Capítulo IV

EL RESCATE DE DUNKERQUE

Era el martes veintiocho de mayo, y no volví a asistir a la Cámara hasta una semana después. No ganábamos nada con hacer otra declaración en ese intervalo, ni los parlamentarios expresaron ningún deseo de que la hubiera. Pero todo el mundo se daba cuenta de que el destino de nuestro Ejército, y tal vez mucho más, podía decidirse antes de que finalizara la semana. Advertí que «la Cámara debería prepararse para recibir malas noticias. Lo único que puedo agregar es que nada de lo que suceda en esta batalla puede exonerarnos en modo alguno de nuestra obligación de defender la causa mundial con la que nos hemos comprometido; ni tampoco debería destruir la confianza en nuestra capacidad para salir adelante, como hemos hecho en otras ocasiones de nuestra historia, superando desastres y tristezas, hasta derrotar a nuestros enemigos». Desde la formación del gobierno, casi no había visto a muchos de mis colegas que no pertenecían al gabinete de Guerra, salvo de forma individual, de modo que me pareció adecuado celebrar, en mi despacho de la cámara de los Comunes, una reunión de todos los ministros con el rango de consejeros que no fueran miembros del gabinete de Guerra. Éramos alrededor de veinticinco en torno a la mesa. Les describí el curso de los acontecimientos y les mostré con franqueza nuestra posición y todo lo que estaba en juego. Después añadí, con toda tranquilidad, sin darle demasiada importancia:

«Por supuesto que, independientemente de lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando».

Se produjo entonces una manifestación que me sorprendió, teniendo en cuenta el carácter de la reunión (veinticinco políticos y parlamentarios experimentados, que representaban todos los puntos de vista, acertados o equivocados anteriores a la guerra). Muchos de ellos se pusieron en pie casi de un salto y se acercaron rápidamente a mi sillón, gritando y palmeándome la espalda. No cabe duda de que si, en esta coyuntura, hubiera titubeado lo más mínimo en el manejo de la nación me habrían expulsado del cargo. Estaba seguro de que todos los ministros estaban dispuestos a morir en seguida, y a perder a sus familias y sus bienes antes que rendirse. En este sentido, representaban a la cámara de los Comunes y a casi todo el pueblo. En los días y los meses siguientes me tocó expresar sus sentimientos en las ocasiones adecuadas, y pude hacerlo porque también los compartía. De un extremo a otro de la isla, reinaba una sensación luminosa, embriagadora, sublime.

Se han escrito textos detallados y excelentes sobre la evacuación de Dunkerque del Ejército británico y el francés. Desde el día veinte se fueron reuniendo barcos y embarcaciones pequeñas bajo el control del almirante Ramsay, que ejercía el mando en Dover. La noche del día veintiséis, a una señal del Almirantazgo, se puso en marcha la operación «Dínamo» y esa misma noche se trasladaron a la isla las primeras tropas. Después de perder Boulogne y Calais, sólo quedaban en nuestro poder los restos del puerto de Dunkerque y las playas indefensas próximas a la frontera belga. En ese momento se calculaba que, como máximo, podríamos rescatar alrededor de cuarenta y cinco mil hombres en dos días. A la mañana del día siguiente, veintisiete de mayo, bien temprano, se tomaron medidas de emergencia para localizar más embarcaciones pequeñas «para una necesidad especial», que no era nada menos que la evacuación de todo el Cuerpo Expedicionario británico. Era evidente que muchas de estas embarcaciones tendrían que intervenir en las playas, además de los barcos más grandes que podrían cargar en el puerto de Dunkerque. Por sugerencia de H. C. Riggs, del Ministerio de Transporte, los oficiales del Almirantazgo registraron los diversos astilleros, desde Teddington hasta Brightlingsea, con lo que consiguieron más de cuarenta motoras o lanchas en buen estado que se reunieron en Sheemess al día siguiente. También se aprovecharon los botes salvavidas de los transatlánticos que había en los muelles de Londres, los remolcadores del Támesis, los veleros, las barcas de pesca, las gabarras, las barcazas y las embarcaciones de recreo, en resumen, todo lo que se pudiera usar en las playas. La noche del día veintisiete se hicieron a la mar una gran masa de pequeñas embarcaciones, primero hacia nuestros puertos del canal de la Mancha y desde allí a las playas de Dunkerque, donde se encontraba nuestro querido Ejército.

Cuando ya no hubo necesidad de mantenerlo todo en secreto, el Almirantazgo no dudó en dar rienda suelta al movimiento espontáneo que impulsó a la población marinera de nuestra costa meridional y meridional oriental. Todos los que tenían una embarcación del tipo que fuera, a vapor o a vela, pusieron rumbo a Dunkerque, de modo que los preparativos, que afortunadamente habían comenzado una semana antes, contaron con el apoyo de la brillante improvisación de una cantidad increíble de voluntarios. Los pocos barcos que llegaron el día veintinueve fueron los precursores de casi cuatrocientas pequeñas naves que, a partir del día treinta y uno, estuvieron destinadas a desempeñar un papel fundamental transportando a casi cien mil hombres desde las playas hasta los barcos que estaban fondeados lejos de la costa. Durante esos días, desaparecieron el jefe de la Sala de Mapas del Almirantazgo el capitán Pim, y uno o dos rostros familiares más: se habían apoderado de un schuit (una barca plana) holandés que, en cuatro días, rescató a ochocientos soldados. En total, acudieron a rescatar al Ejército, bajo el incesante bombardeo aéreo del enemigo, alrededor de ochocientas sesenta embarcaciones, de las que casi setecientas eran británicas y el resto, aliadas.

Mientras tanto, en tierra, en torno a Dunkerque, la ocupación del perímetro se efectuó con precisión. Las tropas llegaban huyendo del caos y formaban en orden a lo largo de las defensas, que habían aumentado incluso en dos días. Los hombres que se encontraban en mejor estado se destinaban a formar la línea. Las divisiones como la 2.ª y la 5.ª, que eran las que más habían sufrido, se mantenían en reserva en las playas y se embarcaban en seguida. Al principio iba a haber tres cuerpos en el frente, el 2, 5 y 29, pero cuando los franceses comenzaron a participar más en las defensas, se estimó que con dos era suficiente. El enemigo había seguido la retirada de cerca, y no cesaban los combates, sobre todo en los flancos, cerca de Nieuport y Bergues. A medida que continuó la evacuación, la constante reducción de la cantidad de tropas se vio acompañada por la consiguiente disminución de la defensa. Entre las dunas de las playas vivieron durante tres, cuatro o cinco días varios miles de hombres bajo un ataque aéreo implacable. Hitler pensó que la Fuerza Aérea alemana imposibilitaría la huida y que, por tanto, le convenía reservar sus formaciones blindadas para asestar el golpe final de la campaña, lo que, aunque fue un error, no dejaba de tener sentido.

Pero tres factores echaron por tierra sus expectativas. En primer lugar, el incesante bombardeo aéreo de las masas de tropas que había a lo largo de la orilla les ocasionó muy pocos perjuicios. Las bombas se hundían en la arena blanda, que amortiguaba la explosión. Al principio, después de un ataque aéreo impresionante, las tropas comprobaban con sorpresa que casi no había habido muertos ni heridos. Hubo explosiones por todas partes, pero casi nadie estaba peor. Si la costa hubiese sido rocosa los resultados habrían sido más mortíferos. Entonces, los soldados comenzaron a mirar con desprecio los ataques aéreos. Se agazapaban en las dunas con calma y cada vez más esperanzados. Ante ellos se extendía un mar gris pero amistoso y, más allá, las embarcaciones de rescate y… el hogar.

El segundo factor que Hitler no previo fue la matanza de sus aviadores. Se puso a prueba, directamente, la calidad aérea de británicos y alemanes. Haciendo grandes esfuerzos, el Mando de Cazas mantenía en el lugar patrullas sucesivas y luchaba con el enemigo a pesar de la gran desigualdad. Atacaban una y otra vez a los escuadrones de cazas y bombarderos alemanes, causándoles numerosas bajas, dispersándolos y obligándolos a retirarse. Esto prosiguió día tras día hasta que la Fuerza Aérea británica consiguió una gloriosa victoria. Cada vez que veían aviones alemanes, que a veces se presentaban en grupos de cuarenta y cincuenta los atacaban en seguida, aunque los atacantes no fueran más que un solo escuadrón, o a veces menos, y los abatían en gran cantidad, que en poco tiempo sumaron centenares. Se empleó toda nuestra Fuerza Aérea metropolitana, nuestra última reserva sagrada. Algunas veces los pilotos de los cazas realizaban cuatro misiones de combate en un día. Así se obtuvo un claro resultado: a pesar de su superioridad, el enemigo fue derrotado o muerto y, a pesar de todo su valor, fue vencido, e incluso atemorizado. Fue un choque decisivo. Lamentablemente, las tropas que estaban en la playa apenas se enteraron de este conflicto épico que se desarrollaba en el aire, a menudo a muchos kilómetros de distancia o por encima de las nubes, y no sabían nada de las pérdidas infligidas al enemigo. Lo único que percibían eran las bombas que azotaban las playas, que arrojaban los aviones enemigos que habían logrado infiltrarse, pero que tal vez no regresaran. Pero el Ejército estaba resentido con la Fuerza Aérea y, en su ignorancia, algunas de las tropas que desembarcaban en Dover o en los puertos del Támesis insultaban a los hombres que veían con el uniforme de la Fuerza Aérea, cuando en realidad deberían haberles estrechado las manos. Pero ¿qué sabían ellos? Me esforcé mucho por difundir la verdad en el Parlamento.

Pero toda la ayuda de la arena y todas las proezas aéreas habrían sido inútiles de no haber sido por el mar. Bajo la presión y la emoción de los acontecimientos, las instrucciones impartidas hacía diez o doce días habían dado muchos frutos. Prevaleció una disciplina perfecta tanto en la costa como en el mar. Éste estaba en calma. Las pequeñas embarcaciones iban de aquí para allá, entre la orilla y los barcos, recogiendo a los hombres de las playas y del agua, totalmente indiferentes a los bombardeos aéreos que a menudo producían algunas víctimas. Desafiaban el ataque aéreo por la mera cantidad. La «Armada mosquito», en general, era invencible. En medio de nuestra derrota, los habitantes de las islas Británicas, unidos e invencibles, se cubrieron de gloria; y la historia de las playas de Dunkerque brillará en los documentos que registren nuestra historia.

A pesar del valeroso esfuerzo de las pequeñas embarcaciones no hay que olvidar que lo peor les tocó a los barcos que zarparon del puerto de Dunkerque, donde embarcaron a dos terceras partes de los hombres. Los destructores desempeñaron un papel preponderante, como lo demuestra la lista de bajas. Tampoco debemos olvidar la importante función que desempeñaron los barcos particulares, tripulados por marinos mercantes.

El desarrollo de la evacuación se siguió con ansiedad y cada vez con mayor esperanza. La noche del día veintisiete las autoridades navales calificaron de crítica la posición de lord Gort, y el vicealmirante Tennant de la Armada, desde el Almirantazgo, que había asumido el cargo de Oficial Superior de la Armada en Dunkerque dio la señal de que se enviaran de inmediato a las playas todas las embarcaciones disponibles ya que la «evacuación de mañana por la noche es problemática». El panorama que se presentaba era sombrío, incluso desesperado. Se hicieron enormes esfuerzos para responder a este llamamiento y se enviaron un crucero, ocho destructores y veintiséis embarcaciones más. El veintiocho fue un día de tensión, que se fue calmando poco a poco al estabilizarse la posición en tierra con la poderosa ayuda de la Fuerza Aérea británica. Se cumplieron los planes navales a pesar de las grandes pérdidas del día veintinueve, cuando se hundieron tres destructores y veintiún barcos, y muchos más sufrieron averías.

El día treinta me reuní con los tres ministros de las Fuerzas Armadas y los jefes del Estado Mayor en la sala de Guerra del Almirantazgo. Analizamos lo ocurrido ese día en la costa belga. El total de tropas rescatadas había aumentado a ciento veinte mil, incluidos apenas seis mil franceses, y colaboraban ochocientas sesenta embarcaciones de todo tipo. El almirante Wake-Walker envió un mensaje desde Dunkerque diciendo que, a pesar de los intensos bombardeos y ataques aéreos, en la última hora se habían embarcado cuatro mil hombres. También pensaba que era probable que Dunkerque fuera indefendible al día siguiente. Destaqué la necesidad urgente de evacuar más tropas francesas para no causar un daño irreparable en las relaciones entre nosotros y nuestro aliado. Dije también que, cuando la fuerza británica se viera reducida a un solo cuerpo de ejército, teníamos que ordenarle a lord Gort que embarcara y regresara a Inglaterra dejando al mando al comandante de un Cuerpo. El Ejército británico tenía que aguantar todo lo posible para poder seguir evacuando a los franceses.

Conociendo el carácter de lord Gort, escribí de mi puño y letra la siguiente orden, que le enviaría oficialmente la Oficina de Guerra, a las catorce horas del día treinta:

Siga defendiendo todo lo posible el actual perímetro a fin de cubrir la máxima evacuación que ahora funciona bien. Repórtese cada tres horas a través de La Panne. Si todavía podemos comunicamos, le enviaremos una orden para que regrese a Inglaterra con los oficiales que elija en el momento que nos parezca que su mando está tan reducido que se puede transferir al comandante de un Cuerpo. Debe designar ese comandante ahora mismo. En caso de que se interrumpan las comunicaciones, transfiera el mando y regrese como se indica cuando su fuerza de combate efectiva no supere el equivalente a tres divisiones. Esto corresponde al procedimiento militar correcto y en esta cuestión no está autorizado a hacer lo que mejor le parezca. Desde un punto de vista político, capturarlo constituiría para el enemigo un triunfo innecesario cuando sólo queda a sus órdenes una fuerza reducida. Debe ordenarle al comandante del Cuerpo que prosiga con la defensa juntamente con los franceses, y con la evacuación, tanto desde Dunkerque como desde las playas; pero cuando, según su criterio, ya no se pueda mantener una evacuación organizada y no se le pueda infligir al enemigo ningún daño proporcional, está autorizado, previa consulta con el comandante francés de mayor rango, a capitular formalmente para evitar una masacre inútil.

Es posible que este último mensaje influyera en otros grandes acontecimientos y en la suerte de otro valiente comandante. Cuando estuve en la Casa Blanca, a finales de diciembre de 1941, el presidente y Stimson me informaron del destino que les esperaba al general MacArthur y a la guarnición estadounidense en Corregidor. Me pareció correcto explicarles la forma en que resolvimos la posición de un comandante en jefe cuya fuerza quedó reducida a una pequeña fracción de lo que era originalmente. Tanto el presidente como Stimson leyeron el telegrama atentamente y me sorprendió la impresión que pareció causarles. Más tarde, ese mismo día, Stimson regresó para pedirme una copia, que le entregué de inmediato. Es posible (porque no estoy seguro) que esto los influyera para tomar la decisión correcta de ordenarle a MacArthur que delegara el mando en uno de sus generales subordinados, salvando de este modo para todos sus gloriosos servicios futuros al gran comandante que, de lo contrario, habría muerto o pasado la guerra como prisionero de los japoneses. Me gustaría creer que así fue.

Ese mismo día, el treinta de mayo de 1940, los miembros del estado mayor de lord Gort, en conferencia con el almirante Ramsay, que estaba en Dover, le informaron de que no esperaban poder defender el perímetro oriental más allá del amanecer del uno de junio como máximo. De modo que prosiguió la evacuación a toda prisa para asegurar, en la medida de lo posible, que no quedara en la costa una retaguardia británica superior a cuatro mil hombres. Después se comprobó que esta cifra sería insuficiente para defender las últimas posiciones de cobertura y se decidió mantener el sector británico hasta la medianoche del uno al dos de junio, y que mientras tanto se prosiguiera la evacuación en un plano de igualdad entre las fuerzas francesas y las británicas.

Tal era la situación cuando, la noche del día treinta y uno, lord Gort, cumpliendo sus órdenes, delegó el mando en el general de división Alexander y regresó a Inglaterra.

Para mantener el contacto personal con el fin de evitar malentendidos tuve que viajar a París el treinta y uno de mayo para reunirme con el Consejo Supremo de la Guerra. Me acompañaron en el avión Attlee y los generales Dill e Ismay. También llevé al general Spears, que había vuelto el día anterior con las últimas noticias de París. Este oficial y parlamentario brillante era amigo mío desde la primera guerra mundial; fue oficial de enlace entre la izquierda del Ejército francés y la derecha del británico, y me llevó por los montes de Vimy en 1916. Como hablaba francés con un acento perfecto y llevaba en la manga las rayas de cinco heridas, en este momento era una personalidad adecuada para unas relaciones tan inquietantes como las nuestras. Cuando los franceses y los ingleses tienen problemas entre sí y comienzan a discutir, el francés suele mostrarse voluble y vehemente y el inglés, indiferente o incluso descortés. Pero Spears era capaz de hablar con el personal francés de más alto nivel con una libertad y una energía como no he visto iguales.

Esta vez no fuimos al Quai d’Orsay sino al despacho de Reynaud en la Oficina de Guerra, en Saint-Dominique. Attlee y yo nos encontramos frente a frente con Reynaud y el mariscal Pétain como los únicos ministros franceses. Era la primera vez que aparecía Pétain, entonces vicepresidente del Consejo, en una de nuestras reuniones. Iba vestido de paisano. Nos acompañaban nuestro embajador, Dill, Ismay y Spears, mientras que los franceses estaban representados por Weygand y Darían, el capitán De Margerie, jefe del despacho privado de Reynaud y Baudouin, secretario del gabinete de Guerra francés.

Los franceses no parecían tener más idea de lo que estaba ocurriendo con los Ejércitos del Norte que la que teníamos nosotros sobre el frente francés. Cuando les dije que se habían evacuado ciento sesenta y cinco mil hombres, de los que quince mil eran franceses, se quedaron pasmados. Naturalmente destacaron la gran preponderancia británica. Les expliqué que esto se debía, fundamentalmente, al hecho de que había muchas unidades administrativas británicas en la retaguardia que estuvieron en condiciones de ser embarcadas antes de que en el frente pudieran prescindir de las tropas de combate. Además, hasta ese momento, los franceses no habían recibido la orden de evacuar. Uno de los motivos principales por los que me desplacé a París fue para asegurarme de que se dieran las mismas órdenes a las tropas francesas que a las británicas. Al gobierno de Su Majestad le había parecido necesario, en tan graves circunstancias, ordenarle a lord Gort que evacuara a los hombres que podían combatir y que dejara atrás a los heridos. Si se confirmaban las actuales esperanzas, se podrían evacuar doscientos mil soldados capaces, lo cual sería casi un milagro. Cuatro días antes no habría apostado por más de cincuenta mil, como máximo. Hice hincapié en nuestras terribles pérdidas de equipo. Reynaud rindió un magnífico homenaje a la labor de la Armada y la Fuerza Aérea británicas que le agradecí. A continuación, hablamos unos minutos sobre lo que se podría hacer para reponer las fuerzas británicas en Francia.

Mientras tanto, el almirante Darían había preparado un telegrama para el almirante Abrial en Dunkerque:

(1) Se mantendrá una cabeza de puente en torno a Dunkerque con las divisiones bajo su mando y las que están al mando de los británicos.

(2) En cuanto esté seguro de que ya no podrán llegar hasta los puntos de embarque más tropas que las de la cabeza de puente, las tropas que defienden la cabeza de puente se retirarán y embarcarán, pero las fuerzas británicas embarcarán en primer lugar.

Intervine de inmediato para decirle que las fuerzas británicas no embarcarían en primer lugar, sino que la evacuación se llevaría a cabo por partes iguales entre británicos y franceses. «Bras dessus bras dessous». Los británicos formarían la retaguardia, y así se acordó.

A continuación, hablamos de Italia. Manifesté la opinión británica de que, en caso de que Italia participara, debíamos atacarla de inmediato de la forma más eficaz posible. Muchos italianos estaban en contra de la guerra y había que hacer todo lo posible para que se dieran cuenta de su gravedad. Propuse atacar mediante bombardeos aéreos el triángulo industrial del noroeste comprendido entre las ciudades de Milán, Turín y Génova. Reynaud estuvo de acuerdo en que los aliados tenían que atacar en seguida, y el almirante Darlan dijo que tenía preparado un plan para el bombardeo naval y aéreo de las reservas petrolíferas de Italia almacenadas sobre todo a lo largo de la costa entre la frontera y Nápoles. Se acordaron los datos técnicos necesarios.

Después de hablar un poco sobre la importancia de mantener a España al margen de la guerra, hablé sobre la perspectiva general. Dije que los aliados debían mantener un frente inquebrantable contra todos sus enemigos. Los últimos acontecimientos habían provocado a Estados Unidos y, aunque no entraran en guerra, pronto estarían dispuestos a ofrecernos una ayuda importante. La invasión de Inglaterra, si se llevaba a cabo, tendría consecuencias todavía más profundas para Estados Unidos. Inglaterra no le temía a una invasión y la resistiría con la máxima fiereza en aldeas y poblados. Sólo cuando quedaran satisfechas sus necesidades básicas de tropas podría poner el resto de sus fuerzas armadas a disposición de su aliado francés Estaba absolutamente convencido de que lo único que teníamos que hacer para vencer era seguir luchando. Por más que abatieran a uno de nosotros, el otro no debía abandonar la lucha. El gobierno británico estaba dispuesto a combatir desde el Nuevo Mundo si, a causa de algún desastre, la propia Inglaterra fuera arrasada. Si Alemania derrotaba a alguno de los aliados, o a ambos, no tendría piedad; quedaríamos reducidos al estado de vasallos y esclavos para siempre. Que la civilización de Europa occidental, con todos sus logros, tuviera un fin trágico pero espléndido sería preferible a que las dos grandes democracias siguieran adelante, pero desprovistas de todo lo que hace que valga la pena vivir la vida.

Entonces, Attlee dijo que estaba totalmente de acuerdo conmigo. «Ahora el pueblo británico se da cuenta del peligro que tiene delante y sabe que, en caso de que se produzca una victoria alemana, todo lo que ha construido se destruirá. Los alemanes no sólo matan hombres, sino también ideas. Nuestro pueblo está más decidido que nunca en toda su historia». Reynaud nos dio las gracias por lo que habíamos dicho. Estaba seguro de que la moral del pueblo alemán no estaba a la altura del triunfo momentáneo que había obtenido su Ejército. Si Francia podía defender el Somme con la ayuda de Gran Bretaña y si la industria estadounidense contribuía a paliar la disparidad en armas, la victoria estaba asegurada. Se mostró muy agradecido, dijo, porque hubiera renovado mi compromiso de que si un país se hundía el otro no abandonaría la lucha.

Así acabó la reunión formal.

Cuando nos levantamos de la mesa, algunos de los mandatarios se pusieron a conversar en el mirador en un clima algo diferente. Destacaba entre ellos el mariscal Pétain. Spears estaba conmigo, ayudándome con mi francés y hablando también por su cuenta. El joven francés, el capitán De Margerie, ya había hablado de resolver la cuestión en África. Pero por la actitud del mariscal Pétain, indiferente y sombría, me daba la sensación de que aceptaría una paz por separado. La influencia de su personalidad, su reputación, su serena aceptación de la marcha adversa de los acontecimientos, dejando aparte las palabras que usara, resultaban casi irresistibles para los que quedaban embelesados con él. Uno de los franceses, no recuerdo cuál, dijo con su estilo pulido que, de continuar los reveses militares, en ciertas eventualidades, esto podría obligar a Francia a modificar su política exterior. Entonces Spears se puso a la altura de las circunstancias y, dirigiéndose en particular al mariscal Pétain, le dijo en un perfecto francés: «Supongo que se da cuenta, señor mariscal, de que eso significaría el bloqueo». Alguien respondió: «Tal vez sería inevitable». Entonces Spears le dijo a Pétain en su cara: «No sólo significaría el bloqueo sino el bombardeo de todos los puertos franceses que estuvieran en manos de los alemanes». Me alegré de que alguien lo dijera. Yo seguí con mi estribillo de que seguiríamos luchando ocurriera lo que ocurriese, o cayera quien cayese. Otra vez hubo pequeñas incursiones nocturnas, y por la mañana me marché.

El treinta y uno de mayo y el uno de junio se produjo el clímax, aunque no el final de Dunkerque. En estos dos días desembarcaron a salvo en Inglaterra más de ciento treinta y dos mil hombres, casi una tercera parte de los cuales fueron rescatados de las playas en embarcaciones pequeñas, bajo un fuerte ataque aéreo y fuego de artillería. El uno de junio, desde primeras horas de la madrugada en adelante, los bombarderos enemigos hicieron sus mayores esfuerzos, haciéndolos coincidir a menudo con el momento en el que nuestros propios cazas se retiraban para reabastecerse de combustible. Estos ataques causaron grandes estragos entre las atestadas embarcaciones, que sufrieron casi tanto como en toda la semana anterior. En un solo día las pérdidas que sufrimos por ataques aéreos, minas, submarinos italianos u otras desgracias ascendieron a treinta y un barcos hundidos y once averiados. En tierra, el enemigo incrementó su presión en la cabeza de puente, haciendo todo lo posible por atravesarla, aunque los contuvo la desesperada resistencia de las retaguardias aliadas.

La fase final se realizó con gran habilidad y precisión. Por vez primera, tuvimos ocasión de planificar de antemano en lugar de vernos obligados a improvisar de hora en hora. Al amanecer del dos de junio quedaban en las afueras de Dunkerque alrededor de cuatro mil británicos con siete cañones antiaéreos y doce cañones anticarro, junto con las todavía considerables fuerzas francesas que defendían el perímetro, cada vez más estrecho. Ya sólo se podía evacuar en la oscuridad, y el almirante Ramsay decidió realizar un descenso masivo al puerto esa noche, con todos los recursos disponibles. Aparte de remolcadores y embarcaciones pequeñas, esa noche se enviaron desde Inglaterra cuarenta y cuatro barcos, incluidos once destructores y catorce dragaminas. También participaron cuarenta embarcaciones francesas y belgas. Antes de la medianoche, la retaguardia británica estaba embarcada.

Pero no acabó así la historia de Dunkerque. Esa noche estábamos dispuestos a transportar una cantidad mucho mayor de franceses que los que se ofrecieron. Por tanto, cuando nuestras naves, muchas de ellas vacías aún, tuvieron que retirarse al amanecer quedaron en la orilla gran cantidad de tropas francesas, muchas de ellas todavía en contacto con el enemigo. Había que hacer un esfuerzo más. Aunque las compañías navieras estaban agotadas después de tantos días sin descanso ni respiro, respondieron al llamamiento. El cuatro de junio desembarcaron en Inglaterra 26.175 franceses, de los que más de 21.000 llegaron en embarcaciones británicas. Lamentablemente, quedaron varios miles que siguieron luchando en la cabeza de puente cada vez más reducida hasta la mañana del día cuatro, cuando el enemigo llegó a las afueras de la ciudad y ellos, al límite de su capacidad. Llevaban muchos días luchando valerosamente para cubrir la evacuación de sus camaradas británicos y franceses. Pasarían los años siguientes en cautividad. Recordemos que, de no ser por el aguante de la retaguardia en Dunkerque habría sido muy difícil recuperar un ejército en Gran Bretaña para la defensa nacional y la victoria definitiva.

Finalmente, el cuatro de junio a las 14.23, el Almirantazgo, juntamente con los franceses, anunció la finalización de la operación «Dínamo» que desembarcó en Inglaterra a más de 338.000 soldados británicos y aliados.

El Parlamento se reunió el cuatro de junio y tuve la obligación de explicarles toda la historia, tanto en sesiones públicas como, posteriormente, secretas. Era imprescindible explicarle no sólo a nuestro propio pueblo sino también al mundo que nuestra decisión de seguir luchando tenía un fundamento sólido, y no era un mero esfuerzo desesperado. También estaba bien que les expusiera los motivos que justificaban mi confianza:

Hemos de procurar no tratar este rescate como si fuera una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones. Pero sí que hubo una victoria dentro de este rescate, y es algo que hay que destacar: la obtuvo la Fuerza Aérea. Es posible que muchos de nuestros soldados al regresar no hayan visto la actuación de la Fuerza Aérea; sólo vieron los bombarderos que burlaron su ataque protector y subestiman sus logros. Lo he oído muchas veces y por eso me desvío del asunto para decir esto, pero quiero hablarles de ello.

En realidad esto fue una prueba de fuerza entre la Fuerza Aérea británica y la alemana. ¿Se les ocurre un objetivo aéreo más importante para los alemanes que imposibilitar la evacuación de estas playas y hundir todos estos barcos que estaban desplegados casi a miles? ¿Podría haber un objetivo de mayor importancia y significación militar que éste para todos los efectos de la guerra? Por más que lo intentaron, fueron derrotados; se frustró su misión. Alejamos al Ejército, y ellos pagaron cuatro veces por las pérdidas que infligieron. […] Todos nuestros tipos y pilotos han demostrado su superioridad con respecto a lo que tienen que enfrentarse ahora.

Cuando nos planteamos cuánto mayor sería nuestra ventaja si tuviéramos que defender de un ataque exterior el espacio aéreo por encima de esta isla, debo decir que estos hechos me proporcionan una base segura para albergar pensamientos prácticos y tranquilizadores. Rendiré homenaje a estos jóvenes aviadores. El gran Ejército francés fue repelido en gran medida, de momento, por el embate de unos pocos miles de vehículos blindados. ¿No es posible, asimismo, que la habilidad y la entrega de unos cuantos miles de aviadores defiendan la causa de la civilización?

Nos dicen que herr Hitler tiene un plan para invadir las islas Británicas. No es la primera vez que a alguien se le ocurre esta idea. Cuando Napoleón estuvo un año en Boulogne con sus embarcaciones de fondo plano y su gran Ejército, alguien le dijo: «En Inglaterra hay hierbas amargas». Sin duda las hay en mayor cantidad desde que regresó el Cuerpo Expedicionario británico.

No cabe duda de que afecta poderosamente a toda la cuestión de la defensa nacional contra la invasión el hecho de que, de momento, en esta isla disponemos de unas fuerzas militares incomparablemente más poderosas de lo que jamás hemos tenido, ya sea en esta guerra o en la anterior. Pero esto no seguirá siempre así. No nos conformaremos con una guerra defensiva. Tenemos una obligación con nuestro aliado. Tenemos que volver a reconstruir y levantar el Cuerpo Expedicionario británico, a las órdenes de su valiente comandante en jefe, lord Gort. Todo esto está en marcha, pero, mientras tanto, debemos elevar tanto el nivel de las defensas de esta isla que haga falta la menor cantidad posible de personas para brindar una seguridad efectiva y que se consiga el mayor potencial posible de esfuerzo ofensivo. En eso estamos en este momento.

Finalicé con una parte que resultaría ser, como después se verá, un factor oportuno e importante en las decisiones estadounidenses.

«Por más que grandes extensiones de Europa y muchos Estados antiguos y famosos hayan caído o puedan caer en poder de la Gestapo y de todo el espantoso aparato del régimen nazi, no vamos a flaquear ni a fracasar sino que seguiremos hasta el final. Combatiremos en Francia, combatiremos en los mares y los océanos, combatiremos cada vez con mayor confianza y fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla a cualquier precio. Combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en los campos y en las calles; combatiremos en las montañas; no nos rendiremos jamás; y por más que esta isla o buena parte de ella quede dominada y hambrienta, algo que de momento no creo que ocurra, nuestro imperio de ultramar, armado y protegido por la Flota británica, continuará la lucha hasta que, cuando Dios quiera, el Nuevo Mundo, con todo su poder y su fuerza, dé un paso al frente para rescatar y liberar al Viejo».

La Segunda Guerra Mundial
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