Capítulo VIII
SANCIONES CONTRA ITALIA (1935)
La paz mundial recibió entonces un segundo golpe. Después de que Gran Bretaña perdiera la paridad aérea, Italia se puso del lado de Alemania. La suma de estos dos acontecimientos permitió a Hitler continuar con el funesto rumbo que tenía predeterminado. Ya hemos visto lo útil que fue Mussolini para proteger la independencia austríaca, con todas sus implicaciones en el centro y el sureste de Europa; y ahora se pasaba al bando contrario. La Alemania nazi ya no estaba sola. Uno de los principales aliados de la primera guerra mundial estaba a punto de apoyarla. Me agobiaba la gravedad de este descenso en el equilibrio de la seguridad.
Los planes de Mussolini con respecto a Abisinia eran incompatibles con la ética del siglo XX; correspondían más bien a esas edades oscuras en las que el hombre blanco se creía con derecho a conquistar a amarillos, cobrizos, negros o pieles rojas, y a subyugarlos con la superioridad de su fuerza y de sus armas. En esta época de adelantos, después de que se cometieran crímenes y crueldades que habrían rehuido los salvajes de otros tiempos, o de los que habrían sido incapaces, una conducta semejante resultaba a la vez anticuada y vituperable. Además, Abisinia pertenecía a la Sociedad de Naciones. Por una curiosa inversión, fue Italia la que, en 1923, insistió para que la incluyeran mientras que Gran Bretaña se opuso. Los británicos opinaban que el carácter del gobierno etíope y el estado de tiranía, esclavitud y guerra tribal que prevalecía en esa tierra salvaje no estaban en consonancia con la pertenencia a la Sociedad de Naciones. Pero los italianos se salieron con la suya y Abisinia se incorporó a la Sociedad con todos los derechos y con todas las garantías que esto significaba. Sin duda, esta situación sirvió para poner a prueba el instrumento del gobierno mundial en el que depositaban sus esperanzas todos los hombres de buena voluntad.
Pero el dictador italiano no actuaba impulsado exclusivamente por su deseo de adquirir nuevos territorios; su régimen y su seguridad dependían de su prestigio. Los italianos todavía estaban resentidos por la humillante derrota de su país en Adua, hacía cuarenta años, y por el escarnio mundial cuando uno de sus ejércitos no sólo fue destruido o capturado sino también vergonzosamente mutilado. Habían visto que Gran Bretaña, con el paso de los años, se había vengado por Jartum y por Majuba. Proclamar su virilidad vengándose de Adua significaba casi tanto para Italia como la recuperación de Alsacia-Lorena para Francia. Aparentemente, no había otra forma más fácil ni menos arriesgada y costosa de que Mussolini consolidase su propio poder o, en su opinión, aumentase la influencia de Italia en Europa, que limpiando esta deshonra del pasado y añadiendo Abisinia al recién constituido imperio italiano. Todos estos pensamientos eran incorrectos y aviesos, pero se pueden señalar porque siempre conviene tratar de comprender el punto de vista de otro país.
En la terrible lucha contra el rearme de la Alemania nazi, que yo sentía que se avecinaba a pasos inexorables, a lo que más me resistía era a que Italia se alejase, e incluso que se pasase al lado contrario. No cabía duda de que el ataque de un miembro de la Sociedad de Naciones a otro, en esta coyuntura, si nadie se oponía, acabaría destruyéndola como factor de cohesión de las únicas fuerzas que podían controlar el poderío de la Alemania renaciente y la tremenda amenaza de Hitler. Acaso pudiera obtenerse más de la grandeza confirmada de la Sociedad de Naciones de lo que Italia pudiese dar, retener o transferir jamás. Por tanto, si la Sociedad de Naciones estaba dispuesta a utilizar la fuerza combinada de todos sus miembros para frenar la política de Mussolini, teníamos la obligación moral ineludible de participar y desempeñar el papel que nos correspondía. Sin embargo, dadas las circunstancias, parecía que Gran Bretaña no estaba obligada a tomar la iniciativa. Tenía la obligación de tener en cuenta su propia debilidad, provocada por la pérdida de la paridad aérea y, todavía más, la situación militar de Francia ante el rearme alemán. Lo que resultaba claro y evidente era que las medidas a medias serían inútiles para la Sociedad de Naciones y perjudiciales para Gran Bretaña, si asumía el liderazgo. Si nos parecía justo y necesario para la legalidad y el bienestar de Europa pelear a muerte con la Italia de Mussolini, también teníamos que abatirlo. La caída del menor de los dictadores podía reunir y movilizar todas las fuerzas (abrumadoras todavía) que nos permitirían contener al gran dictador e impedir así una segunda guerra alemana.
Estas reflexiones generales son un preludio al relato del presente capítulo.
Desde la conferencia de Stresa, era evidente que Mussolini se estaba preparando para la conquista de Abisinia. Resultaba obvio que la opinión británica se opondría a semejante agresión por parte de Italia. Los que veíamos en la Alemania hitleriana un peligro no sólo para la paz sino también para la supervivencia temíamos el cambio de bando de una potencia de primer orden, como entonces se consideraba a Italia. Recuerdo una cena a la que asistieron sir Robert Vansittart y Duff Cooper (que entonces sólo era subsecretario), en la que se previo con toda claridad este cambio adverso para el equilibrio europeo. Se propuso que algunos de nosotros fuéramos a ver a Mussolini para explicarle las inevitables consecuencias que esto tendría en Gran Bretaña. Al final no se hizo nada, aunque tampoco habría servido de mucho. Mussolini, como Hitler, comparaba Gran Bretaña con una anciana floja y medrosa, que en el peor de los casos sólo se atrevería a echar bravatas, pero que de todos modos sería incapaz de declarar una guerra. Lord Lloyd, que tenía con él un trato amistoso, destacaba lo mucho que lo había impresionado la resolución de Joad de los estudiantes de Oxford, en 1933, de negarse a «luchar por el rey ni por la patria».
En agosto, el ministro de Asuntos Exteriores me invitó a mí y también a los líderes del partido opositor a una entrevista con él, por separado, en su ministerio; el gobierno dio a conocer públicamente el resultado de estas consultas. Sir Samuel Hoare me habló de su creciente preocupación por la agresión italiana contra Abisinia y me preguntó hasta qué punto estaba dispuesto a oponerme a ella. Para conocer mejor la situación interna y personal del ministerio bajo la diarquía, antes de responder pregunté cuál era la opinión de Edén. «Lo haré llamar», respondió Hoare, y a los pocos minutos llegó Anthony, sonriente y de muy buen humor. Tuvimos una conversación distendida. Dije que me parecía que el ministro de Asuntos Exteriores tenía sobrados motivos para oponerse a Italia en la Sociedad de Naciones tanto como se lo permitiera Francia, pero añadí que no convenía presionar a Francia en absoluto, ya que tenía un convenio militar con Italia y estaba preocupada con respecto a Alemania y que, dadas las circunstancias, no creía que Francia llegase demasiado lejos. En general, recomendé encarecidamente a los ministros que no intentaran tomar la iniciativa ni ocupar un puesto demasiado prominente. A este respecto, evidentemente, me dejé guiar por mi temor a Alemania y por la situación a la que se habían visto reducidas nuestras defensas.
A medida que fue avanzando el verano de 1935, se hizo permanente el movimiento de tropas italianas a través del canal de Suez y se reunieron grandes cantidades de fuerzas y provisiones a lo largo de la frontera oriental de Abisinia. De pronto ocurrió algo extraordinario, e inesperado para mí después de mi conversación en el Ministerio de Asuntos Exteriores: el veinticuatro de agosto el gabinete se decidió a declarar que Gran Bretaña cumpliría las obligaciones adquiridas en función de los tratados y del pacto de la Sociedad de Naciones. Edén, ministro para los asuntos relacionados con la Sociedad de Naciones y casi equivalente al ministro de Asuntos Exteriores, ya llevaba varias semanas en Ginebra, donde había unido a la Asamblea a favor de una política de «sanciones» contra Italia si invadía Abisinia. La peculiaridad del cargo que ocupaba le hizo concentrarse en la cuestión abisinia con un entusiasmo que superaba otros aspectos. Las «sanciones» implicaban privar a Italia de toda ayuda financiera y de todos los suministros económicos, y conceder toda esta asistencia a Abisinia. Para un país como Italia, que dependía de la importación sin trabas de productos extranjeros para tantos artículos necesarios en tiempos de guerra, no cabe duda de que esto era muy disuasorio. El entusiasmo y el discurso de Edén y los principios que proclamó convencieron a la Asamblea. El once de septiembre, el ministro de Asuntos Exteriores, sir Samuel Hoare, declaró a su llegada a Ginebra:
En primer lugar, quiero reafirmar el apoyo del gobierno que represento a la Sociedad de Naciones y el interés del pueblo británico por la seguridad colectiva. […] Las ideas consagradas en el Pacto y, sobre todo, la aspiración de establecer el imperio de la ley en los asuntos internacionales, se han vuelto parte de nuestra conciencia nacional. La nación británica ha manifestado su adhesión a los principios de la Sociedad de Naciones y no a ninguna manifestación en particular. Cualquier otro parecer sería subestimar nuestra buena fe y, al mismo tiempo, dudar de nuestra sinceridad. De acuerdo con sus obligaciones precisas y explícitas, la Sociedad de Naciones representa, y mi país con ella, el mantenimiento colectivo del Pacto en toda su integridad, y sobre todo la resistencia firme y colectiva a todo acto de agresión no provocado.
A pesar de mi preocupación por Alemania y de lo poco que me agradaba la forma en que se manejaban nuestros asuntos, recuerdo que este discurso me conmovió cuando lo leí bajo el sol de la Riviera. Entusiasmó a todo el mundo y tuvo gran repercusión en Estados Unidos. En Gran Bretaña unió a todas las fuerzas que representaban una intrépida combinación de rectitud y fuerza. Por lo menos aquí había una política. Si el orador se hubiera dado cuenta de los inmensos poderes que tenía en sus manos en ese momento, realmente habría podido dirigir el mundo durante un rato.
Estas declaraciones adquirían validez por el hecho de que detrás de ellas estaba, como ocurrió en muchas otras causas que en el pasado resultaron fundamentales para el progreso humano y la libertad, la Armada británica. Por primera y última vez, pareció que la Sociedad de Naciones tenía a su disposición un brazo secular, la fuerza policial internacional bajo cuya máxima autoridad se podían utilizar todo tipo de presiones y métodos de persuasión diplomáticos y económicos. Cuando al día siguiente, doce de septiembre, llegaron a Gibraltar los cruceros de combate Hood y Renown, acompañados por la segunda escuadra de cruceros y una flotilla de destructores, todo el mundo creyó que Gran Bretaña apoyaría sus palabras con hechos. Tanto la política como la acción obtuvieron un apoyo abrumador en el País. Se dio por descontado, como era natural, que no se habrían llevado a cabo ni la declaración ni el desplazamiento de buques sin que el Almirantazgo de la flota o las flotas necesarias en el Mediterráneo lo hubiesen calculado cuidadosamente para tener éxito en la empresa.
A finales de septiembre tuve que pronunciar un discurso en el club Carlton de Londres, un organismo ortodoxo de cierta influencia. Procuré transmitirle a Mussolini una advertencia, que creo que leyó, pero en octubre, sin inmutarse por los tardíos desplazamientos navales británicos, lanzó las tropas italianas a invadir Abisinia. El día diez, con el voto de cincuenta estados soberanos contra uno, la Asamblea de la Sociedad de Naciones decidió tomar medidas colectivas contra Italia y se nombró una Comisión de Dieciocho para seguir intentando alcanzar una solución pacífica. Enfrentado a esta situación, Mussolini hizo una declaración bien definida, caracterizada por una profunda astucia. En vez de decir que «Italia responderá a las sanciones con la guerra», dijo que «Italia les responderá con disciplina, con frugalidad y con sacrificios». No obstante, al mismo tiempo, insinuó que no toleraría la imposición de ninguna sanción que obstaculizara la invasión de Abisinia y que, si hacían peligrar su empresa, entraría en guerra con quien se interpusiese en su camino. «¡Cincuenta naciones!, exclamó. ¡Cincuenta naciones encabezadas por una!». Tal era la situación en las semanas previas a la disolución del Parlamento en Gran Bretaña y a las elecciones generales, de acuerdo con la Constitución.
El derramamiento de sangre en Abisinia, el odio al fascismo, la invocación a las sanciones de la Sociedad de Naciones, produjeron una convulsión en el seno del Partido Laborista británico. Los sindicalistas, entre los que sobresalía Ernest Bevin, no tenían un temperamento pacifista en absoluto. Se apoderó de los tenaces asalariados un deseo muy intenso de luchar contra el dictador italiano, de aplicar sanciones de carácter decisivo y de utilizar a la flota británica, llegado el caso. Se pronunciaron discursos duros y violentos en mítines exaltados. En una ocasión, Bevin se quejó de «estar harto de tener que cargar con la conciencia de George Lansbury de una conferencia a otra». Muchos miembros del Partido Laborista en el Parlamento compartían el punto de vista de los sindicatos. En una esfera mucho más amplia, todos los líderes de la unión de la Sociedad de Naciones se sentían vinculados a la causa de la Sociedad. Por obedecer algunos principios, los humanitarios de toda la vida estaban dispuestos a morir, y quien dice morir dice también matar. El ocho de octubre, Lansbury dimitió de la dirección del Partido Laborista en el Parlamento y ocupó su lugar el comandante Attlee, que tenía un buen historial bélico.
Pero este despertar nacional no coincidía con la perspectiva ni con las intenciones de Baldwin. Hasta varios meses después de las elecciones no comencé a comprender los principios en que se basaban las sanciones. El primer ministro había dicho que las sanciones implicaban la guerra; en segundo lugar, tenía claro que no debía haber guerra, y en tercer lugar, se decidió por las sanciones. Evidentemente, resultaba imposible conciliar las tres condiciones. Con los consejos de Gran Bretaña y las presiones de Laval, el Comité de la Sociedad de Naciones, acusado de inventar las sanciones, se mantuvo al margen de cualquiera que pudiera provocar una guerra. Se prohibió la entrada en Italia de gran cantidad de productos, algunos de los cuales eran material de guerra, y se elaboró un impresionante programa. En cambio el petróleo, sin el que no se hubiera podido mantener la campaña de Abisinia, siguió entrando libremente, porque se entendía que suspender su envío implicaba la guerra. En este punto, no quedaba muy clara la actitud benevolente de Estados Unidos, que no pertenecía a la Sociedad de Naciones y que era el principal proveedor de petróleo del mundo. Además, interrumpir su llegada a Italia suponía que no llegara tampoco a Alemania. Se prohibió escrupulosamente la exportación de aluminio a Italia, cuando éste era prácticamente el único metal que Italia producía en cantidades que superaban sus necesidades internas. En nombre de la justicia pública se vetó duramente importar a Italia chatarra y mineral de hierro, pero como la industria metalúrgica italiana apenas los utilizaba y no se puso ningún obstáculo al envío de cizalla de acero y lingotes de hierro, esto no le importó en absoluto. De modo que estas medidas tan aparatosas en realidad no fueron sanciones para paralizar al agresor sino simplemente las sanciones poco entusiastas que el agresor estaba dispuesto a soportar porque, de hecho, aunque onerosas, estimularon su espíritu bélico. Así fue como la Sociedad de Naciones procedió a rescatar a Abisinia partiendo de la base de que no debía hacer nada que supusiese un obstáculo para los ejércitos invasores italianos. Pero los ciudadanos británicos no sabían nada de esto en la época de las elecciones y apoyó con entusiasmo la política sancionadora, creyendo que era una manera segura de poner fin al ataque italiano sobre Abisinia.
El gobierno de Su Majestad se planteaba todavía menos recurrir a la flota. Se contaban todo tipo de anécdotas sobre los escuadrones suicidas italianos que bombardeaban en picado, dispuestos a arrojarse sobre la cubierta de nuestras naves para volarlas en pedazos. La flota británica, anclada en Alejandría, ya había sido reforzada. Con un gesto, podría haber hecho volver atrás los transportes italianos desde el canal de Suez, con lo que habrían tenido que presentar batalla a la Armada italiana. Nos dijeron que no era capaz de hacer frente a un antagonista semejante. Yo ya había planteado la cuestión desde el principio, pero me tranquilizaron. Nuestros acorazados eran viejos y parecía que no teníamos cobertura aérea y disponíamos de muy poca munición antiaérea. Sin embargo, resultó que el almirante al mando estaba contrariado por la sugerencia que se le atribuía de que no disponía de fuerzas suficientes para emprender una acción naval. Parecería que, antes de tomar la primera decisión de enfrentarse a la agresión italiana, convenía que el gobierno de Su Majestad analizara cuidadosamente las formas y los medios, y también que tomara una decisión.
Con lo que sabemos hoy, no cabe duda de que una decisión audaz habría interrumpido las comunicaciones entre Italia y Etiopía y que después habríamos triunfado de haberse librado una batalla naval. Nunca estuve a favor de que Gran Bretaña actuara de forma aislada pero, después de haber llegado tan lejos, fue una pena retroceder. Además, Mussolini no se habría atrevido nunca a enfrentarse a un gobierno británico decidido. Tenía a casi todo el mundo en contra, y habría tenido que arriesgar su régimen en una guerra mano a mano con Gran Bretaña, en la que la prueba decisiva habría sido un enfrentamiento naval en el Mediterráneo. ¿Cómo habría librado Italia una guerra semejante? Aparte de su ventaja limitada en los cruceros ligeros modernos, su Armada era cuatro veces menor que la británica. Su numeroso Ejército que, según alardeaba, contaba con millones de reclutas, no podría entrar en acción. Su poderío aéreo estaba, en calidad y cantidad, muy por debajo de nuestras instalaciones más modestas. Los habríamos bloqueado en un instante. Los ejércitos italianos en Abisinia se habrían quedado sin víveres ni municiones. Alemania no habría podido prestarle todavía una ayuda eficaz. Allí y en ese momento se nos presentó la oportunidad única de dar un golpe decisivo en una causa generosa con el mínimo de riesgo. Que el gobierno británico no tuviera el valor de ponerse a la altura de las circunstancias sólo se puede justificar por su sincero deseo de paz, que en realidad acabó conduciéndonos hacia una guerra muchísimo más terrible. Triunfó la fanfarronería de Mussolini, y un espectador importante extrajo de este hecho conclusiones trascendentales. Hacía tiempo que Hitler había elegido la guerra como medio de engrandecer a Alemania, y entonces se formó una opinión de la perversión de Gran Bretaña que sólo cambiaría demasiado tarde para la paz y demasiado tarde para él. En Japón también hubo espectadores pensativos.
Los dos procesos opuestos de lograr una unidad nacional con prisas y el choque de intereses partidistas inevitable en unas elecciones generales avanzaron a la par, lo cual fue una gran ventaja para Baldwin y los suyos. Afirmaba el manifiesto electoral del gobierno que «la Sociedad de Naciones seguirá siendo, como hasta ahora, la piedra angular de la política exterior británica. Impedir la guerra e instaurar la paz en el mundo ha de ser siempre el interés más fundamental del pueblo británico, y la Sociedad es el instrumento que ha sido creado y al cual debemos recurrir para alcanzar estos fines. Por consiguiente, seguiremos haciendo todo lo posible por defender el Pacto y por mantener y aumentar la eficacia de la Sociedad. En el actual conflicto lamentable entre Italia y Abisinia, no renunciaremos a la política que hemos seguido hasta ahora».
El Partido Laborista, por su parte, estaba muy dividido. La mayoría eran pacifistas, pero la activa campaña de Bevin contaba con muchos seguidores entre las masas. Por tanto, los líderes oficiales intentaron complacer a todos, señalando al mismo tiempo ideas contrarias. Por un lado, solicitaban una acción decisiva contra el dictador italiano mientras que, por el otro, denunciaban la política de rearme. El veintidós de octubre Attlee afirmó en la cámara de los Comunes: «Queremos sanciones eficaces, aplicadas de forma efectiva. Estamos a favor de las sanciones económicas y estamos a favor del sistema de la Sociedad». Pero después, en el mismo discurso, dijo: «No estamos convencidos de que para lograr la seguridad haya que acumular armamentos. No creemos que en este momento haya algo como una defensa nacional. Nos parece que tenemos que avanzar hacia el desarme, en lugar de hacia la acumulación de armamento». Por lo general, ninguno de los dos bandos tiene motivos para estar orgulloso en un período electoral. Sin duda, el propio primer ministro era consciente de la fuerza que crecía detrás de la política exterior del gobierno. Sin embargo, estaba decidido a no dejarse empujar hacia una guerra de ninguna manera. Observando la situación desde fuera, me daba la impresión de que Baldwin tenía interés en conseguir todo el apoyo posible y en aprovecharlo para comenzar el rearme británico a modesta escala.
En las elecciones generales, Baldwin habló con dureza sobre la necesidad del rearme y dedicó su discurso principal al deficiente estado de la Armada. Sin embargo, después de obtener todo lo que estaba a la vista con respecto a un programa de sanciones y rearme, se preocupó de tranquilizar a los elementos pacifistas profesionales de la nación y de disipar cualquier temor que pudiera albergar él mismo como consecuencia de su discurso sobre las necesidades navales. El uno de octubre, seis semanas antes de la votación, pronunció un discurso ante la Sociedad por la Paz en el Ayuntamiento, en el que dijo: «Les doy mi palabra de que no habrá grandes armamentos», una promesa singular teniendo en cuenta lo que sabía el gobierno sobre los denodados preparativos alemanes. De este modo, consiguió tanto los votos de aquellos que deseaban que la nación se preparara contra los peligros del futuro como los de aquellos otros que creían que podía mantenerse la paz ensalzando sus virtudes. El resultado fue el triunfo de Baldwin, al que los electores concedieron una mayoría de doscientos cuarenta y siete escaños, superando a todos los demás partidos juntos; al cabo de cinco años de gobierno, alcanzó una posición de poder personal como no conoció ningún otro primer ministro desde el final de la gran guerra. Todos los que se le opusieron, tanto en el asunto de la India como en el del descuido de nuestras defensas, perdieron toda eficacia frente a esta renovación del voto de confianza, conseguido gracias a sus tácticas hábiles y afortunadas en la política nacional y a la gran estima general en que le tenían por su carácter personal. Así fue cómo la nación premió todos los errores y los defectos de la Administración más desastrosa de toda nuestra historia. Sin embargo, quedaba una factura por pagar, y la nueva cámara de los Comunes tardó casi diez años en hacerlo.
Corrió ampliamente el rumor de que me incorporaría al gobierno como Primer Lord del Almirantazgo. Pero cuando se anunciaron las cifras de su victoria, Baldwin se apresuró a anunciar, a través de la oficina central, que no tenía la menor intención de incluirme en el gobierno. Se publicaron en la prensa muchos comentarios burlones sobre mi exclusión, aunque ahora puedo ver lo afortunado que fui. Batieron sobre mi cabeza unas alas invisibles.
No me faltaron gratos consuelos. Partí con mi caja de acuarelas en busca de mejores climas, sin esperar a que se reuniera el Parlamento.
Pero el triunfo de Baldwin tuvo una secuela delicada, por lo que podemos saltarnos el orden cronológico. Su ministro de Asuntos Exteriores, sir Samuel Hoare, al pasar por París rumbo a Suiza, para unas merecidas vacaciones en la nieve, se entrevistó con Laval, que seguía siendo el ministro de Asuntos Exteriores francés. El resultado de este encuentro fue el pacto Hoare-Laval, firmado el nueve de diciembre. Vale la pena analizar un poco los antecedentes de tan célebre incidente.
La idea de que Gran Bretaña se pusiera al frente de la Sociedad de Naciones contra la invasión fascista de Abisinia por parte de Mussolini había entusiasmado a la nación, pero al concluir las elecciones, cuando los ministros se encontraron en posesión de una mayoría que podía proporcionarles el gobierno del Estado durante cinco años, hubo que tener en cuenta muchas consecuencias tediosas. En la raíz de todo estaban las frases de Baldwin: «No tiene que haber guerra», y también «No tiene que haber grandes rearmes». Este notable dirigente, después de ganar las elecciones hablando del liderazgo mundial contra la agresión, estaba profundamente convencido de que debíamos mantener la paz a cualquier precio.
Además, recibió un fuerte empuje desde el Ministerio de Asuntos Exteriores. Sir Robert Vansittart no apartaba los ojos ni un instante del peligro hitleriano. Él y yo éramos de la misma opinión en ese punto. La política británica había obligado a Mussolini a cambiar de bando. Alemania ya no estaba sola. Las cuatro potencias occidentales estaban divididas en dos contra dos, en lugar de tres contra una. Este marcado deterioro en nuestra situación aumentó la preocupación de Francia. El gobierno francés ya había firmado el acuerdo con Italia en enero, tras el que suscribieron un convenio militar. Se calculó que este convenio evitó que se trasladaran dieciocho divisiones francesas desde el frente italiano hasta el frente contra Alemania. Seguro que, en sus negociaciones, Laval le había más que insinuado a Mussolini que Francia no se ocuparía en absoluto de lo que ocurriese en Abisinia. Los franceses mantenían muchas divergencias con los ministros británicos. En primer lugar, durante varios años tratamos de convencerlos de que redujesen el Ejército, que era todo lo que tenían. En segundo lugar, a los británicos les había ido muy bien al frente de la Sociedad de Naciones contra Mussolini; incluso les había permitido ganar unas elecciones, con lo importantes que son las elecciones en una democracia. En tercer lugar, habíamos llegado a un acuerdo naval, que se suponía que sería muy bueno para nosotros, que nos daba mucha libertad en el mar, dejando de lado la guerra de submarinos.
En diciembre de 1935 apareció en escena un nuevo grupo de argumentos. Se rumoreaba que Mussolini, presionado por las sanciones y bajo la pesada amenaza de las «cincuenta naciones encabezadas por una», estaba dispuesto a llegar a un acuerdo con respecto a Abisinia. ¿No se podía alcanzar una paz que proporcionase a Italia lo que exigía con tanta agresividad, dejándole a Abisinia cuatro quintas partes de todo su imperio? No hay que juzgar mal a Vansittart, que se encontraba por casualidad en París cuando pasó por allí el ministro de Asuntos Exteriores y así fue como intervino en la cuestión; él pensaba constantemente en la amenaza alemana y deseaba que Gran Bretaña y Francia se organizaran todo lo posible para hacer frente a tan grave peligro, con Italia detrás como amiga y no como enemiga.
Pero los británicos de vez en cuando se dejan llevar por oleadas de sentimentalismo y, más que ningún otro país del mundo, se muestran dispuestos a luchar por una causa o por un asunto, sólo porque están íntimamente convencidos de que no van a obtener ninguna ganancia material del conflicto. Baldwin y sus ministros habían dado un gran impulso a Gran Bretaña en su resistencia a Mussolini en Ginebra. Habían llegado tan lejos que su única salvación ante la historia era seguir hasta el final. A menos que estuvieran dispuestos a apoyar con actos sus palabras y sus gestos, más les hubiera valido mantenerse al margen, como Estados Unidos, dejándolo correr hasta ver lo que pasaba. Era un plan discutible, pero no era el que ellos habían elegido. Habían apelado a las masas, y esas masas inermes, indiferentes hasta entonces, les respondieron con un clamor, que superó a todos los demás: «Sí, marcharemos contra el mal, y lo haremos ahora mismo. Dadnos las armas necesarias».
La nueva cámara de los Comunes era un órgano enérgico, y buena falta que les hacía con todo lo que les esperaba en los diez años siguientes. Por tanto, les produjo una impresión tremenda cuando, poco después de las elecciones, recibieron la noticia del acuerdo alcanzado por sir Samuel Hoare y Laval con respecto a Abisinia. Esta crisis estuvo a punto de costarle a Baldwin su carrera política y sacudió al Parlamento y a la nación hasta sus cimientos. Casi de la noche a la mañana Baldwin cayó de su pináculo de reconocida supremacía nacional al abismo del ridículo y el desprecio. En esos días, su posición en la Cámara era lamentable. Nunca había entendido por qué la gente se preocupaba de los fastidiosos asuntos exteriores. Tenían una mayoría conservadora y no había guerra. ¿Qué más querían? Pero el experto dirigente sintió toda la fuerza de la tormenta.
El nueve de diciembre, el gabinete aprobó el plan Hoare-Laval para repartir Abisinia entre Italia y el emperador. El día trece se presentó a la Sociedad de Naciones el texto completo de las propuestas. El día dieciocho, el gabinete dejó de lado las propuestas, lo que supuso la dimisión de sir Samuel Hoare, y así acabó la crisis. A su regreso de Ginebra, Edén fue convocado al número 10 de Downing Street para analizar con el primer ministro la situación tras la renuncia de sir Samuel Hoare. Edén sugirió en seguida que se invitara a sir Austen Chamberlain a hacerse cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores y añadió que, si así se deseaba, él estaba dispuesto a trabajar a sus órdenes en el puesto que fuese. Baldwin respondió que ya lo había pensado y que había informado personalmente a sir Austen de que no se sentía en condiciones de ofrecerle el Ministerio de Asuntos Exteriores, tal vez por el estado de salud de sir Austen. El veintidós de diciembre, Edén fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores.
Mi esposa y yo estuvimos en Barcelona durante esa semana tan interesante. Varios de mis mejores amigos me aconsejaron que no regresara. Me dijeron que me perjudicaría verme envuelto en este conflicto tan violento. Nuestro confortable hotel de Barcelona era el punto de encuentro de la izquierda española. Al excelente restaurante donde comíamos y cenábamos acudían siempre varios grupos de jóvenes entusiastas, vestidos de negro, que hablaban en voz baja y con los ojos brillantes sobre la política nacional, que pronto le costaría la vida a un millón de españoles. Al recordar esa época, pienso que debí regresar. Tal vez habría aportado a las reuniones antigubernamentales un elemento de decisión y de combinación que quizá hubiese acabado con el régimen de Baldwin. Puede que entonces se hubiese establecido un gobierno presidido por sir Austen Chamberlain. Pero mis amigos insistían: «Es mejor que sigas fuera. Tu regreso sólo se considerará un desafío al gobierno». No me hizo ninguna gracia el consejo, que sin duda no era nada halagüeño, pero me dejé llevar por la impresión de que no podía hacer nada y me quedé en Barcelona, embadurnando lienzos bajo el sol. Allí se reunió conmigo Frederick Lindemann, y emprendimos, en un buen vapor, un crucero por la costa oriental de España hasta desembarcar en Tánger, donde encontré a lord Rothermere, rodeado de un agradable círculo de amigos. Me dijo que Lloyd George estaba en Marraquech, donde el clima era espléndido, de modo que allí nos dirigimos todos en coche. Me entretuve pintando en un lugar tan encantador como Marruecos y no regresé hasta la súbita muerte del rey Jorge V el veinte de enero.
La caída de la resistencia abisinia y la anexión de todo el país por parte de Italia tuvo consecuencias poco prácticas en la opinión pública alemana. Incluso los elementos que no aprobaban la política ni la actuación de Mussolini admiraron la manera rápida, eficaz e implacable con que se llevó a cabo la campaña, aparentemente. La opinión general era que Gran Bretaña había quedado muy debilitada. Se había ganado el odio imperecedero de Italia, había hundido definitivamente el frente de Stresa, y su pérdida de prestigio en el mundo contrastaba con la creciente fuerza y reputación de la nueva Alemania. Uno de nuestros representantes en Baviera escribió: «Estoy impresionado por el tono de desprecio que se observa en las referencias a Gran Bretaña en muchos círculos. […] Es de temer que se endurezca la actitud de Alemania en las negociaciones para lograr un acuerdo en Europa occidental, y otro acuerdo, más general, sobre cuestiones europeas y extraeuropeas». Todo esto fue la pura verdad. El gobierno de Su Majestad se había adelantado, imprudentemente, a defender una gran causa mundial. Se había puesto a la cabeza de cincuenta naciones, hablando con mucho valor. Pero frente a la crudeza de los hechos, Baldwin había retrocedido. Durante mucho tiempo, su política había pretendido satisfacer los poderosos elementos de la opinión nacional, en lugar de enfrentarse con las realidades de la situación europea. Al distanciarse de Italia, trastornaron todo el equilibrio europeo sin brindarle nada a Abisinia. Habían llevado a la Sociedad de Naciones a un fracaso total, muy perjudicial, si no fatalmente dañino para seguir existiendo como institución.