8. Un caballero de pelo como el vilano del cardo (Octubre de 1807)
Allí no había nadie.
Es decir, allí había alguien, la señorita Wintertowne en la cama, pero decidir si aún era alguien o ya no era nadie habría constituido un terrible rompecabezas filosófico.
La habían amortajado con un vestido blanco y llevaba una cadenita de plata al cuello; habían peinado su hermoso cabello y le habían puesto unos pendientes de perlas y granates. Pero era dudoso que a ella le importaran ya esas cosas. Habían encendido velas y un buen fuego, y puesto rosas que perfumaban el aire con su dulce aroma, pero la señorita Wintertowne hubiera podido descansar con la misma serenidad en la buhardilla más apestosa de la ciudad.
—¿Y dice usted que era pasablemente agraciada? —preguntó Lascelles.
—¿Nunca la había visto? —repuso Drawlight—. Oh, era una criatura celestial. Divina. Un ángel.
—¿En serio? ¡Y, ahora, una ruina ajada! Aconsejaré a todas las jóvenes bonitas que conozco que no se mueran —dijo inclinándose un poco hacia el cadáver—. Le han cerrado los ojos.
—Sus ojos eran la perfección, de un gris oscuro y transparente, con largas pestañas negras y cejas oscuras. Lástima que no la conociese; era exactamente el tipo de criatura que usted admira. —Miró al señor Norrell—. ¿Y bien, querido amigo, listo para empezar?
Norrell se había sentado en un sillón al lado de la chimenea. Había perdido aquel aire decidido y profesional que adoptara al llegar a la casa, y ahora suspiraba pesadamente, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en la alfombra. Lascelles y Drawlight lo miraban con el grado de interés propio de sus respectivos caracteres, es decir, el primero con señales de viva agitación y los ojos brillantes de expectación, y el segundo con una fría sonrisa de escepticismo. Drawlight retrocedió unos pasos, apartándose respetuosamente de la cama a fin de no entorpecer el acceso del mago, y Lascelles se apoyó contra una pared con los brazos cruzados (actitud que solía adoptar en el teatro).
Norrell suspiró.
—Señor Drawlight, como ya le he dicho, esta magia en particular exige completa soledad. Debo rogarles que esperen abajo.
—¡Oh, caballero! —protestó—. No creo que unos buenos amigos como el señor Lascelles y yo seamos un estorbo, ¿verdad? ¡Somos los seres más callados del mundo! Dentro de dos minutos ya habrá olvidado que estamos aquí. ¡Y he de decir que nuestra presencia me parece absolutamente imprescindible! ¿Quién va a difundir mañana la noticia de su hazaña, si no nosotros? ¿Quién va a describir la inefable grandeza del momento en que su magia triunfe y la señorita regrese de entre los muertos? ¿O el insoportable patetismo del instante en que se vea obligado a reconocer su fracaso? Eso usted no podría hacerlo ni la mitad de bien, no es preciso que se lo diga, porque lo sabe a la perfección.
—Quizá —reconoció Norrell—. Pero lo que usted sugiere es totalmente imposible. No quiero ni puedo empezar hasta que salgan ustedes de la habitación.
¡Pobre Drawlight! No podía forzar al mago a iniciar el conjuro contra su voluntad, ¡pero haber aguardado tanto para ver magia y que ahora lo echaran! Aquello era demasiado. Hasta Lascelles estaba un poco decepcionado, porque esperaba ser testigo de algo ridículo de lo que poder reírse.
Cuando se fueron, Norrell se levantó pesadamente y tomó su libro, que había dejado en una mesita, para tenerlo a mano por si necesitaba consultarlo. Lo abrió por una página que había marcado con una carta y empezó a recitar un encantamiento.
Surtió efecto casi inmediatamente, porque de pronto apareció algo verde donde antes no había nada verde y cruzó la habitación el efluvio de un aroma fresco y dulce como de bosques y campos. Norrell enmudeció.
En el centro de la estancia se erguía ahora una figura alta, de bellas facciones, tez pura y una gran mata de pelo claro, reluciente y similar al vilano del cardo. Los ojos le brillaban, fríos y azules, y tenía largas cejas oscuras de puntas retorcidas. Vestía exactamente igual que cualquier caballero, pero su chaqueta era del verde más intenso que cabe imaginar, el de las hojas a comienzos del verano.
—O Lar! —empezó Norrell con voz trémula—. O Lar! Magnum opus est mihi tuo auxilio. Haec virgo mortua est et familia eius eam ad vitam redire vult1 . —Señaló la figura que yacía en la cama.
Al ver a la señorita Wintertowne, el caballero de pelo plateado dio señales de gran agitación. Abrió las manos en ademán de jubilosa sorpresa y se puso a hablar en latín velozmente. Norrell, más acostumbrado a leer el latín manuscrito o impreso en los libros, descubrió que no era capaz de entenderlo pronunciado con tanta rapidez, aunque reconoció alguna que otra palabra como formosa y venusta, que se utilizan para describir la hermosura femenina.
Esperó a que se calmara el éxtasis del caballero y entonces dirigió la atención de éste al espejo colgado sobre la repisa de la chimenea. Allí apareció la imagen de la señorita Wintertowne, caminando por un sendero estrecho y pedregoso en un paisaje de sombrías montañas.
—Ecce mortua inter terram et caelum! —declamó—. Scito igitur, O Lar, me ad hanc magnam operam te elegisse quia...2
—¡Sí, sí! —exclamó el caballero, prescindiendo del latín—. Me has invocado a mí porque sabes que mi genio para la magia es muy superior al del resto de los de mi raza. Porque yo fui servidor y confidente de Thomas Godbless, Ralph Stokesey, Martin Pale y el Rey Cuervo. ¡Porque soy valiente, caballeroso, generoso y tan bello como la aurora! ¡Está claro! Habría sido una locura invocar a otro. Los dos sabemos quién soy yo. La cuestión es: ¿quién diantres eres tú?
—¿Yo? —preguntó Norrell, sorprendido—. ¡Yo soy el mago más grande de mi tiempo!
El caballero alzo una exquisita ceja en señal de sorpresa. Andando despacio, dio una vuelta en torno a Norrell, contemplándolo desde todos los ángulos. Entonces, para mayor desconcierto del mago, le levantó la peluca y miró debajo, como si fuese un puchero y quisiera averiguar qué había de cena.
—¡Yo... yo soy el que ha de traer de nuevo la magia a Inglaterra! —barbotó Norrell, agarrando la peluca y encasquetándosela un poco torcida.
—Eso es evidente. ¡O yo no estaría aquí! ¿No creerás que iba a perder el tiempo con un brujo de tres al cuarto? Pero insisto: ¿quién eres? Es lo que deseo saber. ¿Qué actos de magia has realizado? ¿Quién fue tu maestro? ¿Qué países mágicos has visitado? ¿A qué enemigos has derrotado? ¿Quiénes son tus aliados?
A Norrell le sorprendió que se le hicieran tantas preguntas, y no estaba preparado para contestarlas. Estuvo dudando hasta que, finalmente, se refirió a la única para la que tenía respuesta coherente.
—No he tenido maestro. He aprendido solo.
—¿Cómo?
—De los libros.
—¡Libros! —Esto, en tono de soberano desdén.
—Sí, en efecto. Hoy en día hay mucha magia en los libros. Por supuesto, la mayor parte son tonterías. Nadie sabe mejor que yo la cantidad le tonterías que se imprimen. Pero también hay mucha información útil, y sorprende darse cuenta de cómo, una vez has aprendido un poco, comienzas a ver...
Empezó a entusiasmarse con el tema, pero el caballero se impacientaba pronto al oír hablar a los demás y lo interrumpió.
—¿Soy yo el primero que ves de mi raza?
—¡Sí!
Esa respuesta pareció complacerlo, pues sonrió.
—¡Ah! Y si me aviniera a devolverle la vida a esta joven, ¿cuál sería mi recompensa?
Norrell carraspeó.
—¿Qué clase de...? —dijo, con voz un poco ronca.
—¡Oh, enseguida nos pondríamos de acuerdo! Mis deseos son de lo más moderado. Por fortuna, estoy totalmente libre de codicia y sórdida ambición. Es más, verás que mi propuesta es más ventajosa para ti que para mí, ya que tal es mi generosidad. Sólo quiero que me permitas ayudarte en todas tus empresas, aconsejarte en todas las cuestiones y guiarte m tus estudios. Ah, y deberías procurar en especial que la gente sepa que tus mayores logros me los debes a mí en gran medida.
Norrell parecía un poco alterado. Se aclaró la garganta y murmuró unas palabras acerca de la generosidad del caballero.
—Si yo fuera uno de esos magos ansiosos por confiar todos sus asuntos a otra persona, me sería muy grato tu ofrecimiento. Pero desgraciadamente... lamento... En fin, que no tengo intención de emplearte a ti, ni a ninguno de tu raza, nunca más.
Un largo silencio.
—Eso me parece una ingratitud —declaró el caballero con frialdad—. Yo me molesto en hacerte esta visita. Escucho con la mayor benevolencia su aburrida conversación. Disculpo pacientemente tu ignorancia de las buenas maneras y la etiqueta de la magia. Y ahora tú desprecias mi oferta de ayuda. Has de saber que otros magos se han sometido a grandes tormentos con tal de conseguir mi colaboración. Quizá debería hablar con el otro. Quizá él sepa mejor que tú cómo se trata a las personas de alto rango y condición. —Miró en derredor—. No lo veo. ¿Dónde está?
—¿Dónde está quién?
—El otro.
—¿Qué otro?
—¡El otro mago!
—¡Mag...! —La palabra no acabó de salir de sus labios—. ¡No, no! ¡No hay ningún otro! Yo soy el único. Te lo aseguro. ¿Cómo puedes imaginar que...?
—¡Naturalmente que hay otro mago! —exclamó, como si fuera absurdo negar semejante obviedad—. ¡Es tu amigo más querido!
—Yo no tengo amigos. —Estaba perplejo. ¿A quién podía referirse aquel duende? ¿A Childermass? ¿A Lascelles? ¿A Drawlight?
—Tiene el pelo rojo y la nariz larga. Y es muy engreído... como todos los ingleses.
Eso no aclaraba mucho. Childermass, Lascelles y Drawlight eran muy engreídos en su trato. Y Childermass y Lascelles tenían la nariz larga, pero no el pelo rojo. Norrell, desconcertado, suspiró profundamente y volvió a lo que importaba.
—¿No vas a ayudarme? ¿No harás que la joven regrese de entre los muertos?
—¡Yo no he dicho eso! —respondió el caballero con leve indignación—. He de admitir que durante los últimos siglos ha empezado a aburrirme la compañía de mi familia y mis criados. Mis hermanas y primas tienen buenas cualidades, pero también sus defectos. Lamento decir que son un tanto presumidas, sabiondas y orgullosas. Esta joven... —Señaló a la señorita Wintertowne—. Supongo que tendría las gracias y virtudes de rigor, ¿verdad? ¿Era gentil? ¿Ingeniosa? ¿Vivaracha? ¿Caprichosa? ¿Bailaba como un rayo de sol? ¿Cabalgaba como el viento? ¿Cantaba como un ángel? ¿Bordaba como Penélope? ¿Hablaba francés, italiano, alemán, bretón, gaélico y otras lenguas?
Norrell dijo que suponía que sí, que ésas eran las cosas que solían hacer las señoritas.
—¡Entonces será una compañera encantadora para mí! —afirmó el caballero, dando una palmada.
Nervioso, Norrell se humedeció los labios.
—¿Qué propones exactamente?
—Dame media vida de la muchacha y trato hecho.
—¿Media vida?
—Media.
—Pero ¿qué dirían sus amigos si se enteraran de que he regalado la mitad de su vida?
—Oh, no se enterarán. Confía en mí. Además, ahora no tiene vida. Es mejor media que ninguna.
En efecto, media vida parecía mucho mejor que ninguna. En media vida, la señorita Wintertowne podía casarse con sir Walter y salvarlo de la ruina. De ese modo el ministro podría continuar en su puesto y prestar su apoyo a los planes de Norrell para devolver la magia a Inglaterra. Pero éste había leído muchos libros en los que se describían pactos hechos por otros magos ingleses con seres de aquella raza, y sabía muy bien lo hipócritas que éstos podían llegar a ser. Entonces creyó ver cómo pensaba ensañarlo el caballero.
—¿Cuán larga sería esa vida? —preguntó.
El caballero del pelo plateado abrió las manos en ademán de vivo candor.
—¿Cuán larga querrías tú que fuese?
Norrell reflexionó.
—Supongamos que viviese hasta los noventa y cuatro años. Noventa y cuatro sería una buena edad. Ahora tiene diecinueve. Le quedarían setenta y cinco años. No veo por qué no habrías de tener tú la mitad.
—Setenta y cinco años, pues —convino el caballero—, la mitad de los cuales me pertenecerá a mí.
Norrell lo miraba con nerviosismo.
—¿Tenemos que hacer algo más? —preguntó—. ¿Firmamos algo?
—No; pero debería llevarme algo de la muchacha en prenda de mis derechos.
—Llévate uno de sus anillos —propuso Norrell—. O ese collar que tiene puesto. Estoy seguro de poder explicar la desaparición de un anillo o un collar.
—No. Tiene que ser algo... ¡Ah, ya sé!
Drawlight y Lascelles estaban sentados en el salón donde sir Walter hada recibido al señor Norrell en su primera visita. Era una estancia bastante lúgubre. El fuego de la chimenea estaba apagándose y las bujías se habían consumido casi del todo. No se habían corrido las cortinas ni cerrado las persianas. La lluvia batía en los cristales con un sonido tétrico.
—Desde luego, hace una noche como para resucitar a los muertos —comentó Lascelles—. La lluvia y las ramas de los árboles azotan las ventanas y el viento gime en la chimenea: los efectos escénicos más apropiados. Con frecuencia me acomete la fiebre de escribir para el teatro, y no sé si los acontecimientos de esta noche no han de inspirarme para volver a intentarlo: una tragicomedia sobre los desesperados esfuerzos de un ministro arruinado para conseguir dinero por cualquier medio, desde un matrimonio mercenario hasta la brujería. Me parece que ya tengo el título: Lástima que ella sea cadáver.
Hizo una pausa para que Drawlight le riera la gracia, pero su amigo estaba de mal humor por la negativa del mago a permitirle presenciar el acto de magia, y dijo tan sólo:
—¿Adónde cree que pueden haber ido?
—No lo sé.
—Bien, después de todo lo que hemos hecho por ellos, creo que merecemos un trato mejor. No hace ni media hora que todo eran muestras de agradecimiento. Es una falta de consideración que se hayan olvidado de nosotros tan pronto. Y no nos han ofrecido ni un poco de pastel. Imagino que ya es tarde para cenar, aunque, por mi parte, desfallezco de hambre. —Guardó silencio un momento—. Y hasta el fuego se apaga —comentó.
—Pues eche más carbón —sugirió Lascelles.
—¿Quiere que me ensucie?
Las velas fueron apagándose una a una y el resplandor del fuego menguando, hasta que los cuadros venecianos no eran sino grandes manchas negras en unas paredes apenas menos oscuras. Los dos caballeros estuvieron largo rato en silencio.
—El reloj ha dado la una y media —dijo de pronto Drawlight—. ¡Qué sensación de soledad! ¡Uf!. Todas las cosas horrendas que lee uno en las novelas siempre ocurren cuando suenan las campanas de la iglesia o el reloj da una hora en una casa oscura.
—No recuerdo ningún caso en que sucediera algo horrible a la una y media —apuntó Lascelles.
En ese momento oyeron pasos en la escalera, que enseguida se convirtieron en pasos en el corredor. Se abrió la puerta del salón y en el umbral apareció una figura con una vela en la mano.
Drawlight alargó la mano hacia el atizador.
Pero era el señor Norrell.
—No se alarme, señor Drawlight. No hay de qué asustarse. —No obstante, cuando levantó la vela, su rostro contradijo sus palabras: estaba muy pálido y en sus ojos, muy abiertos, aún parecía haber residuos de miedo—. ¿Dónde está sir Walter? ¿Dónde están los demás? La señorita Wintertowne pregunta por su madre.
Tuvo que repetir dos veces la última frase antes de que los otros dos caballeros la asimilaran.
Lascelles parpadeó varias veces y abrió la boca, como sorprendido, pero enseguida reaccionó y adoptó una expresión altiva que no abandonaría durante el resto de la noche, como si estuviera acostumbrado a encontrarse en casas donde resucitaban señoritas y ese caso concreto le pareciese, en conjunto, más bien aburrido. Entretanto, Drawlight tenía mil cosas que decir y sin duda las dijo, pero lamentablemente, dadas las circunstancias, nadie le prestó atención.
Drawlight y Lascelles fueron enviados a buscar a sir Walter. Luego, éste fue en busca de la señora Wintertowne, y Norrell condujo a la llorosa y temblorosa dama a la habitación de su hija. Mientras tanto, la noticia del retorno a la vida de la joven se había filtrado a otras dependencias de la casa; los sirvientes, al enterarse, se sintieron alborozados y llenos de gratitud hacia los señores Norrell, Drawlight y Lascelles. Un mayordomo y dos criados se acercaron a Drawlight y Lascelles para decirles que si alguna vez deseaban que les prestaran algún pequeño servicio, no tenían más que comunicárselo.
Lascelles le susurró a Drawlight que hasta aquel momento no había reparado en que obrar buenas acciones pudiese dar lugar a que personas de baja categoría le hablaran con tanta familiaridad —lo cual era muy desagradable—, por lo que en lo sucesivo procuraría dejar de obrarlas. Afortunadamente, las personas de baja categoría estaban tan contentas que no se dieron cuenta de que lo habían ofendido.
Pronto se supo que la señorita Wintertowne había abandonado el lecho, que, apoyada en el brazo del señor Norrell, había pasado a su salita privada, donde se hallaba ahora sentada en un sillón junto a la chimenea, y que había pedido una taza de té.
Drawlight y Lascelles fueron llamados a una bonita y pequeña sala del segundo piso, donde encontraron a la señorita Wintertowne, su madre, sir Walter y varios criados.
A juzgar por sus lívidos y demacrados rostros, cualquiera hubiese creído que eran la señora Wintertowne y sir Walter los que aquella noche habían viajado por varios mundos sobrenaturales. La dama lloraba y el ministro se pasaba la mano por la pálida frente de vez en cuando, como el que ha visto horrendas visiones.
La señorita Wintertowne, por el contrario, parecía tranquila y serena, como quien ha pasado una apacible velada en casa. Vestía el elegante traje con que Drawlight y Lascelles la habían visto anteriormente. Se levantó y sonrió a Drawlight.
—Creo que puede decirse que apenas nos conocemos, caballero, pero ya me han dicho lo mucho que le debo. Me temo que sea una deuda imposible de pagar. Si ahora me encuentro aquí, es, en gran medida, gracias a su empeño y su insistencia. Gracias, muchas gracias.
Le tendió ambas manos, que él tomó entre las suyas.
—¡Oh, señorita! —exclamó, entre sonrisas y reverencias—. Le aseguro que ha sido el mayor hon... —Se interrumpió un instante—. ¿Señorita? —dijo entonces con una risita cohibida (lo cual no dejaba de ser extraño, ya que Drawlight no se cohibía con facilidad).
No la soltó, pero miró en derredor, como si buscara a alguien que lo ayudase a salir de un aprieto. Entonces levantó una de las manos de la muchacha para enseñársela. La joven no pareció alarmada por lo que vio, pero sí sorprendida, y alzó la mano para que pudiera verla su madre.
Le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda.