Capítulo VI
DE VUELTA A FRANCIA
Del 4 al 12 de junio
Cuando se conoció la cantidad de hombres que se rescataron de Dunkerque se extendió por la isla y por todo el imperio una sensación de salvación y de alivio inmenso, casi de triunfo. El regreso, sanos y salvos, de casi un cuarto de millón de hombres, la flor y nata de nuestro Ejército, fue un momento culminante de nuestro peregrinaje por años de derrota. Las tropas regresaron sólo con fusiles y bayonetas y unos cuantos cientos de ametralladoras, y de inmediato las enviaron a casa con un permiso de siete días. Su alegría por estar otra vez con sus familias no superó el ferviente deseo de enfrentarse con el enemigo lo antes posible. Los que realmente habían combatido con los alemanes sobre el campo estaban convencidos de que, si les daban la oportunidad, podrían derrotarlos. Tenían la moral bien alta y se incorporaron a sus regimientos y baterías con presteza.
Pero evidentemente Dunkerque tuvo un lado más oscuro. Habíamos perdido todo el equipo del Ejército, al que se habían destinado hasta ese momento todos los primeros frutos de nuestras fábricas. Tendrían que pasar muchos meses, aunque se cumplieran los programas previstos sin ninguna interrupción del enemigo, antes de que pudiéramos recuperarnos de esta pérdida.
Sin embargo, al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos ya bullían fuertes emociones en el pecho de sus dirigentes. En seguida se dieron cuenta de que la mayor parte del Ejército británico había logrado huir, perdiendo sólo su equipamiento. El uno de junio, el presidente dio orden al Departamento de Guerra y al de la Armada para que le informaran de las armas de las que podían prescindir para dárselas a Gran Bretaña y a Francia. Al frente del Ejército de Estados Unidos, como jefe del Estado Mayor, estaba el general Marshall, que no sólo era un militar de reconocida capacidad sino un hombre de mucha visión. De inmediato dio instrucciones al jefe de Artillería y al subjefe del Estado Mayor para que revisaran toda la lista de las reservas de pertrechos y municiones. Tuvo la respuesta en cuarenta y ocho horas y el tres de junio Marshall aprobó las listas. La primera comprendía medio millón de fusiles calibre 30, de los dos millones que se fabricaron entre 1917 y 1918 y se habían guardado en grasa durante más de veinte años. Para ellos disponían de unos doscientos cincuenta cartuchos para cada uno. Había novecientos cañones de campaña del setenta y cinco francés, con un millón de balas, ochenta mil ametralladoras y varios artículos más. Se encomendó el asunto al jefe de Artillería, el general de división Wesson, y en seguida todos los depósitos y arsenales del Ejército de Estados Unidos comenzaron a empaquetar el material que había que transportar. Al final de la semana, más de seiscientos vagones bien cargados se dirigían hacia los muelles del Ejército en Raritan, Nueva Jersey, aguas arriba de la bahía de Gravesend. Antes del once de junio, una docena de barcos mercantes británicos entraron y fondearon en la bahía y se comenzó a cargar el contenido de las barcazas.
Con estas medidas extraordinarias, Estados Unidos se quedó con equipamiento para apenas un millón ochocientos mil hombres, la cifra mínima que establecía el plan de movilización del Ejército de Estados Unidos. Es muy fácil decirlo ahora, pero en ese momento Estados Unidos realizó un acto supremo de fe y de liderazgo al desprenderse de esta masa tan considerable de armas en beneficio de un país que para muchos ya estaba vencido. Pero nunca tuvieron que arrepentirse. Como voy a narrar a continuación, pudimos transportar estas armas preciosas al otro lado del Atlántico durante el mes de julio, y supusieron no sólo una ganancia material sino un factor importante en todos los cálculos hechos por amigos y enemigos con respecto a la invasión.
El mes de junio fue particularmente duro para todos nosotros, por las tensiones duales y contrarias a las que nos vimos sometidos en nuestra desnudez, por una parte por nuestra obligación con respecto a Francia y, por la otra, por la necesidad de crear un ejército nacional efectivo y de fortificar la isla. La doble tensión de las necesidades contrapuestas pero vitales fue muy fuerte. Sin embargo, seguimos una política firme y constante sin excitarnos demasiado. Seguimos asignando la máxima prioridad al envío de las tropas entrenadas y equipadas que teníamos con el fin de reconstruir el Cuerpo Expedicionario británico en Francia, tras lo que dedicamos nuestros esfuerzos a defender la isla: en primer lugar, mediante la reforma y el reequipamiento del Ejército regular; en segundo lugar, fortificando los lugares de desembarco más probables; en tercer lugar, armando y organizando a la población, en la medida de lo posible y, por supuesto, trayendo las fuerzas que se podían reunir del resto del imperio. No eran hombres lo que faltaba, sino armas. Se recuperaron más de ochenta mil fusiles de las comunicaciones y las bases situadas al sur del Sena y, a mediados de junio, todos los combatientes de las fuerzas regulares disponían por lo menos de un arma personal. Teníamos muy poca artillería de campaña, incluso para el Ejército regular. Casi todos los cañones de 25 libras se habían perdido en Francia. Quedaban alrededor de quinientos cañones y apenas ciento tres carros tipo crucero, ciento catorce de infantería y doscientos cincuenta y dos carros ligeros. Nunca una gran nación había estado tan desprotegida frente a sus enemigos.
Dejando aparte nuestros últimos veinticinco escuadrones de cazas, sobre los cuales nos mantuvimos inflexibles, nos parecía primordial la obligación de enviar ayuda al Ejército francés. Estaba previsto que el siete de junio comenzara el traslado a Francia de la 52.ª División de los Lowlands, siguiendo órdenes anteriores. Estas órdenes se confirmaron. La principal división del Ejército canadiense, que se había concentrado en Inglaterra a principios de año y estaba bien armada, recibió órdenes de dirigirse a Brest con el consentimiento unánime del gobierno canadiense, para comenzar a llegar allí el once de junio, para lo que por entonces ya se consideraba una vana esperanza. Que en esta crisis mortal hubiéramos enviado las dos únicas divisiones que teníamos formadas, la 52.ª División de los Lowlands y la 1.ª División canadiense a nuestro pobre aliado francés, cuando estaba a punto de caernos encima toda la furia de Alemania, es algo que hay que valorar a nuestro favor en compensación por las fuerzas limitadas que habíamos podido llevar a Francia durante los primeros ocho meses de guerra. Mirándolo retrospectivamente, me pregunto cómo es posible que, cuando estábamos decididos a seguir la guerra a muerte, nos encontrábamos bajo la amenaza de una invasión y era evidente que Francia estaba a punto de caer, tuviéramos el coraje de desprendernos de las últimas formaciones militares efectivas que poseíamos. Esto sólo fue posible porque conocíamos las dificultades que representa cruzar el canal de la Mancha sin tener el dominio del mar o el aire, o las lanchas de desembarco necesarias.
Conservábamos todavía en Francia, al otro lado del Somme, la 51.ª División de los Highlands, que se había retirado de la línea Maginot y se encontraba en buen estado. También estaba nuestra 1.ª (y única) División Blindada, menos el batallón de carros de combate y el grupo de apoyo que habían sido enviados a Calais. De todos modos, este grupo sufrió graves pérdidas al intentar atravesar el Somme, como parte del plan de Weygand, y el uno de junio quedó reducido a una tercera parte de su fuerza y fue enviado de vuelta al otro lado del Sena para recuperarse. Al mismo tiempo, a duras penas se reunieron nueve batallones de infantería, armados fundamentalmente con fusiles, con hombres procedentes de las bases y las líneas de comunicación francesas; tenían muy pocas armas anticarro y no disponían de ningún medio de transporte ni de señales.
El cinco de junio comenzó la última fase de la batalla de Francia. Ya hemos visto que, en la batalla de Dunkerque, se impidió el paso y se contuvo el avance de las unidades blindadas alemanas para reservarlas para la fase final en Francia. Estas unidades avanzaron entonces sobre el débil e improvisado o tembloroso frente francés entre París y el mar. Aquí sólo puedo hablar de la batalla sobre el flanco de la costa, en la que participamos. El Décimo Ejército francés trató de defender la línea del Somme. El siete de junio, dos divisiones blindadas alemanas se dirigieron a Ruán. El flanco izquierdo francés, incluida la 51.ª División de los Highlands, se separó del resto del frente y, junto con lo que quedaba del IX Cuerpo francés, quedó aislado en el callejón sin salida entre Ruán y Dieppe.
Nos preocupaba mucho que esta división se viera obligada a retroceder hasta la península de El Havre y de este modo se separase de los ejércitos principales; su comandante, el general de división Fortune, había recibido órdenes de replegarse hacia Ruán si era necesario. Pero el mando francés, que ya se estaba desintegrando, le prohibió realizar este desplazamiento. Por más qué hicimos varias protestas urgentes no sirvieron de nada. Fue un ejemplo de grave ineficacia, porque este mismo peligro ya era visible tres días antes.
El diez de junio, después de duros combates, la división se replegó al perímetro de Saint-Valery, junto con el IX Cuerpo francés, esperando ser evacuado por mar. Durante la noche del once al doce la niebla impidió que los barcos evacuaran las tropas. La mañana del doce, los alemanes habían llegado hasta los acantilados que estaban al sur y la playa quedaba bajo fuego directo. Aparecieron banderas blancas en la población. Los cuerpos franceses capitularon a las ocho y los restos de la División de los Highlands se vieron obligados a hacer lo mismo a las diez y media. Ocho mil británicos y cuatro mil franceses cayeron en manos de la 7.ª División Panzer al mando del general Rommel. Me sacaba de quicio que los franceses no hubieran dejado que nuestra división se retirara a Ruán a tiempo y que la hicieran esperar hasta que ya no pudieron ni llegar a El Havre ni retirarse hacia el sur, obligándola a rendirse con sus propias tropas. El destino de la División de los Highlands fue difícil, aunque en años posteriores los vengaron los escoceses que ocuparon su lugar, recreando la división, fusionándola con la 9.ª Escocesa, que atravesó todos los campos de batalla desde El Alamein hasta la victoria final, al otro lado del Rin.
A eso de las once de la mañana del once de junio me llegó un mensaje de Reynaud, que también le había cablegrafiado al presidente. La tragedia francesa continuaba e iba cada vez peor. Hacía días que yo insistía en que tenía que reunirse el Consejo Supremo, pero la reunión ya no podía celebrarse en París. No nos dijeron cómo estaba la situación allí, pero seguro que las puntas de lanza alemanas estaban muy cerca. Me costó bastante concertar el encuentro, pero no era momento para detenemos en ceremonias. Teníamos que saber lo que iban a hacer los franceses. Entonces, Reynaud me dijo que podía recibirnos en Briare, cerca de Orléans. La sede del gobierno se trasladaba de París a Tours. El Cuartel General francés estaba cerca de Briare. Ordené que tuvieran pronto mi Flamingo en Hendon después de comer y, tras obtener la aprobación de mis colegas en la reunión de gabinete de la mañana, partimos a eso de las dos.
Era la cuarta vez que viajaba a Francia y, como era evidente que primaban las condiciones militares, le pedí a Edén, entonces secretario de Estado de Guerra, que me acompañara, además del general Dill, el jefe del Estado Mayor del Imperio y, por supuesto, Ismay. Los aviones alemanes estaban llegando casi hasta el canal, de modo que tuvimos que trazar una curva más amplia. Como antes, el Flamingo fue escoltado por doce Spitfire. Tras un par de horas, aterrizamos en un pequeño aeródromo. Había por allí unos cuantos franceses, y en seguida llegó un coronel en un automóvil. Adopté el semblante sonriente que parece adecuado cuando las cosas están muy mal, pero el francés se mostró desanimado e indiferente. Me di cuenta en seguida de que la situación era mucho peor que cuando estuvimos en París, una semana antes. Al cabo de un rato, nos llevaron al castillo donde encontramos a Reynaud, el mariscal Pétain, el general Weygand, el general Vuillemin de la Fuerza Aérea y algunos más, incluido un general relativamente joven, De Gaulle, que acababa de ser nombrado subsecretario de Defensa Nacional. Muy cerca, en la línea del ferrocarril, estaba el tren del Cuartel General, en el que se alojaba parte de nuestra comitiva. En el castillo no había más que un teléfono, en el servicio. Estaba muy solicitado y había que esperar mucho y repetir las cosas infinidad de veces, a voz en cuello.
A las siete comenzó la conferencia. No hubo reproches ni recriminaciones. Nos ceñimos a los hechos. En realidad, la discusión siguió las siguientes líneas: insté al gobierno francés a defender París. Destaqué la enorme capacidad de absorción de la defensa de una gran ciudad, casa por casa, contra un ejército invasor. Le recordé al mariscal Pétain las noches que pasamos juntos en su tren, en Beauvais, después del desastre del Quinto Ejército británico, en 1918 y cómo él (le dije, sin mencionar al mariscal Foch) había restablecido la situación. También le recordé lo que dijo Clemenceau: «Lucharé delante de París, en París y detrás de París». El mariscal respondió en voz baja y con dignidad que en aquella época disponía de una masa de maniobra de más de sesenta divisiones mientras que ahora no tenía ninguna. Mencionó que entonces había sesenta divisiones británicas en la línea. Convertir París en una ruina no cambiaría el resultado.
A continuación, el general Weygand expuso la posición militar, hasta donde la conocía él, en la imprecisa batalla que se desarrollaba a ochenta o cien kilómetros de distancia, y rindió homenaje a las hazañas del Ejército francés. Solicitó que se enviaran todos los refuerzos, y sobre todo que se lanzaran de inmediato a la batalla todos los escuadrones aéreos de cazas británicos. Dijo que «aquí está el punto decisivo. Ahora es el momento crítico. Por tanto, no es correcto retener en Inglaterra ningún escuadrón». Pero de acuerdo con la decisión del Gabinete, adoptada en presencia del teniente general Dowding, a quien llevé especialmente a una de nuestras reuniones, respondí: «Éste no es el punto decisivo, ni es el momento decisivo. Ese momento llegará cuando Hitler arroje a su Luftwaffe contra Gran Bretaña. Si podemos mantener el dominio del aire y si podemos mantener los mares despejados como sin duda lo haremos, recuperaremos y les devolveremos todo»[36]. Había que mantener a toda costa veinticinco escuadrones de cazas para defender Gran Bretaña y el canal, y nada nos haría renunciar a ellos. Teníamos la intención de continuar la guerra pasara lo que pasase, y creíamos que podríamos hacerlo por tiempo indefinido, pero desprendernos de estos escuadrones sería el fin de nuestras probabilidades de sobrevivir.
Entonces llegó el general Georges, comandante en jefe del frente noroccidental. Después de informarse de lo que había ocurrido, confirmó la versión del frente francés que había dado Weygand. Insistí en el plan de la guerrilla. El Ejército alemán no era tan fuerte como podía parecer en los puntos de choque. Si la totalidad de los ejércitos franceses, todas sus divisiones y brigadas, luchaban con las tropas en el frente con el máximo vigor se podía alcanzar una paralización general. Me respondieron con descripciones de las terribles condiciones de las carreteras, atestadas de refugiados acosados por el fuego de las ametralladoras de los aviones alemanes, sin que nadie les opusiera resistencia, de la huida mayoritaria de grandes masas de habitantes y de la creciente descomposición de la maquinaria de gobierno y del control militar. En un momento dado, el general Weygand dijo que podría ser que los franceses pidieran un armisticio, a lo que Reynaud respondió bruscamente que «ésa era una cuestión política». Según Ismay, yo dije: «Si a Francia, en su desesperación, le parece mejor que su Ejército capitule no duden ustedes por nosotros porque, independientemente de lo que hagan ustedes, nosotros seguiremos luchando siempre, siempre». Cuando dije que el Ejército francés, si seguía luchando, estuviera donde estuviese, podía contener o agotar a un centenar de divisiones alemanas, el general Weygand respondió: «Aunque así fuera, todavía les quedarían otras cien para invadirlos y conquistarlos a ustedes. ¿Qué harían ustedes entonces?». A lo que respondí que no era un experto militar, pero que mis asesores técnicos eran de la opinión de que el mejor método para afrontar una invasión alemana a la isla británica era procurar que se ahogaran todos los más posibles en el cruce y golpear a los demás en la cabeza cuando se arrastraran hasta la orilla. Weygand respondió con una sonrisa triste. «En cualquier caso, debo reconocer que tienen un excelente obstáculo para los carros». Éstas son las últimas palabras sorprendentes que recuerdo haber escuchado de él. En toda esta desgraciada discusión, hay que tener en cuenta que me rondaba y me hacía perder confianza el dolor que me producía el hecho de que Gran Bretaña, con una población de cuarenta y ocho millones, no hubiera sido capaz de aportar más a la guerra por tierra contra Alemania, y que hasta ese momento nueve décimas partes de la matanza y el noventa y nueve por ciento del sufrimiento hubiesen recaído en Francia y sólo en ella.
Una hora más tarde, más o menos, nos levantamos y fuimos a lavarnos las manos mientras nos llevaban la comida a la mesa de conferencias. En este intervalo, hablé en privado con el general Georges y le sugerí, en primer lugar, que continuaran la lucha en todas partes, en el frente nacional, y las guerrillas, en las regiones montañosas y, en segundo lugar, el traslado a África, que una semana antes me había parecido «derrotista». Mi respetado amigo que aunque tenía mucha responsabilidad directa nunca había tenido carta blanca para dirigir los ejércitos franceses, no tenía demasiadas esperanzas en ninguna de estas dos posibilidades.
He escrito sobre los acontecimientos de estos días sin darles demasiada importancia, pero para todos nosotros esto era una auténtica agonía para nuestra mente y nuestro espíritu.
A eso de las diez, cada uno ocupó su sitio para cenar. Me senté a la derecha de Reynaud y tenía al general De Gaulle al otro lado. Comimos sopa, una especie de tortilla francesa, café y un vino suave. Incluso a esta altura de nuestra espantosa tribulación bajo el azote alemán el trato fue bastante amistoso. Pero entonces ocurrió un interludio discordante. El lector recordará la importancia que tenía para mí asestarle un buen golpe a Italia en cuanto entrara en la guerra y se había dispuesto, con el pleno acuerdo de Francia, el traslado de una fuerza de bombarderos pesados británicos a los aeródromos franceses próximos a Marsella a fin de atacar Turín y Milán. Todo estaba preparado para el ataque. Pero en cuanto tomamos asiento, el teniente general Barratt, que comandaba la Fuerza Aérea británica en Francia, telefoneó a Ismay para informarle de que las autoridades locales no querían autorizar el despegue de los bombarderos británicos con la excusa de que un ataque a Italia provocaría represalias en el sur de Francia que los británicos no estaban en condiciones de resistir ni de impedir. Reynaud, Weygand, Eden, Dill y yo nos levantamos de la mesa y, después de parlamentar, Reynaud aceptó que había que enviar órdenes a las autoridades francesas diciéndoles que no había que detener los bombarderos. Pero esa noche, más tarde, Barratt informó que los franceses que estaban cerca de los aeródromos los habían llenado de todo tipo de carros y camiones, y que a los bombarderos les había resultado imposible emprender su misión.
Poco después, cuando nos levantamos de la mesa y nos sentamos a tomar el café y el brandy, Reynaud me dijo que el mariscal Pétain le había informado de que Francia tendría que buscar un armisticio y que había escrito un informe sobre el asunto que le gustaría que él leyese. «Todavía no me lo ha dado —dijo Reynaud—. Le sigue dando vergüenza hacerlo». También debería sentir vergüenza por apoyar aunque sólo fuera de forma tácita, la petición de Weygand de que aportáramos nuestros últimos veinticinco escuadrones de cazas cuando estaba convencido de que todo estaba perdido y que Francia debía rendirse. De este modo, nos fuimos todos tristes a dormir, en este castillo desordenado o en el tren militar que quedaba a pocos kilómetros. Los alemanes entraron en París el día catorce.
Por la mañana temprano reanudamos nuestra conferencia, a la que asistió Barratt. Reynaud volvió a pedir que establecieran su base en Francia otros cinco escuadrones de cazas y el general Weygand dijo que estaban muy necesitados de bombarderos diurnos para compensar la falta de tropas. Le aseguré que, en cuanto regresara a Londres, el gabinete de Guerra analizaría de forma minuciosa y comprensiva toda esta cuestión de un mayor apoyo aéreo a Francia, pero volví a destacar que sería un error vital privar al Reino Unido de las defensas internas que le resultaban esenciales.
Después de cierto análisis infructuoso sobre un contraataque en el curso bajo del Sena, manifesté de la manera más formal posible mi esperanza de que, en caso de que se produjera cualquier cambio de situación, el gobierno francés se lo comunicaría al británico de inmediato para que pudiéramos venir a verlos a un lugar adecuado antes de que tomaran cualquier decisión definitiva que determinara su actuación en la segunda fase de la guerra.
A continuación nos despedimos de Pétain, Weygand y su estado mayor, y ésta fue la última vez que los vimos. Por último, llamé aparte al almirante Darían y le dije a él solo: «Darían, no debe dejar que capturen la flota francesa». Prometió solemnemente que así lo haría.
Por falta del combustible adecuado, los doce Spitfire no pudieron escoltarnos. Tuvimos que elegir entre esperar a que lo consiguieran o correr el riesgo de volar en el Flamingo. Nos aseguraron que encontraríamos nubes a lo largo del camino y, como era urgente que volviéramos, partimos solos y pedimos que se reuniera con nosotros una escolta, si era posible, sobre el canal. Al acercamos a la costa, se despejó el cielo hasta quedar sin ni una nube. Dos mil quinientos metros por debajo de nosotros, a la derecha, estaba El Havre, ardiendo. El humo se alejaba hacia el este. No se veía ninguna escolta. De pronto, observé que le hacían una consulta al capitán y en seguida bajamos en picado hasta treinta metros, más o menos, sobre el mar en calma, donde los aviones suelen pasar inadvertidos. ¿Qué había ocurrido? Después supe que habían visto dos aviones alemanes debajo de nosotros que le disparaban a unos barcos de pesca. Tuvimos suerte de que los pilotos no alzaran la vista. La nueva escolta se unió a nosotros al aproximarnos a la costa inglesa y el fiel Flamingo aterrizó sano y salvo en Hendon.
A las cinco de esa tarde le transmití al gabinete de Guerra los resultados de mi misión. Les describí la situación de los ejércitos franceses, según el informe que presentó en la conferencia el general Weygand. Llevaban seis días luchando día y noche y estaban casi totalmente agotados. El ataque enemigo, lanzado por ciento veinte divisiones con el apoyo de unidades blindadas, había caído sobre cuarenta divisiones francesas. Los ejércitos franceses se encontraban en la última línea en la que podían intentar ofrecer una resistencia organizada y ya habían penetrado en la línea en dos o tres lugares. Evidentemente, para el general Weygand no tenía sentido que Francia siguiera combatiendo y el mariscal Pétain estaba casi convencido de que había que firmar la paz. Creía que los alemanes estaban destruyendo Francia de forma sistemática y que él tenía la obligación de salvar el resto del país de este destino. Le mencioné su memorándum al respecto que le había enseñado a Reynaud pero que no le había entregado. «No hay ninguna duda —dije— de que Pétain es peligroso en esta coyuntura; siempre ha sido un derrotista, incluso en la última guerra». Por su parte, Reynaud parecía bastante decidido a seguir luchando, mientras que el general De Gaulle, que asistió a la conferencia con él, estaba a favor de llevar a cabo una guerra de guerrillas. Era joven y enérgico y me produjo una impresión muy favorable. Me pareció probable que, en caso de que perdieran la línea, Reynaud le pediría que asumiera el mando. El almirante Darían también declaró que no rendiría nunca la Armada francesa al enemigo; dijo que, como último recurso, la enviaría a Canadá, aunque es posible que los políticos franceses no se lo permitieran.
Estaba claro que Francia estaba casi al límite de la resistencia organizada y que se cerraba un capítulo de la guerra. Los franceses podían continuar la lucha por otros medios. Incluso era posible que hubiera dos gobiernos franceses, uno que hiciera la paz y otro que organizara la resistencia desde las colonias, prosiguiendo la guerra en el mar con la flota francesa y en Francia con las guerrillas. Pero todavía era demasiado pronto para saberlo. Aunque es posible que todavía tuviéramos que seguir enviando algo de apoyo a Francia, había llegado el momento de concentrar la mayoría de nuestros esfuerzos en la defensa de nuestra isla.