las propuestas que hacen los alemanes a Londres, de las que no sabemos nada en absoluto»[27]. Lo único que necesitaba entonces Mussolini era que Hitler diera su conformidad a la neutralidad de Italia, que le fue concedida.
El treinta y uno de agosto Hitler hizo pública su «Directriz número uno para dirigir la guerra».
1. Ahora que se han agotado todas las posibilidades políticas de resolver pacíficamente una situación en la frontera oriental que resulta intolerable para Alemania, he decidido adoptar una solución por la fuerza.
2. El ataque a Polonia se llevará a cabo de acuerdo con los preparativos. […] La fecha del ataque es el uno de septiembre de 1939. La hora del ataque son las 04.45 [escrito con lápiz rojo].
3. En Occidente es importante que la responsabilidad por el inicio de las hostilidades corresponda de forma inequívoca a Inglaterra y Francia. Al principio conviene emprender exclusivamente acciones locales contra violaciones insignificantes de las fronteras[28].
A mi regreso del frente del Rin pasé algunos días de sol en casa de la señora Balsan, en agradable pero nerviosa compañía, en el viejo castillo donde pernoctó el rey Enrique de Navarra la noche anterior a la batalla de Ivry. Se percibía la intensa aprensión que a todos nos perturbaba, y hasta la luz de este encantador valle del Eure parecía haber perdido su suavidad. Me costaba mucho pintar en medio de tanta incertidumbre. El veintiséis de agosto decidí regresar a casa, donde por lo menos podría saber lo que pasaba. Le dije a mi mujer que le avisaría con tiempo. Al pasar por París, invité a comer al general Georges, que me presentó todas las cifras del Ejército francés y el alemán y clasificó todas las divisiones según su calidad. El resultado me impresionó tanto que dije, por primera vez: «Pero si dominan ustedes la situación», a lo que él respondió: «Los alemanes tienen un Ejército muy poderoso y nunca dejarán que ataquemos nosotros primero. Si ellos atacan, nuestros dos países se unirán para cumplir con su deber».
Esa noche dormí en Chartwell, donde invité al general Ironside a pasar conmigo el día siguiente. Él acababa de regresar de Polonia y las noticias que me dio del Ejército polaco eran sumamente favorables. Había presenciado las maniobras de ataque de una división, con fuego real, no sin bajas. Los polacos tenían la moral alta. Se quedó conmigo tres días, y procuramos calcular lo incognoscible. También en este período acabé los trabajos de albañilería en la cocina de la casita que había preparado como vivienda familiar para los años siguientes. Cuando le avisé, mi mujer regresó vía Dunkerque, el treinta de agosto.
Se sabía que había veinte mil nazis alemanes organizados en Inglaterra en esa época y, como había sucedido en otros países amigos, era de prever que el estallido de la guerra fuera precedido por un intenso preludio de sabotaje y asesinato. En ese momento yo no disponía de protección oficial, ni quería pedirla, aunque me parecía que era una personalidad lo bastante destacada como para tomar precauciones Disponía de información suficiente para convencerme de que Hitler me consideraba un enemigo. Mi ex detective en Scotland Yard, el inspector Thompson, estaba jubilado, de modo que le pedí que viniera y que trajera su pistola. Yo saqué mis propias armas, que eran buenas. Mientras uno dormía el otro montaba guardia. Así nadie podría sorprendernos. En esos momentos yo sabía que, si comenzaba la guerra (¿y quién no la veía venir?), me caería encima una buena carga.