23. Shadow House (Julio de 1809)
UN día del verano de 1809, dos jinetes viajaban por un polvoriento camino de Wiltshire. A la brillante luz de un cielo intensamente azul, Inglaterra era un mosaico de sombras densas y fulgores opalinos. Un enorme castaño de Indias proyectaba en el camino una sombra grande y negra que se tragó a los dos viajeros sin dejar de ellos más que la voz.
—¿Y cuándo piensa publicar sus escritos? —dijo uno—. Porque lo he pensado bien y creo que el primer deber de todo mago es el de publicar. Me sorprende que Norrell no lo haga.
—Supongo que, con el tiempo, publicará. En cuanto a mí, ¿quién iba a querer leer lo que yo escriba? En unos tiempos en los que Norrell hace nuevos milagros cada semana, no creo que la obra de un mago puramente teórico tenga mucho interés para alguien.
—Oh, no sea tan modesto. No hay que dejárselo todo a Norrell. No puede hacerlo todo él solo.
—Sí puede —suspiró la segunda voz—. Ya está haciéndolo.
¡Qué gusto da encontrar a viejos amigos! Porque los viajeros no son otros que el señor Honeyfoot y el señor Segundus. Pero ¿por qué los encontramos cabalgando, cuando ése es un ejercicio que ninguno de los dos practica habitualmente, el primero por viejo y el segundo por pobre? ¡Y con este día! Con un calor que provocará en Honeyfoot sudores, picores y sarpullido. Y con una luz que ha de causarle a Segundus una de sus jaquecas. ¿Y qué estarán haciendo en Wiltshire?
Sucedió que, en el curso de sus investigaciones relacionadas con el relato de la pequeña figura de piedra acerca de la muchacha con hojas de hiedra en el cabello, Honeyfoot había hecho un descubrimiento. Creía haber identificado al asesino en un hombre de Avebury, e iba a Wiltshire para indagar en viejos documentos de la parroquia de Avebury.
—Porque si descubro quién era él —le explicó a Segundus—, quizá pueda averiguar quién era la muchacha y qué oscuro impulso lo movió a matarla.
Segundus había acompañado a su amigo, había leído todos los documentos y lo había ayudado a descifrar el viejo latín. Pero, si bien era muy amante de los viejos documentos (nadie lo era más que él) y creía que podían servir para descubrir muchas cosas, en el fondo dudaba que siete palabras en latín escritas hacía más de cinco siglos pudieran explicar la vida de un hombre. Honeyfoot, por el contrario, era todo optimismo. Entonces Segundus propuso que, puesto que ya estaban en Wiltshire, aprovecharan la ocasión para hacer una visita a Shadow House, que se hallaba en ese condado y que ninguno de ellos había visto.
La mayoría de nosotros recordamos haber oído hablar de Shadow House en el colegio. El nombre sugiere una vaga idea de magia y ruinas y, no obstante, ninguno conserva un recuerdo claro de por qué es tan importante. La verdad es que los historiadores de la magia aún no se han puesto de acuerdo sobre su relevancia... y a algunos les faltará tiempo para decirte que no la tiene en absoluto. No sucedió en ella ningún hecho fundamental de la historia de la magia inglesa; además, de los dos magos que vivían en la casa, uno era un charlatán y el otro, una mujer, condiciones poco aptas para suscitar el interés de los caballeros magos y los caballeros historiadores de los últimos años. Sin embargo, durante dos siglos Shadow House ha sido considerada uno de los lugares más mágicos de Inglaterra.
Fue construida en el siglo XVI por Gregory Absalom, mago de la corte del rey Enrique VIII y de las reinas María e Isabel.
Si medimos el éxito de un mago por la cantidad de encantamientos que realiza, tendremos que admitir que Absalom no era mago en absoluto, ya que ninguno de sus conjuros surtió efecto. Ahora bien, si nos guiamos por la cantidad de dinero que gana un mago, Absalom fue sin duda uno de los más grandes que ha tenido Inglaterra, ya que nació en la pobreza y murió muy rico.
Una de sus más audaces hazañas fue la de venderle al rey de Dinamarca, por un puñado de diamantes, un hechizo que, según le aseguró, tenía el poder de convertir en agua la carne del rey de Suecia. El hechizo, por supuesto, falló, pero con el dinero que consiguió con la mitad de los diamantes, Absalom construyó Shadow House, que dotó de alfombras turcas, espejos, objetos de cristal de Venecia y mil cosas bellas. Cuando la casa estuvo terminada, ocurrió —o pudo haber ocurrido, o no ocurrió en absoluto— algo asombroso. Hay estudiosos de la magia que creen —y otros que no— que los encantamientos que Absalom había pretendido hacer para sus clientes empezaron a manifestarse espontáneamente en la mansión.
Una noche de luna de 1610, dos criadas se asomaron a una de las ventanas más altas y vieron a veinte o treinta bellas damas y apuestos caballeros bailando en círculo en el césped. En febrero de 1666, el irlandés Valentine Greatrakes mantuvo una conversación en hebreo con los profetas Moisés y Aarón en un pequeño corredor próximo a la gran plancha de la ropa blanca. En 1667, la señora Penelope Chelmorton, invitada ala casa, al mirarse en el espejo vio a una niña de tres o cuatro años que fue creciendo ante sus ojos, tomó el aspecto de la dama y siguió envejeciendo hasta que en el espejo no quedó más que el seco cadáver de una anciana. La fama de Shadow House se nutre de estas y otras cien historias semejantes.
Absalom tenía una hija llamada Maria, que nació y vivió siempre en Shadow House, de la que sólo salía durante uno o dos días. Mientras fue joven, acudían a la casa reyes y embajadores, sabios, soldados y poetas. Incluso después de la muerte de su padre, la gente iba para contemplar el fin de la magia inglesa, su última floración antes del largo invierno. Con el tiempo, los visitantes fueron escaseando, la mansión empezó a deteriorarse y el jardín se asilvestró. Pero Maria Absalom se negaba a reparar la casa de su padre. Hasta los platos rotos se dejaban en el suelo1 .
Cuando Maria tenía cincuenta años, la hiedra se había hecho tan vigorosa y había proliferado de tal modo que invadía los armarios y se extendía por gran parte del suelo, volviéndolo resbaladizo y peligroso. Los pájaros cantaban tanto dentro de la casa como fuera. Cuando Maria tenía cien años, la vivienda y ella estaban en ruinas, pero aún no habían desaparecido. Ella resistió cuarenta y nueve años más, hasta una mañana de verano en que murió en su cama rodeada por las sombras de un gran fresno recortadas por el sol.
Honeyfoot y Segundus, cuando iban camino de Shadow House aquella calurosa tarde, estaban un tanto nerviosos por si el señor Norrell se enteraba de su viaje (porque, con las respetuosas cartas que le enviaban los almirantes y los ministros y las visitas que le hacían los grandes personajes, el mago se sentía de hora en hora más importante); temían que pudiera considerar que Honeyfoot había quebrantado el pacto. Por tanto, a fin de mantener sus planes en el mayor secreto, habían salido muy de mañana, sin decir adónde se dirigían, habían ido andando hasta una granja en la que habían alquilado los caballos y se habían encaminado hacia Shadow House dando un gran rodeo.
El polvoriento camino blanco terminaba ante una alta verja. Segundus se apeó para abrirla. Era una verja de bella forja castellana, muy deteriorada, alabeada y teñida de un vivo granate por la herrumbre. Segundus retiró la mano marcada con estrías de fino polvillo, como si un millón de rosas secas y pulverizadas hubieran sido prensadas en forma de reja, una reja encantada. Las volutas de hierro estaban adornadas con pequeñas caras en bajorrelieve que sonreían sardónicamente. Las caras eran de un rojo encendido y parecían estar fundiéndose, como si la parte del infierno en que ahora residían aquellos condenados estuviera a cargo de un diablo descuidado que hubiese dejado calentar demasiado el horno.
Más allá de la verja había mil rosas pálidas y altas; temblorosas masas de soleados olmos, fresnos y castaños; y cielo azul, azul. Había cuatro esbeltos aguilones, multitud de altas chimeneas grises y ventanas de celosía de piedra. Pero Shadow House estaba en ruinas desde hacía más de un siglo y contenía tanto saúco y escaramujo como plateada piedra caliza, tanta brisa perfumada de aromas de verano como hierro y madera.
—Parece una casa de las Otras Tierras2 —dijo Segundus, y movido por el entusiasmo apretó la cara contra la verja, que le dejó impreso su dibujo en una sustancia que parecía polvo de rosas.
Abrió y entró llevando al caballo de las riendas. Honeyfoot lo siguió. Ataron los caballos junto a una fuente de piedra y empezaron a explorar los jardines.
Quizá las tierras que rodeaban Shadow. House no merecieran el calificativo de «jardines». Hacía más de cien años que nadie las cuidaba. Tampoco eran bosque. Ni selva. No existe una palabra para describir lo que es el jardín de un mago doscientos años después de la muerte de ese mago. Era más exuberante y caótico que cualquier jardín que hubieran visto ambos amigos.
Honeyfoot se extasiaba ante todo lo que veía. Lanzó un grito de admiración al contemplar una gran avenida de olmos en la que los árboles estaban hundidos hasta la mitad en un mar de digitales de un rosa vivo. Se maravilló frente a la escultura de un zorro que llevaba a un niño entre las fauces. Se admiró de la extraordinaria atmósfera mágica del lugar y declaró que, allí, incluso el señor Norrell podría aprender algo.
Pero en realidad no era muy sensible a las atmósferas. Segundus, por el contrario, empezaba a sentirse inquieto. Le parecía que el jardín de Absalom ejercía en él un influjo extraño. Más, de una vez, mientras Honeyfoot y él paseaban, fue a hablar con alguien a quien creía conocer. O le pareció descubrir un lugar en el que ya había estado. Pero cuando abría la boca, veía que lo que le había parecido un amigo era sólo una sombra sobre un rosal. La cara era sólo un ramillete de rosas pálidas; y la mano, otro. El lugar en que creía reconocer una escena de su niñez no era más que la casual combinación de un arbusto amarillo, unas ramas de saúco movidas por la brisa y un ángulo de la casa iluminado por el sol. Además, tampoco recordaba quién era el amigo ni cuál era el lugar. Eso lo iba perturbando de tal manera que, al cabo de media hora, le propuso a Honeyfoot hacer un alto para descansar.
—¡Mi buen amigo! ¿Qué, le sucede? ¿Se encuentra mal? Está pálido. Le tiembla la mano. ¿Por qué no lo ha dicho antes?
Segundus se pasó la mano por la frente y, con voz insegura, dijo que creía que iba a ocurrir algo mágico. Tenía la clara impresión de que así seria.
—¿Mágico?—exclamó Honeyfoot—. ¿Qué puede ocurrir? —Miró en derredor nerviosamente, por si el señor Norrell aparecía de pronto por detrás de un árbol—. Debe de ser que le ha afectado el calor. Yo también lo siento. Pero somos un par de necios por soportarlo. ¡Porque aquí mismo hay donde descansar! ¡Aquí mismo hay donde refrescarse! Sentarse a la sombra de árboles tan robustos como éstos, escuchando el dulce murmullo de ese arroyo, ha de ser la mejor cura del mundo. Venga, sentémonos.
Se acomodaron sobre la hierba, al borde de un arroyo de aguas marrones. El aire tibio y el perfume de las rosas sosegó el ánimo de Segundus. Cerró los ojos. Los abrió. Volvió a cerrarlos. Los abrió lenta y pesadamente.
Empezó a soñar casi al momento.
Vio una puerta muy alta en un lugar oscuro. Estaba tallada en una piedra gris plata que relucía ligeramente, como al claro de luna. Las jambas de la puerta tenían la forma de dos hombres (o quizá era uno solo, porque eran iguales). El hombre parecía salir de la pared, y John Segundus enseguida reconoció en él a un mago. No se le veía la cara con claridad, sólo lo suficiente para saber que era joven y bien parecido. Se tocaba con un gorro puntiagudo que tenía un ala de cuervo a cada lado.
John Segundus cruzó el umbral y, por un momento, sólo vio cielo oscuro y estrellas y sintió el viento. Entonces observó que aquello era una habitación, pero en ruinas. No obstante, las paredes que quedaban en pie estaban adornadas con cuadros, tapices y espejos. Y las figuras de los tapices se movían y hablaban entre sí, y no todos los espejos reflejaban la habitación, sino lugares totalmente distintos.
Al fondo, alumbrada por una difusa combinación de luna y velas, había una mujer sentada a una mesa. Vestía un traje de estilo muy antiguo, hecho con una cantidad de tela mucho mayor de la que John Segundus hubiera creído necesaria, e incluso posible, para un solo vestido. Era de un azul viejo, extraño, intenso, y en su atavío brillaban, cual estrellas, los últimos diamantes del rey de Dinamarca. La mujer levantó la mirada cuando él se acercó: tenía unos ojos extrañamente oblicuos y más separados de lo que marcan los cánones de la belleza, y la boca grande, abierta en una sonrisa cuyo significado él no pudo descifrar: El parpadeo de las velas dejaba adivinar un cabello tan rojo como azul era el vestido.
De pronto, otra persona irrumpió en el sueño de John Segundus: un caballero vestido con ropa moderna. El caballero no pareció sorprenderse al ver a la elegante (aunque un tanto anticuada) dama, pero se mostró estupefacto al encontrar allí a John Segundus y alargó la mano, se la puso en el hombro y empezó a sacudirlo...
John Segundus notó que Honeyfoot lo sacudía suavemente por el hombro.
—Le pido perdón, pero estaba gritando en sueños y he pensado que quizá deseaba que lo despertase.
Segundus lo miró un poco aturdido.
—Estaba soñando —dijo—. Un sueño de lo más extraño.
Se lo relató a su compañero.
—¡Qué sitio mágico tan extraordinario! —dijo Honeyfoot con gesto de aprobación—. Ese sueño suyo, cargado de extraños símbolos y presagios, es prueba de ello.
—Pero ¿qué puede significar?
—¡Oh! —Se paró a meditar—. Bien, dice usted que la dama vestía de azul, ¿verdad? El color azul significa... a ver, a ver... inmortalidad, castidad y fidelidad, representa a Júpiter y su símbolo es el estaño. ¡Hum! Bien, ¿adónde nos lleva todo eso?
—Me parece que a ningún sitio —suspiró Segundus—. Sigamos andando.
Honeyfoot, deseoso de ver más, accedió prontamente a la propuesta y sugirió explorar el interior de Shadow House.
Bajo el sol deslumbrante, la casa no era sino una alta silueta verde azulada y recortada en el cielo. Cuando entraban en el gran vestíbulo, Segundus lanzó una exclamación.
—¿Qué? —preguntó Honeyfoot, sobresaltándose—. ¿Qué le ocurre ahora?
A cada lado de la puerta había sendas estatuas de piedra del Rey Cuervo.
—Las he visto en mi sueño.
Una vez dentro del gran vestíbulo, Segundus miró en derredor. Los cuadros y espejos vistos en su sueño habían desaparecido hacía tiempo. Lilos y saúcos rellenaban los huecos de las paredes. Castaños de Indias y fresnos formaban un techo verde y plata que se agitaba y relucía, bajo el azul del cielo. Finas ramitas doradas y flores del cuclillo tejían sus celosías en las vacías cuencas de piedra de las ventanas.
A un extremo del salón había dos figuras desdibujadas bajo un brillante rayo de sol y, esparcidos por el suelo, objetos heterogéneos, enseres de magia: trozos de papel con fragmentos de fórmulas, un cuenco de plata lleno de agua y un cabo de vela en un antiguo candelabro de cobre.
Honeyfoot dio los buenos días a las dos figuras borrosas y una le respondió en tono grave y cortés mientras la otra exclamaba:
—¡Henry, es él! ¡Es el hombre! ¡El que te he descrito! ¿No lo ves? Bajo y delgado, con el pelo y los ojos oscuros como de italiano, aunque el pelo empieza a encanecer. Pero con el gesto tímido y reservado típicamente inglés. La chaqueta raída, polvorienta y remendada, con las bocamangas deshilachadas, bien recortadas para disimular. ¡Oh, Henry, es él! ¡Caballero! —le gritó de pronto a Segundus—. ¡Explíquese!
El pobre Segundus se había quedado atónito al oír la minuciosa descripción que un perfecto desconocido hacía de su persona y su chaqueta, ¡por lo demás tan poco halagüeña! Francamente descortés. Mientras trataba de ordenar sus pensamientos, su interlocutor se movió hasta situarse a la sombra de un fresno que formaba parte de la pared norte del vestíbulo, y Segundus vio a Jonathan Strange por primera vez en el mundo real.
Titubeando (porque comprendía lo extrañas que tenían que sonar sus palabras), dijo:
—Me parece, caballero, que lo he visto en mi sueño.
Eso enfureció a Strange todavía más.
—¡El sueño era mío, caballero! Me había dormido a propósito para tenerlo. El señor Woodhope —añadió señalando a su acompañante—me ha visto. El señor Woodhope es sacerdote, rector de una parroquia de Gloucestershire. ¡No creo que alguien pueda dudar de su palabra! Yo opino que en Inglaterra los sueños de un hombre son algo estrictamente privado. Creo que existe una ley que así lo dispone, y si no existe el Parlamento debería dictarla de inmediato. No es propio de un caballero invitarse a sí mismo a un sueño ajeno. —Se detuvo para tomar aliento.
—¡Señor mío! —exclamó Honeyfoot con vehemencia—. Debo rogarle que hable con más respeto a este caballero. Usted no tiene la buena fortuna de conocerlo como lo conozco yo, pero si llegara a caberle tal honor, descubriría que nada más ajeno a su carácter que el deseo de ofender a otras personas.
Strange profirió un sonido de exasperación.
—Desde luego, es muy extraño que las personas se metan en los sueños de las otras —dijo Henry Woodhope—. No puede haber sido el mismo sueño.
—Ay, mucho me temo que sí lo era —suspiró Segundus—. Desde que he entrado en este jardín, he tenido la impresión de que estaba lleno de puertas invisibles y de que iba cruzándolas una a una, hasta que me he quedado dormido y he tenido el sueño en que he visto a este caballero. Me sentía muy confuso. Sabía que no era yo el que había dejado entornadas aquellas puertas ni el que hacía que se abrieran, pero no me importaba. Sólo deseaba saber lo que había al final de todas ellas.
Henry Woodhope lo miraba como si no acabara de comprenderlo.
—En cualquier caso, sigo pensando que no puede ser el mismo sueño —insistió, como si se dirigiera a un niño bastante lerdo—. ¿Qué ha soñado usted?
—He soñado con una dama vestida de azul. Supongo que era la señorita Absalom.
—¡Pues claro que era la señorita Absalom! —exclamó Strange, vivamente irritado, como si no pudiera soportar la mención de algo tan obvio—. Pero, por desgracia, la dama tenía una cita con un caballero, y al ver a dos, como es natural, se ha alarmado y ha desaparecido. —Sacudió la cabeza—. No debe de haber en Inglaterra más de cinco hombres que puedan pretender poseer dotes de magia, y uno tiene que presentarse aquí e interrumpir mi entrevista con la hija de Absalom. No puedo creerlo, soy el hombre más desdichado de Inglaterra. Sólo Dios sabe lo mucho que he tenido que esforzarme para tener ese sueño. ¡Tres semanas trabajando día y noche para preparar los conjuros, y después...!
—¡Pero eso es maravilloso! —lo interrumpió Honeyfoot—. ¡Maravilloso! ¡Ni el mismo señor Norrell podría intentar algo así!
—No es tan difícil como usted imagina —dijo Strange, volviéndose para mirarlo—. Primero hay que enviar la invitación a la dama. Cualquier conjuro sirve para eso. Yo usé el de Ormskirk3 . Desde luego, lo más complicado fue ajustar el conjuro de manera que la señorita Absalom y yo llegáramos a mi sueño al mismo tiempo: Ormskirk es tan poco preciso que la persona convocada puede acudir a cualquier sitio a cualquier hora y considerar que ha cumplido. He de reconocer que no fue tarea fácil. No obstante, no estoy descontento del resultado. Después necesitaba un hechizo que lanzarme a mí mismo para provocarme el sueño mágico. Sí, había oído hablar de esos hechizos, pero confieso que nunca he visto ninguno, por lo que tuve que inventarlo. Supongo que es bastante flojo, pero qué se le va a hacer.
—¡Santo Dios! —exclamó Honeyfoot—. ¿Quiere usted decir que prácticamente toda esta magia es invención suya?
—Bien, yo no diría tanto. Tenía a Ormskirk. Me he guiado por él.
—¿Y no daría Hether-Gray una base mejor? —terció Segundus—4 . Disculpe, yo no soy un mago práctico, pero siempre me ha parecido que Hether-Gray era mucho más fiable que Ormskirk.
—¿Usted cree? —dijo Strange—. Desde luego, he oído hablar de él. Recientemente he empezado a cartearme con un caballero de Lincolnshire que dice poseer un ejemplar de La anatomía de un minotauro, de HetherGray. Así pues, ¿opina usted que merece la pena estudiar a ese autor?
Honeyfoot declaró categóricamente que no, que aquel libro era la mayor estupidez del mundo; Segundus discrepó, y Strange empezó a sentirse interesado en la conversación y a olvidar su enfado con Segundus.
Porque ¿quién podría seguir enfadado mucho tiempo con John Segundus? Sin duda hay en el mundo personas a las que molestan la bondad y la afabilidad, personas que se irritan con la mansedumbre; pero me place decir que Jonathan Strange no era una de ellas. El señor Segundus presentó disculpas por haberle malogrado la magia, y Strange, con una sonrisa y una ligera reverencia, respondió que no se preocupase.
—A usted, caballero, no le preguntaré si es mago —le dijo—. La facilidad con que entra en los sueños ajenos habla claramente de su poder. —Miró a Honeyfoot—. Pero ¿y usted? ¿También es mago?
¡Pobre señor Honeyfoot! ¡Recibir el embate de una pregunta tan directa en punto tan sensible! Él aún se sentía mago, y le dolía que le recordaran aquella pérdida. Respondió que años atrás lo había sido, pero se había visto obligado a abandonar. Que nada podía estar más lejos de sus deseos. El estudio de la magia, de la buena magia inglesa, era, en su opinión, la más noble ocupación del mundo.
Strange lo miraba con aire de sorpresa.
—No acabo de comprenderlo. ¿Cómo pudo verse obligarlo a abandonar sus estudios contra su voluntad?
Entonces Segundus y Honeyfoot relataron que habían sido miembros de la Sociedad Cultural de Magos de York, la cual había sido destruida por el señor Norrell.
Honeyfoot preguntó a Strange su opinión acerca del señor Norrell.
—¡Oh! —sonrió—. Es el santo patrón de los libreros ingleses.
—¿Cómo dice?
—Oh, dondequiera que se practique el comercio de los libros, desde Newcastle hasta Penzance, se oye hablar de él. El librero te sonríe, baja la cabeza y dice: «Señor, llega usted tarde. Yo tenía muchos volúmenes que trataban de cuestiones de magia e historia, pero los vendí todos a un sabio caballero de Yorkshire.» Siempre Norrell. Y entonces puedes comprar, si lo deseas, los ejemplares que él ha desechado. Generalmente, he podido comprobar que éstos son excelentes para encender el fuego.
Como era de esperar, Segundus y Honeyfoot estaban deseosos de conocer mejor a Jonathan Strange, el cual, por su parte, mostraba interés en proseguir la conversación. Así pues, cuando cada parte hubo formulado y respondido las preguntas habituales («¿Dónde se hospedan?» «En el George de Avebury.» «¡Que casualidad! Nosotros también.»), se decidió que los cuatro regresarían a Avebury y cenarían juntos.
Cuando salían de Shadow House, Strange se detuvo junto a la puerta del Rey Cuervo y les preguntó si habían visitado Newcastle, la antigua capital del Rey en el norte. Le respondieron que no.
—Esta puerta es copia de una que allí se ve a cada paso —dijo Strange—. Las primeras se construyeron cuando él todavía estaba en Inglaterra. En aquella ciudad, allá donde vayas, parece que el Rey te sale al encuentro bajo los arcos oscuros y polvorientos. —Sonrió tristemente—. Pero mantiene la cara semiescondida y nunca te hablará.
A las cinco, se sentaron a cenar en el comedor de la posada. El señor Honeyfoot y el señor Segundus hallaron en Strange a un excelente compañero de mesa, buen conversador. Henry Woodhope, por el contrario, comió con diligencia y, cuando hubo terminado, se dedicó a mirar por la ventana. Segundus, temiendo que pudiera sentirse desairado, se volvió hacia él y le felicitó por la magia que Strange había realizado en Shadow House.
Woodhope lo miró con gesto de sorpresa.
—No creía que fuera motivo de felicitación —respondió—. Strange no me había dicho que fuera algo extraordinario.
—¡Pero señor mío! ¡Quién sabe cuándo fue la última vez que se intentó una hazaña semejante en Inglaterra!
—Oh, yo no sé nada de magia. Creo que es lo que está de moda: he leído en periódicos de Londres crónicas de actos de magia. Pero un clérigo dispone de poco tiempo para la lectura. Además, conozco a Strange desde que éramos niños, y sé que tiene un carácter caprichoso. Me sorprende que esta afición por la magia le dure tanto. Supongo que no tardará en cansarse, como de todo lo demás.
Y tras estas palabras, se levantó de la mesa y dijo que iba a dar un paseo por el pueblo. Dio las buenas noches a Honeyfoot y a Segundus y se fue.
—Pobre Henry —dijo Strange cuando Woodhope hubo salido—. Debemos de aburrirlo terriblemente.
—Es muy amable su amigo al acompañarlo en este viaje, sin estar interesado en su objeto —observó Honeyfoot.
—Oh, desde luego. Pero decidió venir conmigo cuando vio la calma que había en casa. Henry está pasando unas semanas con nosotros, pero vivimos en un lugar muy apartado, y yo estoy muy ocupado con mis estudios.
Segundus le preguntó cuándo había empezado a estudiar magia.
—En la primavera del año pasado.
—¡Y lo que ha conseguido en menos de dos años! —exclamó Honeyfoot—. Mi querido señor Strange, eso es extraordinario.
—¿Usted cree? A mí me parece que no he hecho casi nada. Y es que no sé dónde buscar consejo. Ustedes son los primeros compañeros magos que he conocido, y quiero advertirles que pienso tenerlos despiertos contestando preguntas hasta la madrugada.
—Estaremos encantados de servirlo en lo que podamos —dijo Segundus—. Aunque dudo mucho que seamos de gran ayuda. Nosotros sólo hemos sido magos teóricos.
—Son ustedes demasiado modestos. Piensen en cuánto más qué yo han estudiado.
Segundus empezó entonces a nombrar autores de los que Strange tal vez no hubiese oído hablar, y Strange iba anotando sus nombres y obras de cualquier modo, unos en una libretita, otros en el reverso de la cuenta de la cena y uno en el dorso de la mano. Al fin empezó a interrogar a Segundus acerca de los libros.
¡Pobre señor Honeyfoot! ¡Cómo ansiaba intervenir en aquella interesante conversación! Y cómo intervenía realmente, sin engañar a nadie más que a sí mismo con sus pequeñas estratagemas.
—Dígale que debe leer El lenguaje de las aves de Thomas Lanchester —dijo, dirigiéndose a Segundus más que a Strange—. ¡Oh! —agregó—. Ya sé que no le merece muy buena opinión, pero creo que de Lanchester se pueden aprender muchas cosas.
Entonces Strange les dijo que a él le constaba que, hacía no más de cinco años, había en Inglaterra cuatro ejemplares de El lenguaje de las aves: uno en una librería de Gloucester; otro en la biblioteca particular de un caballero mago de Kendal; el tercero era propiedad de un herrero de los alrededores de Penzance que lo había recibido en pago de la reparación de una verja, y el cuarto tapaba un hueco de una ventana de la escuela para niños situada dentro del recinto de la catedral de Durham.
—¿Y qué se ha hecho de ellos? —preguntó Honeyfoot—. ¿Por qué no compró alguno?
—Cada vez que llegaba al sitio en cuestión, descubría que el señor Norrell se me había adelantado. Él los compró todos. Nunca he visto a ese hombre, pero a cada paso tuerce mi propósito. Por eso se me ocurrió la idea de conjurar a un mago muerto para interrogarlo. Pensé que una dama se mostraría más compasiva con mi infortunio y elegí a la señorita Absalom5 .
Segundus sacudió la cabeza.
—Un medio para adquirir conocimientos que me parece más dramático que conveniente. ¿No existiría una manera más sencilla? Al fin y al cabo, en la Edad de Oro de la magia inglesa los libros eran más escasos que ahora y, aun así, los hombres se hacían magos.
—He leído historias y biografías de los aureates, para averiguar cómo empezaron, y al parecer en aquellos tiempos, tan pronto una persona descubría que poseía aptitudes para la magia, se encaminaba a casa de otro mago más viejo y experimentado y se ofrecía como discípulo6 .
—¡Pues yo creo que debería pedir ayuda al señor Norrell! —declaró Honeyfoot —. Sí, señor, eso debería hacer. Oh, desde luego —agregó, al observar que Segundus iba a hacer una objeción—, Norrell es un poco reservado, pero eso no ha de ser impedimento. El señor Strange ya encontrará la manera de vencer esa timidez, estoy seguro. El señor Norrell puede tener un carácter difícil, pero no es tonto, y ha de comprender las grandes ventajas de disponer de semejante ayudante.
A Segundus se le ocurrían muchos reparos a ese plan, en particular, la gran aversión del señor Norrell a los otros magos, pero Honeyfoot, con toda la vehemencia de su entusiasta disposición, no bien hubo concebido la idea, se prendó de ella sin verle nada más que ventajas.
—Oh, reconozco que a nosotros, los magos teóricos, no nos mira con buenos ojos. Pero sin duda con un igual se comportará de modo muy distinto.
El propio Strange no parecía refractario a la idea; sentía una natural curiosidad por conocer al señor Norrell. Segundus pensaba, incluso, que tal vez ya hubiera tomado una decisión al respecto, por lo que, poco a poco, fue cediendo en sus dudas y objeciones.
—¡Qué gran día éste para Gran Bretaña, señores! —exclamó Honeyfoot—. ¡Fíjense ustedes en todo lo que ha hecho un solo mago! ¡Imaginen lo que podrían hacer dos! ¡Strange y Norrell! ¡Oh, suena muy bien! —Y repitió varias veces «Strange y Norrell» con un deleite que hizo reír a Strange.
Pero, al igual que muchas personas de genio afable, John Segundus era propenso a los cambios de opinión. Mientras tuvo delante a Strange, alto, sonriente y seguro de sí, confiaba en que su talento debía tener el reconocimiento que se merecía, con ayuda de Norrell o a pesar de Norrell; pero a la mañana siguiente, cuando Strange y Woodhope se alejaron a caballo, volvieron a su pensamiento todos los magos que el señor Norrell se había esforzado en destruir, y empezó a temer que Honeyfoot hubiera aconsejado mal a Strange.
—No puedo evitar pensar que habría sido mejor advertir al señor Strange que debía rehuir al señor Norrell. En lugar de animarlo a presentarse a él, debimos aconsejarle que se escondiera.
Pero Honeyfoot no lo veía así.
—A un caballero no le gusta que le aconsejen que se esconda —dijo—. Y si el señor Norrell pretendiera causar algún daño, al señor Strange, cosa que me resisto a admitir, estoy seguro de que el señor Strange sería el primero en notarlo.