27. La esposa del mago (Diciembre de 1809 – enero de 1810)

AHORA había en Londres dos magos a los que admirar y agasajar, y dudo que a alguien pueda sorprenderle que, de los dos, Londres prefiriera al señor Strange. Este respondía a la idea general de lo que debe ser un mago. Era alto, tenía simpatía, una sonrisa irónica y, a diferencia del señor Norrell, hablaba mucho de magia y no tenía inconveniente en responder a cualquier pregunta sobre el tema. El señor y la señora Strange asistían a muchas reuniones y cenas, durante las cuales él solía complacer a los asistentes con una muestra de alguna de las artes mágicas menores. El acto más popular de los que realizaba era el de hacer que apareciesen visiones en la superficie del agua1 . Al contrario que Norrell, no utilizaba una fuente de plata, el recipiente tradicional para la contemplación de las visiones. Decía Strange que, en realidad, era tan poco lo que podía verse en una fuente que casi no merecía la pena obrar el hechizo. Él prefería esperar a que los criados se llevaran los platos y recogiesen el mantel, y entonces derramaba una copa de agua o de vino en la mesa y conjuraba visiones sobre la líquida superficie. Afortunadamente, los anfitriones se sentían tan contentos del prodigio que casi nunca se lamentaban de las manchas y otros desperfectos registrados en mesas y alfombras.

El señor y la señora Strange, por su parte, se hallaban instalados en Londres a plena satisfacción. Habían alquilado una casa en Soho Square y Arabella estaba ocupada en las agradables tareas que comporta acondicionar un nuevo hogar: encargar elegantes muebles a los ebanistas, solicitar la ayuda de sus amistades para encontrar criados estables e ir de tiendas todos los días.

Una mañana de mediados de diciembre, Arabella recibió un mensaje de uno de los empleados de la tapicería Haig y Chippendale (hombre de lo más atento), en el que le comunicaba que acababan de recibir una seda color bronce con listas de satén y muaré que le parecía ideal para las cortinas del salón de la señora Strange. Eso exigía una pequeña reorganización del programa de Arabella para aquel día.

—Por la descripción que hace el señor Sumner, parece muy elegante —le dijo a su marido durante el desayuno—, y estoy segura de que me gustará mucho. Pero si elijo seda de color bronce para las cortinas, creo que tendré que renunciar al terciopelo granate para el diván. Me parece que bronce y granate no casan. Así que iré a Flint y Clark a mirar otra vez el terciopelo, para convencerme de que puedo renunciar a él. Después iré a Haig y Chippendale. Pero eso significa que no tendré tiempo para visitar a tu tía, y debería ir, ya que sale para Edimburgo esta mañana. Quiero darle las gracias por habernos proporcionado a Mary.

—¿Hum? —dijo Strange, que comía bollos calientes con mermelada mientras leía Observaciones curiosas sobre la anatomía de las criaturas sobrenaturales, de Holgarth y Pickle2 .

—Mary. La nueva doncella. Anoche la viste.

—Ah —repuso volviendo la hoja.

—Parece una muchacha agradable y discreta. Estoy segura de que estaremos muy contentos con ella. Como te decía, Jonathan, te agradecería que esta mañana fueras a visitar a tu tía. Después del desayuno, podrías acercarte a Henrietta Street y darle las gracias por enviarnos a Mary. Después podrías ir a Haig y Chippendale y esperarme allí. Ah, deberías pasar por Wedgwood y Byerley a preguntar cuándo tendrán la vajilla. No te costará nada.Te pilla de camino. —Lo miró con desconfianza—. Jonathan, ¿me escuchas?

—¿Hum? —Levantó la vista—. Oh, claro.

Así pues, Arabella, acompañada por un lacayo, fue andando a Wigmore Street, donde Flint y Clark tenían su establecimiento. Pero tras una segunda inspección del terciopelo granate, decidió que, aunque muy elegante, resultaba demasiado serio. Así pues, toda expectación, se dirigió a St. Martin’s Lane para ver la seda color bronce. Al llegar a Haig y Chippendale, encontró esperándola al dependiente, pero no a su marido. El hombre le dijo, en tono de disculpa, que el señor Strange no había estado allí en toda la mañana.

Ella salió a la calle.

—¿Ves al señor, George? —le preguntó al lacayo.

—No, señora.

Empezaba a caer una lluvia gris. Una especie de inspiración la movió a mirar a través del escaparate de una librería. Allí vio a Strange hablando animadamente con sir Walter Pole. Así que Arabella entró, dio los buenos días a sir Walter y le preguntó con dulzura a su marido si había visitado a su tía o pasado por Wedgwood y Byerley.

Strange pareció un tanto desconcertado por la pregunta. Bajó la mirada y descubrió que tenía en la mano un libro grande. Lo miró juntando las cejas, como si fuera incapaz de adivinar cómo el libro había llegado allí.

—Así lo habría hecho, desde luego, amor mío. Es sólo que sir Walter y yo estamos hablando desde hace rato y aún no he podido.

—Ha sido culpa mía —se apresuró a asegurar sir Walter—. Tenemos un problema con el bloqueo. Se trata de lo habitual, y estaba explicándoselo al señor Strange, con la esperanza de que él y el señor Norrell pudieran ayudarnos.

—¿Y podréis ayudar? —preguntó Arabella.

—Me parece que sí —dijo Strange.

Sir Walter explicó que el gobierno había recibido la información de que varios barcos franceses —quizá hasta diez— habían burlado el bloqueo británico. Nadie sabía adónde habían ido ni lo que iban a hacer. El gobierno ignoraba también dónde se encontraba el almirante Armingcroft, que debía impedir que sucediera tal cosa. El almirante, con su flota de diez fragatas y dos buques de linea, había desaparecido. Quizá había ido en persecución de los franceses. En Madeira se encontraba destinado un capitán joven y prometedor, y si el Almirantazgo podía averiguar qué ocurría en aquel momento y dónde, le daría al capitán Lightwood cuatro o cinco barcos más y lo enviaría allí. Lord Mulgrave había preguntado al almirante Greenwax qué creía que debían hacer, y el almirante había trasladado la cuestión a los ministros, los cuales habían dicho que el Almirantazgo debía consultar de inmediato a los señores Strange y Norrell.

—Pero no crea que el Almirantazgo está completamente indefenso sin el señor Strange —sonrió sir Walter—. Han hecho todo lo que podían. Enviaron a un escribiente, un tal señor Petrofax, a Greenwich, a ver a un amigo de la infancia del almirante Armingcroft, para preguntarle lo que él, que conocía bien al almirante, creía que éste haría en las actuales circunstancias. Pero cuando el señor Petrofax llegó a Greenwich, el amigo de la infancia del almirante se encontraba en la cama, borracho, y el señor Petrofax no estaba seguro de que hubiera entendido la pregunta.

—Supongo que Norrell y yo podremos sugerir algo —dijo Strange, con gesto pensativo—, pero preferiría ver el problema sobre el mapa.

—En mi casa tengo todos los mapas y documentos necesarios. Uno de los criados los llevará hoy mismo a Hanover Square y, si tiene usted la bondad de hablar con Norrell...

—¡Oh, pero eso puede hacerse ahora mismo! A Arabella no le importará esperar unos momentos. ¿Verdad que no? —le dijo a su esposa—. He de ver al señor Norrell a las dos, y creo que si consigo explicarle el problema inmediatamente, el Almirantazgo podrá tener la respuesta antes de cenar.

Arabella, mujer dulce y complaciente y buena esposa, dejó de lado por el momento todos sus planes para las cortinas nuevas y aseguró a ambos caballeros que, por semejante causa, no tenía el menor inconveniente en esperar. Se acordó que acompañarían a sir Walter a su casa de Harley Street.

Strange sacó el reloj y lo miró.

—Veinte minutos hasta Harley Street. Tres cuartos de hora para estudiar el problema. Luego, otros quince minutos hasta Soho Square. Sí; hay tiempo suficiente.

Arabella rió.

—No siempre es tan escrupuloso, se lo aseguro —le dijo a sir Walter—; pero es que el martes llegó tarde a una cita con lord Liverpool y el señor Norrell no se mostró muy complacido.

—No fue culpa mía. Iba a salir de casa con tiempo, pero no encontraba los guantes.

El festivo comentario de Arabella sobre su falta de puntualidad lo había mortificado, y camino de Harley Street miraba su reloj como si esperase descubrir algo sobre el discurrir del tiempo, algo que le había pasado inadvertido hasta entonces y que lo rehabilitaría. Cuando llegaban, creyó haberlo hallado.

—¡Ah! —exclamó de pronto—. Ya sé lo que es. ¡Mi reloj no anda bien!

—No lo creo —dijo sir Walter sacando el suyo y enseñándoselo—. Marca las doce del mediodía. Lo mismo que el mío.

—Entonces ¿por qué no oigo campanas? ¿Tú oyes campanas? —le preguntó a Arabella.

—No. No oigo nada.

Sir Walter se ruborizó levemente y musitó que las campanas de su parroquia y de las parroquias de los alrededores ya no se tocaban.

—¿En serio? —dijo Strange—. ¿Y por qué no?

Por su expresión, parecía que sir Walter le habría agradecido que guardara para sí su curiosidad, y dijo únicamente:

—La enfermedad de lady Pole ha quebrantado sus nervios. El tañido de una campana la angustia, por lo que pedí a las juntas parroquiales de Santa María y San Pedro que, por consideración para con los nervios de milady, se abstuvieran de tocar las campanas, y ellos, muy amablemente, accedieron.

Eso era bastante insólito, pero, por otra parte, todos convenían en que la enfermedad de lady Pole era también de lo más insólito, con unos síntomas realmente singulares. Ni el señor ni la señora Strange la habían visto. Nadie la veía desde hacía dos años.

Cuando llegaron al número 9 de Harley Street, Strange deseaba ver los documentos de sir Walter de inmediato, pero tuvo que contener su impaciencia mientras su anfitrión se aseguraba de que a Arabella no le faltara distracción durante su ausencia. Sir Walter era un hombre muy atento al que desagradaba vivamente dejar sola a una visita, y mucho más a una dama. Strange, por su parte, estaba ansioso por no llegar tarde a su cita con Norrell, por lo que, mientras sir Walter iba proponiendo diversiones, él trataba de convencerlo de que Arabella no las necesitaba.

Sir Walter le mostró a Arabella las novelas de la librería y le recomendó Belinda, de la señora Edgeworth, asegurando que la divertiría.

—Oh —interrumpió Strange—. Yo le leí Belinda a Arabella hará dos o tres años. Además, no creo que tardemos tanto como para que tenga tiempo de terminar una novela en tres tomos.

—Entonces, ¿quizá una taza de té con pastel de alcaravea...?

—A Arabella no le gusta el pastel de alcaravea —cortó Strange, abriendo distraídamente el primer tomo de Belinda—. Lo detesta.

—Pues una copa de madeira, entonces. ¡Stephen...! Stephen, una copa de madeira para la señora Strange.

Con ese sigilo casi espectral que caracteriza a los criados londinenses expertos en el oficio, al lado de sir Walter surgió un hombre alto, de piel negra. Strange se sorprendió por su repentina aparición y lo miró fijamente unos instantes, antes de decirle a su esposa:

—¿Verdad que no quieres madeira? No quieres nada.

—No, Jonathan; no quiero nada —convino ella, riéndose de su extraña discusión—. Muchas gracias, sir Walter, pero estaré perfectamente aquí sentada, leyendo.

El criado negro hizo una reverencia y se fue tan silenciosamente como había llegado, y Strange y sir Walter se retiraron para hablar de la flota francesa y los barcos ingleses desaparecidos.

Pero al quedarse sola, Arabella descubrió que, después de todo, no le apetecía leer. Al mirar en derredor en busca de distracción, sus ojos se posaron en un cuadro de gran tamaño. Representaba un bosque, con las ruinas de un castillo en lo alto de una peña. Los árboles eran oscuros y las ruinas y la peña estaban doradas por un sol en el ocaso; en contraste, el cielo tenía un resplandor de nácar. Una gran parte del primer término estaba ocupada por un estanque plateado en el que parecía ahogarse una muchacha. Sobre ella se inclinaba otra figura —imposible determinar si era hombre, mujer, sátiro o fauno—, y, por más que Arabella estudiaba su actitud, no podía averiguar si su intención era salvar o ahogar a la muchacha. Cuando se cansó de contemplar la pintura, salió al pasillo a mirar los cuadros que allí había, pero como la mayoría eran acuarelas de vistas de Brighton y Chelmsford, le parecieron anodinos.

Se oía hablar a sir Walter y Strange en otra habitación.

—¡... de lo más extraordinario! En cualquier caso, a su manera es un tipo excelente —decía sir Walter.

—¡Ah, ya sé a quién se refiere! Un hermano suyo es el organista de la catedral de Bath. Tiene un gato blanco y negro que anda delante de él por las calles de Bath. Una vez en que yo estaba en Milsom Street...

Había una puerta abierta por la que Arabella pudo ver un elegante salón con gran número de cuadros que parecían más-espléndidos y luminosos que todos los que había visto hasta entonces. Entró.

Daba la impresión de que la habitación estaba llena de luz, a pesar de que el día seguía tan gris y desapacible como antes. «¿De dónde vendrá toda esta luz? —se preguntó—. Casi se diría que sale de los cuadros, pero eso es imposible.» Todas las imágenes eran de Venecia3 , y las grandes extensiones de cielo y mar que contenían daban a la estancia un ambiente diáfano.

Cuando hubo contemplado las pinturas de una pared, Arabella dio media vuelta para ir hacia la de enfrente, y entonces advirtió —con viva mortificación— que no estaba sola. Una mujer joven, sentada frente a la chimenea en un sofá azul, la miraba con cierta curiosidad. El sofá tenía un respaldo bastante alto y por eso Arabella no la había visto antes.

—¡Oh, le ruego que me perdone!

La mujer no dijo nada.

La desconocida, era de una elegancia extraordinaria, con un cutis pálido y perfecto y el cabello oscuro, peinado de forma exquisita. Llevaba un vestido de muselina blanca y un chal de la India en marfil, plata y negro. Estaba muy bien vestida para ser una institutriz y muy cómodamente instalada para ser una señorita de compañía. Pero, si era una invitada, ¿por qué sir Walter no se la había presentado?

Arabella hizo una pequeña reverencia y, ruborizándose un poco, dijo:

—Creía que no había nadie. Le ruego me disculpe por mi intromisión. —Se giró para salir de la sala.

—¡Oh, no irá a marcharse, espero! —dijo la joven—. Casi nunca... Se puede decir que nunca veo a nadie. Además, usted quería contemplar los cuadros. No puede negarlo, la he visto por el espejo cuando ha entrado, y su intención estaba clara. —Sobre la chimenea colgaba un gran espejo veneciano. Tenía un marco muy trabajado, también de espejo, adornado con las flores y volutas de cristal más feas que quepa imaginar—. Espero que mi presencia no sea un obstáculo.

—No quisiera molestarla.

—Oh, no me molesta. —Señaló las pinturas con un ademán—. Continúe, por favor.

Así pues, pensando que negarse sería aún mayor descortesía, Arabella le dio las gracias y se puso a mirar los otros cuadros, pero con menos minuciosidad, porque sentía que la otra mujer no cesaba de observarla por el espejo.

Cuando hubo terminado, la joven la invitó a sentarse.

—¿Le gustan? —preguntó.

—Son muy bellos, sí. Me gustan sobre todo los de las procesiones y las fiestas; nosotros, en Inglaterra, no tenemos nada parecido. ¡Cuántas banderas ondeando al viento! ¡Y esas barcas doradas y esos preciosos trajes! Pero diría que al pintor le gustan más los edificios y los cielos azules que las personas. ¡Qué pequeñas e insignificantes las pinta! Entre tantos palacios y puentes de mármol casi dan la impresión de sentirse perdidas. ¿No cree?

Eso pareció divertir a la joven, que sonrió torciendo la boca.

—¿Perdidas? Oh, yo diría que perdidas están, las pobres. Porque, a fin de cuentas, Venecia no es más que un laberinto, un vasto y bello laberinto, desde luego, pero laberinto al fin, y únicamente los más viejos de sus habitantes saben por dónde van... o al menos eso tengo entendido.

—¿Sí? Pues debe de ser un inconveniente. Pero, por otra parte, quizá sea una sensación deliciosa la de sentirse perdida en un laberinto. ¡Oh, me parece que daría casi cualquier cosa por ir a Venecia!

La otra la miró con una sonrisa extraña, melancólica.

—Si hubiera usted pasado meses, como los he pasado yo, desfilando fatigosamente por corredores oscuros e interminables, pensaría de otro modo. El placer de extraviarse en un dédalo acaba pronto. Y si son las ceremonias, procesiones y fiestas pintorescas... —Se encogió de hombros—. ¡Las odio con toda el alma!

Arabella no acababa de comprenderla, y pensó que tal vez la ayudara conocer su identidad, por lo que le preguntó cuál era su nombre.

—Soy lady Pole.

—¡Oh! ¡Por supuesto! —exclamó, preguntándose por qué no se le habría ocurrido antes.

Se presentó a su vez y dijo que su marido tenía asuntos que tratar con sir Walter y que ésa era la razón de su presencia en la casa.

De la biblioteca llegó entonces un súbito estallido de fuertes risas.

—Tendrían que estar hablando de la guerra —le explicó Arabella a milady—, pero o la guerra se ha vuelto últimamente mucho más divertida o, como imagino, han dejado atrás los asuntos oficiales y se han puesto a cotillear sobre las amistades. Hace media hora, mi esposo no podía pensar en algo que no fuera su próxima cita, pero supongo que sir Walter le habrá hecho hablar de otras cosas, y se ha olvidado de ella. —Sonrió para sí, como hacen las mujeres cuando fingen criticar al marido pero en realidad se sienten orgullosas de él—. Creo que es el ser más distraído del mundo. Debe de poner a prueba la paciencia del señor Norrell.

—¿El señor Norrell?

—Mi marido tiene el honor de ser su discípulo.

Esperaba que milady respondiera con un elogio de las extraordinarias dotes de mago del señor Norrell o con unas palabras de gratitud por su amabilidad. Pero lady Pole no dijo nada, y Arabella prosiguió, en tono animoso:

—Desde luego, hemos oído hablar mucho del maravilloso acto de magia que el señor Norrell realizó por usted.

—El señor Norrell nunca fue un amigo para mí —dijo lady Pole en tono tajante—. Preferiría estar muerta a como ahora estoy.

Eran palabras tan terribles que, durante unos instantes, Arabella no supo qué decir. Ella no tenía motivos para querer a Norrell. Él nunca le había mostrado deferencia alguna, sino que más de una vez había procurado hacerle comprender la poca consideración que le merecía; no obstante, aquél era el único colega profesional de su marido. Así pues, al igual que la esposa de un almirante siempre tomará partido por la Armada y la esposa de un obispo hablará en favor de la Iglesia, Arabella se sintió obligada a salir en defensa del otro mago.

—El dolor y el sufrimiento son malos compañeros y no dudo de que milady se sienta fatigada. Nadie en el mundo podría censurarla por desear verse libre de ellos... —No obstante, mientras decía eso, pensaba: «Es curioso, pero no parece estar enferma. Ni por asomo»—. Pero si es verdad lo que me han dicho, no le falta consuelo en su sufrimiento. Confieso que nunca he oído pronunciar el nombre de milady más que seguido de un elogio hacia su abnegado esposo. Algo de gratitud sentirá usted hacia el señor Norrell, aunque sólo sea por sir Walter.

Lady Pole no respondió a eso, sino que empezó a interrogarla acerca de su marido. ¿Cuánto tiempo hacía que se dedicaba a la magia? ¿Desde cuándo era discípulo del señor Norrell? En general, ¿era eficaz su magia? ¿La practicaba independientemente o sólo bajo la dirección del señor Norrell?

Arabella iba respondiendo lo mejor que sabía y al fin agregó:

—Si milady desea que le pregunte algo a mi esposo de su parte, si en algo puede serle útil, no tiene más que decirlo.

—Gracias, pero lo que he de decirle es tanto en bien de su marido como en el mío propio. Creo que él debería saber que, por obra del señor Norrell, fui entregada a un destino horrible. Debería saber con qué clase de hombre está tratando. ¿Se lo dirá usted?

—Por supuesto. Yo...

—Prométamelo.

—Le diré al señor Strange todo lo que milady desee que le diga.

—Debo advertirle que muchas veces he intentado contarle a alguien mi desgracia y nunca lo he conseguido.

Cuando lady Pole dijo eso, ocurrió algo que Arabella no acabó de captar. Fue como si algo se hubiera movido en un cuadro o alguien hubiera pasado por detrás de un espejo, y una vez más le pareció que aquella habitación no era tal, que sus paredes no tenían consistencia, que era una especie de encrucijada en la que soplaban sobre lady Pole unos vientos extraños llegados de lugares remotos.

—En el año mil seiscientos siete —empezó lady Pole—, en Halifax, Yorkshire Occidental, un caballero llamado Redeshawe heredó de su tía diez libras. Con el dinero compró una alfombra turca, que llevó a su casa y extendió en el suelo de piedra del salón. Luego se puso a beber cerveza y se quedó dormido junto al fuego. A las dos de la madrugada, se despertó y vio que la alfombra estaba cubierta por trescientas o cuatrocientas personas, de dos a tres pulgadas de alto. El señor Redeshawe observó que los individuos que parecían más importantes, hombres y mujeres, iban magníficamente ataviados con armaduras de oro y plata y montaban en conejos blancos, que para ellos eran lo que para nosotros son los elefantes. Cuando él les preguntó qué estaban haciendo allí, un valiente se encaramó a su hombro y le gritó al oído que tenían intención de librar una batalla según las reglas de Honoré Bonet, y que su alfombra era ideal para su propósito, porque la regularidad del dibujo permitía a los heraldos comprobar que los ejércitos estaban correctamente situados, sin ventaja ilícita sobre el adversario. Pero el señor Redeshawe no estaba dispuesto a consentir que en su alfombra nueva se librara una batalla, de manera que tomó una escoba y... ¡No, aguarde! —Lady Pole se interrumpió y, bruscamente, se cubrió la cara con las manos—. ¡No era eso lo que yo quería decir!

Volvió a empezar. Esa vez contó la historia de un hombre que había ido a un bosque a cazar. Quedó separado de sus compañeros. Su caballo metió una pata en la madriguera de un conejo y derribó al jinete. Este, mientras caía, tuvo la impresión de estar hundiéndose en la madriguera. Cuando se levantó, se halló en un país extraño, iluminado por su propio sol y alimentado por su propia lluvia. En un bosque muy parecido al que acababa de dejar, encontró una mansión donde un grupo de caballeros —algunos bastante raros— jugaban a las cartas.

Lady Pole había llegado al punto en que los caballeros invitaban al cazador extraviado a unirse a ellos cuando un leve sonido —apenas más que un suspiro— hizo que Arabella se girase. Vio que sir Walter había entrado en el salón y observaba a su esposa apesadumbrado.

—Estás fatigada —le dijo.

Lady Pole miró a su marido con una expresión muy curiosa. Había en ella tristeza y compasión, y, por extraño que pueda parecer, también cierta ironía. Era como si estuviese diciéndose a sí misma: «¡Mírame y mírate! ¡Triste pareja la que formamos!»

—Sólo tan fatigada como de costumbre —respondió—. Anoche debí de andar millas y millas. ¡Y bailar horas y horas también!

—Entonces debes descansar —insistió él—. Deja que te acompañe arriba, para que te atienda Pampisford.

En un principio, milady pareció querer resistirse. Asió la mano de Arabella como indicándole que no consentiría que la separase de ella. Pero de pronto renunció y aceptó que su marido se la llevara.

En la puerta, se volvió.

—Adiós, señora Strange. Espero que le permitan regresar otro día. Confío en que me haga el honor. No veo a nadie. Mejor dicho, veo salas llenas, pero no hay entre tanta gente ni un solo cristiano.

Arabella se adelantó un paso con intención de estrecharle la mano y asegurarle que tendría mucho gusto en volver, pero sir Walter ya se había llevado a su esposa. Por segunda vez, Arabella se quedó sola en la casa de Harley Street.

Empezó a sonar una campana.

Naturalmente, se sorprendió al oírla después de lo que sir Walter había dicho, que las campanas de las iglesias de alrededor se mantenían en silencio, en atención a la enfermedad de lady Pole. Esa campana tenía un sonido triste y lejano y le evocaba toda clase de escenas melancólicas...

... lúgubres pantanos y páramos barridos por el viento; campos desiertos, con paredes rotas y portillos desencajados; una iglesia ruinosa y ennegrecida; una tumba abierta; un suicida enterrado en una encrucijada solitaria; una hoguera alimentada por huesos que brilla sobre la nieve en el crepúsculo; una horca con un hombre que oscila colgado de la cuerda; otro hombre clavado en una rueda con los brazos en cruz; una vieja lanza hincada en el barro con un extraño talismán, como un pequeño dedo, que pende de ella; un espantapájaros cuyos negros harapos el viento agita con tanta fuerza que parece que va a alzarse en el aire gris y volar hacia ti con grandes alas negras...

—Debo pedirle perdón si ha visto aquí algo que haya podido alterarla —dijo sir Walter entrando súbitamente.

Arabella se asió a una silla para no caer.

—¿Señora Strange? —La tomó del brazo y la ayudó a sentarse—. ¿Quiere que llame a alguien? ¿A su marido? ¿A la doncella de milady?

—No, no —dijo Arabella ahogadamente—. No necesito nada, a nadie. Pensaba... No sabía que estaba usted aquí. Sólo es eso.

Sir Walter la miraba con viva inquietud. Ella trató de sonreírle, pero no estuvo segura de conseguirlo.

Él metió las manos en los bolsillos, las sacó, se peinó con los dedos y suspiró profundamente.

—Imagino que milady le habrá contado historias muy extrañas —dijo con tristeza.

Arabella asintió.

—Historias que la han impresionado. Lo lamento profundamente.

—No, no. En absoluto. Milady ha hablado, sí, un poco de... de algo que me ha parecido un tanto raro, pero eso no me ha afectado. ¡Ni lo más mínimo! Me he mareado un poco. ¡Pero no relacione una cosa con la otra, se lo ruego! ¡No tiene nada que ver con milady! He tenido la tonta idea de que delante de mí había un espejo en el que se reflejaban extraños paisajes, y creía que iba a hundirme en él. Debía de estar a punto de desmayarme y su entrada lo ha impedido. Pero es muy extraño, nunca me había ocurrido.

—Permítame que traiga al señor Strange.

—Tráigalo si lo desea —sonrió Arabella—; pero le aseguro que se preocupará por mí mucho menos de lo que se preocupa usted. Al señor Strange nunca le han interesado mucho las indisposiciones de los demás. ¡Otra cosa son las suyas! Pero no hace falta que vaya a buscar a nadie. ¡Mire! Ya me he repuesto. Me encuentro perfectamente.

Hubo una pequeña pausa.

—Lady Pole... —empezó Arabella, pero no supo continuar.

—Milady suele estar bastante sosegada —dijo sir Walter—, no precisamente en paz, ¿comprende?, pero calmada. Ahora bien, en las raras ocasiones en que hay en casa una persona a la que no ha visto antes, se altera y hace esas extrañas divagaciones. Estoy seguro de que su delicadeza le impedirá repetir nada de lo que ella haya dicho.

—¡Oh, desde luego! ¡Por nada del mundo!

—Es usted muy amable.

—¿Y podré... podré volver? Milady parecía desearlo y a mí me gustaría hacerle compañía.

Sir Walter se tomó tiempo para considerar la proposición. Al fin, movió la cabeza afirmativamente, prolongando el movimiento hasta convertirlo en una reverencia.

—Consideraré que nos hace un gran honor a ambos. Gracias.

Cuando Strange y Arabella se marcharon, él estaba de un humor excelente.

—Ya he visto la manera de hacerlo —dijo—. Nada más sencillo. Es una lástima que tenga que consultar con Norrell antes de empezar, porque todo el problema podría estar resuelto antes de media hora. En mi opinión, hay dos puntos cruciales. El primero... ¿Se puede saber qué ocurre?

Arabella se había detenido con un leve: «¡Oh!»

Acababa de advertir que había hecho dos promesas contradictorias, una a lady Pole, hablarle a Strange del caballero de Yorkshire que había comprado una alfombra, y otra a sir Walter, no repetir nada de lo que había dicho lady Pole.

—No, nada —dijo.

—¿Y cuál de las muchas distracciones que sir Walter te preparaba has elegido al fin?

—Ninguna. He... he visto a lady Pole y hemos hablado. Eso es todo.

—¿Habéis hablado? Lástima no haber estado contigo. Me hubiera gustado ver a la mujer que debe la vida a la magia de Norrell. ¡Pero aún no te he dicho lo que me ha ocurrido a mí! ¿Te has fijado en cómo ha aparecido de pronto el criado negro? Bien, pues durante un momento he tenido la clara impresión de que quien estaba allí era un rey, negro y alto, coronado con diadema de plata y sosteniendo un cetro y una esfera relucientes, pero cuando he vuelto a mirar, no había nadie más que ese criado negro de sir Walter. ¿No es absurdo? —Rió.

Strange había charlado tanto rato con sir Walter que llegó casi una hora tarde a su cita con Norrell, al que encontró enfadadísimo. Aquel mismo día, Strange envió un mensaje al Almirantazgo en el que decía que Norrell y él habían examinado el caso de los barcos franceses desaparecidos y creían haberlos localizado en el Atlántico, rumbo a las Indias Occidentales, sin duda con malas intenciones. Por otra parte, opinaban que el almirante Armingcroft, adivinando el propósito de los franceses, había ido tras ellos. El Almirantazgo, por consejo de los magos, cursó órdenes al capitán Lightwood de seguir al almirante hacia el oeste. A su debido tiempo, varios barcos franceses fueron capturados, y los restantes huyeron a puertos franceses y permanecieron en ellos.

Arabella tenía un problema de conciencia por las dos promesas que había hecho. Expuso el caso a varias damas amigas suyas en cuyo buen juicio depositaba mucha confianza. Naturalmente, presentó el dilema de forma teórica, sin mencionar nombres ni circunstancias, con lo que su exposición resultó incomprensible y las sabias matronas no pudieron ayudarla. La afligía no poder revelárselo a Strange, pero estaba claro que sólo con mencionarlo faltaría a la palabra dada a sir Walter. Tras mucho reflexionar, decidió que una promesa hecha a una persona que estaba en su sano juicio era más vinculante que una promesa hecha a alguien que no lo estaba. Porque, a fin de cuentas, ¿qué se podía ganar con repetir los desvaríos de una pobre loca? Así pues, nunca le reveló a Strange lo que había dicho lady Pole.

Varios días después, los Strange asistieron a un concierto de música italiana en una casa de Bedford Square. Arabella estaba pasándolo muy bien, pero hacía un poco de frío en el salón, por lo que, durante la pequeña pausa que se produjo al salir una nueva cantante, fue con disimulo a buscar el chal que había dejado en otra habitación. Estaba echándoselo por los hombros cuando, detrás de ella, sonó un ruido leve, apenas más que un susurro, y al levantar la mirada vio a Drawlight, que se acercaba a toda prisa.

—¡Señora Strange! —saludó—. ¡Cuánto me alegro de verla! ¿Y cómo está nuestra querida lady Pole? Tengo entendido que la ha visto.

Arabella, mal que le pesara, respondió afirmativamente.

Drawlight la tomó del brazo para impedirle escapar y dijo:

—¡No tiene idea de las molestias que me he tomado a fin de conseguir una invitación a esa casa! ¡Y ninguno de mis esfuerzos ha dado resultado! Sir Walter me rehúye con falsas excusas, siempre lo mismo: milady está enferma, o está mejor, pero nunca lo bastante para ver a alguien.

—Bueno, supongo...

—¡Oh, por supuesto! Si está enferma, desde luego hay que mantener alejada a la plebe. Pero ésa no es razón para excluirme a mí. ¡Yo la he visto cadáver! Oh, sí. Usted no lo sabía, supongo. La noche en que la resucitó, el señor Norrell fue a suplicarme que lo acompañara a la casa. Sus palabras fueron: «Venga conmigo, mi querido Drawlight, porque no creo poder soportar la vista de una dama, tan joven, bella e inocente, arrebatada a la vida en el momento más dulce de su existencia.» Y ahora permanece siempre en casa, sin ver a nadie. Hay quienes dicen que, con su revivificación, se ha vuelto orgullosa y ya no quiere tratos con los simples mortales. Pero yo creo que la verdad es otra. Creo que su muerte y resurrección han desarrollado en ella el gusto por las experiencias extrañas. ¿No le parece posible? ¡Yo diría que toma ciertas sustancias a fin de ver horrores! ¿No vería usted algún indicio? ¿No bebía sorbos de un liquido de color raro? ¿No escondió rápidamente un papelito doblado al entrar usted en la habitación? Un papelito que pudiera contener una o dos cucharaditas de polvos... ¿No? El láudano generalmente va en ampollas de cristal azul de dos o tres pulgadas. En los casos de adicción, la familia siempre cree que puede ocultar la verdad, pero es inútil, Al final siempre se descubre. —Soltó una risita afectada—. Yo siempre la descubro.

Arabella retiró el brazo con suavidad y dijo que lo sentía mucho, pero que no podía facilitarle la información que le pedía. Ella nada sabía de ampollas ni de polvos.

Volvió a entrar en la sala del concierto en un estado de ánimo bastante menos plácido que el que tenía al salir.

—¡Qué odioso, odioso hombrecito!