Capítulo XVII
TENSIÓN E INCERTIDUMBRE
El diecinueve de agosto visité otra vez el frente del desierto. Fui con Alexander en su coche; salimos de El Cairo, pasamos por las pirámides y nos internamos unos doscientos kilómetros en el desierto hasta llegar al mar en Abusir. Me reconfortó todo lo que me dijo. Cuando las sombras se iban alargando llegamos al cuartel general de Montgomery en Burg el Arab. Allí estaba formada la caravana que después se haría famosa entre las dunas, junto a las olas radiantes. El general me cedió su propia furgoneta, que servía a la vez como despacho y como dormitorio. Después del largo trayecto nos dimos un baño delicioso. «Todos los ejércitos se bañan a esta hora a lo largo de toda la costa», dijo Montgomery cuando estuvimos envueltos en nuestras toallas, y agitó el brazo hacia el oeste. A unos trescientos metros, alrededor de mil hombres retozaban sobre la playa. Aunque conocía la respuesta pregunté; «¿Por qué la Oficina de Guerra se mete en el gasto de enviar trajes de baño blancos para los soldados? Seguro que se puede economizar en eso». De hecho, estaban tan morenos que tenían la piel oscura, salvo la parte que quedaba cubierta por los pantaloncillos.
¡Cómo cambian las modas! Cuando marché a Omdurman, cuarenta y cuatro años antes, en teoría había que impedir a toda costa que el sol africano nos tocara la piel. Las normas eran estrictas. Nos abotonábamos unas almohadillas especiales sobre la espalda de nuestras chaquetas caqui. Era una ofensa militar presentarse sin salacot. Nos recomendaban que nos pusiéramos ropa interior gruesa siguiendo la costumbre árabe establecida por mil años de experiencia. En cambio en ese momento, a mediados del siglo XX, muchos de los soldados blancos realizaban sus trabajos cotidianos desnudos y con la cabeza descubierta, salvo el equivalente a un taparrabos, y aparentemente no les hacía ningún daño. Aunque el proceso de pasar del blanco al bronceado tardaba varias semanas y una dedicación gradual, había pocas insolaciones. Me pregunto cómo lo explicarán los médicos.
Después de vestirnos todos para cenar (no tardo ni un minuto en ponerme mi traje de cremallera) nos reunimos en la furgoneta de mapas de Montgomery, donde nos ofreció una exposición magistral de la situación demostrándonos que en pocos días había captado muy bien todo el problema. Predijo con precisión el siguiente ataque de Rommel y explicó los planes que tenía para hacerle frente. Todo esto resultó cierto. A continuación describió sus planes para pasar a la ofensiva, aunque necesitaba seis semanas para poner en orden el Octavo Ejército. Reformaría las divisiones como unidades tácticas integrales. Teníamos que esperar a que las nuevas divisiones ocuparan su puesto en el frente y hasta que los carros de combate Sherman estuvieran dispuestos. Entonces habría tres cuerpos de ejército, cada uno de ellos al mando de un oficial experto, a los que él y Alexander conocían bien. Además se utilizaría la artillería como no se había podido usar nunca antes en el desierto. Habló de finales de septiembre. La fecha me desalentó pero hasta esto dependía de Rommel. Según nuestra información era inminente que asestara un golpe. Yo mismo ya estaba bien informado, y estaba satisfecho de que intentara hacer un amplio movimiento giratorio en torno a nuestro flanco del desierto para llegar a El Cairo y que se librara una batalla de maniobra sobre sus comunicaciones.
En esa época pensaba mucho en la derrota que sufrió Napoleón en 1814. Él también se preparaba para atacar las comunicaciones pero los aliados marcharon directamente sobre un París casi indefenso. Para mí tenía la máxima importancia que se defendiera El Cairo con todos los hombres uniformados y capaces que no hicieran falta en el Octavo Ejército. Era la única forma de que el ejército de campo tuviera plena libertad de maniobra y fuera capaz de correr los riesgos de dejar que le ganaran el flanco antes de atacar. Comprobé con gran satisfacción que estábamos todos de acuerdo. Aunque yo siempre estaba impaciente por emprender alguna acción ofensiva lo antes posible, me apetecía la perspectiva de que Rommel se rompiera los dientes contra nosotros antes de que lanzáramos nuestro ataque principal. Pero, ¿nos daría tiempo a organizar la defensa de El Cairo? Muchos indicios señalaban que el audaz comandante que nos hacía frente a apenas unos veinte kilómetros de distancia daría el golpe supremo antes de finales de agosto. El día menos pensado, decían mis amigos, dará un golpe para afianzar su dominio. Un retraso de dos o tres semanas nos vendría muy bien.
El veinte de agosto salimos temprano para visitar el posible campo de batalla y a los valientes soldados que lo defenderían. Me llevaron al punto clave, situado al sureste de la cadena montañosa de Ruweisat, donde entre las curvas y las rayas duras Y ondulantes del desierto se encontraban la mayor parte de nuestras unidades blindadas, camufladas, ocultas y dispersas, aunque concentradas tácticamente. Allí conocí al joven general de brigada Roberts que por entonces era el comandante de todas nuestras unidades blindadas en esta posición decisiva. Todos los mejores carros de combate que teníamos estaban bajo sus órdenes. Montgomery me explicó la disposición de nuestra artillería de todo tipo. Cada grieta del desierto estaba repleta de baterías ocultas y camufladas. Trescientos o cuatrocientos cañones dispararían contra las unidades blindadas alemanas antes de que nosotros lanzáramos las nuestras.
Aunque evidentemente no se podían permitir concentraciones de tropas, debido a los permanentes reconocimientos aéreos del enemigo, ese día vi gran cantidad de soldados que me saludaron con sonrisas y ovaciones. Inspeccioné a mi propio regimiento, el 4.º de Húsares, o al menos a todos los que se atrevieron a reunir (unos cincuenta o sesenta tal vez) cerca del cementerio del campo, en el que hacía poco que habían enterrado a muchos de los suyos. Todo esto era conmovedor pero contribuía a dar la sensación del renovado entusiasmo del Ejército. Todo el mundo hablaba del cambio que se había producido desde que asumiera el mando Montgomery y yo sentía que era cierto con alegría y consuelo.
Íbamos a comer con Bernard Freyberg. Recordé una visita similar que le hice en Flandes en su puesto de batalla del valle del Scarpe, veinticinco años atrás, cuando ya comandaba una brigada. En ese momento se ofreció alegremente a llevarme a recorrer las avanzadillas. Pero conociéndolo, y conociendo el frente como lo conocía, decliné la invitación. Esta vez fue al revés. Me hacía mucha ilusión ver por lo menos un puesto de observación de vanguardia de estos espléndidos neozelandeses que estaban en contacto a unos ocho kilómetros. Alexander adoptó la actitud de que no prohibiría sino más bien acompañaría la excursión. Pero Bernard Freyberg se negó en redondo a asumir la responsabilidad, y ésta es una cuestión con respecto a la que nadie suele dar órdenes, ni siquiera la máxima autoridad.
En cambio, nos metimos en la tienda comedor, donde hacía un calor sofocante, y nos ofrecieron un almuerzo mucho más espléndido que el que me dieron en el Scarpe. Era un mediodía de agosto en el desierto y el plato principal del menú era un caldo de ostras de Nueva Zelanda, que estaba hirviendo, y al que le rendí toda la cortesía que pude. Entonces llegó Montgomery, que se había marchado hacía un rato. Freyberg salió a hacerle la venia y le dijo que le habían guardado un sitio y que lo esperaban para comer. Pero parece que «Monty», como ya lo llamaban, tenía la norma de no aceptar la hospitalidad de ninguno de sus comandantes subordinados. De modo que se quedó fuera, en su coche, donde comió un austero sándwich y se bebió su limonada con toda formalidad. Es posible que Napoleón también hubiera guardado las distancias en aras de la disciplina. Dur aux grands era una de sus máximas. Pero sin duda se habría hecho servir un excelente pollo asado de su propio fourgon. Marlborough habría entrado y se habría bebido el vino con sus oficiales y creo que Cromwell también. La técnica varía pero parece que los resultados fueron buenos en todos estos casos.
Pasamos toda la tarde en medio del Ejército y eran más de las siete cuando regresamos a la caravana y a las agradables olas de la playa. Yo estaba tan entusiasmado por todo lo que había visto que no estaba nada cansado y me quedé charlando hasta tarde. Antes de irse a la cama a las diez, como era su costumbre, Montgomery me pidió que escribiera algo en su agenda personal. Lo hice entonces y varias veces más durante la larga guerra. He aquí lo que escribí entonces:
«Que el aniversario de Blenheim, que marca el comienzo del nuevo mando, traiga para el comandante en jefe del Octavo Ejército y para sus tropas la fama y la fortuna que sin duda merecen».
El veintidós de agosto visité las cuevas de Tura, próximas a El Cairo, en las que se estaba llevando a cabo un importante trabajo de restauración. De estas cuevas se habían extraído hacía un tiempo las piedras para las pirámides y ahora nos venían muy bien. Allí todo parecía muy bien hecho y eficiente, y grandes masas de expertos realizaban una cantidad enorme de trabajo día y noche. Pero yo tenía mis tablas de datos y cifras y no estaba satisfecho. La escala era demasiado reducida. En realidad, la culpa la tenían los faraones por no haber construido más pirámides y más grandes. Costaba más asignar otras responsabilidades. Dedicamos el resto del día a volar de un aeródromo a otro, a inspeccionar las instalaciones y a hablar con el personal de tierra. En un punto había concentrados dos o tres mil aviadores. También visité, brigada a brigada, la División de los Highlands, que acababa de desembarcar. Era tarde cuando regresamos a la embajada.
Durante los últimos días de mi visita todos mis pensamientos se dirigían hacia la inminente batalla. Rommel podía atacar en cualquier momento con una oleada devastadora de unidades blindadas. Podía llegar por el lado de las pirámides, donde no encontraría casi ningún obstáculo, salvo un solo canal hasta llegar al Nilo, que fluía plácidamente a los pies de la hierba de la residencia. El bebé de lady Lampson sonreía desde su cochecito, entre las palmeras. Miré al otro lado del río hacia las amplias llanuras que había más allá. Todo estaba sereno y en calma pero le sugerí a la madre que en El Cairo hacía mucho calor y bochorno y que eso no debía de ser bueno para los niños. «¿Por qué no envía al bebé a disfrutar de las frescas brisas del Líbano?». Pero ella no siguió mi consejo y nadie puede decir que no juzgaba correctamente la situación militar.
Con el pleno acuerdo del general Alexander y el jefe del Estado Mayor del Imperio monté una serie de medidas extremas para la defensa de El Cairo y las líneas de agua que fluían hacia el norte hasta el mar. Se construyeron pozos para rifles y puestos para ametralladoras, se minaron puentes y se colocaron alambradas en las zonas próximas a ellos y se inundó todo el frente. A toda la población administrativa de El Cairo, que sumaba miles de funcionarios y administrativos uniformados, se les proporcionaron rifles y recibieron órdenes de ocupar su puesto en caso de necesidad a lo largo de la línea de agua fortificada. La 51.ª División de los Highlands todavía no se consideraba «apta para el desierto», pero a estas tropas magníficas se les ordenó entonces que se hicieran cargo del nuevo frente del Nilo. La posición tenía una fuerza enorme porque había muy pocas vías para atravesar la zona anegada o anegable del delta. Parecía bastante viable frenar una embestida blindada a lo largo de estas vías. La defensa de El Cairo le habría correspondido, por norma, al general británico que comandase el ejército egipcio, cuyas fuerzas también estaban formadas. Sin embargo me pareció mejor encomendar la responsabilidad, en caso de que se produjese una emergencia, al general Maitland-Wilson («Jumbo») que ocupaba el mando de Persia-Irak, pero cuyo cuartel general durante estas semanas decisivas se estaba formando en El Cairo. Le envié una directiva para informarle de todo el plan de defensa y para que asumiera la responsabilidad a partir del momento en que el general Alexander le dijera que la ciudad se encontraba en peligro.
Había llegado el momento de regresar a Londres, en vísperas de la batalla, y retornar a cuestiones mucho más amplias aunque en absoluto menos decisivas. Ya había conseguido que el gabinete aprobara la directiva que había que darle al general Alexander, que era la autoridad suprema con la que trataba en ese momento en Oriente Próximo. Montgomery y el Octavo Ejército estaban a sus órdenes, al igual que Maitland-Wilson y la defensa de El Cairo, si era necesario. «Alex», como lo llamaba hacía tiempo, ya se había trasladado, él mismo y también su cuartel general al desierto, junto a las pirámides. Fresco, alegre, comprensivo, inspiraba una confianza serena y profunda en todas partes.
Despegamos del aeropuerto del desierto a las 19.05 del veintitrés de agosto y dormí el sueño de los justos hasta mucho después de la salida del sol. Cuando me desplacé con dificultad por el compartimiento de las bombas hasta la cabina del «Commando» ya estábamos cerca de Gibraltar. Debo decir que parecía bastante peligroso: todo estaba envuelto en la niebla matinal, no se veía hacia delante a más de cien metros y no volábamos a más de diez metros sobre el mar. Le pregunté a Vanderkloot si todo iba bien y le dije que esperaba que no chocáramos contra el peñón de Gibraltar. Sus respuestas no fueron demasiado tranquilizadoras, aunque se sentía bastante seguro del rumbo como para no elevarse más y alejarse del mar, aunque yo personalmente lo habría preferido así. Seguimos igual cuatro o cinco minutos más. Entonces, de pronto, el aire se despejó y vimos alzarse el gran precipicio de Gibraltar, resplandeciente sobre el istmo y la franja de terreno neutral que lo une a España y a la montaña que llaman el «Trono de la reina de España». Después de tres o cuatro horas de volar en medio de la niebla Vanderkloot había sido exacto. Pasamos a unos cuantos cientos de metros de la adusta pared rocosa sin tener que modificar el rumbo e hicimos un aterrizaje perfecto. Sigo pensando que habría sido mejor elevarnos un poco y dar vueltas en círculos durante una o dos horas ya que teníamos combustible y nos sobraba tiempo. Pero lo hizo muy bien. Pasamos la mañana con el gobernador y emprendimos vuelo por la tarde, dando un amplio rodeo sobre el golfo de Vizcaya cuando se hizo de noche.
Cuando emprendí mi misión a El Cairo y Moscú todavía no se había elegido el comandante para la «Antorcha». El treinta y uno de julio sugerí que si se nombraba al general Marshall para ocupar el mando supremo de la operación al otro lado del canal de la Mancha en 1943 era conveniente que el general Eisenhower actuara como su segundo y su precursor en Londres y que trabajara en la «Antorcha», que comandaría él mismo, con el general Alexander como segundo. Prosperó mi opinión al respecto y, antes de partir de El Cairo hacia Moscú, el presidente me envió su consentimiento. Sin embargo, todavía quedaba mucho por decidir sobre la forma definitiva de nuestros planes y al día siguiente de mi regreso a Londres vinieron a cenar conmigo los generales Eisenhower y Clark para hablar del estado de la operación.
En ese momento mantenía un estrecho y agradable contacto con estos generales estadounidenses. Desde su llegada en junio había organizado una comida semanal en el número 10 de Downing Street todos los martes. Estas reuniones resultaron un éxito. Casi siempre estaba a solas con ellos y comentábamos todas las cuestiones, una y otra vez, como si todos fuéramos del mismo país. También mantuvimos varias conferencias informales en el comedor de la planta baja, que comenzaban a eso de las diez de la noche y a veces se prolongaban hasta muy tarde. En varias ocasiones los generales estadounidenses se quedaron a pasar la noche o el fin de semana en Chequers. En todas estas reuniones sólo hablábamos de trabajo. Estoy seguro de que eran necesarias estas estrechas relaciones para llevar adelante la guerra y no podría haber captado toda la situación sin ellos.
El veintidós de septiembre, en una reunión de los jefes del Estado Mayor que presidí y en la que estaba presente Eisenhower, se adoptó la decisión definitiva: se fijó la fecha de la operación «Antorcha» para el ocho de noviembre.
En medio de todo esto, Rommel lanzó su decidida ofensiva en dirección a El Cairo que al final resultó la última. Hasta que acabó, todos mis pensamientos se concentraron en el desierto y en la prueba de fuerza inminente. Tenía plena confianza en nuestros nuevos comandantes y estaba seguro de que nuestra superioridad numérica en tropas, unidades blindadas y potencial aéreo era mayor que nunca. Pero después de las sorpresas desagradables de los dos años anteriores costaba desterrar la angustia. Como había estado hacía tan poco en el mismo terreno sobre el que se libraría la batalla, y tenía tan fresca en la memoria la imagen del ondulado desierto rocoso, con sus baterías y sus carros de combate ocultos, y nuestro Ejército agazapado, preparado para un contragolpe, todo el escenario se me apareció bajo una luz intensa. Otro revés no sólo habría sido desastroso por sí mismo sino que perjudicaría la influencia y el prestigio británicos en las conversaciones que manteníamos con nuestros aliados estadounidenses. Por otra parte, si se repelía a Rommel el aumento de la confianza y la sensación de que la situación se volvía a nuestro favor contribuiría a que llegáramos a un acuerdo sobre todos los demás asuntos.
El general Alexander había prometido enviarme la palabra «Zip»[24] (tomada de las ropas que solía ponerme) cuando comenzara realmente la acción. «¿Qué le parece? —le pregunté el veintiocho de agosto—. ¿Qué probabilidades hay de que comience el “Zip” antes de que cambie la luna? El servicio de información militar ya no lo considera inminente. Con mis mejores deseos». Su respuesta fue: «De ahora en adelante, “Zip” significa dinero cada día. Aumentan probabilidades en contra hasta dos de septiembre, cuando puede considerarse improbable». El día treinta recibí la señal monosilábica: «Zip», y le telegrafié a Roosevelt y a Stalin: «Rommel ha iniciado el ataque para el que nos preparábamos. Es posible que se libre ahora una batalla importante».
El plan de Rommel, que Montgomery había adivinado, consistía en hacer que sus unidades blindadas atravesaran el cinturón de minas casi indefenso que había al sur del frente británico y después viraran hacia el norte para envolver nuestra posición desde el flanco y la retaguardia. El terreno decisivo para el éxito de esta maniobra era la cadena montañosa de Alam Halfa y las tropas de Montgomery estaban dispuestas fundamentalmente para asegurar que no cayera en manos del enemigo.
Durante la noche del treinta de agosto las dos divisiones blindadas del Afrika Korps alemán entraron en el cinturón de minas y al día siguiente se trasladaron a la depresión de Ragil. Nuestra 7.ª División Blindada, en permanente retirada frente a ellos, se estacionó en el flanco oriental. Al norte de las unidades blindadas alemanas dos divisiones blindadas italianas y una motorizada intentaron también cruzar el campo de minas pero no les fue bien. Era más profundo de lo que habían previsto y se vieron acosados por el intenso fuego escalonado de la artillería de la División neozelandesa. En cambio, la 90.ª División Ligera alemana logró penetrar para formar una bisagra para el ala norte de las unidades blindadas. Al otro extremo de la línea se lanzaron ataques dilatorios simultáneos contra la 5.ª División india y la 9.ª australiana, que fueron repelidos al cabo de una lucha tenaz. Desde la depresión de Ragil las unidades blindadas germanoitalianas tenían la opción de atacar hacia el norte, contra las crestas de Alam Halfa o hacia el noreste, en dirección a Hammam. Montgomery esperaba que no eligieran la segunda opción; prefería luchar en el campo de batalla que él había elegido: la cadena montañosa. Se había infiltrado hasta Rommel un mapa que indicaba que los carros de combate no tendrían dificultades para seguir por allí mientras que les costaría más pasar más hacia el este. El general Von Thoma, capturado dos meses después, declaró que esta información falsa cumplió el objetivo deseado. De hecho, la batalla adoptó entonces exactamente la forma que Montgomery deseaba.
La noche del día treinta y uno se repelió una ofensiva hacia el norte y las fuerzas blindadas del enemigo formaron un campamento circular por una noche, que transcurrió bajo un permanente fuego de artillería y un violento bombardeo aéreo. A la mañana siguiente avanzaron contra el centro de la línea británica donde estaba concentrada la 10.ª División Blindada preparada para hacerles frente. La arena era mucho más pesada de lo que les habían inducido a pensar y la resistencia mucho más intensa de lo esperado. El ataque, aunque se reanudó por la tarde, fue un fracaso. A esas alturas Rommel estaba intensamente comprometido. Los italianos habían fracasado. Él no tenía ninguna esperanza de reforzar sus unidades blindadas de vanguardia y con la intensidad del avance había consumido gran parte de su escaso combustible. Era probable que también le hubiera llegado la noticia del hundimiento de otros tres buques cisterna en el Mediterráneo. De modo que el dos de septiembre sus unidades blindadas adoptaron una posición defensiva y aguardaron el ataque.
Pero Montgomery no aceptó la invitación, de modo que a Rommel no le quedó más alternativa que retirarse. El día tres comenzó el desplazamiento, hostigado en el flanco por la 7.ª División Blindada británica, que afectó considerablemente a los vehículos de transporte que no estaban blindados. Esa noche comenzó el contraataque británico, pero no a las unidades blindadas del enemigo sino a la 90.ª División Ligera y la motorizada de Trieste. Si podían destrozarlas podrían bloquear las brechas en el campo de minas antes de que las unidades blindadas alemanas volvieran a pasar por ellas. La División neozelandesa realizó fuertes ataques pero encontraron una resistencia feroz y el Afrika Korps logró huir. Montgomery interrumpió entonces la persecución. Tenía previsto tomar la iniciativa cuando llegara el momento pero no todavía. Se conformaba con haber repelido el último avance de Rommel hacia Egipto provocándole tantas pérdidas. Con un coste relativamente reducido para ellos el Octavo Ejército y la Fuerza Aérea del desierto habían infligido un fuerte golpe al enemigo y le habían provocado otra crisis de suministro. Por los documentos que se capturaron después sabemos que Rommel se encontraba en una situación desesperada y que lanzó peticiones de auxilio con insistencia. También sabemos que entonces estaba cansado y enfermo. Las consecuencias de Alam Halfa, como se denominó este enfrentamiento, se sintieron dos meses después.
Aunque nuestras dos grandes operaciones en ambos extremos del Mediterráneo ya estaban resueltas y seguían en marcha todos los preparativos para ambas, la espera fue un período de enorme tensión, aunque reprimida. Los más allegados, los que lo sabíamos, estábamos nerviosos por lo que pudiera pasar. Todos los que no sabían nada estaban inquietos porque no pasaba nada.
Yo llevaba veintiocho meses al frente de la situación durante los que habíamos sufrido una serie casi ininterrumpida de derrotas militares. Habíamos sobrevivido a la caída de Francia y al ataque aéreo a Gran Bretaña. No nos habían invadido. Seguíamos conservando Egipto. Estábamos vivos y acorralados, pero nada más. Por otra parte, habían caído sobre nosotros un desastre tras otro: el fiasco de Dakar, la pérdida de todo lo que les habíamos conquistado a los italianos en el desierto, la tragedia de Grecia, la pérdida de Creta, los reveses continuos de la guerra en Japón, la pérdida de Hong Kong, la invasión de las colonias neerlandesas de Indonesia, la catástrofe de Singapur, la conquista de Birmania por los japoneses, la derrota de Auchinleck en el desierto, la rendición de Tobruk, el fracaso (porque así se consideraba) de Dieppe; todos eran mortificantes eslabones en una cadena de desgracias y frustraciones como no hay otra semejante en nuestra historia. El hecho de que ya no estuviéramos solos sino que tuviéramos luchando desesperadamente de nuestra parte como aliadas a las dos naciones más poderosas del mundo sin duda nos daba garantías de una victoria final, lo que, al eliminar la sensación de peligro mortal, sólo daba más rienda suelta a las críticas. No era extraño que se cuestionase y se desafiase todo el carácter y el sistema de la dirección de la guerra cuyo responsable era yo.
Llama sin duda la atención que, en esta pausa sombría, no me echaran del poder ni se encararan conmigo y me exigieran un cambio en mis métodos que, como era sabido, yo no aceptaría de ninguna manera. En ese caso tendría que haber desaparecido del escenario con una carga de calamidad a mis espaldas y los resultados que se cosecharían después se habrían atribuido a mi tardía desaparición. Porque todo el aspecto de la guerra estaba a punto de transformarse. A partir de entonces se sucedieron los éxitos, estropeados por muy pocos contratiempos. Aunque la lucha sería larga y dura, y nos exigiría a todos un esfuerzo agotador, habíamos llegado a lo más alto de la cumbre y nuestro camino hacia la victoria era no sólo cierto y seguro sino que venía acompañado constantemente por acontecimientos alentadores. No me negaron el derecho a participar en esta nueva fase gracias a la unidad y la fuerza del gabinete de Guerra, la confianza que me siguieron teniendo mis colegas políticos y profesionales, la lealtad a toda prueba del Parlamento y la constante benevolencia de la nación. Todo esto demuestra cuánto de suerte hay en los asuntos humanos y lo poco que debemos preocuparnos de nada que no sea hacerlo lo mejor posible.
Mientras tanto encontraba cierto alivio en el análisis de las propuestas que elaboraba el Ministerio de Asuntos Exteriores, junto con el Departamento de Estado de Washington, sobre el futuro del gobierno mundial después de la guerra. El ministro de Asuntos Exteriores envió en octubre al gabinete de Guerra un importante documento sobre este asunto titulado «El plan de las cuatro potencias», según el cual la dirección suprema habría procedido de un consejo compuesto por Gran Bretaña, Estados Unidos, Rusia y China. Me alegro de haber encontrado fuerzas para expresar por escrito mis propias opiniones en la siguiente minuta que envié al ministro de Asuntos Exteriores, fechada el veintiuno de octubre de 1942:
A pesar de la presión de los acontecimientos intentaré escribir una respuesta. Parece muy sencillo escoger a estas cuatro grandes potencias. Sin embargo, no podemos conocer qué Rusia ni qué tipo de peticiones rusas que tendremos que satisfacer. Puede que esto sea posible un poco más adelante. En cuanto a China, no creo que el gobierno de Chongqing represente a una gran potencia mundial. Sin duda sería un voto estúpido para el bando estadounidense en cualquier intento por liquidar el imperio británico de ultramar.
2. Debo reconocer que mis pensamientos se concentran fundamentalmente en Europa: el restablecimiento de la gloria europea, el continente que ha dado a luz a las naciones modernas y a toda la civilización. Sería un desastre inconmensurable que se extendiera la barbarie rusa sobre la cultura y la independencia de los antiguos estados europeos. Aunque parezca duro decirlo ahora, confío en que la familia europea actúe toda unida en un Consejo de Europa. Me gustaría ver unos Estados Unidos de Europa en los que se minimicen las barreras entre las naciones y se pueda viajar sin restricciones. Espero ver la economía de Europa estudiada como un conjunto. Espero ver un Consejo compuesto quizá por diez unidades, que incluyan a las antiguas grandes potencias y varias confederaciones (escandinava, danubiana, balcánica, etcétera), con una policía internacional que se encargue de mantener a Prusia desarmada. Es evidente que tendremos que trabajar con Estados Unidos en muchos aspectos, y en los más importantes, pero Europa es lo que más nos interesa y sin duda no queremos vernos limitados a los rusos y los chinos cuando suecos, noruegos, daneses, holandeses, belgas, franceses, españoles, polacos, checos y turcos tengan cuestiones candentes, deseen nuestra ayuda y tengan capacidad para hacer oír su voz. Sería fácil extenderse sobre estos temas. Lamentablemente, la guerra tiene otras prioridades que llaman su atención y la mía.
Así nos acercábamos al gran clímax militar en el que se jugaría todo.