Capítulo XVIII

YUGOSLAVIA Y GRECIA

Había llegado el momento de tomar una decisión irrevocable: si se enviaba o no el Ejército del Nilo a Grecia. Era necesario dar este paso tan importante no sólo para ayudar a Grecia en su peligro y su tormento sino para formar un frente balcánico contra el inminente ataque alemán que comprendiera Yugoslavia, Grecia y Turquía, con consecuencias sobre la Rusia soviética que nosotros no podíamos calcular y que habrían sido importantísimas si los líderes soviéticos se hubieran dado cuenta de lo que se les venía encima. La cuestión de los Balcanes no se resolvería con lo que pudiéramos enviar nosotros; lo único que pretendíamos era promover y organizar una acción conjunta. Si meneando nuestra varita mágica conseguíamos que Yugoslavia, Grecia y Turquía actuasen juntas nos parecía posible que Hitler abandonara los Balcanes por el momento o que tuviera un enfrentamiento tan serio con nuestras fuerzas conjuntas como para crear allí un gran frente. No sabíamos entonces que ya estaba organizando su gigantesca invasión de Rusia. De haberlo sabido habríamos tenido más confianza en el éxito de nuestra política. Nos habríamos dado cuenta de que corría el riesgo de que esto no fuera ni chicha ni limonada y que podía poner en peligro su empresa fundamental por culpa de un preámbulo en los Balcanes, que es lo que ocurrió en realidad, aunque nosotros no podíamos saberlo en ese momento. Es posible que algunos piensen que calculamos bien; por lo menos calculamos lo mejor que supimos. Nuestro objetivo era entusiasmar y reunir a Yugoslavia, Grecia y Turquía. Nuestra obligación, en la medida de lo posible, era ayudar a los griegos. Para todos estos fines nuestras cuatro divisiones en el delta estaban bien situadas.

El uno de marzo el Ejército alemán comenzó a entrar en Bulgaria. El Ejército búlgaro se movilizó y ocupó posiciones a lo largo de la frontera griega. Se estaba produciendo un movimiento generalizado hacia el sur de las fuerzas alemanas con la colaboración total de los búlgaros. Al día siguiente, Edén y el general Dill reanudaron las conversaciones militares en Atenas como consecuencia de las cuales Edén envió un mensaje muy serio que provocó un cambio en nuestro punto de vista desde Londres. El almirante Cunningham, a pesar de estar convencido de que nuestra política era correcta, no nos dejó ninguna duda con respecto a los considerables riesgos navales que corríamos en el Mediterráneo. Los jefes del Estado Mayor señalaron los diversos factores que tenían un desarrollo desfavorable para nuestra política en los Balcanes y sobre todo para el envío de armas a Grecia, e indicaron que «han aumentado de forma considerable los riesgos de la empresa». Sin embargo, todavía no les parecía que pudieran cuestionar las recomendaciones militares de las personas que se encontraban en el lugar, que describían la posición como nada desesperada en absoluto.

Después de reflexionar solo en Chequers el domingo por la noche sobre la tendencia de la discusión en el gabinete de Guerra esa mañana, le envié a Edén el siguiente mensaje, que acababa de salir de Atenas en dirección a El Cairo. Ciertamente esto suponía un cambio de postura por mi parte, pero asumo toda la responsabilidad por la eventual decisión porque estoy seguro de que podría haberlo frenado todo de haber estado convencido. Es mucho más fácil impedir que hacer.

[…] Hemos hecho todo lo posible por promover una unión en los Balcanes en contra de Alemania. Hemos de procurar no presionar a Grecia, en contra de su mejor criterio, hacia una resistencia desesperada y en solitario cuando sólo disponemos de unos puñados de tropas que podrían llegar al lugar a tiempo. Planteamos graves cuestiones imperiales al comprometer tropas de Nueva Zelanda y de Australia en una empresa que, como usted dice, se ha vuelto cada vez más arriesgada.

[…] Hemos de hacer que los griegos no se sientan obligados a rechazar el ultimátum alemán. Si se resuelven a luchar por su cuenta debemos, en cierta medida, compartir sus dificultades, aunque es probable que un rápido avance alemán impida una participación apreciable de las fuerzas imperiales británicas.

La pérdida de Grecia y los Balcanes no constituye en absoluto una gran catástrofe para nosotros siempre que Turquía mantenga su honesta neutralidad. Podríamos tomar Rodas y hacer planes para atacar Sicilia o Trípoli. Nos recomiendan en muchos sitios que nuestra ignominiosa expulsión de Grecia nos perjudicaría más en España y en Vichy que el hecho del sometimiento de los Balcanes que no cabe esperar que impidamos sólo con nuestras escasas fuerzas. […]

Se adjuntaba a esto el grave comentario de los jefes del Estado Mayor.

En cuanto nuestro embajador en Atenas leyó mi telegrama de advertencia, mostró gran inquietud y le telegrafió al ministro de Asuntos Exteriores: «¿Cómo es posible que abandonemos al rey de Grecia después de las garantías que le ofrecieron el comandante en jefe y el jefe del Estado Mayor del Imperio en cuanto a que había bastantes probabilidades de éxito? Me parece impensable. Tanto los griegos como todo el mundo se burlarían de nosotros por faltar a nuestra palabra. No es cuestión de “hacer que los griegos no se sientan obligados a rechazar el ultimátum”. Han decidido enfrentarse a Alemania solos, si hace falta. La cuestión es si los ayudamos o los abandonamos».

Al respecto, el gabinete de Guerra decidió no tomar ninguna decisión hasta conocer la opinión de Edén sobre todo esto. Su respuesta llegó al día siguiente y fundamentalmente decía lo siguiente:

«[…] La caída de Grecia sin que hagamos ningún otro esfuerzo para rescatarla mediante una intervención por tierra, cuando las victorias en Libia nos han dejado fuerzas disponibles, como todo el mundo sabe, sería la peor calamidad. Entonces sí que perderíamos Yugoslavia; tampoco podemos confiar en que ni siquiera Turquía tenga la fuerza necesaria para mantenerse inquebrantable si los alemanes y los italianos se establecieran en Grecia sin ninguna resistencia por nuestra parte. Sin duda nuestro prestigio se resentirá si nos expulsan ignominiosamente, pero en cualquier caso haber luchado y sufrido en Grecia sería menos perjudicial para nosotros que abandonar el país a su suerte. […] Dadas las circunstancias, estamos todos de acuerdo en que hay que seguir el camino que defendíamos y hay que ayudar a Grecia».

Acompañado por los jefes del Estado Mayor, presenté la cuestión ante el gabinete de Guerra, que recibía información de todo lo que ocurría, para adoptar una decisión. A pesar del hecho de que no podíamos enviar más aviones que los que ya habíamos encargado y que estaban en marcha, no había dudas ni divisiones entre nosotros. Personalmente me parecía que los hombres que estaban allí habían sido examinados con mucha atención. No cabía ninguna duda de que no estaban obligados de ninguna manera por las presiones políticas de su país. Smuts, con toda su sabiduría y desde su punto de vista independiente y fresco, estuvo de acuerdo. Tampoco nadie podía sugerir que nos hubiéramos lanzado sobre Grecia contra sus deseos. No se había hecho presión para persuadir a nadie. Sin duda, disponíamos de la autoridad más experta, que actuaba con la máxima libertad y con todo el conocimiento de los hombres y el escenario. Mis colegas, endurecidos por los numerosos riesgos que habíamos corrido con éxito, habían llegado por su cuenta a las mismas conclusiones. Menzies, sobre el que recaía una carga especial, estaba lleno de coraje. Todos estaban a favor de la acción. La reunión del gabinete fue breve; la decisión, definitiva; la respuesta, escueta:

«Los jefes del Estado Mayor han recomendado que, teniendo en cuenta la opinión categórica de los comandantes en jefe del lugar, del jefe del Estado Mayor del Imperio y de los comandantes de las fuerzas que van a participar, lo correcto sería seguir adelante. El gabinete ha decidido autorizarlo a continuar con la operación, y al hacerlo el gabinete asume toda la responsabilidad[45]. Nos comunicaremos al respecto con los gobiernos de Australia y Nueva Zelanda».

Procedo a describir ahora el destino de Yugoslavia. Toda la defensa de Salónica dependía de su intervención y era fundamental saber qué haría. El dos de marzo, Campbell, nuestro embajador en Belgrado, se reunió con Edén en Atenas. Dijo que los yugoslavos le tenían miedo a Alemania y que sufrían una desestabilización interna por problemas políticos. Era posible, sin embargo, que si conocían nuestros planes para ayudar a Grecia estuvieran dispuestos a colaborar. El día cinco el ministro de Asuntos Exteriores volvió a enviar a Campbell a Belgrado con una carta confidencial para el regente, el príncipe Pablo, en la que le presentaba el destino de Yugoslavia en manos alemanas y le decía que Grecia y Turquía tenían intenciones de luchar si las atacaban. En ese caso, Yugoslavia debía unirse a nosotros. Había que decirle al regente verbalmente que Gran Bretaña había decidido ayudar a Grecia con fuerzas terrestres y aéreas, tanto y con tanta rapidez como fuese posible, y que si enviaban a Atenas a un oficial del Estado Mayor yugoslavo lo incluiríamos en nuestras conversaciones.

En este ambiente, muchas cosas dependían de la actitud del regente. El príncipe Pablo era un personaje afable y de temperamento artístico pero hacía tiempo que el prestigio de la monarquía estaba en decadencia, de modo que llevó la política de neutralidad hasta el límite. Sobre todo le tenía pavor a que cualquier cosa que hicieran Yugoslavia o sus vecinos provocara a los alemanes y los hiciera avanzar hacia el sur y entrar en los Balcanes. Rechazó la propuesta de una visita de Edén. Reinaba el temor. Los ministros y los principales políticos no se atrevían a decir lo que pensaban, pero había una excepción. Un general de la Fuerza Aérea, llamado Simovic, representaba a los elementos nacionalistas que había en el cuerpo de jefes de las Fuerzas Armadas. Desde diciembre, su despacho se había convertido en un centro clandestino de oposición a la penetración alemana en los Balcanes y a la inercia del gobierno yugoslavo.

El cuatro de marzo el príncipe Pablo salió de Belgrado en visita secreta a Berchtesgaden y, muy presionado, se comprometió de viva voz a que Yugoslavia seguiría el ejemplo de Bulgaria. A su regreso, en una reunión del Consejo Real y en distintas entrevistas con los dirigentes políticos y militares, encontró puntos de vista contrarios. Hubo un violento debate, pero el ultimátum alemán era real. Cuando llamaron al general Simovic al Palacio Blanco, la residencia del príncipe Pablo en las colinas que dominan Belgrado, éste se mostró firmemente en contra de la capitulación. Serbia no aceptaría una decisión de este tipo, lo que haría peligrar la dinastía. Pero en realidad el príncipe Pablo ya había comprometido al país.

Durante la noche del veinte de marzo, en una reunión de Gabinete, el gobierno yugoslavo decidió sumarse al pacto tripartito. No obstante, por esta cuestión presentaron su dimisión tres ministros. El veinticuatro de marzo el primer ministro y el ministro de Asuntos Exteriores salieron sigilosamente de Belgrado en el tren de Viena, al que subieron en una estación de ferrocarril suburbana; al día siguiente suscribieron el pacto con Hitler en Viena y la ceremonia fue transmitida por la radio de Belgrado. Por los cafés y los cónclaves de la capital yugoslava circularon los rumores de un desastre inminente.

Hacía varios meses que en el pequeño círculo de oficiales allegados a Simovic se hablaba de emprender acciones directas si el gobierno capitulaba con Alemania. Cuando durante el veintiséis de marzo comenzó a circular por Belgrado la noticia del regreso de Viena de los ministros yugoslavos, los conspiradores decidieron intervenir. Pocas revoluciones transcurrieron con menos complicaciones. No hubo derramamiento de sangre. Arrestaron a ciertos altos jefes militares. La policía condujo al primer ministro al cuartel general de Simovic y lo obligó a firmar una carta de dimisión. Informaron al príncipe Pablo de que Simovic se había hecho cargo del gobierno en nombre del rey, y que se había disuelto el Consejo de Regencia. Lo escoltaron al despacho del general Simovic donde, junto con los otros dos regentes, firmó el acta de abdicación. Le concedieron unas cuantas horas para recoger sus pertenencias y, junto con su familia, esa misma noche salió del país con destino a Grecia.

El plan fue trazado y llevado a cabo por un grupo unido de oficiales nacionalistas serbios que se identificaban con el verdadero estado de ánimo de la opinión pública. Su acción despertó un arrebato de entusiasmo popular. Las calles de Belgrado se atestaron en seguida de serbios cantando «Más vale la guerra que el pacto; más vale la muerte que la esclavitud». Se bailaba en las plazas; aparecieron banderas inglesas y francesas por todas partes; multitudes valientes e indefensas entonaban desafiantes el himno nacional serbio. El veintiocho de marzo el rey Pedro, que bajando por una tubería de desagüe había realizado su propia huida de la tutela de la regencia, asistió al servicio divino en la catedral de Belgrado en medio de fervientes aclamaciones. Insultaron públicamente al ministro alemán, y la multitud escupió el coche. La hazaña militar desató una oleada de vitalidad nacional. Un pueblo paralizado en la acción, hasta entonces mal gobernado y mal conducido, obsesionado hacía tiempo por la sensación de estar atrapado, lanzó su temerario y heroico desafío al tirano y conquistador en su momento de mayor poder.

A Hitler le dolió en lo más hondo. Tuvo un estallido de esa ira convulsiva que le anulaba el pensamiento momentáneamente y a veces lo impulsaba en sus aventuras más extremas. En un arrebato colérico convocó al Estado Mayor alemán. Estuvieron presentes Göring, Keitel y Jodl; Ribbentrop llegó después. Hitler dijo que Yugoslavia era un factor de incertidumbre en la próxima acción contra Grecia y sobre todo en la operación «Barbarroja» contra Rusia, que vendría después. Le pareció una suerte que los yugoslavos hubieran revelado su carácter antes del comienzo de «Barbarroja». Había que destruir Yugoslavia «tanto militarmente como en cuanto unidad nacional». El ataque debía llevarse a cabo con despiadada dureza. Los generales dedicaron la noche a esbozar las órdenes para llevar a cabo la operación. Keitel confirma nuestra opinión de que el mayor peligro para Alemania era un «ataque al ejército italiano por la retaguardia». «La decisión de atacar Yugoslavia supuso desbaratar completamente todos los movimientos y los planes militares realizados hasta ese momento. Hubo que volver a adaptar toda la invasión de Grecia y hubo que hacer pasar nuevas fuerzas a través de Hungría procedentes del norte. Hubo que improvisarlo todo».

Hungría se vio afectada directamente y de inmediato. Aunque el principal ataque alemán contra los yugoslavos sin duda llegaría a través de Rumanía, todas las líneas de comunicación pasaban por territorio húngaro. Prácticamente lo primero que hizo el gobierno alemán ante los acontecimientos ocurridos en Belgrado fue enviar por avión a Budapest al ministro húngaro en Berlín con un mensaje urgente para el regente húngaro, el almirante Horthy:

Yugoslavia será aniquilada porque acaba de renunciar públicamente a su política de entendimiento con el Eje. La mayor parte de las Fuerzas Armadas alemanas tienen que pasar por Hungría. Pero el ataque principal no se hará sobre el sector húngaro. Aquí debería intervenir el Ejército húngaro y, a cambio de su cooperación, Hungría podrá volver a ocupar todos aquellos antiguos territorios que en algún momento se vio obligada a ceder a Yugoslavia. Se trata de una asunto urgente. Se le solicita un respuesta inmediata y afirmativa[46].

Hungría estaba vinculada a Yugoslavia por un pacto de amistad que no se firmó hasta diciembre de 1940. Pero una oposición abierta a las exigencias alemanas sólo conseguiría que los alemanes ocuparan Hungría en el transcurso de las inminentes operaciones militares. Además, estaba la tentación de recuperar los territorios de las fronteras meridionales que Hungría tuvo que ceder a Yugoslavia tras la primera guerra mundial. El primer ministro húngaro, el conde Teleki, llevaba tiempo trabajando para mantener cierta libertad de acción en su país y no estaba en absoluto convencido del triunfo alemán. En el momento de firmar el pacto tripartito tenía poca confianza en la independencia de Italia como miembro del Eje. El ultimátum de Hitler lo obligaba a infringir su propio acuerdo con Yugoslavia. Sin embargo, lo privó de la iniciativa el Estado Mayor húngaro, cuyo jefe, el general Werth, de origen alemán, firmó sus propios acuerdos con el alto mando alemán a espaldas del gobierno húngaro.

Teleki denunció de inmediato a Werth acusándolo de traición. La noche del dos de abril de 1941 recibió un telegrama del ministro húngaro en Londres informándole de que el Ministerio de Asuntos Exteriores británico le había manifestado formalmente que si Hungría participaba en una acción alemana contra Yugoslavia Gran Bretaña se vería obligada a declararle la guerra. De modo que Hungría tenía que elegir entre resistirse en vano al paso de las tropas alemanas o alinearse decididamente en contra de los aliados y traicionar a Yugoslavia. En una posición tan cruel como ésta, el conde Teleki no encontró más que una manera de salvar su honor personal. Poco después de las nueve salió del Ministerio de Asuntos Exteriores y se retiró a sus apartamentos en el palacio Sandor, donde recibió una llamada telefónica. Se supone que el mensaje decía que los ejércitos alemanes ya habían atravesado la frontera húngara. Poco después se pegó un tiro. Su suicidio fue un sacrificio para absolverse a sí mismo y a su pueblo de la culpa por el ataque alemán contra Yugoslavia. Limpia su nombre para la historia, pero no pudo detener la marcha de los ejércitos alemanes ni sus consecuencias.

Mientras tanto, había comenzado el movimiento de nuestra expedición a Grecia que, en orden de embarque, comprendía a la 1.ª Brigada Blindada británica, la División neozelandesa y la 6.ª División australiana, totalmente equipadas a expensas de otras formaciones de Oriente Próximo. Las seguirían la Brigada polaca y la 7.ª División australiana. El plan consistía en defender la línea Aliákmon, que se extendía desde la desembocadura del río homónimo, pasando por Véroia y Édessa hasta la frontera yugoslava. Nuestras fuerzas tenían que reunirse con las fuerzas griegas desplegadas en este frente, que en teoría equivalían a siete divisiones, y tenían que ponerse al mando del general Wilson.

Pero las fuerzas griegas fueron muy inferiores a lo que había prometido en un principio el general Papagos[47]. La gran mayoría del Ejército griego, alrededor de quince divisiones, estaba en Albania y el resto en Macedonia, de donde Papagos se negó a retirarlo y donde al cabo de cuatro días de combates, tras el ataque alemán, dejaron de ser una fuerza militar. Nuestra fuerza aérea sólo contaba con ochenta aviones en servicio contra una potencia alemana diez veces más poderosa. La debilidad de la posición de Aliákmon residía en su flanco izquierdo, que podía cambiar si los alemanes avanzaban por el sur de Yugoslavia. Casi no habíamos tenido contacto con el Estado Mayor yugoslavo, cuyo plan de defensa y nivel de preparación desconocíamos tanto los griegos como nosotros. Se esperaba, sin embargo, que en el terreno difícil que tendría que atravesar el enemigo los yugoslavos por lo menos podrían imponerle un retraso considerable. Pero esta esperanza resultó infundada. Para el general Papagos la retirada de Albania para enfrentarse a este cambio no era factible: no sólo afectaría gravemente la moral sino que el Ejército griego estaba tan mal equipado en cuanto a transporte, y las comunicaciones eran tan malas que era imposible emprender una retirada general frente al enemigo. Sin duda aplazó la decisión hasta que fue demasiado tarde. En estas circunstancias, nuestra 1.ª Brigada Blindada llegó a la vanguardia el veintisiete de marzo, donde pocos días después se le incorporó la División neozelandesa.

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Los Balcanes

La noticia de la revolución en Belgrado naturalmente nos llenó de satisfacción: nuestros esfuerzos desesperados por formar un frente aliado en los Balcanes e impedir que todos cayeran, poco a poco, en poder de Hitler habían tenido por lo menos un resultado. Se decidió que Edén se quedaría en Atenas para tratar con Turquía y que el general Dill iría a Belgrado. Era fácil ver que la posición de Yugoslavia resultaba desesperada, a menos que todas las potencias de la zona presentaran inmediatamente un frente común. Sin embargo, todavía le quedaba a Yugoslavia la oportunidad ya mencionada de asestar un golpe mortal a la retaguardia desprotegida de los desorganizados ejércitos italianos que estaban en Albania. Si actuaban en seguida podían llegar a provocar un gran éxito militar y mientras su propio país era saqueado desde el norte ellos podían apoderarse de la gran cantidad de municiones y equipo que les brindarían el poder de actuar como guerrillas en sus montañas, que entonces era la única esperanza que les quedaba. Hubiera sido un golpe espléndido que habría hecho reaccionar a toda la zona balcánica. En nuestro círculo londinense todos lo vimos al mismo tiempo. El mapa de la página 465 muestra el movimiento que se consideraba factible.

Pero los errores de años no se pueden solucionar en cuestión de horas. Cuando se calmó la excitación general en Belgrado todo el mundo se dio cuenta de que se avecinaban el desastre y la muerte, y que poco podían hacer para escapar a su destino. El alto mando consiguió, por fin, movilizar a sus ejércitos, pero carecían de un plan estratégico. Dill no encontró más que confusión y parálisis. El gobierno yugoslavo, fundamentalmente por temor a las consecuencias que pudiera tener sobre la situación interna, decidió no tomar ninguna medida que se pudiera considerar una provocación a Alemania. En ese momento, todo el poderío que Alemania tenía a su alcance caería como un alud sobre ellos. A juzgar por el estado de ánimo y el punto de vista de los ministros yugoslavos se habría podido pensar que disponían de meses para tomar una decisión sobre la paz o la guerra con Alemania, cuando en realidad sólo les quedaban setenta y dos horas antes de que cayera sobre ellos el ataque.

La mañana del seis de abril aparecieron sobre Belgrado los bombarderos alemanes. Volando por turnos desde los aeródromos ocupados en Rumanía, lanzaron sobre la capital yugoslava un ataque metódico que duró tres días. Desde la altura de los tejados, sin temor a la resistencia, acribillaron la ciudad sin piedad. Esto recibió el nombre de operación «Castigo». Cuando finalmente todo quedó en silencio, el ocho de abril, había más de diecisiete mil habitantes de Belgrado muertos en las calles o bajo los escombros. De la pesadilla de humo y fuego salieron los animales enloquecidos que habían escapado de las jaulas destrozadas de los jardines zoológicos. Una cigüeña herida pasó cojeando junto al hotel principal, que era una masa envuelta en llamas. Un oso, aturdido y perplejo, atravesó las llamas y se dirigió al Danubio con su andar lento y torpe. No era el único que no comprendía nada.

Mientras se producían los violentos bombardeos de Belgrado, los ejércitos alemanes convergieron y se colocaron en las fronteras e invadieron Yugoslavia desde varias posiciones. El Estado Mayor yugoslavo no trató de asestar su único golpe mortal a la retaguardia italiana. Se consideraban obligados a no abandonar Croacia y Eslovenia y, por tanto, a tratar de defender toda la línea fronteriza. Los cuatro Cuerpos de Ejército yugoslavos en el norte fueron doblegados de forma rápida e irresistible por las columnas blindadas alemanas apoyadas por tropas húngaras que cruzaron el Danubio y por fuerzas alemanas e italianas que avanzaban hacia Zagreb. De modo que las principales fuerzas yugoslavas fueron empujadas hacia el sur, en desorden, y el trece de abril los alemanes entraron en Belgrado. Mientras tanto, el 12.º Ejército alemán, reunido en Bulgaria, entró en Serbia y Macedonia. Habían entrado en Monastir y Yannina el día diez, con lo que impidieron que los yugoslavos y los griegos se pusieran en contacto y dividieron las fuerzas yugoslavas en el sur.

Yugoslavia capituló siete días después.

Esta caída repentina acabó con la principal esperanza de los griegos. Era otro ejemplo del «uno a uno». Habíamos hecho todo lo posible por lograr una acción concertada, pero no lo conseguimos y no fue por nuestra culpa. Las perspectivas eran desalentadoras. Cinco divisiones alemanas, incluidas tres blindadas, participaron en la ofensiva hacia el sur hasta Atenas. El ocho de abril era evidente que la resistencia yugoslava en el sur se estaba desmoronando y que no tardaría en peligrar el flanco izquierdo de la posición de Aliákmon; el diez de abril comenzó el ataque a nuestra guardia del flanco, que fue detenido durante dos días de intensos combates con muy mal tiempo.

Más al oeste sólo había una división de caballería griega que mantenía el contacto con las fuerzas que estaban en Albania y el general Wilson decidió la retirada de su flanco izquierdo, que estaba pasando tantos apuros. Este movimiento acabó el trece de abril, pero mientras tanto la división griega comenzó a desintegrarse. A partir de entonces, nuestro Cuerpo Expedicionario se quedó solo. Wilson, que seguía amenazado por su flanco izquierdo, decidió retirarse a las Termópilas. Se lo planteó a Papagos, que lo aprobó y sugirió una evacuación británica de Grecia. Los días siguientes fueron decisivos. Wavell telegrafió el día dieciséis informando de que el general Wilson había tenido una conversación con Papagos, según el cual el Ejército griego estaba muy presionado y estaba experimentando dificultades administrativas como consecuencia de la acción aérea. Wavell dio instrucciones a Wilson para que siguiera luchando en colaboración con los griegos mientras pudiera resistir, pero autorizó que continuara la retirada, si la estimaba necesaria. Se dieron órdenes de que todas las embarcaciones que se dirigían hacia Grecia volvieran atrás, que no se cargaran más barcos y que se vaciaran los que ya se estaban cargando o se habían cargado.

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Grecia

Ante esta grave noticia, pero no inesperada, respondí de inmediato que no podíamos permanecer en Grecia contra la voluntad del comandante en jefe griego y exponer de este modo al país a la devastación y que, si el gobierno griego estaba de acuerdo, procederíamos a la evacuación.

«Creta —añadí— se debe conservar a la fuerza».

El día diecisiete el general Wilson se dirigió en coche desde Tebas hasta el palacio de Tatoi donde se reunió con el rey, el general Papagos y nuestro embajador. Coincidieron en que la retirada a la línea de las Termópilas había sido el único plan posible. El general Wilson confiaba en que podría defender la línea por un tiempo. La principal cuestión de discusión era el método y el orden de la evacuación. El gobierno griego todavía tardaría al menos una semana en abandonar el país.

Ya he mencionado al primer ministro griego, Korysis, que fue elegido para llenar el vacío que dejó la muerte de Metaxas. Lo capacitaban para ocupar un cargo público su vida privada intachable y unas convicciones claras y firmes. Pero aparentemente no fue capaz de sobrevivir a la pérdida de su país ni de soportar por más tiempo sus propias responsabilidades. Al igual que el conde Teleki en Hungría, decidió pagarlo con su vida. El día dieciocho se suicidó. Que se respete su memoria.

La retirada a las Termópilas fue una maniobra difícil, pero unas acciones de retaguardia persistentes y hábiles frenaron el impetuoso avance alemán en todos los puntos infligiendo grandes pérdidas. El veinte de abril había acabado la ocupación de la posición de las Termópilas. El frente era fuerte, pero nuestras fuerzas estaban agotadas. Los alemanes avanzaban lentamente y la posición nunca fue sometida a una dura prueba. Ese mismo día se rindieron los ejércitos griegos que estaban en el frente albanés. El día veintiuno, Su Majestad le dijo al general Wavell que, por una cuestión de tiempo era imposible que una fuerza griega organizada apoyara el flanco izquierdo británico antes de que el enemigo atacara. Wavell respondió que, en ese caso, le parecía que su obligación era tomar de inmediato las medidas necesarias para volver a embarcar la parte de su ejército que pudiera rescatar. El rey estuvo totalmente de acuerdo y pareció que lo estuviera esperando. Dijo que lamentaba mucho que por él se hubiera puesto a las fuerzas británicas en una posición así y se comprometió a brindar toda la ayuda que pudiera. Pero todo fue inútil. Al final, Grecia se rindió el veinticuatro de abril ante el abrumador poderío alemán.

Entonces tuvimos que hacer frente a otra de esas evacuaciones por mar como la que tuvimos que soportar en 1940. La retirada organizada de Grecia de más de cincuenta mil hombres, en las condiciones imperantes bien podía parecer una tarea casi desesperada. En Dunkerque, en general, teníamos el dominio del aire. En Grecia, los alemanes tenían el control absoluto e indiscutido del aire y podían mantener un ataque casi constante sobre los puertos y sobre el Ejército en retirada. Era evidente que sólo se podía embarcar por la noche y, además, que había que evitar que las tropas se dejaran ver cerca de las playas a plena luz del día. Era otra vez Noruega, pero diez veces peor.

El almirante Cunningham dedicó a esta misión casi la totalidad de sus fuerzas ligeras, incluidos seis cruceros y diecinueve destructores. Trabajando desde los pequeños puertos y playas del sur de Grecia, junto con transportes, barcos de asalto y numerosas embarcaciones pequeñas, las labores de rescate comenzaron la noche del veinticuatro de abril.

Siguieron trabajando durante cinco noches seguidas. El día veintiséis el enemigo capturó el puente vital sobre el canal de Corinto mediante un ataque con paracaidistas, y a partir de entonces entraron en el Peloponeso gran cantidad de tropas alemanas, hostigando a nuestros pobres soldados que trataban de llegar a las playas meridionales. En Nauplia se produjo un desastre. El transporte Slamat, en un esfuerzo valiente pero insensato por embarcar todos los hombres posibles, permaneció demasiado tiempo en el fondeadero. Poco después del amanecer, cuando se alejaba de tierra, fue atacado y hundido por bombardeos en picado. Dos destructores, que rescataron a la mayoría de los setecientos hombres que iban a bordo, fueron hundidos a su vez por ataques aéreos, pocas horas después. Sólo quedaron cincuenta supervivientes de los tres barcos.

Los días veintiocho y veintinueve dos cruceros y seis destructores trataron de rescatar a ocho mil soldados y mil cuatrocientos refugiados yugoslavos de las playas próximas a Kalámata. Un destructor que fue enviado previamente para organizar el embarque encontró al enemigo en posesión de la ciudad y grandes incendios, de modo que hubo que abandonar la operación principal. Aunque se expulsó a los alemanes de la ciudad mediante un contraataque, apenas unos cuatrocientos cincuenta hombres fueron rescatados de las playas orientales por cuatro destructores utilizando sus propias barcas. Estos acontecimientos marcaron el final de la evacuación principal. Se rescataron pequeños grupos aislados en diversas islas o en embarcaciones pequeñas en el mar durante los dos días siguientes, y mil cuatrocientos oficiales y hombres consiguieron llegar a Egipto de forma independiente en los meses posteriores con la ayuda de los griegos que corrieron con ello un peligro mortal.

En total, perdimos más de once mil hombres y se pudieron rescatar sanos y salvos 50.662, entre ellos los miembros de la Fuerza Aérea británica y varios miles de chipriotas, palestinos, griegos y yugoslavos. Esta cifra representa alrededor del 80 por 100 de las fuerzas que se enviaron originariamente a Grecia. Estos resultados sólo fueron posibles gracias a la determinación y la habilidad de los hombres de la Marina mercante británica y la de los países aliados, que no flaquearon jamás a pesar de los esfuerzos más despiadados del enemigo por interrumpir su labor. Desde el veintiuno de abril hasta el final de la evacuación se perdieron veintiséis barcos por ataques aéreos. La Fuerza Aérea británica, con un contingente del arma de aviación de la Armada procedente de Creta, hicieron lo que pudieron para ayudar, pero quedaron abrumados por la superioridad numérica. Sin embargo, a partir de noviembre, nuestros escasos escuadrones rindieron un buen servicio, infligiendo al enemigo unas pérdidas confirmadas de 231 aviones y arrojando quinientas toneladas de bombas. Sus propias pérdidas de 209 aparatos, 72 de ellos en combate, fueron considerables, con una trayectoria ejemplar.

La pequeña pero eficiente Armada griega quedó entonces bajo el control británico. Un crucero, seis destructores modernos y cuatro submarinos huyeron a Alejandría adonde llegaron el veinticinco de abril. A partir de entonces, la Armada griega estuvo representada dignamente en muchas de nuestras operaciones en el Mediterráneo.

Si al narrar esta tragedia se tiene la impresión de que las fuerzas imperiales y británicas no recibieron asistencia militar efectiva de sus aliados griegos no hay que olvidar que estas tres semanas de abril, combatiendo con todas las probabilidades en contra, fueron para los griegos la culminación de cinco duros meses de lucha contra Italia en los que agotaron casi toda la fuerza vital de su país. Fueron atacados en octubre de 1940 sin previo aviso por una fuerza que por lo menos los doblaba en número; al principio repelieron al invasor y después, en el contraataque, lo hicieron retroceder sesenta kilómetros hasta llegar a Albania. Durante todo el amargo invierno en las montañas, estuvieron muy cerca de un enemigo más numeroso y mejor equipado. El Ejército griego del noroeste no disponía ni del transporte ni de las carreteras para realizar una maniobra rápida para enfrentar a último momento otro ataque alemán arrollador que se le atravesaba por el flanco y la retaguardia. Sus fuerzas ya habían sido utilizadas casi hasta el límite durante la prolongada y valiente defensa de su patria.

No hubo recriminaciones. La amistad y la ayuda que los griegos demostraron con fidelidad a nuestras tropas resistieron con nobleza hasta el final. El pueblo de Atenas y de los demás puntos de evacuación parecía más preocupado por la seguridad de sus posibles rescatadores que por su propio destino. El honor marcial de los griegos no ha mermado.

En una emisión por radio traté no sólo de expresar los sentimientos del pueblo de habla inglesa sino de explicar los hechos dominantes que determinaron nuestro destino:

Aunque naturalmente observamos con tristeza y preocupación gran parte de lo que sucede actualmente en Europa y en África y de lo que puede ocurrir en Asia, no debemos perder el sentido de la proporción y de este modo desalentarnos o alarmarnos. Cuando enfrentamos con firmeza las dificultades que aparecen frente a nosotros, podemos renovar nuestra confianza al recordar aquéllas que ya hemos superado. Nada de lo que ocurre en este momento es tan grave como los peligros que superamos el año pasado. Nada de lo que ocurra en Oriente es comparable con lo que está ocurriendo en Occidente.

Estas estrofas me parecen adecuadas para nuestro destino de esta noche y creo que coincidirán conmigo en todos los lugares donde se hable inglés y donde ondee la bandera de la libertad.

«Porque mientras las olas cansadas que en vano rompen aquí parecen no ganar ni un penoso centímetro,

allá lejos, haciendo calas y ensenadas, viene la mar, silenciosa y desbordante.

Y no sólo por las ventanas que dan al este

llega la claridad, al romper el día: al frente sube el sol, ¡qué lento es!,

pero al oeste, ¡mira!, la tierra se enciende.»

La Segunda Guerra Mundial
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