Capítulo XXI

NORUEGA

Antes de reanudar la narración debo explicar los cambios que se produjeron en mi posición durante el mes de abril de 1940.

El cargo de lord Chatfield como ministro de Coordinación de la Defensa se había vuelto superfluo, de modo que el día tres Chamberlain aceptó su renuncia, presentada voluntariamente. El día cuatro se hizo pública una declaración desde el número 10 de Downing Street diciendo que no se proponían ocupar el puesto vacante, pero que se estaban tomando medidas para que el Primer Lord del Almirantazgo, por ser el ministro de las Fuerzas Armadas con mayor antigüedad, presidiera el Comité de Coordinación Militar. De modo que me encargué de presidir estas reuniones, que se celebraban todos los días, y a veces dos al día, desde el ocho hasta el quince de abril. Por tanto, tenía una responsabilidad excepcional, aunque sin el poder de dirigir efectivamente. Entre los demás ministros de las Fuerzas Armadas que también pertenecían al gabinete de Guerra yo era «el primero entre pares». Sin embargo, no tenía poder para tomar decisiones ni para imponerlas. Tenía que contar tanto con los ministros de las Fuerzas Armadas como con sus jefes profesionales. De modo que muchos hombres importantes y capaces tuvieron el derecho y la obligación de expresar sus opiniones sobre las fases rápidamente cambiantes de la batalla (porque de eso se trataba) que entonces comenzaba.

Los jefes del Estado Mayor se reunían todos los días después de analizar toda la situación con sus respectivos ministros. Entonces tomaban sus propias decisiones que, evidentemente, adquirían la máxima importancia, y de las que me enteraba a través del Primer Lord del Mar, que no me ocultaba nada, o por los diversos memorándum o recordatorios que redactaba el comité de jefes del Estado Mayor. Si yo quería cuestionar alguna de estas opiniones evidentemente podía plantearlo en primera instancia en mi comité de Coordinación, en el que estaban presentes de forma individual los jefes del Estado Mayor, apoyados por los ministros de sus departamentos, a quienes solían llevar consigo. Se producía un copioso intercambio de amabilidades, al final del cual el secretario en funciones redactaba un informe muy diplomático, que comprobaban los departamentos de los tres ejércitos para verificar que no hubiera discrepancias. Así habíamos llegado a ese terreno elevado, extenso y feliz, donde todo se resuelve para el mayor bien de la mayoría, según el sentido común de la mayoría, después de consultarlo con todos. Pero en una guerra como la que estábamos a punto de experimentar las condiciones eran diferentes. Lo siento, pero tengo que escribirlo: en realidad el conflicto se parecía más a una pelea en la que un rufián le pega a otro en el hocico con una porra, un martillo o con algo mejor. Todo esto resulta deplorable y es uno de los numerosos motivos para evitar la guerra y resolverlo todo mediante acuerdos amistosos, teniendo en cuenta los derechos de las minorías y registrando fielmente las opiniones disidentes.

El comité de Defensa del gabinete de Guerra se reunía casi todos los días para analizar los informes del comité de Coordinación Militar y los de los jefes del Estado Mayor, y sus conclusiones o sus divergencias se volvían a enviar a las frecuentes reuniones del gabinete. Todo se tenía que explicar una y otra vez, y cuando acababa este proceso solía suceder que la situación había cambiado. En el Almirantazgo que, en tiempos de guerra, es, por fuerza, el cuartel general de la batalla, las decisiones que afectaban a la flota se tomaban de forma instantánea y sólo los casos más graves se consultaban con el primer ministro, que siempre nos apoyaba. Cuando había que tener en cuenta las demás armas, el procedimiento no podía seguir el ritmo de los acontecimientos. No obstante, al comienzo de la campaña de Noruega, el Almirantazgo, por la naturaleza de las cosas, tenía en sus manos tres cuartas partes de la cuestión ejecutiva.

No pretendo que, independientemente de mis facultades, yo tendría que haber podido tomar mejores decisiones o que haber solucionado bien los problemas con los que nos enfrentábamos en ese momento. El impacto de los acontecimientos que ahora voy a describir fue tan violento y las condiciones tan caóticas que en seguida me di cuenta de que sólo la autoridad del primer ministro se podía imponer sobre el comité de Coordinación Militar. Por tanto, el día quince le pedí a Chamberlain que ocupara la presidencia, y así lo hizo en prácticamente todas las reuniones posteriores que se celebraron durante la campaña de Noruega. Él y yo seguimos estando muy de acuerdo, y aportó su máxima autoridad a las opiniones que yo expresaba.

Todas las partes manifestaron lealtad y buena voluntad. Sin embargo, tanto el primer ministro como yo éramos plenamente conscientes de que nuestro sistema carecía de forma, sobre todo cuando estábamos en contacto con el sorprendente curso de los acontecimientos. Si bien en ese momento el Almirantazgo era, inevitablemente, el que movía los hilos, se podían plantear objeciones obvias en una organización en la que uno de los ministros de las Fuerzas Armadas trataba de concertar todas las operaciones de las demás fuerzas, al mismo tiempo que dirigía todo el funcionamiento del Almirantazgo y se hacía responsable sobre todo de los movimientos navales. Estas dificultades no desaparecieron por el hecho de que el propio Primer ministro ocupara la presidencia y me respaldara. Pero mientras las desgracias caían sobre nosotros una tras otra casi a diario, como consecuencia de la falta de medios o la indiferencia en la gestión, yo seguí manteniendo mi posición en este círculo fluido y amistoso aunque extraviado.

Al final, pero no hasta después de que cayeran sobre nosotros numerosos desastres en Escandinavia, me autorizaron a convocar y presidir las reuniones del comité de jefes del Estado Mayor, sin los que no se podía hacer nada, y me concedieron formalmente la responsabilidad de «proporcionarles orientación y dirección». Pusieron a mi disposición al general Ismay, el más antiguo de los jefes del Estado Mayor, a cargo del Estado Mayor Central, en calidad de mi funcionario del Estado Mayor y representante, y como tal se convirtió en miembro de pleno derecho del comité de jefes del Estado Mayor. Hacía muchos años que conocía a Ismay pero ésta fue la primera vez que trabajamos tan unidos. De este modo, los jefes del Estado Mayor pasaron a ser responsables ante mí, de forma colectiva y, como representante del primer ministro, en teoría yo tenía autoridad para influir en sus decisiones y sus políticas. Por otra parte, era natural que fueran leales en primer lugar a los ministros de sus propias armas, que no habrían sido humanos si no hubieran sentido cierto resentimiento ante la delegación de parte de su autoridad a uno de sus colegas. Asimismo, se dispuso expresamente que yo cumpliría mis responsabilidades en nombre del comité de Coordinación Militar. De modo que tenía inmensas responsabilidades pero no tenía en mis propias manos el poder efectivo para cumplirlas. Sin embargo, tenía la sensación de que podría conseguir que la nueva organización funcionara. La idea era que durara sólo una semana, pero mi relación personal y oficial con el general Ismay y su relación con el comité de jefes del Estado Mayor se mantuvo intacta, sin debilitarse, desde el uno de mayo de 1940 hasta el veintiséis de julio de 1945 cuando renuncié a mi cargo.

El viernes cinco de abril por la noche, el ministro alemán en Oslo invitó a varios personajes distinguidos, incluidos varios miembros del gobierno, a ver una filmación en la delegación. La película presentaba la conquista de Polonia por parte de Alemania y alcanzaba su punto culminante con escenas de horror durante el bombardeo alemán de Varsovia con un subtítulo que ponía: «Por esto podrían dar las gracias a sus amigos ingleses y franceses». La reunión se disolvió en medio del silencio y la desolación. No obstante, lo que más preocupaba al gobierno noruego era lo que hacían los británicos. Entre las 4.30 y las 5 de la mañana del ocho de abril cuatro destructores británicos instalaron un campo de minas a la entrada del fiordo occidental, el canal que conduce al puerto de Narvik. A las cinco se difundió la noticia desde Londres y a las 5.30 le entregaron al ministro de Asuntos Exteriores noruego una nota del gobierno de Su Majestad. Esa mañana en Oslo se la pasaron redactando protestas para Londres. Pero esa tarde el Almirantazgo informó a la delegación noruega en Londres que habían avistado buques de guerra alemanes frente a la costa noruega que avanzaban hacia el norte y que supuestamente se dirigían a Narvik. Más o menos al mismo tiempo llegó a la capital noruega la noticia de que el submarino polaco Orzel había hundido un barco alemán de transporte de tropas, el Río de Janeiro, frente a la costa meridional de Noruega y que los pescadores locales habían rescatado a gran cantidad de soldados alemanes que dijeron que se dirigían a Bergen para ayudar a los noruegos a defender su país contra los británicos y los franceses. Pero eso no era todo. Alemania había entrado en Dinamarca, aunque la noticia no llegó a Noruega hasta que no fue invadida a su vez, es decir, que no recibió ningún aviso formal. Dinamarca fue invadida fácilmente tras la muerte de un puñado de soldados fieles que opusieron resistencia.

Esa noche se acercaron a Oslo los buques de guerra alemanes. Las baterías exteriores abrieron fuego. La defensa noruega estaba compuesta por un buque minador, el Olav Tryggvason, y dos dragaminas. Al amanecer, dos dragaminas alemanes atravesaron la entrada del fiordo para desembarcar tropas en las cercanías de las baterías costeras. Uno de ellos fue hundido por el Olav Tryggvason, a pesar de lo cual las tropas alemanas desembarcaron y se apoderaron de las baterías. Sin embargo, el valiente minador rechazó dos destructores alemanes a la entrada del fiordo y provocó daños al crucero Emden. Un ballenero noruego armado con un solo cañón también atacó en seguida a los invasores, a pesar de no haber recibido ninguna orden en especial. Le hicieron añicos el cañón y al comandante le volaron las dos piernas. Para no poner nerviosos a sus hombres, rodó hasta caer por la borda y tuvo una muerte noble. Entonces entró en el fiordo la principal fuerza alemana, encabezada por el crucero pesado Blücher, y se dirigió a los estrechos defendidos por la fortaleza de Oscarsborg. Las baterías noruegas atacaron, y dos torpedos disparados desde la costa, a quinientos metros, resultaron decisivos. El Blücher se hundió rápidamente, llevándose consigo a los principales oficiales del cuerpo administrativo alemán y los destacamentos de la Gestapo. Los demás barcos alemanes, entre ellos el Luetzow, se retiraron. El Emden, averiado, ya no volvió a participar en los combates en el mar. Al final, Oslo fue tomada, pero no por mar sino por tropas aerotransportadas que llegaron al fiordo.

El plan de Hitler quedó de inmediato al descubierto. Las tropas alemanas descendieron en Kristiansand, en Stavanger y, al norte, en Bergen y Trondheim.

El ataque más osado fue el de Narvik. Durante una semana, los barcos alemanes que se utilizaban para transportar mineral y que supuestamente regresaban vacíos a ese puerto habían ido subiendo por el corredor impuesto por la neutralidad noruega cargados con suministros y municiones. Diez destructores alemanes, cada uno con doscientos soldados y con el apoyo del Scharnhorst y el Gneisenau, habían salido de Alemania hacía unos días y llegaron a Narvik a primeras horas del día nueve.

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La campaña aliada en Noruega, 1940

En el fiordo estaban fondeados dos buques de guerra noruegos, el Norge y el Eidsvold, preparados para luchar hasta el final. Al amanecer avistaron unos destructores que se aproximaban al puerto a gran velocidad pero, como había temporal de nieve, al principio no se pudo determinar su identidad. Poco después apareció un oficial alemán a bordo de una motora que exigió la rendición del Eidsvold. Al recibir del oficial al mando la cortante respuesta: «Ataco», se retiró, pero casi al instante el barco fue destruido, con casi toda la tripulación, por una descarga de torpedos. Mientras tanto, abrió fuego el Norge pero, a los pocos minutos, también fue torpedeado y se hundió al instante. En esa resistencia valiente pero desesperada, perecieron doscientos ochenta y siete marinos noruegos; se salvaron menos de un centenar de los dos barcos. A partir de entonces fue fácil capturar Narvik, una llave estratégica a la que nunca tuvimos acceso.

Esa mañana, el almirante Forbes, con la flota principal, se encontraba junto a Bergen. No se sabía muy bien lo que ocurría en Narvik. Con la esperanza de impedir que los alemanes se apoderaran del puerto el comandante en jefe dio órdenes a nuestros destructores de entrar en el fiordo e impedir todo desembarco, de modo que el capitán Warburton-Lee, con los cinco destructores de su propia flotilla, el Hardy, el Hunter, el Havock, el Hotspur y el Hostile, entraron en el fiordo occidental. Unos pilotos noruegos le dijeron en Tranoy que habían entrado seis barcos más grandes que los suyos y un submarino alemán, y que la entrada al puerto estaba minada. Transmitió esta información y añadió: «Pretendo atacar al amanecer». Bajo la niebla y las tormentas de nieve del diez de abril los cinco destructores británicos entraron en el fiordo y, al amanecer, se encontraban frente a Narvik. Dentro del puerto había cinco destructores enemigos. En el primer ataque, el Hardy torpedeó la nave que llevaba el gallardete del comodoro alemán, que murió; otro destructor fue hundido por dos torpedos y los otros tres quedaron tan destruidos por los cañonazos que no pudieron ofrecer ninguna resistencia efectiva. En el puerto había también veintitrés buques mercantes de diversas nacionalidades, incluidos cinco británicos; seis buques alemanes fueron destruidos. Hasta entonces sólo habían atacado tres de nuestros cinco destructores. El Hotspur y el Hostile se habían dejado en reserva como protección contra las baterías que pudiera haber en la costa o por si se acercaban más naves alemanas. Pero entonces se sumaron a un segundo ataque, y el Hotspur hundió con torpedos dos buques mercantes más. Los barcos del capitán Warburton-Lee salieron ilesos; aparentemente, el fuego enemigo se había silenciado y, después de una hora de combate, no había salido ningún barco desde ninguna de las ensenadas.

Pero entonces cambió la suerte. Cuando regresaba de un tercer ataque, el capitán Warburton-Lee vio que se acercaban tres nuevos barcos. Como no dieron muestras de querer aproximarse más, comenzó el ataque desde 7 kilómetros. De improviso, salieron de la niebla otros dos buques de guerra que, contrariamente a lo que se creyó en un primer momento, no eran refuerzos británicos sino destructores alemanes que estaban fondeados en un fiordo próximo. En seguida se hicieron sentir los cañones más pesados de los barcos alemanes, y el puente del Hardy quedó hecho añicos, Warburton-Lee herido de muerte, y todos sus oficiales y compañeros muertos o heridos, salvo el teniente Stanning, su secretario, que cogió el timón. Entonces estalló un proyectil en la sala de máquinas y, bajo un fuego intenso el barco encalló. El último mensaje del capitán del Hardy a su flotilla fue: «Seguid combatiendo al enemigo».

Mientras tanto, el Hunter se había hundido y el Hotspur y el Hostile, ambos averiados, junto con el Havock, se dirigieron hacia el mar. El enemigo que antes les impidió el paso ya no estaba en condiciones de detenerlos. Media hora después tropezaron con un barco grande que venía de altamar que resultó ser el Rauenfels, que llevaba municiones de reserva para los alemanes. El Havock le disparó y poco después voló por los aires. Los supervivientes del Hardy lograron desembarcar con el cuerpo de su comandante, al que se concedió póstumamente la cruz de la Victoria. Tanto él como sus hombres dejaron huellas en el enemigo y en nuestra historia naval.

La sorpresa, la crueldad y la precisión caracterizaron el ataque a la inocente y desprotegida Noruega, en el que participaron siete divisiones del Ejército. Los elementos más destacados del plan fueron ochocientos aviones de operaciones y entre doscientos cincuenta y trescientos aviones de transporte. En cuarenta y ocho horas todos los puertos principales de Noruega cayeron en manos de los alemanes. El rey, el gobierno, el Ejército y el pueblo en cuanto se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo montaron en cólera, pero era demasiado tarde. La infiltración y la propaganda alemanas ya les habían nublado la visión y entonces socavaron su capacidad de resistencia. El comandante Quisling se presentó en la radio, que estaba en poder de los alemanes, como el gobernante progermano de la nación conquistada. Casi todos los oficiales noruegos se negaron a obedecerle. Se movilizó al Ejército, que en seguida comenzó a luchar contra los invasores, desde Oslo hacia el norte. Los patriotas que pudieron conseguir armas se refugiaron en las montañas y en los bosques. El rey, los ministros y el Parlamento se refugiaron primero en Hamar, a ciento sesenta kilómetros de Oslo. Los persiguieron de cerca los vehículos blindados alemanes e intentaron exterminarlos violentamente, bombardeándolos y ametrallándolos desde el aire. Sin embargo, ellos siguieron lanzando proclamas a todo el país, animándolos a resistir. Pero el resto de la población, aturdida y aterrorizada por los ejemplos sangrientos, cayó en el estupor o en una sombría sumisión. La península de Noruega tiene casi mil seiscientos kilómetros de largo, no está densamente poblada y las carreteras y las líneas férreas son escasas, sobre todo en el norte. La rapidez con que Hitler consiguió dominar el país fue una hazaña política y bélica notable, y un ejemplo perdurable de la meticulosidad, la maldad y la brutalidad alemanas.

El gobierno noruego, que hasta entonces se había mostrado tan frío con nosotros por temor a Alemania, nos lanzó entonces vehementes peticiones de ayuda. Desde el principio resultó evidente que no podíamos liberar el sur de Noruega. Casi todas nuestras tropas entrenadas, y muchas de las que sólo estaban entrenadas a medias, se encontraban en Francia. Nuestra modesta, aunque creciente, Fuerza Aérea estaba destinada por completo a apoyar al Cuerpo Expedicionario británico, a la defensa nacional y a un entrenamiento intenso. Todos nuestros cañones antiaéreos se necesitaban en diez lugares a la vez para los puntos vulnerables de la máxima importancia. Sin embargo, nos sentimos obligados a hacer todo lo posible por acudir en su ayuda, aunque esto trastornara violentamente nuestros propios preparativos e intereses. Parecía que podíamos tomar y defender Narvik para provecho de toda la causa aliada, y allí el rey de Noruega podría hacer ondear su pabellón invicto. Se podía luchar por Trondheim, en todo caso como un medio de retrasar el avance hacia el norte del invasor hasta que se pudiera recuperar Narvik para convertirlo en la base de un ejército. Aparentemente esto se podía mantener desde el mar con una fuerza superior a todo lo que se pudiera lanzar en su contra por tierra a lo largo de ochocientos kilómetros de terreno montañoso. El gabinete aprobó con entusiasmo todas las medidas posibles para el rescate y la defensa de Narvik y Trondheim. Las tropas que se habían rescatado del proyecto finlandés y un núcleo que se había reservado para Narvik no tardarían en estar preparadas. Les faltaban aviones, cañones antiaéreos, cañones anticarro, carros de combate, transporte y entrenamiento. Todo el norte de Noruega estaba cubierto de nieve hasta una profundidad que ninguno de nuestros soldados había visto, sentido ni imaginado jamás. No teníamos ni calzado para la nieve ni esquís, y mucho menos esquiadores. Teníamos que hacer todo lo posible. Y así comenzó una campaña desordenada.

Desembarcamos, o intentamos desembarcar, en Narvik, Trondheim y otros lugares. La superioridad de los alemanes en cuanto a diseño, gestión y energía era evidente. Ejecutaban sin piedad un plan de acción minuciosamente elaborado. Comprendían a la perfección cómo había que usar el arma aérea a gran escala en todos sus aspectos. Asimismo, su supremacía individual se notaba, sobre todo en los grupos pequeños. En Narvik, una fuerza alemana combinada e improvisada de apenas seis mil hombres mantuvo a raya durante seis semanas a unos veinte mil soldados aliados y, aunque los echaron de la ciudad, sobrevivieron para verlos marcharse. El ataque por mar, iniciado por la Armada de forma brillante, quedó paralizado por la negativa del comandante militar a correr lo que se consideraba un riesgo desesperado. Dividimos nuestros recursos entre Narvik y Trondheim, con lo cual estropeamos nuestros dos planes. Namsos lo tuvimos que atravesar en medio del barro, tanto al avanzar como al regresar. Sólo obtuvimos algún resultado en una expedición a Andalsnes. A pesar de que tuvieron que superar cientos de kilómetros en un terreno escarpado y cubierto de nieve, los alemanes nos hicieron retroceder, aunque hubo algunos enfrentamientos. A nosotros, que teníamos el dominio del mar y podíamos saltar sobre cualquier punto de una costa indefensa, nos superó un enemigo que se desplazaba por tierra atravesando grandes distancias y venciendo todos los obstáculos.

Ante la llamada del deber, procuramos meternos e involucrarnos en Noruega. Pensamos que la fortuna nos había sido adversa. Ahora sabemos que no tuvimos nada de suerte. Mientras tanto, a principios de mayo, tuvimos que conformamos lo mejor que pudimos con una serie de evacuaciones satisfactorias. Teniendo en cuenta mi papel destacado en estos acontecimientos y la imposibilidad de explicar las dificultades por las que nos habían superado, ni los defectos en la organización de nuestro gobierno ni nuestro Estado Mayor ni en nuestros métodos para llevar adelante la guerra, me parece increíble haber sobrevivido y haber mantenido mi posición en la estima pública y en la confianza del Parlamento. Esto se debió a que, durante seis o siete años, predije en verdad el curso de los acontecimientos y presenté incesantes advertencias, desoídas en su momento pero que ahora se recordaban.

El portaaviones Glorious, atacado el ocho de junio por los cruceros de combate Scharnhorst y Gneisenau, pereció en una hora y media. En el final de uno de los destructores que lo escoltaban, el Acasta, narrado por su único superviviente, el marinero de primera C. Carter, tenemos una imagen típica y vívida del choque en el mar:

A bordo de nuestro barco había una calma mortal, nadie decía nada, nos alejábamos del enemigo a toda velocidad, entonces se oyeron cantidad de órdenes, que preparáramos todos los flotadores de humo, conectásemos las mangueras y preparásemos varias cosas más, seguíamos huyendo del enemigo y echando humo, y ya funcionaban todos nuestros flotadores de humo. Entonces el capitán hizo circular este mensaje a todos los puestos: «Aunque pueda pensar que estamos huyendo del enemigo, no es así; nuestro buque hermano [el Ardent] se ha hundido, el Glorious se está hundiendo, lo menos que podemos hacer es montar un número, de modo que buena suerte para todos». Dentro de nuestra propia cortina de humo cambiamos el rumbo. Recibí la orden de disparar los tubos 6 y 7, entonces salimos de la cortina de humo viramos a estribor disparando nuestros torpedos de babor. Ésa fue la primera vez que vi al enemigo, para ser sincero me pareció que había uno [un barco] grande y uno pequeño, y que estábamos muy cerca. Disparé los dos torpedos de mis tubos [de popa], los de proa dispararon los suyos y esperamos los resultados. Nunca olvidaré los vítores; en la amura de babor de uno de los barcos vimos un fogonazo amarillo y se elevó una gran columna de humo y agua. Supimos que le habíamos dado, yo creo que era imposible no darle, con lo cerca que estábamos. El enemigo no nos disparó ni una vez, supongo que se deben de haber quedado muy sorprendidos. Después de disparar nuestros torpedos volvimos a nuestra propia cortina de humo, y otra vez viramos a estribor. «Listos para disparar los demás torpedos», pero esta vez, en cuanto asomamos la nariz por la cortina de humo, el enemigo nos atacó. Un proyectil alcanzó la sala de máquinas y mató a toda la tripulación de los tubos, yo salí disparado al otro extremo de ellos y debí de quedar sin sentido durante un rato porque cuando volví en mí me dolía el brazo; el barco se había detenido y estaba escorado a babor. Y entonces, por increíble que parezca, regresé al puesto de control, vi que estaban los dos barcos y disparé los torpedos que quedaban sin que nadie me lo ordenara, supongo que estaba como una cabra. Sólo Dios sabe por qué disparé, pero lo hice. Los cañones del Acasta disparaban todo el tiempo, disparaban aunque el barco estaba escorado. Entonces el enemigo nos alcanzó varias veces, pero hubo una gran explosión justo en la popa, y siempre me he preguntado si el enemigo nos alcanzó con un torpedo, en cualquier caso, me dio la impresión de que levantaba al barco del agua. Al final, el capitán ordenó abandonar el barco. Nunca olvidaré al teniente médico[31], era su primer barco, su primer combate. Antes de saltar por la borda lo vi atendiendo a los heridos, una tarea inútil, y desde el agua vi al capitán apoyado en el puente, que extrajo un cigarrillo de una pitillera y lo encendió. Le gritamos que viniera a nuestra balsa pero él nos saludó: «Adiós y buena suerte», fue el final de un valiente.

Pero en medio de tanto desastre y confusión surgió un hecho de la máxima importancia que afectaba potencialmente el futuro de la guerra: que en un forcejeo desesperado con la Armada británica los alemanes perdieron la oportunidad de usar la suya para el momento culminante. Las pérdidas de los aliados en todos los combates navales frente a las costas noruegas ascendieron a un portaaviones, dos cruceros, una corbeta y nueve destructores. Quedaron inutilizados seis cruceros, dos corbetas y ocho destructores, que se pudieron reparar dentro de nuestra capacidad naval. En cambio, a finales de junio de 1940, una fecha decisiva, la flota alemana efectiva no contaba con nada más que un crucero de 203 milímetros, dos cruceros ligeros y cuatro destructores. Si bien muchos de sus barcos averiados, igual que los nuestros, se podían reparar, la Armada alemana no fue un factor decisivo en la cuestión suprema de la invasión de Gran Bretaña.

La guerra sombría acabó con el ataque de Hitler a Noruega, en el resplandor de la explosión militar más temible que hubiera conocido el hombre. He descrito el trance por el que pasaron Francia y Gran Bretaña durante ocho meses ante el asombro del mundo. Ésta fase fue la más perniciosa para los aliados. Desde el momento en que Stalin llegó a un acuerdo con Hitler, los comunistas franceses siguieron el ejemplo de Moscú y proclamaron que la guerra era «un delito imperialista y capitalista contra la democracia». Hicieron todo lo posible por minar la moral del Ejército y por dificultar la producción en los talleres. En el mes de mayo, el estado de ánimo que predominaba en Francia, tanto entre sus soldados como entre sus habitantes, era peor que al comienzo de la guerra.

No ocurrió nada semejante en Gran Bretaña, donde el comunismo dirigido por los soviéticos, aunque activo, era débil. Pero seguíamos siendo un gobierno partidista, a las órdenes de un primer ministro del que la oposición estaba amargamente distanciada, y no contábamos con el apoyo entusiasta y positivo del movimiento sindical. El carácter sereno y sincero aunque rutinario del gobierno no despertó ese esfuerzo intenso, ni en los círculos gubernamentales ni en las fábricas de municiones, que era fundamental. Hicieron falta el golpe de la catástrofe y el acicate del peligro para despertar la fuerza latente de la nación británica. Estaba a punto de sonar el toque a rebato.

La Segunda Guerra Mundial
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