11. Brest (Noviembre de 1807)

LA primera semana de noviembre, una escuadra francesa se aprestaba para zarpar de Brest, puerto situado en la península de Bretaña, en la costa occidental de Francia. Era intención de los franceses patrullar por el golfo de Vizcaya para capturar barcos ingleses o, cuanto menos, impedir que los ingleses hicieran lo que al parecer pretendían hacer

Soplaba un buen viento de tierra. Los marineros franceses se preparaban con rapidez y eficacia y los barcos estaban ya casi dispuestos para zarpar cuando, de pronto, aparecieron grandes nubarrones y empezó a llover con fuerza.

Ahora bien, lo natural era que en un puerto tan importante como Brest hubiese muchas personas que se dedicaran a estudiar los vientos y el tiempo. En el momento en que los navíos iban a soltar amarras, varias de esas personas corrieron a los muelles, muy alteradas, para advertir a los marineros que en aquella lluvia había algo muy extraño: las nubes, decían, habían llegado del norte, mientras que el viento soplaba del este. Era imposible, pero había ocurrido. Los capitanes de los barcos sólo habían tenido tiempo de mostrarse atónitos, incrédulos o intimidados —según su carácter— cuando llegó otra noticia.

El puerto de Brest consta de una bahía interior y otra exterior, estando la primera separada del mar abierto por una península larga y estrecha. La lluvia arreciaba y los oficiales al mando de las naves fueron informados de que en la bahía exterior había aparecido una gran flota de barcos ingleses.

¿Cuántos había? Los informadores lo ignoraban. Más de los que podían contarse con facilidad, quizá un centenar. Al igual que la lluvia, al parecer, los barcos se habían presentado instantáneamente, como salidos de un mar vacío. ¿De qué clase eran? ¡Ah, eso era lo más extraño! Todos eran grandes buques de guerra de dos y tres puentes, bien armados.

Aquello era asombroso. En realidad, más que la súbita aparición de los barcos, asombraba su gran número y tamaño. La Marina británica bloqueaba el puerto de Brest con frecuencia, pero nunca con más de veinticinco naves, de las que sólo cuatro o cinco eran buques de línea y el resto, ágiles fragatas de pequeño tamaño y balandros.

Era tan sorprendente la noticia de los cien barcos que los capitanes franceses no la creyeron hasta que, a caballo o en bote de remos, se acercaron hasta Lochrist, Camaret Saint-Julien y otros lugares en los que, desde lo alto de las rocas, pudieron ver los navíos con sus propios ojos.

Pasaban los días. El cielo estaba plúmbeo y seguía lloviendo. Los barcos ingleses permanecían tercamente en el mismo sitio. Los habitantes de Brest temían que algunos trataran de acercarse a la ciudad para bombardearla. Pero los buques no hacían nada.

Más extrañas aún eran las noticias que llegaban de otros puertos del Imperio francés, de Rochefort, Tolón, Marsella, Génova, Venecia, Flushing y otras cien ciudades de menor importancia. También ellas se hallaban bloqueadas por flotas británicas de un centenar de buques de guerra. Era inconcebible. Todas aquellas flotas juntas sumaban más barcos de guerra de los que poseían los ingleses; incluso más de los que había sobre la faz de la tierra.

En Brest, el oficial de más alta graduación era por entonces el almirante Desmoulins. Éste tenía un criado, un sujeto no más alto que un niño de ocho años y todo lo moreno que pueda ser un europeo. Era como si lo hubieran dejado en el horno demasiado tiempo y se les hubiera quemado un poco. Tenía la piel color café y tan rugosa como un budín de arroz reseco. Su pelo era negro, hirsuto y grasiento como las partes menos apetecibles de un pollo asado. Se llamaba Perroquet, «loro». El almirante Desmoulins estaba muy orgulloso de Perroquet; orgulloso de su tamaño, orgulloso de su inteligencia, orgulloso de su agilidad y orgulloso, sobre todo, de su color. Solía ufanarse de haber visto a negros que, al lado de su sirviente, parecían pálidos.

Fue Perroquet quien pasó cuatro días sentado bajo la lluvia observando los barcos con un catalejo. El agua le chorreaba de las puntas de su bicornio tamaño infantil como por dos pequeños desagües, le caía en la esclavina de su abrigo tamaño infantil, volviéndoselo terriblemente pesado y convirtiendo la lana en fieltro, y le resbalaba en pequeños regueros por su piel grasienta y tostada; pero él no parecía darse cuenta.

Al cabo del cuarto día, Perroquet suspiró, se levantó con agilidad, estiró los brazos, se quitó el bicornio, se rascó la cabeza furiosamente y dijo:

—Bien, mi almirante, son los barcos más extraños que he visto en mi vida, y no los entiendo.

—¿En qué sentido?

Con Perroquet, en los acantilados próximos a Camaret Saint-Julien estaban el almirante Desmoulins y el capitán Jumeau, y también a ellos les chorreaba la lluvia por las puntas del bicornio, convertía la lana de sus abrigos en fieltro y les había encharcado las botas con media pulgada de agua.

—Es que están en el agua como encalmados, y encalmados no pueden estar. Sopla un fuerte viento del oeste que tendría que empujarlos hacia estas rocas, pero ¿los empuja? No. ¿Los navíos barloventean? No. ¿Arrían velas? No. He perdido la cuenta de las veces que ha cambiado el viento en estos cuatro días, ¿y qué han hecho las tripulaciones de esos barcos? Nada.

El capitán Jumeau, que detestaba a Perroquet y estaba celoso por la influencia que éste ejercía en el almirante, se echó a reír.

—Su criado está loco, mi almirante. Si los ingleses fueran tan perezosos o ignorantes como dice, a estas horas sus naves serían montones de palos rotos.

—Más parecen pinturas que barcos de verdad —musitó Perroquet, sin prestar atención al capitán—. Pero lo más extraño, mi almirante, es ese buque de tres cubiertas que está en el extremo norte de la línea. El lunes era igual que los otros, pero ahora tiene las velas hechas jirones, le falta el palo de mesana y tiene un boquete en un costado.

—¡Hurra! —gritó Jumeau—. Una tripulación de franceses valientes lo ha alcanzado mientras nosotros estamos aquí hablando.

Perroquet sonrió.

—¿Usted cree, capitán, que los ingleses permitirían que un barco francés se acercase a su flota, les destrozara un buque y se fuera tan tranquilo? ¡Ja! Me gustaría verlo hacer eso, capitán, con su barquito. No, mi almirante; mi opinión es que el navío inglés se disuelve.

—¿Se disuelve? —exclamó el almirante, sorprendido.

—El casco se abomba como la bolsa de la labor de una vieja. Y el bauprés y la vela de abanico están hundiéndose en el agua.

—¡Qué idiotez! —dijo el capitán Jumeau—. ¿Cómo va a disolverse un barco?

—No lo sé respondió, pensativo—. Depende de con qué esté hecho.

—Jumeau, Perroquet —dijo el almirante Desmoulins—, creo que lo mejor que podemos hacer es acercarnos a echar un vistazo a esos buques. Si los ingleses dan muestras de querer atacarnos, viraremos en redondo, pero quizá podamos descubrir algo.

Así que Perroquet, el almirante y el capitán Jumeau se hicieron a la mar bajo la lluvia, acompañados de un puñado de valientes. Porque los marineros, si bien soportan las penalidades con estoicismo, son supersticiosos, y no era Perroquet el único en Brest que había visto algo raro en la flota inglesa.

Cuando hubieron avanzado un trecho, nuestros aventureros observaron que las extrañas naves eran enteramente grises y que relucían; aun bajo aquel cielo oscuro, aun en medio de aquella lluvia torrencial, brillaban. Por un momento, las nubes se abrieron y un rayo de sol dio en el mar. Los barcos desaparecieron. Las nubes se cerraron, y los barcos volvieron.

—¡Santo Dios! —exclamó el almirante—. ¿Qué es eso?

—Quizá hayan hundido a todos los barcos ingleses y ésos sean sus fantasmas.

Lo cierto era que los misteriosos barcos resplandecían, lo que dio lugar a conjeturas sobre el material de que estaban hechos. El almirante dijo que, quizá, hiereo o acero. (¡Qué ocurrencia, barcos de hierro! Ya me parecía a mí que los franceses eran un pueblo fantasioso.)

El capitán Jumeau apuntó que tal vez fueran de papel de plata.

—¡Papel de plata! —repitió el almirante meneando la cabeza.

—Sí, señor —insistió el capitán—. Las señoras hacen rollitos con papel de plata y luego los trenzan para formar cestillos que decoran con flores o llenan de ciruelas escarchadas.

El almirante y Perroquet se sorprendieron al oír eso, pero Jumeau era un hombre apuesto y debía de saber mucho más que ellos sobre las costumbres de las damas.

Pero si a una señora le llevaba una tarde hacer un cestillo, ¿cuántas señoras se necesitarían para hacer una flota? El almirante dijo que sólo de pensarlo le dolía la cabeza.

Volvió a lucir el sol. Esa vez estaban más cerca de los barcos y vieron cómo la luz del sol brillaba... ¡a través de ellos!, y cómo los barcos se diluían hasta que de ellos no quedó más que un leve fulgor en el agua..

—Cristal —dijo el almirante, acercándose bastante a la verdad, pero fue el avispado Perroquet quien finalmente acertó de pleno.

—No, mi almirante: lluvia. Están hechos de lluvia.

Las gotas de lluvia se unían formando masas corpóreas: mástiles, tablas y lienzos a los que alguien había dado la apariencia de cien barcos.

Los tres hombres ardían de curiosidad por saber quién había podido hacer tal cosa, y convinieron en que debía de ser un maestro forjador de lluvia.

—¡Pero no sólo un maestro forjador de lluvia! —exclamó el almirante—. ¡También un maestro titiritero! ¡Mirad cómo cabecean! ¡Cómo se hinchan y caen las velas!

—Son lo más hermoso que he visto en mi vida —asintió Perroquet embelesado—, pero repito lo dicho: quienquiera que sea no sabe nada de barcos ni de navegación.

La embarcación de madera del almirante estuvo paseándose entre las naves de lluvia durante dos horas. Por ser de lluvia, no dejaban escapar sonido alguno: ni crujir de madera, ni restallar de velas al viento, ni voces de marineros. Varias veces grupos de hombres de lluvia, de cara lisa, se asomaron por la borda para mirar al barco de madera con su tripulación de hombres de carne y hueso, pero lo que pensaran los marineros de lluvia nadie podía saberlo. A pesar de todo, el almirante, el capitán y Perroquet se sentían perfectamente seguros porque, como dijo el último:

—Aunque quisieran dispararnos, sería con balas de cañón de lluvia y sólo conseguirían mojarnos.

Los tres estaban extasiados. Olvidaron que los habían engañado, que habían perdido una semana y que, durante ese tiempo, los ingleses habían estado arribando a puertos de las costas báltica y portuguesa, y a otros muchos a los que el emperador Napoleón Buonaparte no deseaba que fueran. Pero ya parecía debilitarse el hechizo (lo cual, aparentemente, explicaba que estuviera disolviéndose el barco situado en el extremo norte de la flota). Al cabo de dos horas dejó de llover y enseguida se deshizo el encantamiento, lo que Perroquet, el almirante y el capitán Jumeau percibieron como una extraña dislocación de los sentidos, como si hubieran degustado un cuarteto de cuerda o les hubiera herido los tímpanos la visión del color azul. Por un instante, los barcos de lluvia se convirtieron en barcos de niebla que la brisa disipó suavemente.

Los franceses estaban solos en un Atlántico vacío.