Capítulo III
PERSIA Y EL DESIERTO
Debido a la necesidad de enviar municiones y suministros de todo tipo al gobierno soviético y a las extremas dificultades de la ruta ártica, unidas a sus futuras posibilidades estratégicas, se volvió eminentemente deseable establecer la máxima comunicación con Rusia a través de Persia. No dejaba de preocuparme el hecho de embarcarnos en otra campaña más en Oriente Próximo, pero los argumentos no se podían pasar por alto. Un factor primordial eran los yacimientos petrolíferos persas y, si Rusia caía derrotada, teníamos que estar listos para ocuparlos nosotros. Además estaba la amenaza a la India. La supresión de la revuelta en Irak y la ocupación anglofrancesa de Siria, aunque obtenidas por un estrecho margen, habían borrado el plan oriental de Hitler pero si los rusos se hundían era posible que volvieran a intentarlo. Se estableció en Teherán una misión alemana activa y numerosa, y el prestigio de Alemania se mantenía alto. La víspera de mi viaje a Placentia creé un comité especial para coordinar la planificación de una operación contra Persia; mientras estuve en el mar me fueron enviando por telegrama los resultados de su trabajo que, mientras tanto, había sido aprobado por el gabinete de Guerra. Era evidente que los persas no iban a expulsar de su país a los agentes ni a los residentes alemanes, de modo que tendríamos que recurrir a la fuerza. El trece de agosto Eden recibió a Maiski en el Ministerio de Asuntos Exteriores y acordaron las condiciones de las notas que enviaríamos respectivamente a Teherán. Una nota conjunta anglosoviética, fechada el diecisiete de agosto, obtuvo una respuesta poco satisfactoria y se fijó la fecha de la entrada de las fuerzas británicas y rusas en Persia: el día veinticinco.
Todo acabó en cuatro días. Una brigada de infantería que embarcó en Basora y desembarcó al amanecer del veinticinco de agosto capturó la refinería de Abadán. La mayoría de las fuerzas persas fueron sorprendidas, pero huyeron en camiones. Hubo algunas luchas en las calles y se capturaron unas cuantas embarcaciones de la Armada persa. Al mismo tiempo, capturamos el puerto de Jorramsahr desde el lado de tierra y se envió una fuerza hacia el norte en dirección a Ahvaz. Cuando nuestras tropas se acercaban a Ahvaz llegó la noticia de que el sha había dado la orden de «alto el fuego», y el general persa hizo regresar a sus tropas al cuartel. En el norte fue fácil asegurarse los yacimientos petrolíferos. Nuestras bajas ascendieron a veintidós muertos y cuarenta y dos heridos.
Todos los acuerdos celebrados con los rusos se firmaron rápidamente. Las principales condiciones que se le impusieron al gobierno persa fueron que cesara toda resistencia, que expulsara a los alemanes, que mantuviera la neutralidad en la guerra y que se permitiera a los aliados el uso de las comunicaciones persas para el transporte de suministros bélicos a Rusia. La posterior ocupación de Persia se logró de forma pacífica. Las fuerzas británicas y rusas establecieron buenas relaciones, y Teherán fue ocupada de forma conjunta el diecisiete de septiembre, el día después de que el sha abdicara a favor de su hijo, un joven talentoso de veintidós años. El veinte de septiembre, el nuevo sha, siguiendo los consejos de los aliados, restauró la monarquía constitucional; poco después, su padre se marchó a un cómodo exilio y murió en Johanesburgo en julio de 1944. La mayoría de nuestras fuerzas se retiraron del país y sólo quedaron algunos destacamentos para proteger las comunicaciones; el dieciocho de octubre se evacuaron de Teherán tanto las tropas británicas como las rusas. A partir de entonces, nuestras fuerzas, al mando del general Quinan, se dedicaron a preparar defensas contra la posible incursión de ejércitos alemanes procedentes de Turquía o el Cáucaso y a hacer preparativos administrativos para los grandes refuerzos que llegarían si esa incursión parecía inminente.
La creación de una gran ruta de suministro hacia Rusia a través del golfo Pérsico se convirtió en nuestro principal objetivo. Con un gobierno amistoso en Teherán, se ampliaron algunos puertos, mejoraron las comunicaciones fluviales, se construyeron carreteras y se reconstruyeron algunas líneas férreas. A partir de septiembre de 1941 esta empresa, comenzada y llevada a cabo por el Ejército británico, hasta que la adoptó y la expandió Estados Unidos, nos permitió enviar a Rusia, a lo largo de un período de cuatro años y medio, cinco millones de toneladas de suministros. De este modo acabó un ejercicio breve y fructífero de una fuerza abrumadora contra un Estado débil y antiguo. Gran Bretaña y Rusia luchaban por su vida. Inter arma silent leges. Podemos estar satisfechos de que, con nuestra victoria, se mantuviera la independencia de Persia.
Volvamos ahora al frente primordial del Mediterráneo. El general Auchinleck había asumido el mando formal de Oriente Próximo el cinco de julio, y comencé con mucha ilusión mi relación con nuestro nuevo comandante en jefe; pero con el intercambio de telegramas en seguida se pusieron de manifiesto las serias divergencias de opiniones y valores entre nosotros. Él proponía reforzar Chipre lo antes posible con una división, apreciaba la necesidad de recuperar Cirenaica, pero no creía que pudiéramos defender Tobruk después de septiembre. Decía que las características y el armamento de los nuevos carros de combate estadounidenses introducían modificaciones en el manejo táctico y que había que dar tiempo para aprender estas lecciones. Estaba de acuerdo en que, a finales de julio, tendría alrededor de quinientos carros de combate, entre los de crucero, los de infantería y los estadounidenses. Sin embargo, para cualquier operación hacía falta una reserva de carros del 50 por 100, lo que permitía disponer de un 25 por 100 en los talleres y un 25 por 100 para sustituir de inmediato las bajas de las batallas. Pero esta situación resultaba casi prohibitiva. Los generales sólo consiguen estos lujos en el cielo, y los que lo piden no siempre llegan allí. Auchinleck destacaba la importancia del tiempo para el entrenamiento tanto individual como colectivo, y del espíritu de equipo, fundamental para la eficacia. Pensaba que el norte (es decir, un ataque alemán a través de Turquía, Siria y Palestina) podía convertirse en un frente más decisivo que el desierto.
Todo esto me produjo una gran desilusión. Las primeras decisiones del general también me dejaron perplejo. Después de insistir mucho, finalmente conseguí que se enviara a Egipto la 50.ª División británica. Yo era consciente de la propaganda hostil según la cual nuestra política consistía en combatir con tropas de otros países para evitar el derramamiento de sangre británica. En realidad, las bajas británicas en Oriente Próximo, incluidas Grecia y Creta, fueron superiores a las de todas nuestras demás fuerzas juntas, pero la denominación habitual dio una falsa impresión de los hechos. Las divisiones indias, en las que un tercio de la infantería y toda la artillería eran británicas, no aparecían como divisiones angloindias. Las divisiones blindadas, que soportaban la mayor parte del peso en los combates, eran totalmente británicas, aunque su nombre no lo reflejara. El hecho de que rara vez se hablara de tropas «británicas» en los informes de los combates daba credibilidad a las pullas del enemigo y provocaba comentarios desfavorables, no sólo en Estados Unidos sino también en Australia. Yo había esperado con mucho interés la llegada de la 50.ª División como un medio eficaz para contrarrestar estas corrientes despreciativas. La decisión del general Auchinleck de escoger esta división para enviarla a Chipre me pareció, sin duda, desafortunada, porque daba pie a los reproches que nos echaban en cara injustamente. Los jefes del Estado Mayor en Londres también se quedaron atónitos, desde el punto de vista militar, de que se destinara a este uso a un grupo tan magnífico de hombres.
Una resolución mucho más seria del general Auchinleck retrasó toda la acción contra Rommel en el desierto occidental, al principio durante tres y al final durante más de cuatro meses y medio. La reivindicación de la operación de Wavell del quince de junio, el «Hacha de guerra», se encuentra en el hecho de que, aunque en cierto modo nos vencieron y nos retiramos a nuestra posición original, los alemanes fueron totalmente incapaces de avanzar durante todo este largo período. Sus comunicaciones, amenazadas desde Tobruk, no fueron suficientes para brindarles los refuerzos necesarios de unidades blindadas o ni siquiera de municiones para la artillería para que Rommel pudiera hacer algo más que aguantar, apoyándose en su fuerza de voluntad y su prestigio. Alimentar esta fuerza representaba para él tanto esfuerzo que sólo podía aumentar su volumen poco a poco. Dadas las circunstancias, el Ejército británico debería de haber entablado combate con él continuamente porque disponía de suficientes comunicaciones por carretera, ferrocarril y mar, y recibía refuerzos permanentes y mucho más rápido, tanto en lo que respecta a hombres como a material.
Un tercer error fue, para mí, la desproporcionada preocupación por nuestro flanco norte. No cabe duda de que éste requería la máxima vigilancia y justificaba muchos preparativos defensivos y la construcción de fuertes líneas fortificadas en Palestina y en Siria. Sin embargo, la situación en este terreno fue en seguida mucho mejor que la de junio. Siria fue conquistada. Se sofocó la rebelión en Irak. Todos los puntos clave del desierto estaban en poder de nuestras tropas. Sobre todo, la lucha entre Alemania y Rusia aumentaba la confianza de Turquía. Mientras esto no se resolviera, Alemania no pediría autorización para que sus ejércitos pudieran pasar por territorio turco. La acción británica y la rusa atraían a Persia hacia el bando aliado. Y así llegamos al final del invierno. Mientras tanto, la situación general favorecía una acción decisiva en el desierto occidental.
En cambio, no pude evitar sentir cierta rigidez en la actitud del general Auchinleck que no sería útil para los intereses que todos defendíamos. Se han escrito libros después de la guerra que demostraban que a ciertos sectores subordinados pero influyentes del Estado Mayor de Operaciones de El Cairo les había parecido deplorable la decisión de enviar el Ejército a Grecia. No sabían lo dispuesto que se había mostrado el general Wavell a aceptar esta política, ni mucho menos la forma tan tentativa en que se lo plantearon el gabinete de Guerra y los jefes del Estado Mayor, casi invitándolo a negarse. Se insinuó que los políticos indujeron a Wavell a error, y que toda la serie de desastres que se sucedieron a continuación se deben a su decisión de cumplir sus deseos. Entonces, como recompensa por su buen carácter, lo destituyeron después de todas sus victorias en el momento de la derrota. No dudo de que en estos círculos del Estado Mayor tuvieran la sensación de que el nuevo comandante no debía dejarse presionar para emprender aventuras arriesgadas, sino que tenía que tomarse su tiempo y actuar a partir de certezas. Es posible que le hubieran inculcado este estado de ánimo al general Auchinleck. Era evidente que no avanzaríamos mucho por correspondencia, de modo que en julio lo invité a venir a Londres.
Su breve visita fue útil desde muchos puntos de vista. Estableció una relación armoniosa con los miembros del gabinete de Guerra, con los jefes del Estado Mayor y con la Oficina de Guerra. Pasó un largo fin de semana conmigo en Chequers. A medida que fuimos conociendo mejor a este distinguido oficial, de cuyas cualidades dependería tanto nuestra buena suerte, y a medida que él se fue familiarizando con el alto círculo de la maquinaria bélica británica y vio lo bien que funcionaba, aumentó la confianza mutua. Pero no pudimos convencerlo de renunciar a su determinación de introducir un retraso prolongado con el fin de preparar una ofensiva realista el uno de noviembre. Se llamaría «Cruzado» y sería la mayor operación lanzada hasta el momento. No cabe duda de que impresionó a mis asesores militares con todo el argumento detallado que presentó. A mí no me convenció. Pero las habilidades incuestionables del general Auchinleck, su capacidad para exponer, su personalidad digna e imperiosa, me dieron la sensación de que tal vez tuviera razón después de todo, y que, por más que estuviera equivocado, de todos modos seguía siendo el mejor. Por consiguiente acepté la fecha de noviembre para la ofensiva y dediqué mis energías a convertirla en un éxito. Todos lamentamos mucho no poder convencerlo, llegado el momento, de que le encomendara la batalla al general Maitland Wilson. Por el contrario, él prefirió al general Alan Cunningham, que tenía una reputación estupenda después de las victorias en Abisinia. Tuvimos que arreglarnos así, ya que es mejor no hacer las cosas a medias, de modo que compartimos la responsabilidad de apoyar sus decisiones. Sin embargo, debo dejar constancia de mi convicción de que los cuatro meses y medio que el general Auchinleck retrasó el enfrentamiento con el enemigo en el desierto fueron al mismo tiempo un error y una desgracia.
Ahora sabemos muy bien lo que opinaba sobre la situación de Rommel el Alto Mando alemán. Admiraban mucho su audacia y los éxitos increíbles que la habían coronado, pero de todos modos consideraban que corría un gran peligro. Le prohibieron estrictamente correr más riesgos hasta que le llegaran grandes refuerzos. Quizá, con su prestigio, lograra salir del apuro, a pesar de la precaria situación en que se encontraba, hasta que pudieran prestarle toda la ayuda posible. Su línea de comunicaciones se extendía a lo largo de unos mil seiscientos kilómetros, hasta Trípoli. Por Bengasi podían cortar camino al menos una parte de sus suministros y sus nuevas tropas, pero cada vez tenían que pagar un precio más alto por el transporte marítimo a estas dos bases. Las fuerzas británicas, que ya eran bastante superiores en cantidad, aumentaban de día en día. La superioridad de los carros alemanes sólo existía en cuanto a calidad y organización. Eran más débiles en el aire. Les faltaba munición de artillería y les daba mucho miedo tener que dispararla. Tobruk parecía una amenaza mortal en la retaguardia de Rommel, porque desde allí podía salir en cualquier momento una misión de combate que le interrumpiera las comunicaciones. Sin embargo, mientras permaneciéramos inmóviles, ellos podían dar gracias por cada día que pasaba.
Los dos bandos aprovecharon el verano para reforzar sus ejércitos. Para nosotros era fundamental reabastecer Malta. La pérdida de Creta privó a la flota del almirante Cunningham de una base de reabastecimiento de combustible lo bastante próxima para hacer entrar en acción a nuestra fuerza marítima de apoyo. Aumentaron las posibilidades de un ataque por mar a Malta, desde Italia o desde Sicilia, aunque ahora sabemos que Hitler y Mussolini no aprobaron este plan hasta 1942. Las bases aéreas enemigas, tanto en Creta como en Cirenaica, resultaban una amenaza tan grave para la ruta de los convoyes que iban desde Alejandría hasta Malta que teníamos que depender exclusivamente del oeste para dar paso a los suministros. En esta misión prestó un servicio distinguido el almirante Somerville con la Fuerza H desde Gibraltar. La ruta que al Almirantazgo le había parecido más peligrosa era la única que quedaba abierta. Afortunadamente, a estas alturas, las peticiones de invadir Rusia obligaron a Hitler a retirar su fuerza aérea de Sicilia, lo que dio a Malta un respiro y a nosotros nos devolvió el dominio del espacio aéreo sobre el canal de Malta. Esto no sólo contribuyó a la llegada de convoyes procedentes del oeste sino que también nos permitió atacar con mayor fuerza los barcos de transporte y suministro que iban a reforzar a Rommel.
Se consiguió hacer pasar a dos convoyes considerables. El paso de cada uno de ellos fue una gran operación naval. En octubre, más del 60 por 100 de las provisiones de Rommel se hundieron en este cruce; pero no se disiparon mis angustias y exhorté al Almirantazgo a hacer mayores esfuerzos todavía. En particular, quería que se estableciera en Malta una nueva fuerza de superficie. Aceptaron esta política, pero hacía falta tiempo para ponerla en práctica. En octubre se creó en Malta una fuerza notable, conocida como la «Fuerza K», que comprendía los cruceros Aurora y Penelope y los destructores Lance y Lively. Todas estas medidas desempeñaron su papel en la lucha que estaba a punto de comenzar.
Las descripciones de las batallas modernas suelen perder la sensación de dramatismo porque se extienden sobre espacios amplios y a menudo tardan semanas en decidirse, mientras que en los campos de batalla famosos de la historia se decidía el destino de naciones e imperios en unos pocos kilómetros cuadrados de terreno y en unas cuantas horas. Los conflictos que se desarrollaron en el desierto entre fuerzas blindadas y motorizadas de rápido desplazamiento representan este contraste con el pasado en una forma extrema.
Los carros de combate sustituyeron a la caballería de las guerras anteriores con un arma mucho más poderosa y de mucho más largo alcance, y en muchos aspectos sus maniobras se parecían a la guerra naval, sólo que los mares eran de arena en lugar de ser de agua salada. La capacidad de combate de la columna blindada, al igual que la de la escuadra de cruceros, más que la posición en la que chocaba con el enemigo o la parte del horizonte en la que aparecía, era el factor decisivo. Las divisiones o las brigadas de carros de combate, y sobre todo las unidades más pequeñas, podían formar frentes en cualquier dirección con tanta rapidez que los peligros de que los flanquearan, o los pillaran por la retaguardia, o los dejaran aislados, tenían una importancia mucho menor. Por otra parte, todo dependía de un momento a otro del combustible y las municiones, y el suministro de ambos era mucho más complicado para las fuerzas blindadas que para los barcos y las escuadras en el mar, que disponen de todo lo necesario. Por consiguiente, los principios en los que se basa el arte de la guerra encontraban una nueva forma de expresión y en cada enfrentamiento había algo que aprender.
No hay que subestimar la magnitud del esfuerzo bélico que suponían estas luchas en el desierto. Aunque en realidad sólo participaban en el combate alrededor de noventa o cien mil soldados de cada uno de los ejércitos, para esto hacían falta unas masas de hombres y de material dos o tres veces mayores para apoyarlos en sus combates. Cuando se analiza como un todo el feroz enfrentamiento de Sidi Rezeg, que marcó el comienzo de la ofensiva del general Auchinleck, presenta muchas de las características más vívidas de la guerra. Las intervenciones personales de los dos comandantes en jefe fueron tan dominantes y decisivas y las apuestas por los dos lados fueron tan elevadas como en los viejos tiempos.
La misión de Auchinleck consistía, en primer lugar, en recuperar Cirenaica, destruyendo al mismo tiempo las unidades blindadas del enemigo y, en segundo lugar, si todo iba bien, capturar Tripolitania. Para ello se puso al general Cunningham al mando del recién bautizado Octavo Ejército, que estaba formado por el XIII Cuerpo y el XXX Cuerpo, y que comprendía, con la guarnición de Tobruk, alrededor de seis divisiones, con tres brigadas en reserva y 724 carros de combate. La Fuerza Aérea del desierto occidental abarcaba un total de 1.072 aviones modernos de combate en servicio, además de los diez escuadrones que operaban desde Malta. Más de cien kilómetros detrás del frente de Rommel estaba la guarnición de Tobruk, que comprendía cinco grupos de brigada y una brigada blindada. Esta fortaleza era su preocupación constante y, por su amenaza estratégica, hasta ese momento había impedido cualquier avance sobre Egipto. Eliminar Tobruk era lo que se había propuesto el Alto Mando alemán y se habían hecho todos los preparativos posibles para comenzar el ataque el veintitrés de noviembre. El ejército de Rommel comprendía el formidable Afrika Korps, formado por la 15.ª y la 21.ª División Panzer y la 90.ª División Ligera, además de siete divisiones italianas, una de las cuales era blindada. El enemigo disponía de 558 carros. De los medianos y los pesados dos tercios eran alemanes y transportaban cañones más pesados que los de dos libras que llevaban los nuestros. Asimismo, el enemigo poseía una superioridad notable en armas anticarro. En el momento del ataque la Fuerza Aérea del Eje comprendía ciento veinte aviones alemanes y unos doscientos italianos.

Cirenaica
A primeras horas del dieciocho de noviembre, bajo una lluvia intensa, el Octavo Ejército dio un salto hacia delante y durante tres días todo salió bien. Parte de la 7.ª División Blindada británica del XXX Cuerpo se apoderó de Sidi Rezeg, aunque después los atacó el Afrika Korps, cuyas unidades blindadas se habían mantenido más concentradas. Durante todo el día veintiuno y el veintidós se libró una batalla encarnizada, fundamentalmente en torno al aeródromo. Entraron en esta lid prácticamente todas las unidades blindadas de ambas partes, que se movieron en oleadas de un lado a otro, en violentas luchas, bajo el fuego de las baterías enemigas. Los alemanes obtuvieron la ventaja porque sus carros de combate estaban mejor armados y las cantidades que llevaron a los puntos de choque fueron superiores. A pesar del liderazgo heroico y brillante del general de brigada Jock Campbell se impusieron los alemanes, y perdimos más carros que ellos. La noche del día veintidós los alemanes recapturaron Sidi Rezeg. Nuestra fuerza perdió dos terceras partes de sus unidades blindadas y recibió órdenes de retroceder unos treinta kilómetros para reorganizarse, lo que significó un duro contratiempo.
Mientras tanto, el veintiuno de noviembre, con las unidades blindadas del enemigo comprometidas en la batalla, el general Cunningham ordenó avanzar al XIII Cuerpo, que capturó el cuartel general del Afrika Korps y el día veintitrés estuvo a punto de recuperar Sidi Rezeg, de donde acababan de echar a sus camaradas de la 7.ª División Blindada. El veinticuatro de noviembre Freyberg concentró el grueso de sus neozelandeses ocho kilómetros al este del aeródromo. Había salido de Tobruk una unidad de combate que luchaba con intensidad contra la infantería alemana, aunque no había podido atravesarla. La División neozelandesa llegó frente a Sidi Rezeg tras un avance triunfal. Habían aislado las guarniciones de la frontera enemiga, pero sus unidades blindadas ganaron la batalla contra el XXX Cuerpo. Ambos recibieron duros golpes y sufrieron grandes pérdidas y la batalla quedó en suspenso.
Se produjo entonces un episodio dramático que recuerda el recorrido a caballo de «Jeb» Stuart alrededor del ejército de McClellan en 1862, en la península de Yorktown, durante la guerra de secesión en Estados Unidos, sólo que en este caso lo llevó a cabo una fuerza blindada que era un ejército en sí misma, cuya destrucción habría condenado al fracaso al resto del ejército del Eje. Rommel resolvió tomar la iniciativa táctica y abrirse camino hacia el este hasta la frontera, con sus unidades blindadas, con la esperanza de sembrar tanto caos y provocar tanta alarma como para convencernos de dar la orden de abandonar la lucha y retirarnos. Es posible que recordara la buena suerte que premió su incursión blindada durante la anterior batalla del desierto, que tuvo lugar el quince de junio, y provocó nuestra retirada en el momento crucial. Lo cerca que estuvo de tener éxito esta vez es algo que se verá a medida que continúe la historia.
Rommel reunió la mayor parte del Afrika Korps, que seguía siendo el cuerpo más formidable que había en el campo de batalla y, casi rozando el cuartel general del XXX Cuerpo y dos grandes depósitos de suministros, sin los que no habríamos podido continuar la lucha, llegó a la frontera. Allí dividió su fuerza en columnas, algunas de las cuales se dirigieron hacia el norte y hacia el sur y otras siguieron avanzando unos treinta kilómetros y entraron en territorio egipcio. Causó estragos en nuestras zonas de retaguardia y capturó numerosos prisioneros. Sin embargo, sus columnas no causaron impresión en la 42.ª División india, y fueron perseguidas por destacamentos improvisados. Por el aire, nuestra Fuerza Aérea, que para entonces había adquirido un gran dominio del espacio aéreo sobre los ejércitos antagónicos, lo acosaba permanentemente y por todas partes. Las columnas de Rommel, prácticamente sin ningún apoyo de su propia aviación, sufrieron las dificultades que nuestras tropas conocieron cuando era Alemania la que dominaba el cielo de la batalla. El día veintiséis todas las unidades blindadas del enemigo viraron hacia el norte y buscaron refugio cerca de Bardiya. Al día siguiente se alejaron rápidamente hacia el oeste y regresaron a Sidi Rezeg, adonde fueron llamadas con urgencia. El audaz golpe de Rommel había fracasado pero, como veremos a continuación, lo detuvo un solo hombre: el comandante en jefe contrario.
Como consecuencia de los fuertes golpes que habíamos recibido y de la impresión de desorden detrás de nuestro frente provocada por la incursión de Rommel, el general Cunningham le planteó al comandante en jefe que continuar nuestra ofensiva podía traer como consecuencia la aniquilación de nuestra fuerza de carros de combate, lo que pondría en peligro la seguridad de Egipto. Esto supondría reconocer la derrota y el fracaso de toda la operación. En este momento decisivo intervino el general Auchinleck en persona. A petición de Cunningham, el veintitrés de noviembre voló con el teniente general Tedder al cuartel general del desierto y, con pleno conocimiento de todos los peligros, le ordenó a Cunningham que «mantuviera la ofensiva contra el enemigo». De este modo, con su intervención personal, Auchinleck salvó la batalla y demostró sus extraordinarias cualidades como comandante de campo.
A su regreso a El Cairo, el día veinticinco, decidió sustituir temporalmente al general Cunningham por el general Ritchie, su subjefe del Estado Mayor, «porque muy a mi pesar he llegado a la conclusión de que Cunningham, a pesar de su comportamiento admirable hasta la fecha, ha comenzado a pensar a la defensiva, sobre todo como consecuencia de la gran cantidad de carros de combate que hemos perdido». El ministro de Estado, Oliver Lyttelton, explicó y apoyó con energía la decisión del comandante en jefe. De inmediato le telegrafié, expresándole nuestra aprobación.
Dejo aquí este incidente, tan doloroso para el valiente oficial en cuestión, para su hermano, el comandante en jefe de la Armada, y para el general Auchinleck, amigo personal de ambos. Admiré sobre todo la conducta de Auchinleck, que fue capaz de elevarse por encima de cualquier consideración personal y de cualquier tentación de comprometer o retrasar la acción.
Mientras tanto, Freyberg y sus neozelandeses, apoyados por la 1.ª Brigada de carros de combate del Ejército, presionaba sobre Sidi Rezeg y, tras dos días de intensos combates, lo recapturaron. Al mismo tiempo, la guarnición de Tobruk reanudó su misión de combate y la noche del veintiséis estrechó la mano de la fuerza de relevo. Algunas unidades entraron en el atribulado Tobruk, con lo que Rommel regresó de Bardiya. Llegó luchando hasta Sidi Rezeg, atacado en el flanco por la 7.ª División Blindada, ya reorganizada, que entonces comprendía ciento veinte carros de combate. Recapturó Sidi Rezeg e hizo retroceder a la Brigada neozelandesa con enormes pérdidas. La mayoría de ellos se retiraron hacia el sureste, hasta la frontera, donde la heroica división se volvió a formar tras perder a más de tres mil hombres. La guarnición de Tobruk, aislada otra vez, defendió con audaz determinación todo el terreno ganado.
El general Ritchie reagrupó entonces a su ejército y Rommel lanzó su última ofensiva para rescatar la guarnición de la frontera, que fue repelida. Entonces comenzó la retirada general del ejército del Eje a la línea de Gazala.
El uno de diciembre, el propio Auchinleck se presentó en el cuartel general de vanguardia y se quedó diez días con el general Ritchie. No asumió el mando él mismo pero supervisó de cerca a su subordinado. Esto no me pareció el mejor arreglo para ninguno de los dos. No obstante, tenía el predominio el Octavo Ejército y el diez de diciembre me dijo el comandante en jefe: «Aparentemente, el enemigo se encuentra en plena retirada hacia el oeste. […] Creo que ya se puede decir que se ha levantado el sitio de Tobruk. Lo estamos intentando con vigor, en total colaboración con la Fuerza Aérea británica». A partir de los datos registrados por los alemanes, ahora sabemos que en la batalla el enemigo perdió alrededor de treinta y tres mil hombres y trescientos carros de combate. En comparación, las pérdidas de los ejércitos británicos e imperiales durante el mismo período fueron alrededor de la mitad, además de 278 carros. Las nueve décimas partes de estas pérdidas se produjeron durante el primer mes de la ofensiva. Entonces logramos un período de alivio, incluso de alegría, en la guerra en el desierto.
Pero en este momento crucial nuestro poder naval en el Mediterráneo oriental quedó prácticamente destruido por una serie de desastres. Nuestro intervalo de inmunidad y ventaja llegó a su fin cuando entraron en acción los submarinos alemanes. El doce de noviembre, cuando regresaba a Gibraltar después de transportar más aviones hacia Malta, el Ark Rojal fue alcanzado por el torpedo que le disparó un submarino alemán. Todos los intentos por salvar la nave fracasaron, y este famoso veterano, que desempeñó un papel distinguido en tantos de nuestros asuntos, se hundió a apenas cuarenta kilómetros de Gibraltar. Quince días después el Barham fue alcanzado por tres torpedos y se hundió rápidamente, con lo que perdimos más de quinientos hombres. Pero esto no fue todo. La noche del dieciocho de diciembre un submarino italiano se acercó a Alejandría y lanzó tres «torpedos humanos», cada uno de ellos controlado por dos hombres, que entraron en el puerto aprovechando que estaba abierta la barrera flotante para que entraran los barcos. Instalaron bombas de tiempo que detonaron a primera hora de la mañana siguiente bajo los acorazados Queen Elizabeth y Valiant. Ambos sufrieron graves daños y se convirtieron en una carga inútil durante meses. Conseguimos ocultar el daño a la flota de guerra durante algún tiempo, pero también alcanzó a la «Fuerza K». El mismo día del desastre de Alejandría llegó a Malta la noticia de que se dirigía a Trípoli un importante convoy enemigo. De inmediato salieron a su encuentro tres cruceros y cuatro destructores. Al acercarse a Trípoli nuestros barcos toparon con un campo de minas nuevo. Dos de los cruceros sufrieron averías aunque consiguieron huir. El tercero entró en el campo de minas empujado por la corriente, chocó con dos minas más y se hundió. De los setecientos hombres que componían su tripulación sólo sobrevivió uno, como prisionero de guerra, después de pasar cuatro días en una balsa sobre la que perecieron el capitán de navío R. C. O’Connor y otros trece hombres. Lo único que quedó de la Flota británica del Mediterráneo oriental fueron algunos destructores y tres cruceros de la escuadra del almirante Vian.
El cinco de diciembre Hitler se dio cuenta por fin del peligro mortal que corría Rommel y ordenó el traslado de todo un cuerpo de la fuerza aérea de Rusia a Sicilia y el norte de África. Se lanzó una nueva ofensiva aérea contra Malta bajo las órdenes del general Kesselring. El ataque a la isla alcanzó un nuevo apogeo, y lo único que pudo hacer Malta fue luchar por su vida. Al finales de año la Luftwaffe dominaba las rutas marítimas hasta Trípoli, con lo que se pudieron reacondicionar los ejércitos de Rommel tras su derrota. La interacción de la guerra en el mar, en el aire y en tierra pocas veces se ha demostrado de forma tan notable como en estos pocos meses.
Pero entonces todo palideció ante el giro de los acontecimientos mundiales.