9. Lady Pole (Octubre de 1807)

DICEN (y lo dice una dama infinitamente más inteligente que quien escribe) que el mundo en general se siente muy bien dispuesto hacia los jóvenes que mueren o se casan. ¡Imagine el lector el interés que suscitaba la señorita Wintertowne! Ninguna joven había gozado de tantas ventajas hasta entonces: muerta el martes, resucitada la madrugada del miércoles y casada el jueves, lo cual muchos consideraron demasiadas emociones para una semana.

El deseo de verla era universal. La mayoría no sabía sino que, entre el tránsito de un mundo a otro y el regreso, había perdido un dedo. Eso era apasionante. ¿Habría experimentado algún otro cambio? Nadie lo sabía.

El miércoles por la mañana (la que siguió a la fausta revivificación) los protagonistas de esta maravillosa aventura parecían confabulados para privar de noticias a la ciudad; se informaba a las visitas que acudían a la casa de Brunswick Square, escuetamente, de que la señorita Wintertowne y su madre descansaban; lo mismo ocurría en Hanover Square —el señor Norrell estaba muy fatigado y le era imposible recibir a nadie—; en cuanto a sir Walter Pole, nadie sabía con exactitud dónde encontrarlo (aunque se sospechaba que se hallaba en la casa de la señora Wintertowne de Brunswick Square). De no ser por los señores Drawlight y Lascelles (¡almas benévolas!), la ciudad habría quedado privada de toda información, pero ambos caballeros se movieron con gran diligencia por Londres, presentándose en un increíble número de salones y saloncitos, comedores y salas de juego. Imposible calcular el número de cenas a las que Drawlight fue invitado aquel día... y es una suerte que no fuera muy comilón, o habría podido perjudicarse de forma permanente el aparato digestivo. Por lo menos cincuenta veces tuvo que describir cómo, después del regreso de la señorita Wintertowne, la señora Wintertowne y él habían llorado juntos; cómo sir Walter y él se habían estrechado las manos; cómo sir Walter le había dado las gracias efusivamente y él le había rogado que no pensara más en ello; y cómo finalmente la señora Wintertowne había insistido en prestarles su mejor coche para que volvieran a casa.

Sir Walter Pole había salido de casa de la señora Wintertowne a eso de las siete para dormir unas horas en su alojamiento, pero sobre el mediodía había vuelto a Brunswick Square, como esperaba la ciudad. (¡Qué bien nos conocen nuestros vecinos!) Para entonces, la anfitriona ya había descubierto que su hija gozaba de cierta celebridad, que de la noche a la mañana había pasado a ocupar un lugar de preeminencia en la atención del público. Además de las personas que acudían a dejar su tarjeta, cada hora llegaban a la casa gran número de cartas y felicitaciones dirigidas a la joven, muchas de ellas de perfectos desconocidos. «Permítame, señorita —escribía uno—, que le suplique que se libere de la opresión que le habrá causado su breve estancia en ese valle de sombras.»

Que unos extraños se creyeran con derecho a hacer comentarios sobre cosas tan íntimas como una muerte y una resurrección, que trataran de manifestar su curiosidad en cartas dirigidas a su hija, forzosamente tenía que ser motivo de vivo desagrado para la señora Wintertowne, que no se calló la opinión que le merecía una gente tan tosca y maleducada, y, a su llegada a la casa de Brunswick Square, sir Walter se vio obligado a oír sus quejas.

—Mi consejo, señora, es que no piense más en ello —le dijo—. Como los políticos sabemos bien, una actitud de digno silencio es la mejor defensa contra las impertinencias.

—¡Ah, sir Walter! —exclamó su futura madre política—. Me es muy grato descubrir con cuánta frecuencia coinciden nuestras opiniones. Digno silencio. Justo. En lo tocante a los sufrimientos de la pobre Emma, creo que toda discreción es poca. A partir de mañana, estoy decidida a no volver a hablar de ello.

—Quizá no haya que llegar a tanto. Y es que, como comprenderá, no debemos olvidar al señor Norrell. En él tendremos siempre el recuerdo vivo de lo sucedido. Mucho me temo que en adelante habremos de verlo a menudo. Después del servicio que nos ha prestado, le debemos toda clase de consideraciones. —Hizo una pausa y agregó, frunciendo su fea cara en una sonrisa irónica—: Afortunadamente, él mismo ha tenido la amabilidad de indicar la forma en que considera que puedo satisfacer mi parte de la deuda. —Con eso aludía a una conversación que habían mantenido a las cuatro de la mañana, cuando el mago le había salido al encuentro en la escalera y le había hablado extensamente de sus planes para burlar a los franceses por medio de la magia.

La señora Wintertowne dijo que por supuesto tendría sumo gusto en distinguir al señor Norrell con muestras del mayor respeto y consideración; todos podrían ver lo mucho que ella lo apreciaba. Aparte de poseer grandes dotes de mago, a las que no sería necesario aludir cuando él acudiera a la casa, parecía un anciano caballero muy correcto.

—Cierto. Pero por el momento, lo primero es procurar que la señorita Wintertowne no abuse de sus fuerzas... y precisamente por esa razón deseaba hablar especialmente con usted. Ignoro cuál pueda ser su opinión, pero a mí me parecería conveniente aplazar la boda una o dos semanas.

La señora Wintertowne no aprobó la idea: ya estaban hechos los preparativos, e incluso se había cocinado parte del banquete nupcial. Las sopas, las jaleas, las carnes hervidas, el esturión en escabeche y otras muchas cosas ya estaban dispuestas; ¿no sería una lástima dejar que se estropeasen ahora y, dentro de una o dos semanas, volver a empezar? Sir Walter no tenía nada que oponer a argumentos de economía doméstica, sugirió preguntar a la señorita Wintertowne si se sentía con fuerzas suficientes.

Así pues, ambos se levantaron de los asientos que ocupaban en el glacial salón donde había tenido lugar la conversación y subieron al segundo piso, a la salita de la joven, donde le hicieron la pregunta.

—Oh, en mi vida me había encontrado tan bien —dijo ella—. Me siento fuerte y animosa. Gracias. Esta mañana ya he salido. No suelo andar y casi nunca me apetece hacer ejercicio, pero esta mañana la casa me parecía una cárcel. Ansiaba estar fuera.

—Tal vez haya sido una imprudencia —observó sir Walter, inquieto. Miró a la señora Wintertowne—. ¿A usted le parece bien?

La mujer abrió la boca para protestar, pero su hija exclamó riendo:

—¡Oh, mamá no sabía nada! Cuando he salido, ella aún estaba en su habitación, durmiendo. Me ha acompañado Barnard. He dado la vuelta a la plaza veinte veces. ¡Veinte! ¿No es absurdo? ¡Pero sentía tantos deseos de caminar...! Creo que incluso habría corrido, de haber sido posible, pero en Londres... ya se sabe... —Volvió a reír—. Yo habría ido más allá, pero Barnard estaba muy nerviosa, temía que pudiera desmayarme en la calle. No quería que perdiéramos de vista la casa.

La miraban sin pestañear. Ésa era probablemente, entre otras cosas, la explicación más larga que sir Walter había oído de labios de su prometida. Estaba muy erguida en su asiento, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas: la estampa de la salud y la belleza. Parecía alegre y muy animada, hablando deprisa y con aquella inusual vivacidad. Era como si el señor Norrell no sólo le hubiera devuelto la vida, sino una vida dos o tres veces más intensa que la anterior.

Resultaba muy extraño.

—Desde luego —dijo sir Walter—, si se encuentra lo bastante bien para hacer ejercicio, nadie va a impedírselo; nada hay tan indicado para adquirir vigor y cuidar la salud como la práctica regular del ejercicio. Pero quizá por el momento sería preferible que no saliese sin avisar. Debería llevar a alguien para que la protegiera, además de Barnard. A partir de mañana, reclamo para mí ese honor.

—Pero usted está ocupado, sir Walter —le recordó ella—. Tiene que atender todos esos asuntos del gobierno.

—En efecto, pero...

—Oh, ya sé que casi siempre va a estar muy ocupado en cosas de negocios. Ya sé que más no puedo esperar.

Parecía tan resignada a que la descuidase que sir Walter abrió la boca para protestar; pero era tan cierto lo que ella decía que no logró articular palabra. Ya la primera vez que la había visto, en casa de lady Winsell en Bath, lo impresionaron su belleza y su elegancia... y rápidamente decidió que sería muy conveniente, además de casarse con ella tan pronto fuera factible, tratar de conocerla mejor, pues empezaba a intuir que podía ser una buena esposa para él no sólo por su dinero. Pensaba que una horita de conversación contribuiría en buena medida a situarlos en ese plano de perfecta compenetración y confianza tan deseable entre marido y mujer. Albergaba grandes esperanzas en que este tête-à-tête habría de proporcionarles las muestras de sus respectivos gustos y preferencias. Ciertas cosas que ella había dicho lo animaban a pensar que así sería. Y por ser hombre —hombre inteligente— y contar cuarenta y dos años, tenía mucha información y muchas opiniones sobre casi cualquier tema, las cuales estaba más que dispuesto a comunicar a una encantadora joven de diecinueve años, que necesariamente había de encontrarlas cautivadoras. Pero, por un lado, los importantes asuntos de Estado que lo absorbían a él y, por el otro, la delicada salud de la joven, les habían impedido mantener tan interesante conversación; y ahora ella le decía que esperaba que las cosas siguieran igual cuando estuviesen casados. Lo cual no parecía importarle. Por el contrario, con su nueva vivacidad, parecía encontrar muy divertido que él hubiera podido engañarse a sí mismo pensando que las cosas iban a ser de otro modo.

Desgraciadamente, sir Walter ya llegaba tarde a una cita con el ministro de Asuntos Exteriores, por lo que tomó la mano de la señorita Wintertowne (su intacta mano derecha) y se la besó muy galán; le dijo que aguardaba con impaciencia el día siguiente, que haría de él el más feliz de los hombres; escuchó cortésmente —con el sombrero en la mano— un breve discurso de la señora Wintertowne sobre el tema; y salió de la casa decidido a atender a la cuestión con más detenimiento tan pronto dispusiera de tiempo para ello.

A la mañana siguiente se celebró la boda en la iglesia de San Jorge, en Hanover Square. Asistieron a la ceremonia casi todos los ministros de su majestad, dos o tres duques de la familia real, media docena de almirantes, un obispo y varios generales. Pero lamento tener que decir que, por indispensables que estos grandes hombres sean siempre para la paz y la prosperidad de una gran nación, el día en que la señorita Wintertowne contrajo matrimonio con sir Walter Pole, a nadie le importaba un rábano ninguno de ellos. El hombre que atraía las miradas, el hombre que todos señalaban al vecino con un cuchicheo, era el señor Norrell, el mago.