Capítulo IX
EL ALMIRANTE DARLAN Y LA FLOTA FRANCESA.
ORAN
Tras la caída de Francia, todos nuestros amigos y enemigos se preguntaron: «¿Se rendirá también Gran Bretaña?». En la medida en que cuentan las declaraciones públicas frente a los acontecimientos, en nombre del gobierno de Su Majestad muchas veces manifesté nuestra decisión de seguir luchando solos. Después de Dunkerque, el cuatro de junio, utilicé la expresión «si es necesario, durante años si es necesario, solos». Este comentario no se introdujo por azar, y el embajador francés en Londres recibió instrucciones, al día siguiente, de averiguar lo que realmente quise decir. Le dijeron que «exactamente lo que se dijo». Tuve ocasión de recordárselo a la Cámara en mi discurso del dieciocho de junio al día siguiente de la caída de Burdeos. Entonces di «ciertos indicios de los fundamentos prácticos y concretos en los que basábamos nuestra inflexible decisión de continuar la guerra». Pude garantizar al Parlamento que nuestros asesores profesionales de las tres armas tenían una confianza razonable en que al final conseguiríamos la victoria. Les dije que había recibido mensajes de los primeros ministros de los cuatro dominios apoyando nuestra decisión de seguir luchando y declarándose dispuestos a correr la misma suerte que nosotros. «Cuando me planteo este pavoroso balance y considero con desilusión todos los peligros que corremos, veo muchos motivos para el esfuerzo y la vigilancia, pero ninguno para el pánico o el temor». Y añadí: «Durante los primeros cuatros años de la última guerra, los aliados no sufrieron más que desastres y desilusiones. […] Muchas veces nos preguntamos: “¿Cómo vamos a ganar?”, y nadie podía responder con demasiada precisión hasta que al final, de pronto, inesperadamente, nuestro terrible enemigo se derrumbó frente a nosotros, y nos saturamos tanto con la victoria que, en nuestra locura, la desperdiciamos».
Finalicé diciendo:
«Lo que el general Weygand llamaba la batalla de Francia ha acabado. Supongo que está a punto de comenzar la batalla de Gran Bretaña, de la que depende la supervivencia de la civilización cristiana. De ella depende nuestra propia vida como británicos y la continuidad de nuestras instituciones y de nuestro imperio. Toda la furia y el poder del enemigo se volverán muy pronto contra nosotros. Hitler sabe que tendrá que derrotarnos en esta isla o perder la guerra. Si podemos ponernos a su altura, toda Europa puede ser libre y la vida del mundo puede avanzar hacia amplios terrenos bañados por el sol. En cambio, si fallamos, todo el mundo también Estados Unidos, incluido todo lo que hemos conocido y apreciado, se hundirá en el abismo de una nueva edad oscura, que parece más siniestra y tal vez más prolongada bajo las luces de la ciencia pervertida. Por tanto, preparémonos para cumplir nuestras obligaciones y tengamos en cuenta que, si el imperio británico y su Comunidad de naciones duran mil años, los hombres dirán que “éste fue su mejor momento”».
Todas estas palabras, tantas veces mencionadas, se hicieron realidad a la hora de la victoria, pero entonces no eran más que palabras. Los extranjeros que no comprenden el carácter de la raza británica cuando se les sube la sangre a la cabeza habrán supuesto que no eran más que una fachada atrevida, levantada como un buen preludio para las negociaciones de paz. Era evidente que Hitler necesitaba acabar con la guerra en el oeste y que estaba dispuesto a ofrecer las condiciones más tentadoras. Para aquellos que, como yo, habíamos estudiado sus movimientos no parecía imposible que consintiera en mantener intactos a Gran Bretaña, a su imperio y a su Flota firmando una paz que le hubiera dado carta blanca en el este, de la cual ya me habló Ribbentrop en 1937, y que era lo que él más anhelaba. De momento, no le habíamos causado demasiados perjuicios. En realidad, tan sólo habíamos añadido nuestra propia derrota a su triunfo sobre Francia. ¿Puede uno extrañarse de que no se convencieran los astutos calculadores en muchos países, ignorantes como eran en su mayoría de los problemas de una invasión extranjera y de la calidad de nuestra Fuerza Aérea, y que vivían bajo la abrumadora impresión del poder y el terror alemanes? No todos los gobiernos surgidos de la democracia o del despotismo, ni todas las naciones, aunque estuvieran bastante solas y, según parecía, abandonadas, se habrían expuesto a los horrores de una invasión, desdeñando una oportunidad bastante buena de paz para la que se podían presentar muchas excusas plausibles. La retórica no era ninguna garantía. Habría aparecido otro gobierno. «Los belicistas habían tenido su oportunidad y habían perdido». Estados Unidos se había mantenido distante. Nadie tenía ninguna obligación con la Rusia soviética. ¿Por qué no iba Gran Bretaña a unirse a los espectadores que, en Japón y en Estados Unidos, en Suecia y en España, observarían con un interés imparcial, o incluso con placer, una lucha mutuamente destructiva entre el imperio nazi y el comunista? A las generaciones futuras les costará creer que las cuestiones que he resumido aquí no se consideraran dignas de ocupar un lugar en el orden del día del gabinete, o que ni siquiera se mencionaran en nuestros cónclaves más privados. La única manera de acabar con las dudas es por medio de los hechos. Y los hechos estaban por venir.
En los últimos días de Burdeos, el almirante Darían se convirtió en una figura muy importante. Mis contactos con él habían sido pocos y formales. Lo respetaba por el trabajo que había realizado en la recreación de la Armada francesa que después de diez años de estar bajo su control profesional, era más eficiente que en ningún otro momento desde la Revolución francesa. Cuando vino a Inglaterra en 1939 le ofrecimos una cena oficial en el Almirantazgo. En respuesta al brindis, lo primero que hizo fue recordarnos que su bisabuelo había muerto en la batalla de Trafalgar, lo que me hizo pensar que se trataba de uno de esos buenos franceses que odian Inglaterra. Las discusiones navales anglofrancesas que se desarrollaron en enero también demostraron lo celoso que era el almirante de su posición profesional con respecto a quien fuera el ministro político de la Armada. Esto se había convertido en una auténtica obsesión y, creo yo, desempeñó un papel decisivo en su comportamiento.
Por lo demás, Darlan estuvo presente en la mayoría de las conferencias que he descrito y, a medida que se acercaba el fin de la resistencia francesa, me aseguró varias veces que, ocurriera lo que ocurriese con la Flota francesa, ésta no debía caer jamás en poder de los alemanes. En Burdeos llegó el momento decisivo en la carrera de este almirante ambicioso, interesado y competente. Su autoridad sobre la Flota era, a todos los efectos prácticos, absoluta. Bastaba con que diera la orden de que los barcos se dirigieran a puertos británicos, estadounidenses o a los de las colonias francesas (de hecho, algunos ya habían zarpado) para que lo obedecieran. La mañana del diecisiete de junio, tras la caída del gabinete de Reynaud, le anunció al general Georges que estaba decidido a dar la orden. Al día siguiente, Georges se reunió con él por la tarde y le preguntó qué había ocurrido. Darían le respondió que había cambiado de opinión. Cuando le preguntó por qué, respondió simplemente: «Ahora soy ministro de Marina». Esto no quería decir que hubiera cambiado de opinión para ser ministro de Marina, sino que, como ministro de Marina, tenía una perspectiva diferente.
¡Qué vanos son los cálculos que hacen los hombres por interés! Pocas veces ha habido un ejemplo más convincente. Hubiera bastado con que Darían zarpara en cualquiera de sus barcos hacia cualquier puerto fuera de Francia para convertirse en el amo de todos los intereses franceses al margen del control alemán. No habría llegado, como el general De Gaulle, tan sólo con un corazón invencible y un puñado de almas gemelas, sino que habría llevado consigo, fuera del alcance alemán, a la cuarta Armada del mundo, cuyos oficiales y hombres le eran fieles a él en persona. Actuando así, Darían se habría convertido en el jefe de la Resistencia francesa, con una poderosa arma en la mano. Los astilleros británicos y estadounidenses se habrían puesto a su disposición para el mantenimiento de su flota. La reserva de oro francesa en Estados Unidos le habría garantizado, una vez reconocido, abundantes recursos. Todo el imperio francés se habría unido en torno a él. Nada le habría impedido convertirse en el libertador de Francia. La fama y el poder que deseaba tan ardientemente estaban al alcance de su mano. En cambio, pasó por dos años de preocupaciones y un cargo ignominioso, hasta una muerte violenta, una sepultura deshonrosa y un nombre que sería execrado durante mucho tiempo por la Armada francesa y el país que hasta entonces había servido tan bien.
Quisiera señalar ahora un último apunte. En una carta que me escribió Darían el cuatro de diciembre de 1942, tan sólo tres semanas antes de su asesinato, insistía en que había cumplido su palabra. Esta carta explica su posición y ya la he publicado en otra parte[37]. No se puede decir que un barco francés haya sido tripulado nunca por alemanes o que ellos lo hayan utilizado contra nosotros en la guerra. Esto no se debió por completo a las medidas del almirante Darían, aunque no cabe duda de que desarrolló en la mente de los oficiales y los hombres de la Armada francesa la idea de que tenían que destruir sus barcos a toda costa antes de que se apoderaran de ellos los alemanes, a los que odiaba tanto como a los ingleses.
Pero en junio de 1940, la suma de la Armada francesa a la Flota alemana y la italiana, con la amenaza inconmensurable de Japón en el horizonte, enfrentaba a Gran Bretaña con peligros mortales y afectaba gravemente la seguridad de Estados Unidos. Según el artículo ocho del armisticio, la Flota francesa, salvo aquella parte que quedara para salvaguardar los intereses coloniales franceses, «se reunirá en los puertos que se especifiquen, donde se desmovilizará y se desarmará bajo el control alemán o italiano». Por consiguiente, estaba claro que los buques de guerra franceses se someterían a ese control estando totalmente armados. Era cierto que, en el mismo artículo, el gobierno alemán declaraba solemnemente que no tenía ninguna intención de usarlos para sus propios fines durante la guerra. Pero ¿quién en su sano juicio confiaría en la palabra de Hitler conociendo sus vergonzosos antecedentes y lo que había ocurrido hasta el momento? Además, el artículo exceptuaba de esta garantía «aquellas unidades que fueran necesarias para la vigilancia costera y para dragar minas», y cómo se interpretara esto dependía de los alemanes. Por último, en cualquier momento se podía declarar nulo el armisticio por cualquier pretexto de incumplimiento. En realidad, no teníamos ninguna seguridad de nada. A toda costa, contra todo riesgo, de un modo u otro, teníamos que asegurarnos de que la Armada francesa no cayera en manos equivocadas que, tal vez, podrían conducirnos a nosotros y a otros a la ruina.
El gabinete de Guerra no tenía la menor duda. Los mismos ministros que la semana anterior entregaron todo su corazón a Francia y le ofrecieron una nacionalidad común decidieron que había que tomar todas las medidas necesarias. Fue una decisión odiosa, la más antinatural y dolorosa en la que he intervenido nunca. Recordé el episodio de la toma, por parte de la Armada británica, de la flota danesa en Copenhague, en 1807; pero resultaba que los franceses habían sido nuestros queridos aliados hasta el día de ayer y que nos daba auténtica pena la desgracia de Francia. Pero por otra parte estaban en juego la vida del Estado y la salvación de nuestra causa. Era una tragedia griega. Pero no hubo un acto más necesario para la vida de Gran Bretaña y para todos los que dependían de ella. Pensé en Danton en 1793: «Los reyes unidos nos amenazan, y arrojamos a sus pies, en son de guerra, la cabeza de un rey». Toda la situación era de este orden de ideas.
La Armada francesa se repartió de la siguiente manera: dos acorazados, cuatro cruceros ligeros (o contratorpederos), algunos submarinos, incluido uno muy grande, el Surcouf, ocho destructores y alrededor de dos centenares de embarcaciones menores pero valiosas como dragaminas y lanchas antisubmarinas estaban fondeadas en su mayor parte en Portsmouth y Plymouth y quedaron en nuestro poder. En Alejandría había un acorazado, cuatro cruceros, tres de los cuales eran los cruceros modernos con cañones de 203 milímetros, y varios barcos más pequeños, cubiertos por una poderosa escuadra británica de combate. En Oran, en el otro extremo del Mediterráneo, y en el cercano puerto militar de Mers el Kebir, estaban dos de los mejores barcos de la flota francesa, el Dunkerque y el Strasbourg, modernos cruceros de combate, muy superiores al Scharnhorst y al Gneisenau, construidos con la finalidad expresa de superarlos. Habría sido sumamente desagradable encontrar estas naves en manos alemanas en nuestras rutas comerciales. Con ellos había dos acorazados, varios cruceros ligeros y cierta cantidad de destructores, submarinos y otras embarcaciones. En Argel había siete cruceros, cuatro de los cuales tenían cañones de 203 milímetros, y en la Martinica había un portaaviones y dos cruceros ligeros. En Casablanca estaba fondeado el Jean Bart, recién llegado de Saint-Nazaire, pero sin sus cañones, que era uno de los buques principales en el cómputo de la fuerza naval mundial. No estaba terminado y no lo podían acabar en Casablanca. No tenía que moverse de allí. El Richelieu, mucho más cerca de acabarse, había llegado hasta Dakar. Podía navegar y podía disparar sus cañones de 381 milímetros. Había muchos otros barcos franceses de menor importancia en diversos puertos. Por último, en Tolón había varios buques de guerra fuera de nuestro alcance. La operación «Catapulta» comprendía simultáneamente la toma, el control o la inutilización o la destrucción efectiva de toda la Flota francesa que fuera accesible.
A primeras horas de la mañana del tres de julio, todas las naves francesas fondeadas en Portsmouth y en Plymouth quedaron bajo control británico. La acción fue repentina y necesariamente por sorpresa. Se utilizó una fuerza abrumadora y toda la operación demostró lo fácil que les hubiera resultado a los alemanes apoderarse de cualquier buque de guerra francés que estuviera fondeado en los puertos que ellos controlaban. En Gran Bretaña, el traspaso fue amistoso, salvo en el caso del Surcouf, y las tripulaciones bajaron a tierra voluntariamente. En el Surcouf murieron dos valientes oficiales y un marinero de primera británicos[38], y otro resultó herido. También murió un marinero francés, pero muchos centenares se unieron a nosotros voluntariamente. El Surcouf, tras prestar un servicio distinguido, se hundió el diecinueve de febrero de 1942 con toda su valiente tripulación francesa.
El golpe mortal ocurrió en el Mediterráneo occidental donde, en Gibraltar, el vicealmirante Somerville, con la «Fuerza H», compuesta por el crucero de combate Hood, los acorazados Valiant y Resolution, el portaaviones Ark Royal, dos cruceros y once destructores, recibió las órdenes enviadas desde el Almirantazgo a las 2.25 del uno de julio:
Prepárese para la «Catapulta» el tres de julio.
Entre los oficiales de Somerville figuraba el capitán Holland, un oficial gallardo y distinguido, que había sido agregado naval en París, muy profrancés y bastante influyente. A primeras horas de la tarde del uno de julio telegrafió el vicealmirante:
Después de hablar con Holland y otros, impresiona al vicealmirante de la «Fuerza H» su opinión de que conviene evitar el uso de la fuerza a toda costa. Holland considera que una acción ofensiva de nuestra parte ofendería a todos los franceses, estén donde estén.
A lo que respondió el Almirantazgo, a las 18.20:
Firme intención del gobierno de Su Majestad de que, si los franceses no aceptan ninguna de sus alternativas, deben ser destruidos.
Poco después de medianoche (a la 1.08 del dos de julio), se envió al vicealmirante Somerville un comunicado pensado con mucho cuidado que tenía que transmitirle al almirante francés. La parte crucial decía lo siguiente:
(a) Únase a nosotros y siga luchando por la victoria contra los alemanes y los italianos.
(b) Con las tripulaciones reducidas, navegue bajo nuestro control hasta un puerto británico. Las tripulaciones que no sean necesarias se repatriarán lo antes posible.
Si elige alguna de estas dos alternativas le devolveremos a Francia los barcos al final de la guerra, o pagaremos una indemnización completa si sufren averías.
(c) De lo contrario, si le parece que está obligado a estipular que no se utilicen sus barcos contra los alemanes o los italianos a menos que éstos violen el armisticio, navegue con nosotros, con las tripulaciones reducidas, hasta algún puerto francés de las Antillas (por ejemplo, Martinica), donde se desmilitaricen a nuestra satisfacción, o tal vez se encomienden a Estados Unidos y permanezcan a salvo hasta el final de la guerra; las tripulaciones se repatriarán.
Si se niega a aceptar estas ofertas justas, debo exigirle, muy a mi pesar, que hunda sus naves en un plazo de seis horas.
Por último, en caso de no cumplirse lo anterior, tengo órdenes del gobierno de Su Majestad de utilizar la fuerza necesaria para impedir que sus barcos caigan en poder de Alemania o de Italia.
El vicealmirante zarpó con la luz del día y a eso de las nueve y media se encontraba frente a las costas de Oran. Envió al propio capitán Holland en un destructor para esperar al almirante francés Gensoul. Cuando se negaron a concederle una entrevista, Holland envió por mensajeros el documento mencionado. El almirante Gensoul respondió por escrito que en ningún caso se permitiría que los buques de guerra franceses cayeran intactos en poder de los alemanes o los italianos, y que responderían a la fuerza con la fuerza.
Las negociaciones continuaron durante todo el día. Finalmente, a las 16.15, permitieron que el capitán Holland subiera a bordo del Dunkerque, aunque la entrevista posterior con el almirante francés fue gélida. Mientras tanto, el almirante Gensoul había enviado dos mensajes al Almirantazgo francés y a las 15 se reunió el Consejo de Ministros francés para analizar los términos británicos. El general Weygand estuvo presente en esta reunión, y ahora su biógrafo nos cuenta lo que ocurrió, de lo que se deduce que la tercera alternativa, es decir, enviar la flota francesa a las Antillas, no se mencionó nunca. Afirma: «[…] Parecería que el almirante Darían, a propósito o no, conociéndolos o no, no lo sé, en realidad no nos informó de todos los detalles de la cuestión en ese momento. Ahora parece que las condiciones del ultimátum británico eran menos duras de lo que nos hicieron creer, y que sugerían una tercera alternativa, mucho más aceptable, es decir, que la flota partiera hacia aguas de las Antillas»[39]. Hasta ahora no se ha visto ninguna explicación de esta fisión, si es que se trató de una omisión[40].
La aflicción del vicealmirante británico y sus oficiales principales nos resultó evidente por los avisos que transmitieron. Tan sólo las órdenes más directas los obligaron a abrir fuego sobre los que hasta hacía poco habían sido sus camaradas. En el Almirantazgo también había una emoción manifiesta, pero esto no debilitó la resolución del gabinete de Guerra. Estuve toda la tarde en la sala del gabinete, manteniendo un contacto frecuente con mis principales colegas y con el Primer Lord y con el Primer Lord del Mar. Se despachó un último aviso a las 18.26:
Los barcos franceses tienen que cumplir nuestras condiciones, o hundirse ellos mismos, o ser hundidos por ustedes antes de que oscurezca.
Pero la acción ya había comenzado. A las 17.54 el vicealmirante Somerville abrió fuego contra esta poderosa flota francesa, que también estaba protegida por sus baterías costeras. A las 18 horas informó de que estaban en pleno combate. El bombardeo duró alrededor de diez minutos. El acorazado Bretagne voló por los aires; el Dunkerque encalló; el acorazado Provence varó; el Strasbourg huyó y, aunque fue atacado por aviones lanzatorpedos desde el Ark Royal, llegó a Tolón, al igual que los cruceros procedentes de Argel.
En Alejandría, tras prolongadas negociaciones con el almirante Cunningham, el almirante francés Godefroy aceptó descargar el combustible que tenía, desmontar piezas importantes de los mecanismos de sus cañones y repatriar parte de sus tripulaciones. En Dakar, el ocho de julio, el acorazado Richelieu fue atacado por el portaaviones Hermes y, con gran valentía, por una motora. El Richelieu fue alcanzado por un torpedo aéreo y sufrió graves averías. El portaaviones francés y dos cruceros ligeros quedaron inmovilizados en las Antillas francesas, tras interminables conversaciones, por un acuerdo con Estados Unidos.
El cuatro de julio, informé ampliamente a la cámara de los Comunes de lo que habíamos hecho. Aunque el acorazado Strasbourg había huido de Oran y todavía no sabíamos que el Richelieu había quedado inutilizado, las medidas que habíamos tomado eliminaron a la Armada francesa de los grandes cálculos de los alemanes Esa tarde hablé durante una hora, o algo más, y ofrecí una versión detallada de todos estos sombríos acontecimientos, tal como yo los conocía. No tengo nada que agregar a lo que le dije entonces al Parlamento y al mundo. Me pareció mejor, en aras de la proporción, acabar con una nota que colocara este lamentable episodio en una directa relación con las dificultades en las que nos encontrábamos. Por tanto, leí en la Cámara la advertencia que, con el consentimiento del gabinete, hice circular el día anterior entre los más allegados al aparato del gobierno:
En lo que puede ser la víspera de un intento de invasión o de batalla de nuestra patria, el primer ministro desea inculcar a todas las personas que ocupan puestos de responsabilidad en el gobierno, en las Fuerzas Armadas que están combatiendo, o en la Administración pública su deber de mantener un espíritu de energía alerta y confiada. Aunque debemos tomar todas las precauciones que el tiempo y los medios nos permitan, no hay motivos para suponer que puedan llegar a nuestro país, ya sea por aire o por mar, más tropas alemanas que las que puedan destruir o capturar los hombres que prestan servicio en las Fuerzas Armadas. La Fuerza Aérea británica está en excelente estado y es más poderosa que nunca. La Armada alemana nunca ha estado tan débil ni el Ejército británico en el país ha sido tan fuerte como ahora. El primer ministro espera que todos los súbditos de Su Majestad que ocupan puestos destacados den ejemplo de firmeza y decisión. Deberían contener y reprender la manifestación de opiniones infundadas y mal asimiladas en sus círculos o por parte de sus subordinados. No deberían dudar en denunciar o, si fuera necesario, despedir, a las personas, funcionarios u oficiales que comprueben que ejerzan una influencia perturbadora o deprimente y cuya conversación se considere que siembra la alarma y el desaliento. Sólo así serán dignos de los combatientes que, en el aire, en el mar y en tierra ya se han enfrentado al enemigo sin ninguna sensación de inferioridad por su calidad marcial.
La Cámara permaneció en silencio durante mi discurso, pero al final se produjo una escena única en mi propia experiencia. Se diría que todo el mundo se puso en pie, en todas partes, gritando entusiasmados, durante lo que pareció un largo rato. Hasta ese momento, el Partido Conservador me había tratado con cierta reserva mientras que de los escaños laboristas recibía la más cálida acogida cuando entraba a la Cámara o me ponía en pie en ocasiones serias. Pero en ese momento todos manifestaron juntos su solemne y estentóreo acuerdo.
La eliminación de la Armada francesa como factor importante casi de un solo golpe, mediante una acción violenta, produjo una impresión profunda en todos los países. Aquí estaba Gran Bretaña, que para muchos estaba arruinada, y que los extraños suponían temblando y a punto de rendirse ante la potencia que le hacía frente, golpeando sin piedad a sus mejores amigos de antaño y asegurándose durante un tiempo el dominio indiscutible de los mares. Quedó claro que el gabinete de Guerra británico no le temía a nada y que no se detendría ante nada, lo cual era cierto.
El carácter francés ayudó a su pueblo a comprender toda la importancia de Oran y, en su dolor, a obtener renovadas fuerzas y esperanzas de esta nueva amargura. El general De Gaulle, a quien no consulté de antemano, estuvo magnífico y Francia, liberada y restaurada, ha ratificado su conducta. Estoy en deuda con Teitgen, un miembro destacado del movimiento de la Resistencia, nombrado posteriormente ministro de Defensa, por una anécdota que no puedo omitir. En un pueblo cerca de Tolón vivían dos familias de campesinos, cada una de las cuales había perdido a un hijo que era marino por el fuego británico en Oran. Se organizó un funeral al que iban a asistir todos sus vecinos. Las dos familias solicitaron que se depositara sobre el féretro la bandera británica, junto a la tricolor, y sus deseos se cumplieron respetuosamente. Esto es una muestra de la comprensión de la gente sencilla rayana en lo sublime.