Capítulo XXII

MALTA Y YALTA: LOS PLANES PARA LA PAZ MUNDIAL

A finales de enero de 1945 los ejércitos de Hitler estaban prácticamente comprimidos dentro de su propio territorio, a excepción de un control incierto que mantenían en Hungría y en el norte de Italia pero la situación política, al menos en el este de Europa, no era en absoluto tan satisfactoria. Se había alcanzado sin duda una tranquilidad precaria en Grecia, donde parecía que dentro de un plazo razonable se establecería un gobierno democrático libre basado en el sufragio universal y el voto secreto. En cambio, Rumanía y Bulgaria habían quedado en poder de la ocupación militar soviética. Hungría y Yugoslavia quedaban en la sombra del campo de batalla y Polonia, aunque libre de alemanes, se había limitado a cambiar un conquistador por otro. El acuerdo informal y transitorio al que llegué con Stalin durante mi visita a Moscú en octubre no podía regir ni afectar el futuro de estas extensas regiones cuando Alemania fuera derrotada y, por lo que a mí respecta, nunca pretendí que fuese así.

Resultaba imprescindible revisar toda la forma y la estructura de la Europa de posguerra. Cuando los nazis fueran derrotados, ¿cómo habría que tratar a Alemania? ¿Qué ayuda podíamos esperar de la Unión Soviética en la derrota definitiva de Japón? Y cuando alcanzáramos nuestros objetivos militares, ¿qué medidas y qué organización podían proporcionar los tres grandes aliados para la futura paz y el buen gobierno del mundo? Las conversaciones de Dumbarton Oaks habían acabado en un desacuerdo parcial y lo mismo ocurrió, a una escala menor aunque no menos vital, con las negociaciones entre los «polacos de Lublin», apoyados por los soviéticos, y sus compatriotas de Londres, que Eden y yo promovimos con tanta dificultad durante nuestra visita al Kremlin en octubre de 1944. Una correspondencia estéril entre el presidente y Stalin, de la que Roosevelt me había mantenido informado, acompañó la secesión de Mikolajczyk de sus colegas en Londres, mientras que el cinco de enero, contrariamente a los deseos tanto de Estados Unidos como de Gran Bretaña, los soviéticos reconocieron al Comité de Lublin como el gobierno provisional de Polonia.

El presidente estaba totalmente convencido de la necesidad de celebrar otra reunión de «los tres» y, ante mi insistencia, también aceptó que nosotros debíamos celebrar una conferencia preliminar por nuestra cuenta en Malta. El lector recordará las preocupaciones que expresé acerca de nuestras operaciones en el noroeste de Europa en el telegrama que le envié al presidente el seis de diciembre[64] y que me seguían inquietando. Los jefes del Estado Mayor británico y el estadounidense tenían muchas cuestiones que debatir antes de nuestro encuentro con los soviéticos; por tanto el veintinueve de enero de 1945 despegué de Northolt en el Skymaster que me dio el general Arnold. Mi hija Sarah y la comitiva oficial, junto con Martin y Rowan, mis secretarios privados, y el comandante Thompson viajaron conmigo. El resto de mi equipo personal y algunos funcionarios del ministerio viajaron en otros dos aviones. Llegamos a Malta poco antes del amanecer del treinta de enero y allí supimos que uno de estos dos aviones se había estrellado cerca de Pantelería. Sólo sobrevivieron tres tripulantes y dos pasajeros.

El dos de febrero por la mañana llegó al puerto de La Valeta, a bordo del barco estadounidense Quincy, el grupo del presidente. Era un día cálido y bajo un cielo despejado observé la llegada desde la cubierta del barco británico Orion. Mientras el crucero estadounidense pasaba lentamente a nuestro lado en dirección a su atracadero junto al muelle pude ver la figura del presidente, sentado en el puente, y nos saludamos con la mano. Con la escolta de los Spitfire sobre nuestras cabezas, las salvas y las bandas de las tripulaciones en el puerto tocando el himno nacional de Estados Unidos fue una escena espléndida. Comí a bordo del Quincy y a las seis de esa tarde tuvimos la primera reunión formal en el camarote del presidente donde repasamos el informe de los jefes del Estado Mayor conjunto y las conversaciones militares que habían tenido lugar en Malta los tres días anteriores. Nuestros estados mayores habían hecho un trabajo notable. Sus conversaciones se habían centrado fundamentalmente en los planes de Eisenhower para trasladar a sus fuerzas hasta el Rin y para cruzarlo. Había diferencias de opinión sobre el asunto de las que hablaremos en otro capítulo[65]. Evidentemente se aprovechó la oportunidad para repasar todo el curso de la guerra, incluida la guerra contra los submarinos alemanes, las futuras campañas en el sureste asiático y el Pacífico y la situación en el Mediterráneo. De mala gana aceptamos retirar dos divisiones de Grecia en cuanto pudiéramos prescindir de ellas, aunque aclaré que no estaríamos obligados a hacerlo hasta que el gobierno griego contase con sus propias fuerzas militares. También se retirarían tres divisiones de Italia para reforzar el noroeste de Europa, aunque destaqué que no sería prudente retirar demasiadas fuerzas anfibias. Era muy importante no perder de vista la rendición alemana en Italia y le dije al presidente que deberíamos ocupar la mayor cantidad de territorio austríaco que pudiéramos ya que no era «aconsejable que los rusos ocuparan más de lo necesario en el oeste de Europa»[66]. En todas las cuestiones militares se alcanzaron bastantes acuerdos y una consecuencia positiva de las conversaciones fue que los jefes del Estado Mayor conjunto tomaron conciencia de sus respectivos puntos de vista antes de comenzar las conversaciones con sus equivalentes rusos.

Esa noche comenzó el éxodo. Los aviones de transporte despegaban cada diez minutos para transportar a alrededor de setecientas personas, que componían la delegación británica y la estadounidense, a lo largo de dos mil doscientos kilómetros, hasta el aeródromo de Saki, en Crimea. Subí a bordo de mi avión después de cenar y me fui a dormir. Tras un viaje largo y frío aterrizamos en el aeródromo, que estaba cubierto por una espesa capa de nieve. Mi avión llegó antes que el de Roosevelt y estuvimos un rato esperándolo. Cuando lo bajaron en el ascensor de la «Vaca sagrada» tenía un aspecto delicado y enfermizo. Juntos pasamos revista a la guardia de honor, el presidente sentado en un vehículo abierto y yo andando a su lado.

Al final emprendimos el largo viaje en coche desde Saki hasta Yalta. Lord Moran y Martin vinieron conmigo en el coche. Tardamos casi ocho horas en llegar y a lo largo de la carretera a menudo se alineaban soldados rusos, algunos de ellos mujeres, alineados hombro con hombro en las calles de los pueblos y sobre los puentes principales y los puertos de montaña, y en otros puntos en forma de destacamentos separados. Cuando cruzamos las montañas y descendimos hacia el mar Negro de pronto nos encontramos bajo un sol cálido y luminoso y con un clima muy agradable.

El cuartel general soviético de Yalta estaba situado en el palacio Yusúpov, desde el que Stalin y Mólotov y sus generales ejercían el gobierno de Rusia y el control de su inmenso frente, donde entonces se libraban violentas batallas. Concedieron al presidente Roosevelt un palacio más espléndido todavía, el Livadia, que estaba muy cerca, y en el que, para evitarle incomodidades físicas, se celebraron todas nuestras asambleas plenarias. Y ya no quedaban más alojamientos que no estuvieran ocupados. A mí y a los principales miembros de la delegación británica nos asignaron una villa muy grande a unos ocho kilómetros, construida a principios del siglo XIX por un arquitecto inglés para el príncipe ruso Voróntzov, que fue embajador imperial ante la corte de St. James. El resto de nuestra delegación se alojó en dos residencias situadas a unos veinte minutos, donde tuvieron que dormir cinco o seis personas en la misma habitación, incluso oficiales de alto rango, aunque a nadie pareció importarle. Hacía menos de diez meses que los alemanes habían evacuado los alrededores y los edificios circundantes estaban muy estropeados. Nos advirtieron de que la zona no estaba totalmente limpia de minas, salvo los terrenos de la villa, que, como siempre, estaban fuertemente patrullados por guardias rusos. Más de mil hombres habían trabajado allí antes de nuestra llegada. Se repararon las puertas y las ventanas y se trajeron muebles y otros enseres desde Moscú.

El entorno de nuestro alojamiento era impresionante. Detrás de la villa, de estilo mitad gótico mitad árabe, se alzaban las montañas cubiertas de nieve que culminaban en el pico más alto de Crimea. Frente a nosotros se extendía la oscura superficie del mar Negro, severo pero agradable y cálido incluso en esta época del año. Blancos leones tallados guardaban la entrada de la casa y detrás del patio había un hermoso parque, con plantas subtropicales y cipreses. En el comedor reconocí las dos pinturas colgadas a ambos lados de la chimenea como copias de retratos familiares de los Herbert de Wilton. Aparentemente el príncipe Voróntzov se había casado con una hija de la familia y había traído consigo estos cuadros desde Inglaterra. Nuestros anfitriones hicieron todos los esfuerzos posibles para que estuviéramos cómodos y prestaron atención con amabilidad a cualquier comentario casual. En una ocasión Portal se quedó admirado ante una gran pecera de cristal, en la que crecían plantas, y comentó que no contenía peces. Dos días después llegó una remesa de peces de colores. Otra vez alguien dijo al pasar que no había cascara de limón en los cócteles. Al día siguiente crecía en el vestíbulo un limonero lleno de frutos. Todo debía de llegar por avión desde muy lejos.

La primera reunión plenaria de la conferencia comenzó a las 16.15 del cinco de febrero. Lo primero que se debatió fue el tema del futuro de Alemania. Evidentemente yo ya había reflexionado sobre este problema y así se lo había planteado a Eden un mes antes:

La manera de tratar a Alemania después de la guerra. Es demasiado pronto para que podamos decidir estas cuestiones tan importantes. Evidentemente cuando acabe la resistencia alemana organizada lo primero será establecer un control militar estricto, que bien puede durar muchos meses, o quizá uno o dos años, si el movimiento de la resistencia alemana sigue activo. […] En todos los puntos en los que he hecho un sondeo de opiniones me ha llamado la atención la profundidad del sentimiento que despertaría una política de «volver a poner de pie a la pobre Alemania». También soy muy consciente de los argumentos de «no tener una comunidad contaminada en el centro de Europa». Sugiero que, con todo el trabajo que tenemos entre manos en este momento, no anticipemos estas discusiones y estos cismas tan graves que se pueden producir. Tenemos que pensar en un nuevo Parlamento, cuyas opiniones no podemos prever.

Yo mismo prefiero concentrarme en las cuestiones prácticas que ocuparán los próximos dos o tres años en lugar de discutir sobre la relación a largo plazo de Alemania con Europa. […] Es un error tratar de escribir en papelitos cómo serán las vastas emociones de un mundo indignado y tembloroso, ya sea inmediatamente después de que acabe la lucha o cuando se produzca el inevitable enfriamiento después del acaloramiento. Estas corrientes de sentimiento imponentes dominan la mente de la mayoría de las personas y las figuras independientes tienden a volverse no sólo solitarias sino fútiles. En estas cuestiones prosaicas sólo recibimos orientación paso a paso o a lo sumo uno o dos pasos antes. Por consiguiente es prudente que nos reservemos nuestras decisiones todo lo posible y hasta que se revelen todos los hechos y las fuerzas que estarán en vigor en ese momento.

De modo que cuando Stalin preguntó cómo se desmembraría Alemania dije que era demasiado complicado para resolverlo en cinco o seis días y que requeriría un análisis muy minucioso de los datos históricos, etnográficos y económicos, y una prolongada revisión por parte de un comité especial que analizaría las distintas propuestas y brindaría asesoramiento sobre ellas. Había muchas cosas que tener en cuenta: qué se haría con Prusia, qué territorios se entregarían a Polonia y a la URSS, quién controlaría el valle del Rin y las grandes zonas industriales del Ruhr y el Sarre. Convenía crear de inmediato un organismo que examinara estas cuestiones y deberíamos conocer su informe antes de tomar una decisión definitiva. Roosevelt sugirió que les pidiéramos a nuestros ministros de Asuntos Exteriores que elaboraran un plan para analizar la cuestión en un plazo de veinticuatro horas y un plan definitivo de desarticulación en un plazo de un mes. Y allí quedó la cuestión por el momento.

A continuación acordamos reunirnos al día siguiente para considerar dos asuntos que ocuparían un lugar preponderante en nuestras conversaciones futuras, a saber: el programa de Dumbarton Oaks para la seguridad mundial y Polonia.

Como ya se ha apuntado en un capítulo anterior la conferencia de Dumbarton Oaks finalizó sin que se llegara a un acuerdo completo sobre la cuestión fundamental de los derechos de voto en el Consejo de Seguridad y ahora no dispongo de espacio más que para hacer una referencia a algunos de los puntos destacados de nuestras conversaciones. Stalin dijo que temía que, aunque las tres grandes potencias fueran aliadas en ese momento y ninguna de ellas fuera a cometer ningún acto de agresión en un plazo de diez años o menos, los tres dirigentes desapareciéramos y llegara al poder otra generación que no hubiese experimentado la guerra y olvidara lo que habíamos pasado. «Todos nosotros —declaró— queremos asegurar la paz por lo menos durante cincuenta años. El mayor peligro es el conflicto entre nosotros porque si permanecemos unidos la amenaza de Alemania no es demasiado importante. Por consiguiente debemos pensar en una manera de asegurar nuestra unidad en el futuro, y en una manera de garantizar que las tres grandes potencias (y posiblemente China y Francia) mantengan un frente unido. Hay que elaborar algún sistema para evitar los conflictos entre las principales grandes potencias». Se acusó a los rusos de hablar demasiado de votar. Es cierto que pensaban que era muy importante porque habría que decidirlo todo por votación y ellos estarían muy interesados en conocer los resultados. Suponiendo, por ejemplo, que China como miembro permanente del Consejo de Seguridad exigiera la devolución de Hong Kong, o que Egipto reclamara que le devolvieran el canal de Suez, significaba que no estarían solos sino que tendrían amigos y tal vez protectores en la Asamblea o en el Consejo, y temía que este tipo de conflictos rompiera la unidad de las tres grandes potencias.

«Mis colegas de Moscú no pueden olvidar lo que ocurrió en diciembre de 1939 durante la guerra ruso-finlandesa cuando los británicos y los franceses utilizaron la Sociedad de Naciones contra nosotros y consiguieron aislarnos y expulsar a la Unión Soviética de esta Sociedad, y cuando posteriormente se movilizaron contra nosotros y hablaron de una cruzada contra Rusia. ¿No pueden darnos alguna garantía de que este tipo de cosas no se van a repetir?».

Después de muchos esfuerzos y explicaciones lo convencimos de que aceptara un plan estadounidense por el que el Consejo de Seguridad sería prácticamente impotente a menos que contara con el apoyo unánime de los «cuatro grandes». Si Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña o China no estaban de acuerdo sobre algún asunto importante cualquiera de ellos podía negar su aprobación e impedir que el Consejo hiciera nada. Eso era el veto. Que la posteridad juzgue los resultados.

Por mi parte siempre he sido de la opinión de que la base de un instrumento mundial se debía buscar a nivel regional. La mayoría de las regiones principales son evidentes: los Estados Unidos, la Unión Europea, la Commonwealth y el imperio británicos, la Unión Soviética, América del Sur. Otras son más difíciles de definir en la actualidad, como el grupo o los grupos asiáticos o los grupos africanos, aunque se podrían desarrollar mediante estudios. Pero el objetivo sería tratar de resolver en el Consejo Regional muchas cuestiones que dan lugar a serias controversias locales, y enviar después tres o cuatro representantes al órgano supremo eligiendo a los hombres más eminentes. De este modo se establecería un grupo supremo compuesto por treinta o cuarenta estadistas mundiales cada uno de los cuales se encargaría no sólo de representar a su propia región sino de resolver las causas mundiales y, fundamentalmente, de impedir la guerra. Lo que tenemos ahora no es eficaz para esa finalidad tan destacada. Convocar a todas las naciones, grandes y pequeñas, poderosas o no, en términos de igualdad en un órgano central se puede comparar con organizar un ejército sin ninguna división entre el alto mando y los comandantes de las divisiones y las brigadas. Todos están invitados al cuartel general. De momento lo único que hemos conseguido es una torre de Babel, templada por hábiles cabildeos, pero seguiremos intentándolo.

La Segunda Guerra Mundial
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