Capítulo XIV
MI VIAJE A EL CAIRO. LOS CAMBIOS EN EL MANDO
Las dudas que tenía sobre el alto mando en Oriente Próximo iban en constante aumento por los informes que recibía de numerosas fuentes. Llegó a ser urgentemente necesario que viajara para resolver in situ las cuestiones decisivas. Al principio se aceptó que el viaje se realizara pasando por Gibraltar y Takoradi, y que después atravesara el centro de África hasta El Cairo, lo que suponía cinco o incluso seis días de viaje en avión. Pero entonces llegó a Inglaterra un joven piloto estadounidense, el capitán Vanderkloot, que acababa de volar desde Estados Unidos en el avión «Commando», un avión Liberator al que se le habían quitado los bastidores para las bombas y en su lugar se había instalado cierto dispositivo para llevar pasajeros. Sin duda este aparato era capaz de seguir la ruta establecida con amplios márgenes en todas las etapas. Portal, el jefe del Estado Mayor de la Aviación, se entrevistó con el piloto y lo sometió a una serie de preguntas sobre el «Commando». Vanderkloot, que ya había volado más de un millón y medio de kilómetros, preguntó por qué había que dar la vuelta por Takoradi, Kano, Fort Lamy, El Obeid, etcétera. Dijo que él podía ir de un salto de Gibraltar a El Cairo volando desde Gibraltar hacia el este por la tarde, girando bruscamente hacia el sur, atravesando territorio español o de Vichy al anochecer, y después continuar hacia el este hasta llegar al Nilo, cerca de Asiut; desde allí, girando hacia el norte, tardaríamos una hora más, aproximadamente, hasta la pista de aterrizaje de El Cairo, al noroeste de las pirámides. Esto cambiaba todo el panorama: así podría estar en El Cairo en dos días. Portal quedó convencido.
Todos estábamos preocupados por la reacción del gobierno soviético ante la desagradable aunque inevitable noticia de que no cruzaríamos el canal de la Mancha en 1942. Resulta que la noche del veintiocho de julio tuve el honor de que el rey acudiera a cenar, junto con el gabinete de Guerra, al comedor del jardín del número 10 de Downing Street. En privado obtuve la aprobación de Su Majestad para mi viaje; en cuanto se marchó reuní a los ministros, que estaban de buen humor, en la sala del gabinete y zanjamos la cuestión. Se resolvió que yo iría a El Cairo en cualquier caso y que le propondría a Stalin que iría a verlo desde allí. Por consiguiente, el día treinta le envié el siguiente telegrama:
Estamos haciendo los preparativos preliminares para volver a tratar de enviar un gran convoy hasta Arcángel la primera semana de septiembre.
2. Estoy dispuesto, si me invita, a ir a verlo en persona a Astraján, el Cáucaso, o cualquier otro lugar conveniente para una entrevista. Así podríamos hacer juntos un análisis de la guerra y tomar decisiones mano a mano. Podría entonces comunicarle los planes que hemos elaborado con el presidente Roosevelt para la acción ofensiva en 1942. Podría acompañarme el jefe del Estado Mayor del Imperio.
3. Parto de inmediato hacia El Cairo donde tengo que resolver graves cuestiones, como podrá imaginar. Desde allí puedo, si lo desea, fijar una fecha adecuada para reunimos que, por lo que a mí respecta, podría ser entre el diez y el trece de agosto, si todo va bien.
4. El gabinete de Guerra apoya mis propuestas.
Al día siguiente llegó la respuesta.
En nombre del Gobierno soviético lo invito a venir a la URSS para reunirse con los miembros del gobierno. […] Creo que el lugar de reunión más adecuado sería Moscú ya que ni yo ni los miembros del gobierno ni los hombres más destacados del Estado Mayor podemos salir de la capital en un momento de luchas tan intensas contra los alemanes. La presencia del jefe del Estado Mayor del Imperio sería sumamente deseable.
Le ruego que fije usted mismo la fecha de la entrevista, según el tiempo que necesite para finalizar lo que tiene que resolver en El Cairo. Puede tener la seguridad de antemano de que me parece apropiada cualquier fecha.
Permítame expresarle mi gratitud por dar su consentimiento al envío del siguiente convoy con materiales bélicos para la URSS a principios de septiembre. A pesar de la enorme dificultad que supone el desvío de aviones desde el frente de batalla tomaremos todas las medidas posibles para incrementar la protección aérea del convoy.
Todo quedó acordado y partimos de Lyneham después de medianoche, el domingo dos de agosto, en el bombardero «Commando». No encontramos en este viaje las comodidades que ofrecían los hidroaviones Boeing. Entonces el bombardero no tenía calefacción y se colaban heladas bocanadas de aire por numerosas grietas. No había camas, pero lord Moran y yo pudimos acostarnos en dos estantes situados en la cabina posterior. Había mantas abundantes para todos. Volamos a baja altura sobre el sur de Inglaterra para que nos reconocieran nuestras baterías que, aunque habían sido advertidas, también se encontraban en estado de alerta. Cuando salimos al mar abandoné la cabina de mando y me retiré a descansar con ayuda de una buena cápsula somnífera.
Llegamos a Gibraltar sin problemas la mañana del tres de agosto, pasamos el día dando vueltas por la fortaleza y emprendimos viaje hacia El Cairo a las seis de la tarde, dando un salto de tres mil kilómetros o más, ya que había que hacer bastantes desvíos para evitar a los aviones enemigos en torno a la batalla del desierto. Para poder disponer de más combustible Vanderkloot no siguió por el Mediterráneo hasta que oscureció, sino que atravesó directamente la zona española y el territorio casi hostil de Vichy. Por tanto, como tuvimos una escolta armada de cuatro Beaufighter hasta el anochecer, en realidad violamos abiertamente la neutralidad de estas dos regiones. Nadie nos importunó en el aire y no nos pusimos a tiro de cañón de ninguna ciudad importante. De todos modos me alegré cuando la oscuridad cubrió con su velo el severo paisaje y pudimos retirarnos al lugar para dormir que nos brindaba el «Commando». Habría sido una pena tener qué hacer un aterrizaje forzoso en territorio neutral, e incluso bajar en el desierto, aunque era preferible, habría dado lugar a otros problemas. Pero los cuatro motores del «Commando» susurraban alegremente y me sumí en un sueño profundo mientras atravesábamos la noche estrellada.
En estos viajes tenía la costumbre de sentarme en el asiento del copiloto antes de la salida del sol; cuando llegó el momento, en esta mañana del cuatro de agosto, bajo un amanecer pálido y trémulo, se extendía gozosamente ante nosotros la infinita y sinuosa cinta plateada del Nilo. Tanto en tiempos de guerra como de paz lo había atravesado por tierra o por agua en casi toda su longitud, a excepción del «meandro de Dongola», desde el lago Victoria hasta el mar. El resplandor del día sobre sus aguas nunca me había producido tanta satisfacción.
A partir de entonces, durante un breve período, me convertí en «el hombre in situ». En lugar de quedarme sentado en casa aguardando las noticias qué llegaban del frente podía enviarlas yo mismo. ¡Qué emoción!
En El Cairo había que resolver las siguientes cuestiones. El general Auchinleck o su estado mayor, ¿habían perdido la confianza del ejército del desierto? Si así fuese, ¿convenía relevarlo? ¿Quién podía ser su sucesor? Cuando se trata de un comandante de tanta importancia y calidad, de demostrada capacidad y resolución, costaba mucho tomar este tipo de decisiones. Para reforzar mi propio criterio había hecho venir de Sudáfrica al general Smuts, que ya me esperaba en la embajada cuando llegué. Estuvimos juntos toda la mañana y le conté todos los problemas y las opciones que teníamos. Por la tarde mantuve una larga conversación con Auchinleck, que me explicó con toda claridad la posición militar. Al día siguiente, después de comer, llegó de la India el general Wavell, y alrededor de las seis celebré una reunión sobre Oriente Próximo a la que asistieron todas las autoridades: Smuts, Casey, que reemplazaba a Lyttelton como ministro de Estado en Oriente Próximo, el general Brooke, jefe del Estado Mayor del Imperio, Wavell, Auchinleck, el almirante Harwood y Tedder en representación de la Fuerza Aérea. Resolvimos muchas cuestiones con un alto grado de consenso. Pero mis pensamientos se dirigían todo el tiempo a la cuestión fundamental del mando.
No se pueden resolver cambios de esta naturaleza sin estudiar las alternativas. En este aspecto de la cuestión me asesoraba el jefe del Estado Mayor del Imperio, cuya función consistía en evaluar la calidad de nuestros generales. Al principio, le ofrecí a él el mando de Oriente Próximo. Desde luego al general Brooke le habría gustado mucho ocupar un cargo operacional tan elevado y yo sabía que nadie lo haría mejor que él. Se lo pensó bien y a la mañana siguiente mantuvo una larga conversación con el general Smuts. Al final, respondió que sólo llevaba ocho meses como jefe del Estado Mayor del Imperio, que creía que gozaba de mi plena confianza y que el aparato del Estado Mayor funcionaba bien. Otro cambio en ese momento podía provocar un trastorno temporal en un momento tan crítico como éste. Es muy posible también que, por delicadeza, no quisiera ser responsable de aconsejar la sustitución del general Auchinleck y asumir después el cargo él mismo. Su reputación era demasiado buena para que se le imputara algo así, pero la cuestión era que tenía que buscar a otra persona.
Tanto Alexander como Montgomery habían combatido con él en la batalla que nos permitió regresar a Dunkerque en mayo de 1940. Los dos admirábamos muchísimo lo bien que había dirigido Alexander la imposible campaña que se le había encomendado en Birmania. Montgomery tenía una reputación espléndida. Si estábamos decididos a relevar a Auchinleck no teníamos ninguna duda de que había que ordenarle a Alexander que asumiera la responsabilidad en Oriente Próximo. Pero no se podían pasar por alto los sentimientos del Octavo Ejército. ¿No les parecería un reproche a ellos mismos y a todos sus comandantes de cualquier graduación el hecho de enviar a dos hombres desde Inglaterra en lugar de todos los que habían combatido en el desierto? De éstos, el general Gott, uno de los comandantes de los cuerpos de ejército, parecía cubrir todas las necesidades. Era muy apreciado por las tropas, y no en vano lo llamaban el «Ametrallador». Pero también había que tener en cuenta que, según el informe de Brooke, estaba agotado y necesitaba descansar. En ese momento era demasiado pronto para tomar decisiones. Había viajado hasta allí para tener oportunidad de ver y de escuchar todo lo posible durante el breve período que podíamos dedicarle al asunto.
Nuestro embajador, sir Miles Lampson, nos dispensó una hospitalidad magnífica. Dormí en su dormitorio, con aire acondicionado, y trabajé en su estudio, con aire acondicionado. Hacía muchísimo calor y éstas eran las dos únicas habitaciones de la casa que tenían una temperatura agradable. En este entorno, por lo demás agradable, permanecimos más de una semana, captando el ambiente, escuchando opiniones y visitando el frente o los grandes campamentos situados al este de El Cairo, en la zona de Kassassin, adonde comenzaban a llegar sin cesar nuestros poderosos refuerzos.
El cinco de agosto visité las posiciones de El Alamein. El general Auchinleck me llevó en su coche hasta el flanco derecho de la línea, al oeste del Ruweisat. Desde allí seguimos a lo largo del frente hasta su cuartel general, situado detrás de las montañas de Ruweisat, donde nos sirvieron el desayuno en un cubo protegido por malla de alambre, lleno de moscas y de importantes figuras militares. Yo había pedido que trajeran a varios oficiales, pero sobre todo al general «Ametrallador» Gott. Decían que estaba agotado por la dureza del servicio. Esto era lo que yo quería averiguar. Después de conocer a los comandantes de varios cuerpos y divisiones que estaban presentes pedí que el general Gott me llevara hasta el aeródromo, que era mi siguiente destino. Uno de los oficiales del estado mayor de Auchinleck puso objeciones diciendo que esto lo desviaría una hora de su camino, pero yo insistí en que me acompañara. Fue la primera y la última vez que vi a Gott. Mientras avanzábamos con gran estruendo y traqueteo por el escabroso camino lo miré a los ojos de un azul claro y le hice preguntas personales: si estaba cansado y qué opinaba de la situación. Gott dijo que estaba cansado, sin duda, y que nada le habría gustado más que pasar tres meses de permiso en Inglaterra, que no pisaba hacía varios años, aunque se declaró perfectamente capaz de continuar sus esfuerzos inmediatos y de asumir las responsabilidades que se le encomendaran. Nos despedimos en el aeródromo a las dos en punto de esa tarde del cinco de agosto. Más o menos a esa misma hora, dos días después, lo mató el enemigo casi en el mismo espacio aéreo por el que viajo ahora.
En el aeródromo me pusieron en manos del general de división Coningham que, a las órdenes de Tedder, comandaba toda la fuerza aérea que había trabajado con el Ejército; sin su colaboración jamás se habría conseguido la inmensa retirada de ochocientos kilómetros sin desastres incluso mayores que los que habíamos sufrido. Volamos en una hora a su cuartel general, donde nos sirvieron la comida, y donde estaban reunidos todos los oficiales más destacados de la Fuerza Aérea, de coroneles en adelante. Desde que llegué me di cuenta de que mis anfitriones estaban nerviosos. Habían encargado toda la comida al hotel Shepheard, pero el vehículo especial que tenía que transportar las exquisiteces desde El Cairo se había perdido. Se hicieron intentos desesperados por encontrarlo y al final apareció.
En medio de tanta preocupación, ésta fue una ocasión alegre, un auténtico oasis en un desierto inmenso. No era difícil percibir lo crítica que era la Aviación con el Ejército, y que tanto la Fuerza Aérea como el Ejército estaban asombrados ante los reveses sufridos por nuestras superiores fuerzas. Por la noche regresé en avión a El Cairo y redacté un informe para Attlee sobre mis impresiones generales.
Pasé todo el día siguiente, el seis, con Brooke y Smuts y preparando los telegramas que tenía que enviarle al gabinete. Las cuestiones que había que resolver no sólo afectaban a altas personalidades sino también a toda la estructura del comando en este extenso frente. Siempre me había parecido inadecuado llamar «Oriente Medio» a Egipto, el Levante, Siria y Turquía. Esto era el Oriente Próximo. Persia e Irak eran el Oriente Medio; la India, Birmania y Malasia eran Oriente, y China y Japón el Lejano Oriente. Pero me parecía que, mucho más importante que cambiar los nombres, era la necesidad de dividir el mando de Oriente Próximo que teníamos en ese momento, demasiado variado y extenso. Había llegado el momento de efectuar este cambio de estructura. Por consiguiente, a las 20.15 envié a Attlee el siguiente telegrama:
[…] He llegado a la conclusión de que hace falta un cambio drástico e inmediato en el alto mando.
2.Por consiguiente, propongo que se reorganice el mando de Oriente Próximo en dos mandos independientes de la siguiente forma:
(a) El «Mando de Oriente Próximo», que abarque Egipto, Palestina y Siria, con el centro en El Cairo, y
(b) El «Mando de Oriente Medio», que abarque Persia e Irak, con el centro en Basora o en Bagdad.
El Octavo y el Noveno Ejército quedan comprendidos en el primero y el Décimo Ejército en el segundo de estos mandos.
3. Se ofrecerá al general Auchinleck el puesto de comandante en jefe del nuevo Mando de Oriente Medio. […]
4. El general Alexander será el comandante en jefe de Oriente Próximo.
5. El general Montgomery reemplazará a Alexander en la operación «Antorcha». Lamento la necesidad de retirar a Alexander de la «Antorcha» pero Montgomery está capacitado en todo sentido para reemplazarlo.
6. El general Gott será el comandante del Octavo Ejército a las órdenes de Alexander.
[…] Los siguientes son los principales cambios simultáneos que requieren la gravedad y la urgencia de la situación que impera aquí. Agradeceré a mis colegas del gabinete de Guerra que los aprueben. Smuts y el jefe del Estado Mayor del Imperio quieren que exprese que ellos coinciden totalmente en que, entre tantas dificultades y alternativas, éste es el camino correcto a seguir. El ministro de Estado también está totalmente de acuerdo. No me cabe duda de que los cambios darán un nuevo y poderoso impulso al Ejército y devolverán la confianza en el mando, que lamento que no exista actualmente. Debo destacar aquí la necesidad de comenzar de nuevo y de emprender una acción entusiasta que anime a toda esta organización tan vasta y a la vez perpleja, y en cierto modo desequilibrada. Seguramente el gabinete de Guerra se da cuenta de que una victoria frente a Rommel en agosto o en septiembre puede tener un efecto decisivo sobre la actitud de los franceses en el norte de África cuando comience la «Antorcha».
El gabinete de Guerra aceptó mi opinión sobre los cambios drásticos e inmediatos en el alto mando; aprobaron con entusiasmo la elección del general Alexander y dijeron que saldría de Inglaterra de inmediato. Sin embargo, no les agradó la idea de reorganizar el mando de Oriente Próximo en dos mandos independientes. Les parecía que los motivos que condujeron al establecimiento de un mando unificado eran entonces más fuertes que cuando se tomó esta decisión en diciembre de 1941. Estuvieron de acuerdo en que Montgomery debía de ocupar el puesto de Alexander en la «Antorcha» y lo llamaron a Londres en seguida. Por último, estaban conformes con dejarme resolver a mí los demás nombramientos.
A la mañana siguiente amplié la explicación de mis propuestas. El gabinete de Guerra respondió que no había disipado por completo sus dudas pero que, puesto que yo estaba en el lugar de los hechos, con Smuts y el jefe del Estado Mayor del Imperio, que compartían conmigo esta propuesta, estaban dispuestos a dar su autorización. No obstante, plantearon que mantener el cargo de comandante en jefe de Oriente Medio, si se designaba al general Auchinleck al frente en Persia e Irak, se prestaría a confusión y a tergiversación. Comprendí que tenían razón y acepté su consejo.
Dediqué todo el siete de agosto a visitar la 51.ª División de los Highlands que acababa de desembarcar. Cuando subía las escaleras, después de la cena en la embajada, me encontré con el coronel Jacob, actualmente sir Ian Jacob. «Qué pena lo de Gott», me dijo. «¿Qué ha ocurrido?». «Lo mataron esta tarde cuando volaba hacia El Cairo». Me produjo mucha tristeza la pérdida de este gran militar, a quien había decidido confiar la misión del combate más directo en la inminente batalla. Esto trastornó todos mis planes. Para compensar la retirada de Auchinleck del mando supremo se designaba a Gott para el Octavo Ejército, con toda su experiencia en el desierto y su prestigio, y todo quedaba cubierto por el nombramiento de Alexander en Oriente Medio. ¿Qué ocurriría entonces? No cabía la menor duda de quién sería su sucesor, de modo que le telegrafié a Attlee: «El jefe del Estado Mayor del Imperio recomienda con contundencia a Montgomery para el Octavo Ejército. Smuts y yo pensamos que este puesto se tiene que ocupar en seguida. Les ruego que lo envíen lo antes posible en un avión especial, y que me avisen de su llegada».
Parece que el gabinete de Guerra ya se había reunido a las 23.15 el siete de agosto para decidir sobre los telegramas que envié ese día, que acababan de ser descifrados. Todavía estaban discutiendo al respecto cuando entró un secretario con más mensajes, avisando de la muerte de Gott y, en segundo lugar, solicitando que se enviara de inmediato al general Montgomery. Me dijeron que fue un momento álgido para nuestros amigos que estaban en Downing Street. No obstante, como he destacado en varias ocasiones, ya habían visto demasiado y se lo tomaron con determinación. Estuvieron reunidos casi hasta el amanecer, se pusieron de acuerdo en todos los aspectos fundamentales de mis propuestas y dieron las órdenes necesarias con respecto a Montgomery.
Cuando envié mis mensajes al gabinete avisándoles de la muerte de Gott les pedí que no le dijeran al general Eisenhower que habíamos pensado enviarle a Montgomery en lugar de Alexander. Pero era demasiado tarde: ya se lo habían dicho. El nuevo cambio de planes suponía, por consiguiente, un trastorno humillante en la preparación de la «Antorcha». Alexander había sido elegido para comandar el Primer Ejército británico en esa gran empresa. Ya había comenzado a trabajar con el general Eisenhower. Se llevaban muy bien, como siempre. Y entonces le quitamos a Alexander para enviarlo a Oriente Próximo. Se envió a Ismay para darle la noticia y presentarle a Eisenhower mis excusas por interrumpir la continuidad y romper los contactos que exigían las implacables necesidades de la guerra. Ismay se extendió sobre las brillantes cualidades de Montgomery como comandante en el campo. Montgomery llegó al cuartel general de Eisenhower casi en seguida, y comenzó la ronda de cortesías que se pone en marcha cuando se produce un encuentro de este tipo entre los comandantes de los ejércitos de distintos países que se funden en una sola empresa. A la mañana siguiente, el día ocho, hubo que informar a Eisenhower de que Montgomery tenía que volar a El Cairo para ponerse al frente del Octavo Ejército. Esta misión también le correspondió a Ismay. Eisenhower era un hombre tolerante, práctico, servicial, que resolvía los acontecimientos a medida que se iban presentando, con frío desinterés. Sin embargo, naturalmente, quedó desconcertado ante estos dos cambios en dos días en un puesto tan vital para la amplia operación que le habían encomendado. Tenía que prepararse para recibir a un tercer comandante británico. No es extraño que le preguntara a Ismay si «los británicos realmente se tomaban la “Antorcha” con seriedad». No obstante, la muerte de Gott era un hecho bélico que podía comprender cualquier buen soldado. Se nombró al general Anderson para cubrir la vacante y Montgomery emprendió camino al aeródromo con Ismay, que así tuvo una hora o más de tiempo para informarle sobre estos cambios repentinos.
Cuentan una anécdota sobre esta conversación, aunque su veracidad no está confirmada. Montgomery hablaba de las pruebas y los riesgos que corre un soldado en su carrera: entregaba toda su vida a su profesión y pasaba muchos años dedicado al estudio y al autocontrol; entonces, la fortuna le sonreía y llegaba el éxito, lo promovían, se le presentaba una oportunidad, le daban un mando importante; obtenía una victoria, se hacía famoso en todo el mundo, todos hablaban de él; pero entonces la suerte cambiaba; de pronto se esfumaba el trabajo de toda su vida, tal vez ni siquiera por su culpa, y lo arrojaban al interminable catálogo de los fracasos militares. «Pero —objetó Ismay— no se lo tome tan mal. En Oriente Próximo se está formando un ejército muy bueno. Es posible que no lo envíen al desastre». «¡Cómo! —exclamó Montgomery, incorporándose en el asiento—. ¿Qué quiere decir? ¡Yo me refería a Rommel!».
Me tocó entonces informar al general Auchinleck de que lo íbamos a relevar de su mando y, como sabía por experiencias anteriores que este tipo de situaciones desagradables conviene resolverlas por escrito más que oralmente envié por avión al coronel Jacob a su cuartel general con la siguiente carta:
El Cairo, 8 de agosto de 1942
Estimado general Auchinleck:
El veintitrés de junio planteó en el telegrama que envió al jefe del Estado Mayor del Imperio la cuestión de ser relevado de este mando y mencionó el nombre del general Alexander como posible sucesor. En ese momento crítico para el Ejército el gobierno de Su Majestad no quiso aprovechar su generosa oferta. Además, ha asumido el mando efectivo de la batalla, como yo deseaba hacía tiempo y ya le había sugerido en el telegrama que le envié el veinte de mayo. Usted contuvo la marea adversa y en este momento el frente ha quedado estabilizado.
2. El gabinete de Guerra ha decidido, por los motivos que usted mismo ha expresado, que ha llegado el momento de introducir un cambio. Está previsto separar a Irak y Persia del actual frente de Oriente Medio. Se pondrá a Alexander en el mando de Oriente Próximo; a Montgomery en el del Octavo Ejército, y le ofrezco el mando de Irak y Persia, incluido el Décimo Ejército, con el cuartel general en Basora o en Bagdad. Es cierto que esta esfera es, en este momento, más reducida que Oriente Medio, pero es posible que dentro de pocos meses se desarrollen allí operaciones decisivas, y ya está en marcha el reforzamiento del Décimo Ejército. En este frente, en el que tiene usted especial experiencia, mantendrá su relación con la India. Espero, por consiguiente, que cumpla mi deseo y mis instrucciones con el mismo espíritu público desinteresado que ha manifestado siempre. Alexander llegará casi de inmediato y espero que, a más tardar la semana próxima, dependiendo evidentemente de los desplazamientos del enemigo, se pueda llevar a cabo la transferencia de responsabilidades en el frente de batalla occidental con la máxima fluidez y eficacia.
3. Si así lo desea, será un placer verlo cuando a usted le venga bien.
Sinceramente suyo,
WINSTON S. CHURCHILL
PD. También le he encargado al coronel Jacob, portador de esta carta, que le exprese mis condolencias por la repentina pérdida del general Gott.
Jacob regresó por la noche. Auchinleck había recibido el golpe con dignidad marcial. No estaba dispuesto a asumir el nuevo mando y vendría a verme al día siguiente. Jacob apuntó en su diario:
El primer ministro dormía. Se despertó a las seis y tuve que contarle lo mejor que pude lo que ocurrió entre el general Auchinleck y yo. Se nos sumó el jefe del Estado Mayor del Imperio. […] En lo único que piensa el primer ministro es en derrotar a Rommel y en poner al general Alexander totalmente a cargo de las operaciones en el desierto occidental. No puede comprender que alguien se quede en El Cairo cuando en el desierto suceden cosas tan importantes dejando que otro tome las decisiones. Iba y venía declamando sobre este punto y tiene la intención de salirse con la suya. «¡Rommel, Rommel, Rommel, Rommel! —exclamaba—. Lo único que importa es derrotarlo».
El general Auchinleck llegó a El Cairo justo después de mediodía y mantuvimos una conversación de una hora, sombría e impecable al mismo tiempo.
Esa noche vino a verme el general Alexander y se hicieron los últimos preparativos para los cambios de mando. Informé a Londres de estos logros en un telegrama del que extraigo el siguiente pasaje, que es crucial:
[…] Le he dado al general Alexander la siguiente directriz, que le parece muy bien, y con la que coincide también el jefe del Estado Mayor del Imperio:
«1. Su obligación fundamental consiste en apoderarse lo antes posible del ejército germanoitaliano al mando del mariscal de campo Rommel y destruirlo, junto con todos sus pertrechos y sus instalaciones en Egipto y Libia.
»2. Cumplirá o hará cumplir todas las demás obligaciones inherentes a su mando sin perjuicio de la tarea descrita en el apartado 1, que debe considerarse primordial para los intereses de Su Majestad».
Sin duda puede ser posible, en una fase posterior de la guerra, modificar el énfasis de esta directriz, pero estoy seguro de que en este momento son imprescindibles la sencillez y la determinación.
La respuesta de Alexander, enviada seis meses después, se mencionará a su debido tiempo.