64. Dos versiones de lady Pole (Mediados de febrero de 1817)
—¡Vaya! —dijo Lascelles—. ¡Esto no me lo esperaba!
Él y los criados estaban junto a la pared norte del comedor, la pared que acababa de atravesar Norrell con la mayor compostura.
Lascelles extendió la mano y la tocó. Era perfectamente sólida. Empujó con fuerza, pero la pared no se movió.
—¿Cree que él quería hacer eso? —preguntó uno de los criados.
—No creo que importe si quería o no —dijo Lucas—. Se ha ido para reunirse con el señor Strange.
—Que es como decir que se ha ido al diablo —agregó Lascelles.
—¿Qué pasará ahora? —inquirió otro criado.
Nadie contestó. Por la mente de todos desfilaron imágenes de batallas mágicas: el señor Norrell lanzando místicas balas de cañón a Strange; Strange, invocando a demonios para que se llevaran al señor Norrell. Aguzaron el oído, tratando de captar sonidos de lucha. No los había.
En la habitación contigua sonó un grito. Un sirviente había abierto la puerta del salón y encontrado el comedor del desayuno al otro lado. Más allá de éste estaba la salita de Norrell, y después el vestidor. Se había restablecido el antiguo orden de las habitaciones. El laberinto estaba roto.
Este descubrimiento produjo gran alivio general. Inmediatamente, los criados abandonaron a Lascelles y bajaron a la cocina, refugio natural y solaz de su clase. Lascelles —también como era natural— se sentó en solitario en la salita del señor Norrell, con la vaga idea de quedarse allí hasta que el mago regresara. O, si no regresaba, de esperar a Strange y matarlo. «Al fin y al cabo —pensó—, ¿qué puede hacer un mago contra una bala de plomo? Desde que sale de la pistola hasta que le llega al corazón no hay tiempo para magia.»
Pero estos pensamientos le deparaban sólo consuelo momentáneo. La casa estaba muy silenciosa y la oscuridad era muy mágica. Y era muy desagradable la impresión que le producía pensar que los criados estaban congregados en un sitio reconfortándose con su mutua compañía, que los dos magos se hallaban juntos en otro sitio haciendo sabe Dios qué, y que él seguía allí, solo. En un rincón había un reloj de pie, reliquia de la casa de la infancia del señor Norrell en Yorkshire. Aquel reloj, al igual que todos los de la casa, marcaba la medianoche desde la llegada de Strange. Pero no voluntariamente, sino a regañadientes, resistiéndose a aquella incongruencia, y tenía un tictac irregular, como si estuviese borracho o tuviera fiebre. De vez en cuando hacía un sonido raro, similar a un suspiro, y entonces Lascelles pensaba que Strange había entrado en la habitación y abría la boca para decir algo.
Al fin se levantó y se dirigió a la cocina.
La cocina de Hurtfew Abbey se parecía mucho a la cripta de una gran iglesia, por lo austera y lóbrega. En el centro ardían gran número de velas de sebo, alrededor de las cuales se habían reunido todos los sirvientes que Lascelles había visto en Hurtfew y muchos a los que no había visto. Se apoyó en una columna, en lo alto de la escalera.
Lucas levantó la cabeza y le dijo:
—Estábamos hablando de lo que vamos a hacer, señor. Nos vamos dentro de media hora. Quedándonos no le haríamos ningún bien al señor Norrell y nosotros podríamos pasarlo mal. Ésa es nuestra intención, señor, pero si usted tiene otra opinión, me alegrará oírla.
—¡Mi opinión! —exclamó Lascelles con asombro, fingido sólo en parte—. Es la primera vez que un lacayo me pide mi opinión. Gracias, pero me parece que renunciaré a participar en esta... —Se interrumpió hasta encontrar la palabra más ofensiva de su vocabulario—. En esta democracia.
—Como usted desee, señor —dijo Lucas suavemente.
—Ahora en Inglaterra debe de ser de día —apuntó una criada mirando con ansia las ventanas, situadas a gran altura.
—¡Esto es Inglaterra, boba! —exclamó Lascelles.
—No, señor. Con perdón, señor —dijo Lucas—, pero no lo es. Inglaterra es un lugar natural. Davey, ¿cuánto se tardará en sacar los caballos?
—¡Oh! —gritó Lascelles—. Me parece que sois muy imprudentes hablando de vuestro latrocinio delante de mí. ¿Qué? ¿Habéis creído que no voy a denunciaros? ¡Haré que os cuelguen a todos!
Algunos miraron nerviosamente las pistolas que Lascelles empuñaba. Lucas, por el contrario, actuó como si no lo hubiera oído.
Los criados acordaron enseguida que quienes tuvieran parientes o amigos en los alrededores se irían a vivir con ellos, y que los demás, junto con los caballos, se distribuirían entre las granjas de la propiedad.
—Ya ve, señor —le dijo Lucas a Lascelles—, nadie va a robar nada. Nadie va a ser ladrón. Todo lo que pertenece al señor Norrell se quedará en las tierras del señor Norrell, y los caballos estarán tan bien cuidados como si siguieran en los establos. Sería cruel dejar a una criatura viviente en esta Oscuridad Perpetua.
Los criados abandonaron Hurtfew algún tiempo después (no había manera de saber cuánto tiempo después, porque sus relojes de bolsillo, al igual que los de toda la casa, señalaban la medianoche). Iban cargados con cestas y mochilas, y llevaban de las riendas a los caballos, además de dos asnos y un carnero que vivía en los establos, porque a los caballos les gustaba su compañía. Lascelles los seguía a distancia; no quería mezclarse con aquella comitiva variopinta y plebeya, pero tampoco quería quedarse solo en la casa.
A diez yardas del río, salieron de la oscuridad al amanecer. De pronto el aire se llenó de olores: a escarcha, a tierra de invierno, al río cercano. Los colores y las formas del parque parecían más nítidos, como si durante la noche Inglaterra hubiera sido rehecha. Para los pobres criados, que ya dudaban de volver a ver algo que no fuera oscuridad y estrellas, la visión no podía ser más grata.
Los relojes se pusieron en marcha y una consulta general reveló que eran las ocho menos cuarto.
Pero aún no se habían acabado los sobresaltos de la noche. Ahora cruzaban el río dos puentes en lugar de uno.
Lascelles se acercó rápidamente.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el puente nuevo.
Un criado viejo —un hombre con una barba que parecía una nube blanca en miniatura colgada del mentón— dijo que era un puente encantado. Él lo había visto en su juventud. Fue construido hacía mucho tiempo, cuando John Uskglass aún gobernaba Yorkshire. Estaba muy deteriorado, y en tiempos del tío del señor Norrell se había desmantelado.
—Pero ahora vuelve a estar en el mismo sitio —dijo Lucas con un estremecimiento.
—¿Que hay al otro lado? —preguntó Lascelles.
El criado viejo dijo que antaño conducía a Northallerton, pasando por varios lugares extraños.
—¿Sale al camino que vimos cerca de La Casa Roja? —preguntó Lascelles.
El viejo criado sacudió la cabeza. No lo sabía.
Lucas se impacientaba. Quería alejarse de allí cuanto antes.
—Los caminos de los duendes no son como los de los cristianos. Muchos no van a donde se supone que deben ir. Pero ¿qué importa? Ninguno de nosotros va a poner el pie en esa cosa maléfica.
—Muchas gracias por la información —replicó Lascelles—, pero creo que decidiré por mí mismo lo que hago. —Vaciló un momento y se dirigió hacia el puente encantado.
Varios criados le gritaron que volviera.
—¡Oh, dejad que se vaya! —dijo Lucas, asiendo con más fuerza el cesto en que llevaba a su gato—. ¡Dejad que se condene si quiere! Merecido lo tiene.
Le lanzó a Lascelles una última mirada de vivo desagrado y siguió a los otros hacia el parque.
A su espalda se erguía el Pilar Negro, sin que se viera su final, que se perdía en el cielo gris de Yorkshire.
A veinte millas de allí, Childermass cruzaba el puente de caballerías que conducía a Starecross. Atravesó el pueblo, y al llegar a Starecross Hall desmontó.
—¡Eh, eh! —gritó, golpeando la puerta con la fusta y dando fuertes puntapiés en la madera.
Acudieron dos criados. Si los gritos y golpes los habían alarmado, no se sintieron mucho más tranquilos cuando levantaron la vela y descubrieron que el autor era un individuo de aspecto siniestro, con ojos de loco, la cara cortada y la camisa ensangrentada.
—¡No os quedéis ahí plantados! ¡Avisad al amo! ¡Él me conoce!
Diez minutos después llegó el señor Segundus, en bata. Childermass, que esperaba con impaciencia junto a la puerta, vio que iba con los ojos cerrados y que un criado lo llevaba de la mano. Parecía un ciego. El criado lo situó frente a Childermass y entonces abrió los ojos.
—¡Santo cielo, señor Childermass! —exclamó—. ¿Qué le ha pasado en la cara?
—Alguien la ha confundido con una naranja. ¿Y a usted, señor? ¿Qué le ha pasado? ¿Ha estado enfermo?
—No; enfermo no. —Segundus parecía turbado—. Es de vivir en constante proximidad con una magia potente. Nunca imaginé que pudiera debilitar de este modo. Es decir, a los que somos sensibles a ella. Los criados, afortunadamente, no sienten sus efectos.
Su cuerpo había adquirido un extraño carácter etéreo, como si estuviera pintado en el aire. Una leve corriente que se filtraba por una rendija el marco de la puerta le levantaba el pelo en finas espirales y volutas, como si no pesara nada.
—Imagino que ése es el motivo de su visita —prosiguió—. Pero puede decirle al señor Norrell que me he limitado a estudiar los acontecimientos que se han presentado. Confieso haber tomado algunas notas, pero en realidad no tiene motivos de queja.
—¿Qué magia? —preguntó Childermass—. ¿A qué se refiere? Y ya no debe preocuparse más por el señor Norrell. Él tiene sus propios problemas y no sabe que he venido. ¿Qué ha estado haciendo, señor Segundus?
—Nada más que observar y anotar, lo que todo mago debe hacer. —Se inclinó hacia delante para añadir con vehemencia—: ¡Y he sacado conclusiones sorprendentes acerca de la enfermedad de lady Pole!
—¡Ah!
—En mi opinión, no se trata de locura. ¡Es magia! —Hizo una pausa, esperando las muestras de asombro de Childermass, y pareció decepcionado al ver que su visitante se limitaba a mover la cabeza de arriba abajo.
—Tengo en mi poder una cosa que pertenece a milady. Una cosa que falta desde hace tiempo. Le ruego tenga la amabilidad de llevarme a su presencia.
—Oh, es que...
—No tengo intención de hacerle daño alguno, señor Segundus. Al contrario, creo que puedo hacerle un bien. Lo juro por el pájaro y el libro. Por el pájaro y el libro1 .
—Yo no puedo llevarlo hasta ella. —Alzó una mano, atajando las protestas de Childermass—. No es que no quiera. Es que no puedo físicamente. Charles nos llevará a los dos —terminó, señalando al criado que permanecía a su lado.
Eso parecía un tanto insólito, pero Childermass prefirió no discutir. Segundus asió el brazo de Charles y cerró los ojos.
Detrás de los pasillos de piedra y roble de Starecross Hall se alzó de pronto la visión de otra casa. Childermass vio corredores de alto techo que se perdían en una distancia inimaginable. Era como si en una linterna mágica se hubieran puesto dos transparencias juntas, y las imágenes quedaran superpuestas. La impresión de estar andando por las dos casas a la vez provocaba una sensación de mareo. Childermass se sentía confuso y, de haber estado solo, pronto no habría sabido por dónde ir. No sabía si caminaba o resbalaba, si subía un escalón o una escalera interminable. A veces, le parecía deslizarse por una gran extensión de losas de piedra al tiempo que tenía la impresión de estar inmóvil. Le daba vueltas la cabeza y sentía vértigo.
—¡Paren! ¡Paren! —gritó, y cayó al suelo con los ojos cerrados.
—Le afecta mucho —dijo Segundus—. Aún más que a mí. Cierre los ojos y tome mi brazo. Charles nos guiará a los dos.
Siguieron andando con los ojos cerrados. Charles los llevó hacia la derecha y los hizo subir una escalera. Ya arriba, Segundus habló en voz baja con otra persona. Charles ayudó a avanzar a Childermass, que tuvo la impresión de entrar en una habitación. Olía a ropa limpia y a rosas secas.
—¿Es ésta la persona que quiere verme? —dijo una voz de mujer. Había algo extraño en aquella voz, como si llegara de dos lugares a la vez, como si fuera la voz y el eco—. ¡Pero yo conozco a este hombre! ¡Es el criado del mago! Es...
—Soy la persona a la que milady hirió —dijo Childermass abriendo los ojos.
No vio a una mujer sino a dos, o, mejor dicho, vio a la misma mujer en doble imagen. Las dos estaban sentadas en la misma postura y las dos lo observaban. Las dos ocupaban el mismo espacio, y, al contemplarlas, él volvió a experimentar aquel vahído que sintiera al caminar por los corredores.
Una versión de lady Pole estaba sentada en la casa de Yorkshire, con un vestido de mañana color marfil, y lo miraba con serena indiferencia. La otra versión era más etérea... más espectral. Se hallaba en una casa tenebrosa y laberíntica, llevaba un traje de noche color rojo sangre y brillantes, o estrellas, en su oscuro cabello, y lo miraba con odio y furor.
Segundus tiró de Childermass hacia la derecha.
—¡Póngase ahí! —dijo, nervioso—. Ahora cierre un ojo. ¿La ve? Tiene una rosa roja y blanca donde debería tener la boca.
—La magia me afecta a mí de modo diferente. Veo algo muy extraño, pero no eso.
—No sé cómo se atreve a venir aquí —dijeron las dos versiones de lady Pole—, siendo quien es y representando a quien representa.
—No vengo de parte del señor Norrell. A decir verdad, no estoy del todo seguro de a quién represento. Creo que a Jonathan Strange. Creo que me envió un mensaje y que el mensaje se refería a milady. Pero el mensajero no pudo llegar hasta mí y el mensaje se perdió. ¿Sabe qué podía querer decirme de usted el señor Strange, milady?
—Sí —dijeron las dos versiones de lady Pole.
—¿Podría indicarme qué es?
—Si hablara —respondieron ellas—, por mi boca hablaría la locura.
Childermass se encogió de hombros.
—He pasado veinte años en compañía de magos —dijo—. Estoy acostumbrado a ella. Hable.
Entonces ella empezó (o ellas empezaron). Inmediatamente, Segundus sacó un cuaderno del bolsillo de la bata y se puso a tomar notas. Pero a los ojos de Childermass, las dos versiones de lady Pole ya no hablaban como una sola. La lady Pole que estaba sentada en la habitación de Starecross Hall contaba la historia de una niña que vivía cerca de Carlisle2 , pero la mujer del vestido rojo sangre parecía hablar de algo totalmente distinto. Tenía una expresión furiosa y subrayaba sus palabras con ademanes vehementes... pero él no entendía lo que decía; la fantástica historia de la niña de Cumbria no lo dejaba oírlo.
—¡Fíjese! ¡Es eso! —exclamó Segundus, cuando acabó de garabatear sus notas—. Por eso dicen que está loca, por esos extraños relatos. Pero yo he anotado todo lo que me ha contado y estoy empezando a descubrir afinidades con antiguos cuentos de los duendes. Estoy seguro de que si usted y yo nos dedicáramos a investigar, encontraríamos referencias a unos duendes que estaban íntimamente relacionados con las aves canoras. Quizá no fueran pastores de pájaros. Convendrá conmigo en que ésa sería una ocupación demasiado monótona para una raza tan inconstante. No obstante, los duendes han practicado una clase de magia especial relacionada con esos animales. Y quizá a alguno de ellos se le antojara decir a una niña impresionable que era pastor de pájaros.
—Quizá —dijo Childermass sin gran interés—. Pero no era eso lo que ella trataba de decirnos. Y ahora recuerdo el significado mágico de las rosas. Representan el silencio. Por eso usted ve una rosa roja y blanca: es una mordaza mágica.
—¡Una mordaza mágica! —exclamó mirándolo con asombro—. ¡Sí, sí! ¡Ya veo! He leído cosas sobre eso. Pero ¿cómo podemos romper el hechizo?
Childermass sacó del bolsillo de la chaqueta una cajita color de congoja.
—Milady —dijo—, ¿me da su mano izquierda?
Ella puso su blanca mano en la oscura y áspera de Childermass, que sacó el dedo de la caja y lo colocó en su sitio.
No sucedió nada.
—Hay que encontrar al señor Strange —dijo Segundus—. O al señor Norrell. ¡Quizá ellos puedan repararlo!
—No; no es necesario. Ahora no. Usted y yo somos magos. E Inglaterra está llena de magia. ¿Cuántos años de estudio sumamos entre los dos? Tenemos que saber algo apropiado. ¿Y el hechizo de restauración y rectificación de Pale?
—Conozco la fórmula; pero yo no soy un mago práctico.
—Ni lo será nunca si no lo intenta. Obre la magia, señor Segundus. Él obró la magia3 .
El dedo encajó en la mano formando un todo sin fisuras. En el mismo instante, desapareció la imagen de los interminables y lóbregos corredores que los rodeaban y, ante los ojos de Childermass, las dos mujeres se fundieron en una sola.
Lady Pole se levantó de la silla despacio. Sus ojos recorrieron rápidamente la habitación, como los del que ve el mundo por primera vez. Todos los presentes se dieron cuenta de que había cambiado. Ahora había animación y fuego en sus facciones, y sus ojos brillaban de furor. Levantó los brazos con los puños cerrados, como si quisiera golpear con ellos la cabeza de alguien.
—¡Me habían encantado! —gritó—. ¡Un desalmado me vendió para hacerse un nombre!
—¡Dios mío! —exclamó Segundus—. Mi querida lady Pole...
—¡Calma, señor Segundus! —dijo Childermass—. No hay tiempo para cumplidos. ¡Déjela hablar!
—¡Estaba muerta por dentro y casi también por fuera! —Se le salta-las lágrimas y se golpeaba el pecho con el puño—. ¡Y no sólo yo! ¡Hay otras personas que aún sufren! ¡La señora Strange y Stephen Black, el criado de mi esposo!
Habló de los bailes fríos y fantasmales que había soportado, de las tediosas procesiones en las que había tenido que desfilar, y del extraño impedimento que no les permitía ni a ella ni a Stephen Black hablar de su desgracia.
A cada nueva revelación crecía el horror de Segundus y los criados. Childermass, sentado en una silla, escuchaba con gesto impasible.
—¡Hemos de escribir a los periódicos! —gritó lady Pole—. ¡Estoy decidida a desenmascararlos!
—¿Desenmascarar a quién? —preguntó Segundus.
—¡A los magos, por supuesto! ¡A Strange y a Norrell!
—¿Al señor Strange? ¡No, no, se equivoca! Mi querida lady Pole, deténgase un momento a considerar lo que dice. No tengo nada que decir en defensa del señor Norrell; sus crímenes contra usted son monstruosos. Pero el señor Strange no ha hecho daño alguno, por lo menos deliberadamente. Sin duda, es más víctima que culpable.
—¡Oh, al contrario! Yo lo considero el peor de los dos. Con su negligencia y su fría magia masculina, traicionó a la mejor de las mujeres y de las esposas.
Childermass se levantó.
—¿Adónde va? —preguntó Segundus.
—A buscar a Strange y Norrell —respondió,
—¿Por qué? —gritó lady Pole revolviéndose contra él—. ¿Para advertirles, a fin de que puedan prepararse contra la venganza de una mujer? ¡Cómo se protegen los hombres unos a otros!
—No; voy a ofrecerles mis servicios para liberar a la señora Strange y a Stephen Black.
Lascelles siguió andando. El sendero entraba en un bosque. En el linde estaba la estatua de la mujer que sostenía el ojo y el corazón de piedra, como la había descrito Childermass. De los árboles de espino colgaban cadáveres en varios estados de descomposición. La nieve cubría el suelo. Reinaba el silencio.
Después de un trecho llegó a la torre. Había imaginado que sería un lugar fantástico y maravilloso. «En realidad —pensó—, es bastante tosca. Se parece a los castillos de la frontera escocesa.»
En lo alto de la torre, en una ventana iluminada por una vela, se veía la sombra de alguien que miraba fuera. Lascelles observó algo más, algo que Childermass no había visto o no se había molestado en describir: los árboles estaban llenos de criaturas semejantes a serpientes, de cuerpos pesados y formas flácidas. Una de ellas estaba engullendo entero un cadáver fresco y carnoso.
Entre los árboles y el arroyo estaba el joven pálido. Tenía los ojos muertos y un leve rocío en la frente. El uniforme que llevaba le pareció a Lascelles el del 11o de la Ligera de Dragones.
Se dirigió a él con estas palabras:
—Hace unos días, uno de nuestros compatriotas se acercó a ti. Él te habló. Tú lo retaste. Él huyó. Era un individuo poco agraciado, de tez oscura. Persona de hábitos despreciables y baja extracción.
Si el joven pálido reconoció a Childermass por la descripción, no dio señales de ello. Con voz átona, dijo:
—Yo soy el paladín del Castillo del Ojo y el Corazón Arrancados. Yo lanzo desafíos a...
—¡Sí, sí! —cortó Lascelles con impaciencia—. Eso no me interesa. Yo vengo a pelear. A borrar la mancha que la cobardía de aquel villano puso en el honor de Inglaterra.
La figura de la ventana se inclinó hacia fuera con interés. El joven pálido no dijo nada.
Lascelles lanzó un rugido de impaciencia.
—Está bien. Si lo prefieres, puedes creer que yo quiero hacer toda clase de mal a esa mujer. ¡Me trae sin cuidado! ¿Pistolas?
El joven pálido se encogió de hombros.
Como no había padrinos que actuasen en su nombre, Lascelles dijo que dispararían a veinte pasos, y él mismo los contó.
Ya habían ocupado sus puestos e iban a disparar cuando a Lascelles se le ocurrió algo.
—¡Espera! —gritó—. ¿Cómo te llamas?
El joven lo miró con sus ojos vacuos.
—No lo recuerdo.
Dispararon los dos a la vez. Lascelles tuvo la impresión de que en el último instante el joven desviaba la pistola y erraba el tiro deliberadamente. No le importó: si era un cobarde, peor para él. Su propia bala, con certera trayectoria, perforó el pecho del joven. Lo vio morir con el mismo intenso interés y la misma satisfacción que había sentido al matar a Drawlight.
Colgó el cadáver del árbol más próximo. Luego se divirtió disparando a los cadáveres descompuestos y a las serpientes. No haría más de una hora que estaba ocupado en ese agradable pasatiempo cuando oyó ruido de cascos de caballo en el sendero del bosque. En sentido opuesto, procedente no de Inglaterra sino de Tierra de Duendes, se acercaba un jinete oscuro sobre un caballo oscuro.
Lascelles se volvió rápidamente.
—Soy el paladín del Castillo del Ojo y el Corazón Arrancados... —empezó.