20. El extraño sombrerero (Febrero de 1808)

QUIENES creían que al haber entrado en escena un mago la guerra acabaría enseguida, pronto tuvieron que desengañarse.

—¡Magia! —decía Canning, ministro de Asuntos Exteriores—. ¡No me hablen de magia! En la magia, como en las demás cosas, todo son inconvenientes y desengaños.

No le faltaba razón, y Norrell siempre estaba dispuesto a dar largas y complicadas explicaciones de por qué no era posible hacer esto o lo otro. Una vez dijo algo que después le pesó. Ocurrió en Burlington House. Estaba diciéndole a lord Hawkesbury, el ministro del Interior1 , que no se podía poner en práctica una idea determinada, ya que para ello se precisarían por lo menos doce magos trabajando día y noche. Y se enfrascó en un largo y tedioso discurso sobre el lastimoso estado de la magia inglesa que terminó con estas palabras:

—Mal que me pese, y como vuecencia ya debe de saber, nuestros jóvenes más brillantes prefieren labrarse un porvenir en el Ejército, la Armada o la Iglesia. Mi pobre profesión tiene poco atractivo para ellos. —Y suspiró profundamente.

Quizá no pretendía sino poner de relieve el carácter excepcional de su propio talento, pero, por desgracia, lord Hawkesbury dio a sus palabras una interpretación distinta.

—¿Quiere decir que necesitamos más magos? ¡Sí! Ya entiendo. Por supuesto. ¿Quizá una escuela o una academia? ¿O una sociedad con el patrocinio de su majestad? En fin, creo que esos detalles podemos dejarlos en sus manos. Si tiene la bondad de escribir un memorándum, con mucho gusto lo leeré y lo discutiré con mis compañeros de gabinete. Todos admiramos su habilidad para redactar esta clase de documentos, su lenguaje tan claro, su detallada exposición y su buena caligrafía. Creo, señor mío, que algún dinero podremos encontrar. Cuando tenga tiempo. No hay prisa. Ya sé lo muy ocupado que está.

¡Pobre señor Norrell! Nada podía disgustarlo tanto como la creación le otros magos. Se consoló con la idea de que lord Hawkesbury era un ministro modelo, entregado a su trabajo, con mil y un asuntos en los que pensar. Sin duda pronto se olvidaría de la idea.

Pero la siguiente vez que fue a Burlington House, lord Hawkesbury salió a su encuentro rápidamente para decirle:

—Señor Norrell, hablé con el rey sobre su plan para crear nuevos magos. A su majestad le pareció una idea excelente y desea que le diga que con mucho gusto patrocinará el proyecto.

Afortunadamente, antes de que Norrell pudiera responder, la entrada del embajador de Suecia obligó a milord a alejarse presuroso.

Pero al cabo de una semana volvió a ver a lord Hawkesbury, esa vez en una cena ofrecida por el príncipe de Gales en honor del mago, en Carlton House.

—¡Ah, señor Norrell, celebro volver a verlo! ¿No llevará encima por casualidad sus propuestas para la academia de magos? Es que ahora mismo hablaba con el duque de Devonshire, que se ha mostrado muy interesado en el proyecto: dice que cree tener una casa en Leamington Spa que sería muy apropiada, y me ha preguntado por el programa de estudios, si habría rezos y dónde dormirían los magos... cosas de las que naturalmente no tengo ni idea. ¿Tendría usted la bondad de hablar con él? Está ahí, junto a la chimenea... ya nos ha visto... viene hacia aquí. Excelencia, aquí está el señor Norrell dispuesto a hablarle de su plan.

Norrell tuvo bastantes dificultades para convencer a lord Hawkesbury y al duque de Devonshire de que una academia le absorbería demasiado tiempo y, por otra parte, aún no había hallado a hombres jóvenes con talento suficiente para que el intento mereciera la pena. Mal que les pesara, su excelencia y milord tuvieron que convenir en ello, y Norrell pudo concentrar sus esfuerzos en un proyecto mucho más grato para él: el de destruir a los magos ya existentes.

Hacía mucho tiempo que los brujos callejeros de Londres alteraban la paz de espíritu de Norrell. Cuando aún no gozaba de renombre ni consideración, había dirigido ya peticiones a los miembros del gobierno y otros prohombres para que retirasen de las calles a aquellos hechiceros vagabundos. Naturalmente, tan pronto alcanzó el renombre, duplicó y triplicó sus esfuerzos. Su primera idea fue que la magia debía estar reglamentada por el gobierno y los magos debían ser poseedores de una licencia (aunque, por supuesto, no pensaba que tal licencia debiera ser otorgada a alguien que no fuese él). También propuso la creación de un Consejo Nacional Regulador de la Magia, pero en eso pecó por exceso de ambición.

Lord Hawkesbury le dijo a sir Walter:

—Nos disgusta ofender a un hombre que tan grandes servicios ha prestado al país. Pero pedir la creación de un Consejo Nacional, con todo lo que ello comporta, entre consejeros, secretarios y sabe Dios qué más, mientras estamos librando una guerra tan larga y difícil... ¿Y para qué? ¡Para escuchar al señor Norrell y dedicar cumplidos al señor Norrell! De ninguna manera. Trate de convencerlo de la conveniencia de buscar otra fórmula, se lo ruego.

Así pues, en el curso de la siguiente entrevista entre sir Walter y el señor Norrell (que tuvo lugar en casa del último, en Hanover Square), el visitante se dirigió a su amigo con estas palabras:

—El fin es admirable, eso nadie lo discute, pero la creación de un Consejo no parece el medio más adecuado. En Londres, que es donde en mayor medida existe el problema, el Consejo no tendría autoridad. Verá lo que haremos: mañana usted y yo iremos a Mansion House a visitar al alcalde y varios regidores. Estoy seguro de que pronto encontraremos aliados para nuestra causa.

—¡Pero mi querido sir Walter! —exclamó Norrell—. Eso no sería suficiente. El problema no se circunscribe a Londres. He estado estudiándolo desde que llegué de Yorkshire... —Revolvió en un montón de papeles que tenía en una mesita a su lado y sacó una lista—. Hay doce brujos callejeros en Norwich, dos en Yarmouth, dos en Gloucester, seis en Winchester, ¡cuarenta y dos en Penzance! El otro día, sin ir más lejos, una sucia mujeruca se presentó en mi casa empeñada en verme, y me pidió un papel en el que constara mi convicción de que estaba capacitada para ejercer la magia. ¡Nada menos que un certificado de aptitud! En mi vida me había sentido tan asombrado. Y le dije: «Mujer...»

—En cuanto a los otros sitios que usted menciona —interrumpió sir Walter apresuradamente—, ya verá cómo, una vez Londres se libre de esa plaga, en los demás lugares ocurrirá otro tanto. No querrán ser menos.

Norrell no tardó en descubrir que sir Walter estaba en lo cierto. El alcalde y los regidores se mostraron ansiosos de participar en la gloriosa restauración de la magia inglesa. Convencieron al Concejo Municipal para que formara un comité para la ordenación de los actos de magia, y el comité dispuso que únicamente el señor Norrell estaba autorizado a practicar la magia dentro de los límites de la ciudad, y que cualesquiera otras personas que «instalaran tiendas o barracas o por cualquier otro medio importunaran a los ciudadanos de Londres con la pretensión de realizar actos de magia» debían ser expulsadas de inmediato.

Los magos callejeros desmontaron sus tenderetes, cargaron sus sufridos bártulos en carros de mano y se marcharon de la ciudad. Algunos aún se tomaron la molestia de maldecir a Londres, pero la mayoría sobrellevó aquel revés de la fortuna con admirable filosofía. Muchos de ellos habían decidido, sencillamente, hacerse mendigos y ladrones, y puesto que ya llevaban años practicando la mendicidad y el robo en calidad de aficionados, el cambio de oficio no supondría un trastorno tan grave como cabría imaginar.

Pero uno se quedó. Vinculus, el mago de Threadneedle Street, permaneció en su barraca, vaticinando desdichas y vendiendo mezquinas venganzas a amantes despechados y aprendices resentidos. Desde luego, Norrell protestó enérgicamente, ya que precisamente Vinculus era el brujo que más detestaba. El comité envió a alguaciles y guardias a amenazar al hechicero con la picota, pero él no les hizo el menor caso, y el comité no se atrevió a expulsarlo manu militari por temor a disturbios, ya que era muy popular entre la ciudadanía.

Un día de febrero, frío y desapacible, Vinculus estaba en su barraca junto a la iglesia de San Cristóbal. Por si algún lector no se acuerda de cómo eran las barracas de los magos de nuestra niñez, diré que su forma recordaba a la de un teatro de títeres o un tenderete de feria. Era de madera y lona y estaba provista de una cortina amarilla, adornada hasta media altura con una gruesa costra de suciedad, cortina que hacía las veces de puerta y cuyo color anunciaba los servicios que se ofrecían en el interior.

Aquel día, Vinculus no tenía clientes ni esperanza de que llegaran. Las calles estaban casi desiertas. Una ácida niebla gris con sabor a humo y alquitrán envolvía Londres. Los comerciantes habían cargado bien de carbón sus fuegos y encendido todas sus lámparas, en un vano intento por disipar la oscuridad y el frío, pero sus escaparates no proyectaban un alegre resplandor a la calle: la luz no lograba atravesar la niebla. Nadie se sentía atraído a entrar en las tiendas a gastar dinero, y los dependientes, con sus largos delantales blancos y sus pelucas empolvadas, estaban ociosos, charlando o calentándose en el fuego. Era un día en el que quien tenía algo que hacer en casa se quedaba a hacerlo, y quien estaba obligado a salir a la calle caminaba deprisa, para poder regresar lo antes posible.

Vinculus estaba sentado lúgubremente detrás de su cortina, medio congelado, dando vueltas a los nombres de los dos o tres taberneros a los que quizá pudiera convencer de que le fiaran uno o dos vasos de vino caliente con especias. Casi se había decidido ya con cuál de ellos probaría suerte primero cuando oyó que alguien golpeaba el suelo con los pies y se soplaba los dedos, quizá un cliente; levantó la cortina y salió.

—¿Eres tú el mago?

Vinculus asintió, no sin suspicacia (el hombre tenía aspecto de alguacil).

—Magnífico. Tengo un encargo para ti.

—La primera consulta son dos chelines.

El hombre sacó una bolsa y le puso dos chelines en la mano.

Luego empezó a describir el problema que quería que Vinculus le resolviera con su magia. La explicación era muy clara y el cliente sabía con exactitud lo que quería. Lo malo era que cuanto más hablaba, menos podía creerle Vinculus. Dijo que procedía de Windsor, algo perfectamente posible. Cierto, tenía acento del norte, pero no había en ello nada extraño; mucha gente de las tierras del norte iba a Londres para hacer fortuna. Dijo también que era dueño de una próspera sombrerería, lo cual parecía menos probable, ya que no tenía en absoluto aspecto de sombrerero. Vinculus no sabía mucho de sombrereros, pero sí que visten a la última moda, y aquel individuo llevaba una vetusta chaqueta negra llena de remiendos. La camisa, aunque limpia y de buena calidad, habría estado anticuada veinte años atrás. Vinculus ignoraba el nombre de la multitud de artículos de fantasía que confeccionan los sombrereros, y aquel hombre también, porque los llamaba «fruslerías».

Con el frío, el suelo era una traidora mezcla de hielo y barro, y mientras tomaba sus notas en una grasienta libretita, Vinculus perdió el equilibrio y cayó sobre el extraño sombrerero. El suelo estaba tan resbaladizo que, para levantarse, tuvo que asirse al hombre como a una escala. El cliente pareció horrorizado por la vaharada de cerveza y col que se le echó encima y por aquellos dedos huesudos que le atenazaban el cuerpo, pero no dijo nada.

—Perdone —murmuró Vinculus cuando por fin volvió a estar de pie.

—Perdonado —dijo el otro, sacudiéndose de la chaqueta migas, bolitas de grasa y barro y otras señales del paso del mago.

También éste se arregló la ropa, un tanto desordenada tras la caída.

El extraño sombrerero prosiguió su historia.

—Como te decía, mi negocio prospera y mis sombreros son los más solicitados de todo Windsor, y no pasa semana sin que una de las princesas del castillo venga a encargarme un sombrero u otra fruslería. He colocado encima de la puerta una copia del escudo real en yeso dorado, en señal del real patrocinio de que disfruto. A pesar de todo, la tienda da mucho trabajo. He de quedarme levantado hasta muy tarde, cosiendo sombreros, haciendo cuentas y demás. Creo que mi vida sería mucho más fácil si una de las princesas se enamorase de mí y se casara conmigo. ¿Tendrías un hechizo para eso, mago?

—¿Un hechizo de amor? Desde luego. Pero será caro. Suelo cobrar cuatro chelines por conquistar a una granjera, diez por una modista y seis guineas por una viuda con negocio propio. Por una princesa... Hum. —Se rascó la mejilla sin afeitar con sus sucias uñas—. Cuarenta guineas —aventuró.

—Me parece bien.

—¿Y cuál es? —preguntó Vinculus.

—¿Cuál es qué? —repuso el extraño sombrerero.

—¿Cuál de las princesas?

—Todas se parecen bastante, ¿no? ¿El precio varía según la princesa?

—Pues no. Te escribiré el hechizo en un papel. Rómpelo por la mitad y cósete un trozo al interior de la chaqueta. El otro trozo debes esconderlo dentro de una prenda de la princesa elegida.

El hombre pareció asombrado.

—¿Y cómo quieres que haga tal cosa?

Vinculus lo miró.

—¿No has dicho que les haces los sombreros?

El cliente sonrió.

—Oh, sí. Naturalmente.

Vinculus lo observaba con recelo.

—Tú tienes de sombrerero tanto como yo de...

—¿Mago? —sugirió—. Reconoce que ésa no es tu profesión. Ahora mismo acabas de robarme.

—Sólo quería saber qué clase de rufián eres —replicó Vinculus, y agitó el brazo para que los objetos que había hurtado de los bolsillos del extraño sombrerero le cayeran de la manga. Había un puñado de monedas de plata, dos guineas de oro y tres o cuatro papeles doblados. Recogió los papeles.

Eran hojas pequeñas de un papel grueso de excelente calidad, cubiertas de prietos renglones de escritura pequeña y pulcra. La primera hoja tenía el siguiente encabezamiento: «Dos sortilegios para conseguir que un obstinado abandone Londres y un sortilegio para descubrir lo que mi enemigo está haciendo ahora.»

—¡El mago de Hanover Square! —exclamó.

Childermass (pues no era otro el visitante) asintió.

Vinculus leyó los conjuros. El primero tenía por objeto hacer creer al sujeto que todos los cementerios de Londres estaban encantados por los que allí se hallaban enterrados; y todos los puentes, por los suicidas que se habían arrojado desde ellos. El sujeto vería los fantasmas de aquellas personas como estaban en el momento de su muerte, con todas las señales de violencia, enfermedad y decrepitud. Esto le haría sentirse más y más aterrado, hasta que no se atrevería a cruzar un puente ni a pasar por delante de una iglesia, lo cual es un grave inconveniente en Londres, donde los puentes están a menos de cien yardas uno de otro y las iglesias aún a menor distancia. El segundo sortilegio debía persuadir al sujeto de que hallaría su verdadero amor y su mayor felicidad en el campo, y el tercero —el destinado a descubrir lo que hacía el enemigo— incluía un espejo con el que presuntamente Norrell facultaba a Childermass a espiar a Vinculus.

—Ya puedes decirle a tu mago de Mayfair que sus sortilegios no causan efecto en mí.

—¿No? —repuso Childermass con sarcasmo—. Quizá se deba a que aún no te los he echado.

Vinculus arrojó los papeles al suelo.

—¡Échamelos ahora! —Se cruzó de brazos en actitud retadora, con la mirada fulminante que adoptaba cuando invocaba al espíritu del Támesis.

—No, gracias.

—¿Y por qué no?

—Porque a mí no me gusta más que a ti que me digan cómo hacer mi trabajo. Mi amo me ha ordenado que me asegure de que te marchas de Londres. Pero tengo la intención de hacerlo a mi manera, no a la suya. Mira, Vinculus, creo que lo mejor será que tú y yo hablemos.

El brujo reflexionó.

—¿Y no podríamos hacerlo en un sitio donde estuviéramos más calientes? ¿En alguna taberna, quizá?

—Claro, si lo deseas.

Los papeles con los conjuros volaban en torno a sus pies. Vinculus se agachó, los recogió y, sin limpiarlos de las briznas de paja y barro adheridos a ellos, se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.