Capítulo II
MI ENCUENTRO CON ROOSEVELT
Mientras tanto, muchas cosas habían ocurrido en el mundo de habla inglesa. A mediados de julio Harry Hopkins llegó a Gran Bretaña con la segunda misión que le encomendaba el presidente. De lo primero que me habló fue de la nueva situación creada por la invasión de Hitler a Rusia y de las consecuencias sobre todos los suministros del préstamo y arriendo procedentes de Estados Unidos con los que contábamos. En segundo lugar, un general estadounidense, al que se le brindaron todas las facilidades para llevar a cabo una inspección, había redactado un informe en el que dudaba de nuestra capacidad para resistir una invasión, por lo que el presidente estaba bastante preocupado. En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, habían aumentado los recelos del presidente sobre la conveniencia de que tratáramos de defender Egipto y Oriente Próximo. ¿No corríamos el riesgo de perderlo todo por querer abarcar mucho? Por último, quedaba la cuestión de organizar un encuentro entre Roosevelt y yo, de alguna manera, en algún lugar, pronto.
Esta vez Hopkins no estaba solo. Había en Londres una cantidad de altos oficiales del Ejército y la Armada estadounidenses aparentemente preocupados por el préstamo y arriendo, y sobre todo el almirante Ghormley, que todos los días trabajaba en el Almirantazgo sobre el problema atlántico y la participación estadounidense para solucionarlo. Me reuní con el círculo de Hopkins y los jefes del Estado Mayor la noche del veinticuatro de julio en el número 10 de Downing Street. Aparte del almirante Ghormley, Hopkins vino acompañado por el general de brigada Chaney, que recibía el nombre de «observador especial», y por el general de brigada Lee, el agregado militar estadounidense. Completaba el grupo Averell Harriman, que acababa de regresar de su visita a Egipto, en la que, siguiendo mis instrucciones, se lo habían enseñado todo.
Hopkins dijo que los «estadounidenses que ocupaban los cargos principales y tomaban decisiones sobre temas relacionados con la defensa» eran de la opinión de que Oriente Próximo era una posición indefendible para el imperio británico y que se estaban haciendo grandes sacrificios para mantenerla. Opinaban que la batalla del Atlántico sería la batalla definitiva de la guerra y que en ella había que concentrarlo todo. Dijo que el presidente estaba más dispuesto a apoyar la lucha en Oriente Próximo porque había que combatir al enemigo donde se encontrara. Entonces, el general Chaney planteó los cuatro problemas del imperio británico en el siguiente orden: la defensa del Reino Unido y las rutas atlánticas; la defensa de Singapur y las rutas marítimas hasta Australia y Nueva Zelanda; la defensa de las rutas oceánicas en general y, en cuarto lugar, la defensa de Oriente Próximo. Todos eran importantes, pero ése era el orden que tenían para él. El general Lee estuvo de acuerdo con el general Chaney. Al almirante Ghormley le preocupaba la línea de suministro a Oriente Próximo si había que enviar allí municiones estadounidenses en grandes cantidades. ¿No debilitaría esto la batalla del Atlántico?
Entonces les pedí su opinión a los jefes del Estado Mayor británico. El Primer Lord del Mar explicó por qué tenía más confianza en destruir a un ejército invasor ese año que el anterior. El jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea dijo que la Fuerza Aérea británica era mucho más fuerte en comparación con la alemana que en el mes de septiembre anterior, y que acabábamos de incrementar nuestra capacidad de azotar los puertos en una invasión. El jefe del Estado Mayor del Imperio también habló con seguridad y dijo que el Ejército era muchísimo más fuerte entonces que en el mes de septiembre anterior. Interrumpí para explicar las medidas especiales que habíamos tomado para defender los aeródromos después de las lecciones que aprendimos en Creta, e invité a nuestros huéspedes a visitar cualquier aeródromo que quisieran. «El enemigo puede usar gases, lo que irá en su propio detrimento, ya que hemos organizado una represalia inmediata y tendríamos unos blancos concentrados magníficos en cualquier lugar de la costa donde se instale. Además, también llevaríamos la guerra con gases a su propio país». Entonces le pedí a Dill que hablara sobre Oriente Próximo, de modo que hizo una vehemente exposición de algunos de los motivos por los que era necesario que permaneciéramos allí.
Al final de la reunión tuve la impresión de que nuestros amigos estadounidenses quedaron convencidos por nuestras declaraciones e impresionados por la solidaridad que había entre nosotros.
Sin embargo, la confianza que sentíamos con respecto a la defensa nacional no se aplicaba al Lejano Oriente en caso de que Japón nos declarara la guerra. Esto preocupaba también a sir John Dill. Me dio la impresión de que para él era más importante Singapur que El Cairo, lo que era, sin duda, una cuestión tan trágica como tener que elegir entre que maten a tu hijo o a tu hija. Por mi parte, no creía que nada de lo que ocurriera en Malasia sería ni una quinta parte de la pérdida de Egipto, el canal de Suez y Oriente Próximo. No estaba dispuesto a tolerar la idea de abandonar la lucha por Egipto y estaba resignado a pagar el precio que hiciera falta en Malasia, una opinión que también compartían mis colegas.
Una tarde, Harry Hopkins vino al jardín de Downing Street y nos sentamos juntos a tomar el sol. Entonces me dijo que al presidente le gustaría mucho entrevistarse conmigo en alguna bahía solitaria. De inmediato le respondí que estaba seguro de que el gabinete me daría autorización, de modo que se dispuso todo en seguida. Se eligió la bahía de Placentia, en la isla de Terranova; se fijó la fecha del nueve de agosto y se dieron las órdenes correspondientes a nuestro acorazado más nuevo, el Prince of Wales. Tenía mucho interés en conocer a Roosevelt, con el que mantenía una correspondencia cada vez más íntima desde hacía casi dos años. Asimismo, una conferencia entre ambos proclamaría la asociación cada vez más estrecha entre Gran Bretaña y Estados Unidos, preocuparía a nuestros enemigos, haría reflexionar a Japón y alegraría a nuestros amigos. Además, había muchas cosas que decidir con respecto a la intervención estadounidense en el Atlántico, la ayuda a Rusia, nuestros propios suministros y, sobre todo, la creciente amenaza de Japón.
Llevé conmigo a sir Alexander Cadogan, del Ministerio de Asuntos Exteriores, a lord Cherwell, a los coroneles Hollis y Jacob, de la Oficina de Defensa, y a mi equipo personal. Además, había una cantidad de altos funcionarios de las ramas técnicas y administrativas y la División de Planes. El presidente anunció que llevaría consigo a los jefes de las fuerzas militares de Estados Unidos y a Sumner Welles, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Era imprescindible guardar el máximo secreto por la gran cantidad de submarinos alemanes que había entonces en el Atlántico septentrional, de modo que el presidente, que aparentemente hacía un viaje de vacaciones, transbordó en el mar al crucero Augusta, dejando atrás su velero como tapadera. Mientras tanto, Harry Hopkins, aunque no se encontraba nada bien, obtuvo la autorización de Roosevelt para volar a Moscú, haciendo un viaje largo, fatigoso y peligroso a través de Noruega, Suecia y Finlandia para conocer directamente de boca de Stalin la posición soviética y sus necesidades. Se incorporaría al Prince of Wales en Scapa Flow.
El largo tren especial que transportó a toda nuestra compañía, que incluía a un numeroso equipo de expertos en cifrar mensajes en clave, me recogió en la estación próxima a Chequers. Subimos a bordo del Prince of Wales desde un destructor, en Scapa. Antes del anochecer del cuatro de agosto el Prince of Wales con su escolta de destructores salió a las anchas aguas del Atlántico. Encontré a Harry Hopkins muy agotado después de sus largos viajes en avión y del esfuerzo de sus conferencias en Moscú. En realidad, había llegado a Scapa hacía dos días en un estado tal que el almirante lo envió a la cama de inmediato y no lo autorizó a levantarse. Sin embargo, estaba tan contento como siempre, fue recuperando las fuerzas poco a poco durante el viaje y me contó toda su misión.
Las espaciosas dependencias que hay encima de las hélices, que son los lugares más cómodos cuando el barco está en puerto, se vuelven prácticamente inhabitables por la vibración cuando hace mal tiempo en alta mar, de modo que me trasladé al camarote del almirante en el puente para trabajar y para dormir. Le cogí mucha simpatía a nuestro capitán, Leach, un hombre encantador y afectuoso, justo como debieran de ser todos los marinos británicos. Lamentablemente, cuatro meses después, tanto él como muchos de sus camaradas y su espléndido barco se hundieron para siempre bajo el mar. Al segundo día la mar estaba tan gruesa que tuvimos que elegir entre ir más despacio o renunciar a nuestra escolta de destructores. El almirante Pound, Primer Lord del Mar, tomó la decisión. A partir de ese momento, seguimos solos a gran velocidad. Nos informaron de la presencia de varios submarinos alemanes y tuvimos que navegar en zigzag y desviarnos para evitarlos. Era necesario que la radio guardara un silencio absoluto. Podíamos recibir mensajes pero durante un tiempo no pudimos hablar más que de vez en cuando. De este modo se produjo un paréntesis en mi rutina diaria y una extraña sensación de ocio que no experimentaba desde que comenzó la guerra. Por primera vez en muchos meses pude leer un libro por placer. Oliver Lyttelton, el ministro de Estado en El Cairo, me había dado Captain Hornblower, R. N.[1], que me resultó sumamente entretenido. Cuando tuve ocasión le envié el mensaje: «Hornblower me parece admirable», que causó consternación en el cuartel general de Oriente Próximo, donde imaginaron que «Hornblower» era el nombre en clave de alguna operación de la que no les habían hablado.
Llegamos al punto de encuentro a las nueve de la mañana del sábado nueve de agosto, y en cuanto se intercambiaron los saludos navales de rigor subí a bordo del Augusta y saludé al presidente Roosevelt, que me recibió con todos los honores. Permaneció de pie, apoyado en el brazo de su hijo Elliott, mientras tocaban los himnos nacionales, y después me dio la más cálida bienvenida. Le entregué una carta del rey y le presenté a los miembros de mi comitiva. Entonces comenzaron las conversaciones entre el presidente y yo, Sumner Welles y sir Alexander Cadogan, y los oficiales del Estado Mayor de los dos países, que se prolongaron de forma más o menos continua durante los demás días de nuestra visita, a veces de dos en dos, otras veces en amplias conferencias.
El domingo diez de agosto por la mañana Roosevelt subió a bordo del Prince of Wales y, acompañado por sus oficiales del Estado Mayor y varios centenares de representantes de todos los rangos de la Armada y la Infantería de Marina de Estados Unidos, asistió al oficio divino sobre el alcázar. Todos sentimos que este acto fue una expresión profundamente conmovedora de la fe que compartíamos los dos pueblos y ninguno de los que participamos en él olvidaremos el espectáculo de esa mañana de sol sobre el multitudinario alcázar: el simbolismo de las banderas de los dos países juntas en el púlpito; el capellán estadounidense y el británico compartiendo la lectura de las oraciones; los máximos oficiales del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea de Gran Bretaña y Estados Unidos reunidos como un solo cuerpo detrás del presidente y de mí; y los marineros apiñados de los dos países, todos mezclados, compartiendo los mismos libros y uniéndose a las oraciones y los himnos que todos conocíamos.
Yo mismo elegí los himnos: «Para los que corren peligro en el mar» y «Adelante, soldados cristianos». Y para terminar, «Dios mío, nuestra ayuda de antaño». Cada palabra parecía conmovernos. Fue un momento espléndido. Casi la mitad de los que estaban allí morirían muy pronto.
En una de nuestras primeras conversaciones, el presidente Roosevelt me dijo que le parecía bien que hiciéramos una declaración conjunta manifestando ciertos principios básicos que deberían orientar nuestras políticas por el mismo camino. Para seguir esta sugerencia tan útil, ese mismo domingo le entregué un borrador tentativo de dicha declaración y, después de discutirlo mucho entre nosotros y del debate telegráfico con el gabinete de Guerra en Londres, presentamos el siguiente documento:
DECLARACIÓN CONJUNTA DEL PRESIDENTE Y EL PRIMER MINISTRO
12 de agosto de 1941
Reunidos el presidente de Estados Unidos y el primer ministro, el señor Churchill, en representación del gobierno de Su Majestad en el Reino Unido, consideran oportuno dar a conocer ciertos principios comunes a las políticas nacionales de sus respectivos países en los que basan sus esperanzas de un futuro mejor para el mundo.
Primero, que sus países no pretenden su engrandecimiento, ni territorial ni de ningún otro tipo.
Segundo, que no desean ver cambios territoriales que no coincidan con los deseos expresados libremente por los pueblos correspondientes.
Tercero, que respetan el derecho de todos los pueblos de elegir la forma de gobierno bajo la que quieren vivir, y desean que recuperen la soberanía y el autogobierno aquellos que han sido privados de ellos por la fuerza.
Cuarto, que intentarán por todos los medios, con el debido respeto a sus obligaciones actuales, que todas las naciones, grandes o pequeñas, vencedoras o vencidas, disfruten de acceso, en igualdad de condiciones, al comercio y a las materias primas del mundo que necesiten para su prosperidad económica.
Quinto, que desean alcanzar la máxima colaboración entre todas las naciones en el ámbito económico, a fin de asegurar para todos una mejora de las condiciones laborales, el desarrollo económico y garantías sociales.
Sexto, que después de la destrucción definitiva de la tiranía nazi[2] esperan que se establezca una paz que otorgue a todas las naciones los medios para vivir seguras dentro de sus propios límites y que les brinde la tranquilidad de que todos los hombres del mundo vivan sin temores ni necesidades.
Séptimo, que dicha paz debería permitir que todos los hombres atraviesen los mares y los océanos sin ningún impedimento.
Octavo, que creen que todas las naciones del mundo, por motivos tanto realistas como espirituales, deben dejar de lado el uso de la fuerza. Puesto que no se puede mantener una paz futura si hay naciones que amenazan o pueden amenazar con agresiones fuera de sus fronteras y siguen utilizando armamentos terrestres, marítimos o aéreos, creen que es fundamental el desarme de dichas naciones en función del establecimiento de un sistema más amplio y permanente de seguridad general. Asimismo, colaborarán e incentivarán todas las demás medidas prácticas que aligeren para los pueblos amantes de la paz la apabullante carga de los armamentos.
La importancia profunda y duradera de lo que se dio en llamar la «Carta del Atlántico» fue evidente. El mero hecho de que Estados Unidos, que técnicamente seguía siendo un país neutral, se uniera a una potencia beligerante para hacer una declaración de este tipo resultaba insólito. Incluir en ella una referencia a «la destrucción definitiva de la tiranía nazi» (basada en una frase que aparecía en mi borrador original) equivalía a un desafío que, en circunstancias normales, habría supuesto una acción bélica. Por último, el elemento no menos sorprendente era el realismo del último párrafo, donde aparecía un indicio fuerte y claro de que, después de la guerra, Estados Unidos se uniría a nosotros para supervisar el mundo hasta que se estableciera un orden mejor.
Tuvieron lugar constantes conferencias entre los jefes navales y militares que llegaron a amplios acuerdos entre ellos. Teníamos muy presente la amenaza del Lejano Oriente. Hacía meses que el gobierno británico y el estadounidense manifestaban una conducta similar respecto a Japón. A finales de julio los japoneses habían acabado la ocupación militar de Indochina. Con este acto de flagrante agresión colocaron sus fuerzas a punto para atacar a los británicos en Malasia, a los estadounidenses en Filipinas y a los holandeses en sus colonias de Indonesia. El veinticuatro de julio el presidente le pidió al gobierno japonés que, como anticipo de un acuerdo general, neutralizara Indochina y retirara las tropas japonesas. Para reforzar estas propuestas se emitió una orden ejecutiva que congeló todos los bienes japoneses en Estados Unidos, con lo que se paralizó todo el comercio. El gobierno británico emprendió una acción simultánea y, dos días después, los holandeses hicieron lo mismo. La incorporación de los Países Bajos hizo que, de pronto, Japón se quedara sin su vital suministro de petróleo.
El viaje de regreso a Islandia transcurrió sin incidentes, si bien en un momento determinado hubo que cambiar de rumbo porque nos informaron de la presencia de submarinos alemanes en las proximidades. Nuestra escolta incluía dos destructores estadounidenses, en uno de los cuales viajaba el alférez de fragata Franklin D. Roosevelt, el hijo del presidente. El día quince encontramos un convoy conjunto en su viaje de regreso, que incluía setenta y tres barcos, todos en perfecto orden y en buen estado, después de atravesar el Atlántico sin problemas. Era una imagen alentadora, y para los buques mercantes también fue una satisfacción ver al Prince of Wales.
Llegamos a la isla el sábado dieciséis de agosto por la mañana y anclamos en el fiordo de Hvals, desde el que viajamos a Reikiavik en un destructor. A llegar a puerto una gran multitud me dio una bienvenida notablemente cálida y ruidosa, cuyos afectuosos saludos se repitieron durante nuestra estancia cada vez que reconocían nuestra presencia; esto culminó en escenas de gran entusiasmo cuando partimos, por la tarde, acompañados por unas aclamaciones y unos aplausos que rara vez se escuchan, según me aseguraron, en las calles de Reikiavik.
Tras una breve visita al Althingi, para presentar mis respetos al regente y a los miembros del gabinete islandés, pasé revista conjuntamente a las fuerzas británicas y estadounidenses. Hubo un largo desfile, en filas de tres, durante el que se me grabó tanto en la memoria la melodía de los «Infantes de Marina de Estados Unidos» que ya no me la pude quitar de la cabeza. Encontré tiempo para ver los nuevos aeródromos que estábamos construyendo y también para visitar las maravillosas fuentes termales y los invernaderos que las utilizan. De inmediato se me ocurrió que se podían utilizar para suministrar calefacción a la capital y traté de promover este plan durante la guerra. Me alegra saber que ya se ha llevado a cabo. Presidí el desfile con el hijo del presidente a mi lado, y esto fue otra muestra más de la solidaridad angloamericana.
A mi regreso al fiordo de Hvals visité el Ramillies y hablé con representantes de las tripulaciones de las naves británicas y estadounidenses que estaban fondeadas allí, los destructores Hecla y Churchill entre otros. Cuando se hizo de noche, después de esta larga y agotadora prueba, zarpamos en dirección a Scapa, adonde llegamos sin más incidentes a primeras horas del día dieciocho; llegué a Londres al día siguiente.