52. La anciana de Cannaregio (Finales de noviembre de 1816)

ANTES de salir de Inglaterra, el doctor Greysteel había recibido una carta de un amigo de Escocia, en la que le rogaba que si iba a Venecia visitara a una anciana que residía allí. Sería una obra de caridad, decía el amigo escocés, ya que la anciana, que había sido muy rica, vivía ahora en la pobreza. Greysteel creía recordar haber oído decir que aquella dama era de ascendencia mixta y un tanto exótica, como, por ejemplo, medio escocesa y medio española o medio irlandesa y medio hebrea.

El doctor tenía previsto ir a verla, pero entre tantos hoteles, carruajes, partidas precipitadas y cambios de planes, al llegar a Venecia descubrió que había extraviado la carta de su amigo y ya no recordaba claramente su contenido. Tampoco sabía el nombre de la anciana, sólo tenía su dirección anotada en un papel.

La tía Greysteel dijo que, en tales circunstancias, lo más conveniente sería enviar una carta a la dama para comunicarle su intención de visitarla. Aunque, agregó, le extrañaría que no supieran su nombre; seguramente pensaría de ellos que eran atolondrados y negligentes. El doctor Greysteel, contrariado, sorbía aire por la nariz y se retorcía las manos, pero no se le ocurría una idea mejor, por lo que escribieron la carta y se la dieron a la dueña de la pensión para que la enviara a la anciana lo antes posible.

Entonces se produjo la primera anomalía de todo aquel asunto, porque la mujer, al leer la dirección, frunció el entrecejo y, por razones que el doctor no acabó de comprender, mandó la misiva a su cuñado, que vivía en la isla de Giudecca.

Varios días después, el cuñado, un veneciano pequeño y elegante, abogado de profesión, fue a visitar a Greysteel y le informó de que había enviado la carta, como él deseaba, pero creía su deber comunicarle que la anciana vivía en el barrio de Cannaregio, el gueto judío. La carta había sido entregada a un venerable caballero hebreo. No se había recibido respuesta. ¿Cómo deseaba proceder el doctor Greysteel? El pequeño abogado veneciano lo ayudaría con mucho gusto.

Aquella tarde, la señorita Greysteel, la tía Greysteel, el doctor Greysteel y el abogado, el signor Tosetti, se deslizaron en góndola por el barrio de San Marco, donde vieron a hombres y mujeres que se disponían a acudir a las diversiones nocturnas; por delante del muelle de Santa Maria Zobenigo, donde la señorita Greysteel volvió la cabeza para mirar una ventana pequeña, iluminada por una vela, que podía ser la de Jonathan Strange; y por delante de Rialto, donde la tía Greysteel empezó a chasquear la lengua, a suspirar y desear ver más zapatos en los pies de los niños.

Desembarcaron en el Ghetto Nuovo. Todas las casas de Venecia son raras y antiguas, pero las del gueto lo son más aún, como si la rareza y la antigüedad fueran dos de las mercancías con que comerciaba aquel pueblo de mercaderes y con ellas hubiera edificado sus casas. Todas las calles de Venecia son tristes, pero éstas tenían una melancolía especial, como si la tristeza judía y la tristeza gentil estuvieran hechas con recetas distintas. Las casas eran sencillas, y la puerta a la que llamó el signor Tosetti habría podido ser, por modesta y negra, la de cualquier templo cuáquero de Inglaterra.

Abrió un criado que los condujo a una habitación sombría, revestida de una madera vieja y reseca que olía a mar.

En la habitación había una puerta entreabierta. Desde donde se encontraba, Greysteel veía libros antiguos y deteriorados, con tapas de fina piel, candelabros de plata a los que les habían crecido más brazos que a sus congéneres ingleses, y cajas de madera pulida, de aspecto misterioso, todo lo cual supuso relacionado con la religión del caballero hebreo. Colgada de la pared había una muñeca, o marioneta, tan alta y ancha como un hombre, con unas manos y unos pies enormes, pero vestida de mujer, con la cabeza inclinada sobre el pecho, ocultando la cara.

El criado cruzó aquella puerta para ir a hablar con su amo. El doctor Greysteel le susurró a su hermana que aquel sirviente tenía un aspecto correcto. Ella respondió que sí, pero no llevaba chaqueta, y añadió que había observado que muchos criados solían presentarse en mangas de camisa, y si sus amos eran caballeros solteros, nada se hacía por corregir esa mala costumbre. La tía Greysteel no se explicaba la razón. Supuso que el caballero hebreo era viudo.

—¡Oh! —exclamó el doctor atisbando por la puerta—. Lo hemos pillado cenando.

El venerable caballero hebreo tenía una gran barba rizada, entre gris y blanca, llevaba una chaqueta negra, larga y polvorienta, y un gorro en la coronilla. Estaba sentado a una larga mesa cubierta con un inmaculado mantel de hilo, del que se había introducido una buena porción en el cuello de su blusa negra, a modo de servilleta.

A la tía Greysteel la horrorizó que su hermano espiara por la rendija, y le hurgó en las costillas con la punta de la sombrilla para que se abstuviese. Pero él había ido a Italia a ver cuanto pudiera, y no comprendía por qué tenía que hacer una excepción con los caballeros hebreos y sus casas.

Aquel caballero hebreo en particular no parecía dispuesto a interrumpir su cena para recibir a una familia inglesa desconocida y, por lo que podía verse, estaba instruyendo al criado sobre lo que debía decirles.

El sirviente salió y habló con el signor Tosetti, el cual le hizo una reverencia a la tía Greysteel y le explicó que el nombre de la dama era Delgado y que vivía en el último piso de aquella misma casa. El signor Tosetti deploraba que ninguno de los criados del caballero hebreo pareciera dispuesto a acompañarlos y anunciar su visita, pero dijo que como eran personas intrépidas, amantes de la aventura, sin duda no tendrían dificultad en llegar hasta el último piso.

El doctor Greysteel y el signor Tosetti tomaron sendas velas. La escalera ascendía hacia la oscuridad. Pasaron por delante de muchas puertas que, si bien tenían aspecto señorial, parecían extrañamente disminuidas, ya que, aunque las casas del gueto eran altas —o todo lo altas que sus dueños se habían atrevido a construirlas—, los pisos tenían techo bajo, para que cada edificio pudiera albergar el mayor número posible de vecinos. Al principio, detrás de aquellas puertas se oía hablar, y en una de las viviendas un hombre cantaba una canción triste en una lengua extraña. Más arriba, pasaron ante puertas abiertas que mostraban interiores oscuros que exhalaban un aliento frío y rancio. La última, empero, estaba cerrada. Llamaron, mas nadie contestó. Gritaron preguntando por la señora Delgado. Tampoco hubo respuesta. Y entonces, como la tía Greysteel dijo que sería tontería volver atrás después de llegar hasta allí, empujaron la puerta y entraron.

La habitación, poco más que una buhardilla, tenía toda la sordidez que podían imprimir en ella la vejez y la miseria. No había nada que no estuviera roto, desportillado o raído. Todos los colores habían palidecido u oscurecido o hecho lo necesario para tornarse grises. Por la única ventanita, abierta al aire del anochecer, se veía la luna, y parecía extraño que el astro se dignara asomar su cara blanca y limpia a aquel cuartito miserable.

Pero no era la suciedad lo que alarmó al doctor Greysteel, que se ahuecaba la corbata, se sonrojaba, palidecía y jadeaba. Si algo aborrecía el doctor eran los gatos, y la habitación estaba llena de gatos.

En medio de los animales había una figura enjuta, sentada en una silla polvorienta. Era una suerte que, como había dicho el signor Tosetti, los Greysteel fueran gente intrépida, porque la señora Delgado era una visión que hubiera alterado los nervios de personas más impresionables. Aunque estaba erguida en la silla, casi en actitud expectante, eran tantas las señales de decrepitud que la desfiguraban que había empezado a perder la semejanza con un ser humano y a parecerse a criaturas de otros órdenes. Los antebrazos, que apoyaba en el regazo, eran como dos pescados cubiertos de manchas oscuras. La cara, surcada de una fina telaraña de arrugas, era muy blanca, y a través de la piel se transparentaba un entramado azul de capilares nudosos.

La anciana no se levantó ni dio señal alguna de haber advertido su llegada. Quizá no los oía. Porque, aunque en la habitación había silencio, el silencio de medio centenar de gatos es algo peculiar, como cincuenta silencios, uno encima de otro.

Así pues, los Greysteel y el signor Tosetti, personas prácticas, se sentaron en el horrible cuartito, y la tía Greysteel, con su sonrisa afable y su solícita disposición para allanar el camino, tomó la palabra:

—Espero, querida señora Delgado, que perdonará usted esta intrusión, pero mi sobrina y yo queríamos tener el honor de hacerle una visita. —Calló, por si la anciana deseaba responder, pero la anciana no dijo nada—. Qué excelente ventilación tiene su casa, señora. Una buena amiga, la señorita Whilesmith, también vive en una pequeña habitación de un último piso de Queen’s Square, en Bath, que se parece mucho a ésta, y dice que en verano no la cambiaría por la mejor casa de la ciudad. Y es que ella disfruta de brisas que no llegan a otros sitios y tiene el privilegio de gozar de una temperatura fresca mientras los ricos se asfixian en sus elegantes residencias. Y todo muy limpio, cada cosa en su sitio y a mano. Su única queja es que la chica del segundo interior siempre pone los cacharros del agua caliente en el rellano, lo cual, como puede figurarse, es muy molesto, sobre todo si tropiezas con ellos. ¿No la fatigan tantas escaleras, señora?

Se hizo el silencio. Mejor dicho, transcurrieron unos momentos en los que no se oyó nada más que la respiración de cincuenta gatos.

El doctor Greysteel se enjugó la frente con el pañuelo y se movió un poco para ahuecarse la ropa.

—Señora —prosiguió—, venimos a visitarla a petición del señor John McKean, de Aberdeenshire, que desea la saludemos de su parte. Espera que esté usted bien y conserve la salud en el futuro.

Habló en un tono más alto del normal, pues sospechaba que la anciana era sorda. Pero eso no tuvo otro efecto que el de inquietar a los gatos, que empezaron a rebullir por la habitación, rozándose, lo que hacía saltar chispas a la luz del crepúsculo. Un gato negro se dejó caer no se sabía de dónde sobre el respaldo de la silla del doctor Greysteel y recorrió el borde como si pasara por una maroma.

El doctor tardó un momento en reponerse del sobresalto y entonces dijo:

—¿Desea que llevemos al señor McKean alguna noticia acerca de su salud y situación, señora?

La anciana no dijo nada.

Entonces probó fortuna la señorita Greysteel.

—Me alegra ver que tiene tantos y tan buenos amigos, señora. Deben de ser un gran consuelo para usted. Ese gatito color de miel que está a sus pies, ¡qué figura tan elegante! ¡Y con qué delicadeza se lava la cara! ¿Cómo se llama?

La anciana no respondió.

Entonces, a una mirada del doctor, el pequeño abogado veneciano se puso a repetir buena parte de lo dicho, pero en italiano. La única diferencia fue que la mujer ya no los miraba a ellos, sino a un gordo gato gris, que, a su vez, miraba a un gato blanco que miraba a la luna.

—Dígale que le traigo dinero —le dijo Greysteel al abogado—. Dígale que es un obsequio de John McKean. Que no debe darme las gracias... —Agitó la mano vigorosamente, como si la fama de hombre generoso fuera una especie de mosquito al que de ese modo quisiera impedir que se posara en él.

—Signor Tosetti, ¿se encuentra bien? —dijo la tía Greysteel—. Está muy pálido. ¿Quiere un vaso de agua? Estoy segura de que la señora Delgado podrá dárselo.

—No, madamina Greysteel, no estoy enfermo, estoy... —Miró en derredor, como buscando la palabra en la habitación—. Asustado —susurró.

—¿Asustado? —susurró a su vez Greysteel—. ¿Por qué? ¿De qué?

—Ah, signor, ¡éste es un lugar terrible! —musitó el abogado, y su mirada de horror fue de uno de los gatos que se lamía una pata, preparándola para lavarse la cara, a la anciana, como si esperase verla realizar la misma acción.

La señorita Greysteel musitó que, movidos por el afán de socorrer a la señora Delgado, quizá habían llegado muy de improviso y en muy gran número. Debía de hacer años que la anciana no recibía visitas. ¿Era de extrañar que pareciera aturdida? ¡Debía de ser una impresión muy fuerte!

—¡Oh, Flora! —susurró la tía Greysteel—. ¡Imagina! Pasar años y años sin tener tratos con nadie.

Al doctor Greysteel le pareció ridículo que estuvieran todos cuchicheando en una habitación tan pequeña —la anciana se hallaba a menos de tres pies de cualquiera de ellos—, y, por no saber qué otra cosa podía hacer, se impacientó con sus compañeros. Entonces su hermana y su hija pensaron que lo mejor sería marcharse.

La tía Greysteel soltó una larga y cariñosa despedida a la señora Delgado, diciendo que volverían a visitarla cuando estuviera mejor, lo cual confiaba fuese muy pronto.

Al salir, se giraron para mirar atrás. Y entonces vieron aparecer en el alféizar de la ventana un gato que llevaba en la boca algo rígido y picudo, algo que se semejaba mucho a un pájaro muerto. La anciana profirió un leve sonido de alegría y se levantó de la silla con una energía sorprendente. Fue un sonido de lo más extraño, que en nada se parecía al lenguaje humano y que hizo que el signor Tosetti lanzara un grito de alarma y cerrase la puerta, para ocultar lo que fuera a hacer la anciana1 .