40. «Puede estar seguro de que tal lugar no existe» (Junio de 1815)
EL emperador Napoleón Buonaparte había sido confinado en la isla de Elba. Ahora bien, su majestad imperial abrigaba ciertas dudas respecto a si una isla tranquila era lo que más le convenía: al fin y al cabo, él estaba acostumbrado a gobernar una gran parte del mundo conocido. Por ello, antes de salir de Francia dijo a varias personas que en primavera, cuando florecieran las violetas, volvería. Y cumplió su promesa
En cuanto pisó suelo francés, Napoleón reunió un ejército y se dirigió al norte, hacia París, en pos de su destino, que era el de hacer la guerra contra todos los pueblos del mundo. Naturalmente, estaba ansioso por recuperar su dignidad de emperador, pero aún no se sabía de dónde. Siempre había deseado emular a Alejandro Magno, por lo que se pensó que tal vez se dirigiría al este. Ya había invadido Egipto una vez, con bastante éxito. O podía ir al oeste: circulaban rumores de que en Cherburgo había una flota dispuesta, esperando para llevarlo a América, a la conquista de un mundo nuevo.
Pero todos convenían en que, cualquiera que fuese su elección, empezaría por invadir Bélgica, por lo que el duque de Wellington se trasladó a Bruselas, a esperar la llegada del Gran Enemigo de Europa.
Los periódicos ingleses estaban llenos de rumores: Buonaparte había reunido a su ejército; ya marchaba sobre Bélgica con asombrosa celeridad; ya había llegado; ya había vencido. Al día siguiente, resultaba que aún seguía en su palacio de París, del que no se había movido.
A últimos de mayo, Jonathan Strange siguió a Wellington y su ejército a Bruselas. Había pasado los tres últimos meses en la quietud de Shropshire, pensando en la magia, por lo que no es de extrañar que al principio se sintiera un poco desorientado. De todos modos, después de deambular una hora o dos, sacó la conclusión de que la causa de su desconcierto no estaba en él sino en la propia Bruselas. Él sabía el aspecto que tenía una ciudad en guerra, y no era aquél. Debería haber compañías de soldados yendo de un lado a otro, carros de suministros y ansiedad en las caras de la gente. Pero sólo veía tiendas elegantes y damas que circulaban en espléndidos carruajes. Sí, había grupos de oficiales por doquier, pero ninguno parecía ocupado en resolver asuntos militares (uno, con gran concentración y esmero, reparaba la sombrilla de juguete de una niña). Había más alegría y animación de las que cabía esperar ante una inminente invasión de Napoleón Buonaparte.
Una voz gritó su nombre, y, al volver la cabeza, Strange vio al coronel Manningham, un antiguo conocido, que inmediatamente lo invitó a acompañarlo a casa de lady Charlotte Greville, una dama inglesa que vivía en Bruselas. Strange objetó que no estaba invitado y que, en cualquier caso, tenía que buscar al duque. Pero Manningham respondió que la falta deinvitación no era obstáculo: seguro que sería bien recibido, y tantas probabilidades tenía de encontrar al duque en el salón de lady Charlotte Greville como en cualquier otro sitio.
Diez minutos después, se hallaba en un lujoso apartamento lleno de gente, a mucha de la cual ya conocía. Había oficiales, hermosas; damas, caballeros distinguidos, políticos y representantes de todos los estamentos de la sociedad inglesa. Todos hablaban de la guerra con gran animación y hacían comentarios festivos. Para Strange la idea era totalmente nueva: la guerra, una diversión elegante. En España y Portugal lo normal era que los soldados se consideraran víctimas sacrificadas y olvidadas. Los partes que publicaban los periódicos ingleses siempre tendían a presentar la situación lo más sombría posible. Pero allí, en Bruselas, ser oficial de su excelencia era lo más noble del mundo... y casi tan noble, ser el mago de su excelencia.
—¿De verdad Wellington quiere aquí a toda esta gente? —le preguntó en voz baja a Manningham, con asombro—. ¿Qué pasará si atacan los franceses? Ahora preferiría no haber venido. Alguien me interrogará por mis divergencias con Norrell, y no deseo hablar de eso.
—¡Tonterías! —cuchicheó Manningham a su vez—. ¡Aquí eso no le importa a nadie! ¡Por cierto, ahí está el duque!
Hubo un pequeño revuelo y apareció él.
—¡Ah, Merlín! —exclamó Wellington al divisar a Strange—. ¡Me alegro de verlo! ¡Venga esa mano! Ya conocerá al duque de Richmond, supongo. ¿No? Permita que se lo presente.
Si la reunión estaba animada antes, ¡cuánto más no había de estarlo ahora que había llegado su excelencia! Todas las miradas se volvían hacia él para descubrir con quién hablaba y —aún más interesante— con quién flirteaba. Al verlo, nadie supondría que había ido a Bruselas con otro propósito que el de divertirse. Pero cada vez que Strange trataba de apartarse, el duque lo miraba fijamente como diciendo: «¡No se vaya! ¡Lo necesito!»Al fin, sin dejar de sonreír, inclinó la cabeza y le murmuró al oído:
—Ahí; creo que es buen sitio. ¡Venga! Hay un invernadero al otro extremo del salón. Allí estaremos libres de la gente.
Se sentaron entre palmeras y otras plantas exóticas.
—Una advertencia —dijo el duque—: esto no es España. En España, los franceses eran el enemigo aborrecido por todos los hombres, mujeres y niños del país. Aquí la situación es distinta. Buonaparte tiene amigos en todas las calles y en buena parte del ejército. La ciudad está llena de espías. Por eso nuestra mayor preocupación, suya y mía, es actuar como si no hubiera nada más seguro que su derrota. ¡Sonría, Merlín! Tome un poco de té. Le calmará los nervios.
Strange trató de esbozar una sonrisa despreocupada, que no tardó en convertirse en un rictus de ansiedad, y, con el fin de desviar la atención de su excelencia de su deficiente dominio de la expresión facial, preguntó qué opinión le merecía su ejército.
—¡Oh! Lo mejor que puede decirse de él es que es malo. El ejército más heterogéneo que he mandado: mezcla de británicos, belgas, holandeses y alemanes. Es como intentar levantar una pared con media docena de materiales. Cada material puede ser excelente en sí mismo, pero nunca se sabe si la obra se sostendrá. Pero el ejército prusiano ha prometido luchar a nuestro lado, y su general, Blücher, es un tipo excelente. Le encanta la batalla. Por desgracia, también está loco. Cree que está preñado.
—¡Ah!
—De un elefantito.
—¡Ah!
—Pero debe usted ponerse a trabajar inmediatamente. ¿Ha traído sus libros? ¿La fuente de plata? ¿Tiene sitio donde trabajar? Tengo el presentimiento de que Buonaparte aparecerá por el oeste, por Lille. Sería la ruta que elegiría yo, y he recibido cartas de amigos que viven en la ciudad, en las que me aseguran que se le espera de un momento a otro. Ésta será su misión: vigilar la frontera occidental y advertirme a la primera señal de que se acercan las tropas francesas.
Durante los quince días siguientes, Strange conjuró visiones de los lugares por los que el duque sospechaba que podían llegar los franceses. Para que lo ayudaran en su tarea, Wellington le proporcionó un gran mapa y un joven oficial llamado Hadley-Bright.
Hadley-Bright era uno de esos felices mortales para los que la diosa Fortuna reserva sus mejores dones. Todo le era favorable. Adorado hijo único de una viuda rica, quiso seguir la carrera militar y sus amigos le consiguieron destino en un regimiento distinguido. Deseaba emociones y aventura, y el duque de Wellington lo nombró ayudante de campo. Luego, cuando el joven decidió que lo único que le gustaba más que el ejército era la magia, el duque le encomendó la misión de colaborar con el sublime y misterioso Jonathan Strange. Pero sólo las personas de carácter especialmente agrio eran capaces de irritarse por los éxitos de Hadley-Bright; todas las demás quedaban desarmadas por su buen talante y simpatía.
Día tras día, Strange y Hadley-Bright examinaban viejas ciudades fortificadas del oeste de Bélgica; escudriñaban en las calles de pueblos tristes; contemplaban vastos campos desiertos que se extendían bajo cielos de acuarela más vastos todavía. Pero los franceses no aparecían.
Un día caluroso y húmedo de mediados de junio seguían dedicados a esa tarea interminable. Era poco después de mediodía. El camarero había olvidado retirar unas tazas de café y una mosca zumbaba en torno a ellas. Por la ventana abierta llegaba una mezcla de olores a sudor de caballo, melocotones y leche agria. Hadley-Bright, sentado en una silla, hacía una demostración de una de las más importantes habilidades de un soldado: la de quedarse dormido en cualquier circunstancia y momento.
Strange miró el mapa y eligió un punto al azar. En el agua de la fuente de plata apareció un tranquilo cruce de caminos, cerca de una granja y dos o tres casas. Observó la escena. Nada. Se le cerraban los ojos, e iba a quedarse transpuesto cuando vio a unos soldados situando un cañón bajo unos olmos. Se los veía muy decididos. Dio un puntapié a Hadley-Bright para despertarlo.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó.
Hadley-Bright miró la fuente entornando los ojos.
Los soldados que estaban en el cruce llevaban guerrera verde con vueltas rojas. De pronto parecía que eran muchos.
—Son los de Nassau —dijo Hadley-Bright, refiriéndose a parte de las tropas alemanas de Wellington—. Son los muchachos del príncipe de Orange. No hay que preocuparse. ¿Qué miramos?
—Un cruce que está a veinte millas al sur de la ciudad. Quatre Bras, se llama.
—¡Bah, no merece la pena! —declaró Hadley-Bright bostezando—. Está en la carretera de Charleroi. El ejército prusiano se encuentra al otro lado, o eso me han dicho. Me gustaría saber si se supone que esa gente tiene que estar ahí. —Empezó a hojear papeles en los que se indicaba el despliegue de los distintos ejércitos aliados—. No; en realidad, no creo que...
—¿Y ése? —lo interrumpió Strange, señalando a un soldado con guerrera azul que había aparecido por una loma situada enfrente, con el mosquete en posición de fuego.
Una pausa muy breve.
—Francés —dictaminó Hadley-Bright.
—¿Se supone que ha de estar ahí?
Al primer francés se le unió otro. Luego aparecieron cincuenta. Los cincuenta se convirtieron en doscientos, trescientos... mil. Toda la ladera parecía criar franceses como un queso cría gusanos. Al momento, todos empezaron a disparar sus mosquetes contra los soldados de Nassau que estaban en el cruce. La escaramuza acabó pronto. Los de Nassau dispararon sus cañones. Los franceses, que no parecían tener cañones, se retiraron al otro lado de la loma.
—¡Ja! —exclamó Strange, jubiloso—. ¡Derrotados! ¡Han huido!
—Sí, pero ¿de dónde venían? ¿Puede ver lo que hay detrás de la loma?
Strange agitó el agua con el dedo, describiendo un círculo en la superficie. El cruce de caminos se borró y en su lugar apareció una excelente vista del ejército francés, o, si no de todo, de buena parte.
Hadley-Bright se dejó caer en la silla como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Strange juró en español (lengua que asociaba inconscientemente con la guerra). Los ejércitos aliados se encontraban en el peor sitio en que podían estar. Las divisiones de Wellington estaban desplegadas en el oeste, dispuestas para defender hasta la muerte lugares que Buonaparte no tenía intención de atacar. El general Blücher y los prusianos estaban muy al este. Y ahora, de pronto, los franceses se presentaban por el sur. En las actuales circunstancias, los de Nassau (tres o cuatro mil hombres) eran lo único que se interponía entre los franceses y Bruselas.
—¡Señor Strange! ¡Haga algo, se lo suplico! —gritó Hadley-Bright.
Strange aspiró profundamente y abrió los brazos, como para reunir toda la magia que había aprendido.
—¡Dese prisa, señor Strange, dese prisa!
—Podría trasladar la ciudad. ¡Cambiar de sitio Bruselas! Llevarla a donde los franceses no pudieran encontrarla.
—¿Adónde? —exclamó Hadley-Bright asiendo las manos de Strange para obligarlo a bajarlas—. Estamos rodeados de ejércitos. ¡Ejércitos nuestros! Si mueve Bruselas, podría aplastar bajo sus piedras a regimientos nuestros. Al duque no le gustaría nada. Necesita a todos sus hombres.
Strange seguía meditando.
—¡Ya lo tengo! —exclamó.
Se levantó una especie de brisa. Era agradable y tenía la fresca fragancia del mar. Hadley-Bright miró por la ventana. Más allá de las casas, las iglesias, los palacios y los parques se levantaban altas sierras que hacía un momento no estaban allí. Eran oscuras, como si estuviesen cubiertas de abetos. El aire era mucho más puro, como aire nunca respirado.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En América —dijo Strange, y a modo de explicación agregó—: Se ve siempre tan vacía en los mapas...
—¡Santo Dios! ¡Pues no estamos ahora mejor que antes! ¿Ha olvidado que acabamos de firmar un tratado de paz con América? ¡Nada puede molestar tanto a los americanos como la aparición de una ciudad europea en su suelo!
—Oh, quizá. Pero no hay que preocuparse, se lo aseguro. Estamos muy lejos de Washington, de Nueva Orleans y de todos esos lugares en que se libraron las batallas. A cientos de millas, supongo. Por lo menos... Bueno, no estoy seguro de dónde exactamente. ¿Cree que eso importa?1
Hadley-Bright corrió en busca del duque para informarle de que, en contra de lo que pudiera suponer, los franceses estaban en Bélgica, pero él, el duque, no.
Su excelencia, que estaba tomando el té con políticos ingleses y condesas belgas, recibió la noticia con su flema habitual. Pero al cabo de media hora se presentó en el hotel de Strange, acompañado por el coronel De Lancey, intendente general. Contempló la imagen de la fuente de plata con expresión sombría.
—¡Vive Dios, qué bien me ha engañado Napoleón! —exclamó—. De Lancey, despache las órdenes lo antes posible. Hay que reunir al ejército en Quatre Bras.
El pobre coronel no podía estar más alarmado.
—¿Cómo vamos a cursarlas a los oficiales, con todo el Atlántico de por medio? —preguntó.
—El señor Strange se encargará de eso —dijo su excelencia. Captó su atención algo que vio al otro lado de la ventana. Pasaban cuatro jinetes. Tenían porte de reyes y expresión de emperadores, la piel color caoba y el pelo largo y negro como ala de cuervo. Vestían pieles decoradas con púas de puercoespín. Cada uno llevaba un rifle en una funda de piel, una lanza de aspecto temible (adornada con plumas, lo mismo que sus cabezas) y un arco—. Ah, De Lancey, y envíe a alguien a preguntar a esos hombres si querrían luchar mañana. Tienen un aspecto muy competente.
Al cabo de una hora aproximadamente, en la ciudad de Ath, situada a veinte millas de Bruselas (mejor dicho, a veinte millas del lugar en que solía estar Bruselas), un pâtissier sacaba pasteles del horno. Cuando se hubieron enfriado, dibujó una letra en cada uno con azúcar glaseado rosa, algo que nunca había hecho. Su esposa (que no sabía ni una palabra de inglés) puso los pasteles en una bandeja de madera y los entregó al sous-pâtissier. Este llevó la bandeja al cuartel general del ejército aliado en la ciudad, donde sir Henry Clinton estaba dando órdenes a sus oficiales. El sous-pâtissier presentó los pasteles a sir Henry, que tomó uno, e iba a llevárselo a la boca cuando el comandante Norcott del 95o de Fusileros lanzó una exclamación de sorpresa. Ante él, escrito en glaseado rosa sobre los pastelillos, tenía un despacho de Wellington por el que se ordenaba a sir Henry que trasladara la II División de Infantería a Quatre Bras lo antes posible. Sir Henry levantó la mirada con asombro. El sous-pâtissier le sonreía.
A la misma hora, el general al mando de la III División —un caballero de la casa de Hannover llamado sir Charles Alten— se encontraba trabajando con afán en un château situado veinticinco millas al suroeste de Bruselas. Al mirar casualmente por la ventana, observó que en el patio estaba cayendo un pequeño chaparrón de extraño aspecto. El agua caía en el centro del patio, sin tocar las paredes. Sir Charles, movido por la curiosidad, salió a observar el fenómeno y vio, escrita en el polvo con gotas de lluvia, la siguiente misiva:
Bruselas, 15 de junio de 1815
La III División debe dirigirse a Quatre Bras inmediatamente.
Wellington
Entretanto, unos generales holandeses y belgas del ejército de Wellington ya habían descubierto que los franceses estaban en Quatre Bras, y hacia allí se dirigían con la II División de los Países Bajos. Estos generales (llamados Rebecq y Perponcher) reaccionaron con impaciencia cuando una gran bandada de aves canoras se posó en los árboles de alrededor y empezó a cantar:
Del duque un mensaje traemos:
en Quatre Bras está el francés.
Todas las tropas debéis reunir
y presto a la encrucijada marchar.
—¡Sí, sí, ya lo sabemos! —gritó el general Perponcher braceando para ahuyentar a los pájaros—. ¡Fuera, largo de aquí!
Pero los pájaros no se iban, sino que se acercaban más y más, hasta que algunos se le posaron en el hombro y en el caballo, mientras seguían cantando con gran oficiosidad:
Grandes reputaciones se labrarán.
El duque ha dicho: «¡Nada temáis!»
Trazado está el plan de batalla.
¡Adelante, la brigada!
Los pájaros acompañaron a los militares durante todo el día, sin parar de trinar y gorjear la irritante canción. El general Rebecq —que hablaba correctamente inglés— consiguió agarrar a uno y trató de enseñarle una nueva canción, con la esperanza de que volviera junto a Jonathan Strange y se la cantara:
Hay que correr a puntapiés,
de Bruselas a Maastricht,
al mago del duque por acosar
sin piedad a hombres de bien2 .
A las seis de la tarde, Strange devolvió Bruselas a suelo europeo. Inmediatamente, los regimientos que estaban acuartelados en el interior de la ciudad salieron por la puerta de Namur en dirección a Quatre Bras. Hecho esto, Strange pudo dedicarse a ultimar sus propios preparativos para la guerra. Recogió su fuente de plata, media docena de libros de magia, un par de pistolas, una fina chaqueta de verano provista de numerosos y grandes bolsillos, una docena de huevos duros, tres petacas de brandy, un paquete de empanadillas de cerdo y un enorme paraguas de seda.
A la mañana siguiente, con esos efectos repartidos por su persona y su caballo, se encaminó al cruce de Quatre Bras con el duque y su estado mayor. Varios miles de soldados aliados se encontraban ya reunidos en aquel lugar, pero los franceses no habían aparecido. De vez en cuando sonaba el disparo de un mosquete, pero era poco más que lo que se oiría en un bosque inglés donde hubiera caballeros de cacería.
Strange estaba mirando en derredor cuando un zorzal se le posó en el hombro y empezó a gorjear:
Del duque un mensaje traemos:
en Quatre Bras está el francés...
—¿Qué? ¿Qué haces tú aquí todavía? —farfulló—. ¡Tenías que haber desaparecido hace horas! —Hizo la señal de Ormskirk para disipar un hechizo, y el pájaro voló. Strange observó entonces, consternado, que una gran bandada levantaba el vuelo al mismo tiempo. Miró en derredor con nerviosismo para ver si alguien se había dado cuenta de su distracción; pero todo el mundo parecía muy ocupado en asuntos militares y dedujo que les había pasado inadvertida.
Strange encontró una posición de su agrado, en una zanja, justo frente a la granja de Quatre Bras. El cruce quedaba inmediatamente a su derecha y el 92o de Infantería, un regimiento de highlanders, a su izquierda. Se sacó de los bolsillos los huevos duros, que repartió entre los soldados a los que le pareció que más les apetecerían. (En tiempo de paz, por regla general, para entablar conocimiento con una persona se requiere una presentación; en guerra, un poco de comida cumple el mismo cometido.) Los soldados correspondieron con un poco de té muy dulce y lechoso, y pronto estaban charlando con él amigablemente.
El día era muy caluroso. El camino discurría, en suave declive, por entre campos de centeno que resplandecían al sol de junio con un fulgor casi sobrenatural. A tres millas, el ejército prusiano ya había entrado en combate con los franceses, y el sonido lejano de truenos de cañones y gritos de hombres era como un emisario fantasmal que anunciara lo que se avecinaba. Hacia mediodía se oyeron a lo lejos tambores y cantos enardecidos. El suelo temblaba bajo el aporreo de decenas de miles de pies mientras, por el centeno, se aproximaban las columnas cerradas y oscuras de la infantería francesa.
Strange no tenía órdenes concretas del duque, por lo que, cuando empezó el combate, se dispuso a repetir los actos de magia que solía practicar en los campos de España. Envió enardecidos ángeles a amenazar a los franceses y dragones a lanzar llamaradas sobre sus cabezas. Las visiones eran más grandes y más brillantes que las que conseguía en España, y varias veces salió de la zanja para admirar el efecto, sin hacer caso de las advertencias de los soldados de que se exponía a que lo alcanzara una bala.
Llevaba tres o cuatro horas lanzando hechizos con la mayor diligencia cuando ocurrió aquello. Un repentino asalto de los chasseurs franceses amenazaba con rodear al duque y su estado mayor, que tuvieron que volver grupas y, a galope tendido, regresar a las líneas aliadas. Las tropas más próximas eran las del 92o de Infantería.
—¡Noventa y dos! —gritó el duque—. ¡Cuerpo a tierra!
Los highlanders obedecieron al instante. Strange se asomó por el borde de la zanja a tiempo de ver al duque volando sobre sus cabezas a lomos de Copenhagen3 . Su excelencia estaba ileso y parecía más vigorizado que alarmado por la aventura. Miró en derredor para ver lo que hacía cada cual, y descubrió a Strange.
—¡Señor Strange! ¿Se puede saber qué pretende? ¡Si quiero una exhibición propia de Vauxhall Gardens, se la pediré!4 Los franceses ya vieron muchas de estas cosas en España y no les causan efecto. Pero son nuevas para los belgas, holandeses y alemanes de mi ejército. Acabo de ver a uno de sus dragones amenazar a una compañía de Brunswick en ese bosque, y cuatro hombres han caído al suelo. ¡Eso no lo consiento, señor Strange! ¡No lo consiento! —Y se alejó al galope.
Strange lo siguió con la mirada. Tenía intención de hacer un acerbo comentario sobre la ingratitud del duque a sus amigos del 92o de Infantería, pero los vio muy ocupados recibiendo fuego de cañón y mandobles de sable. De modo que recogió el mapa, salió de la zanja y se dirigió al cruce, donde encontró a lord Fitzroy Somerset, el secretario militar del duque, que miraba en derredor con aire preocupado.
—Necesito hacerle una pregunta, milord —dijo Strange—. ¿Cómo marcha la batalla?
Somerset suspiró.
—Al final todo irá bien. Seguro. Pero la mitad del ejército aún no ha llegado. Apenas tenemos caballería. Ya sé que usted envió las órdenes a las divisiones con prontitud, pero algunas estaban muy lejos. Si los franceses reciben refuerzos antes que nosotros... —Se encogió de hombros.
—Si llegan los refuerzos franceses, ¿por dónde vendrán? ¿Por el sur?
—El sur y el sureste.
Strange no volvió a la batalla, sino que fue a la granja de Quatre Bras, situada detrás mismo de las líneas británicas. Estaba abandonada: puertas abiertas, cortinas que ondeaban en las ventanas, una guadaña y una hoz en el suelo, donde las habían arrojado los granjeros en su precipitada huida. En la penumbra de la vaquería encontró a una gata y varios gatitos recién nacidos. Cada vez que sonaba un cañonazo (lo que ocurría a menudo), el animal temblaba. Strange le puso agua y le habló cariñosamente. Luego se sentó en el frío suelo de piedra y extendió el mapa ante sí.
Empezó a mover los caminos, senderos y pueblos situados al sur y al este del campo de batalla. Primero cambió de sitio dos pueblos. Luego hizo que todos los caminos que iban de este a oeste discurrieran de norte a sur. Esperó diez minutos y volvió a ponerlo todo como estaba antes. Dio media vuelta a todos los bosques de los alrededores. Luego invirtió el curso de los arroyos. Pasó horas y horas dedicado a cambiar el paisaje. Era un trabajo laborioso y aburrido, tanto como el que solía hacer con Norrell. A las seis y media oyó que las trompetas aliadas tocaban avance. A las ocho se levantó y estiró el cuerpo entumecido.
—Bueno —le dijo a la gata—, no tengo la menor idea de si habremos conseguido algo con todo esto5 .
Un humo negro flotaba sobre los campos. Los cuervos, siniestros seguidores de todas las batallas, habían llegado a cientos. Strange encontró a sus amigos, los highlanders, en un estado lamentable. Habían capturado una casa situada junto al camino, pero en la acción habían sufrido fuertes bajas y perdido a veinticinco de sus treinta y seis oficiales, incluido el coronel, a quien muchos de ellos consideraban un padre. Más de un encanecido veterano lloraba con la cara entre las manos.
Al parecer, los franceses habían regresado a Frasnes, la ciudad de la que habían salido por la mañana. Strange preguntó a varias personas si eso significaba que los aliados habían ganado, pero nadie parecía tener información concreta al respecto.
Aquella noche, Strange durmió en Genappe, pueblo situado a tres millas en dirección a Bruselas. Estaba desayunando cuando apareció el capitán Hadley-Bright, con noticias: el ejército prusiano, aliado del duque, había sufrido un terrible castigo durante los combates de la víspera.
—¿Han sido derrotados? —preguntó Strange.
—No; pero se han retirado, y el duque dice que nosotros debemos hacer lo mismo. Su excelencia ya ha elegido el campo de batalla, y los prusianos se reunirán allí con nosotros. Un lugar llamado Waterloo.
—¿Waterloo? ¡Qué nombre tan raro y ridículo!
—Sí que es raro. No he conseguido encontrarlo en el mapa.
—¡Oh, eso ocurría continuamente en España! Es probable que quien se lo ha dicho no haya oído bien el nombre. Waterloo: puede estar seguro de que tal lugar no existe.
Poco después de mediodía los dos hombres montaron a caballo, y se disponían a salir del pueblo en pos del ejército cuando llegó un mensaje de Wellington: se acercaba una división de lanceros franceses. ¿Podía el señor Strange ponerles algún obstáculo? Éste, deseoso de evitar una nueva acusación de hacer magia de feria, consultó a Hadley-Bright.
—¿Qué es lo que más odia la caballería?
Hadley-Bright reflexionó.
—El barro —dijo.
—¿El barro? ¿En serio? Sí, tiene razón. ¡Bien, pocas cosas hay tan sencillas como la magia de los fenómenos meteorológicos!
El cielo se oscureció. Apareció un negro nubarrón de tormenta, tan grande como toda Bélgica, y tan bajo que sus desflecados faldones parecían rozar las copas de los árboles. Hubo un relámpago que por un instante pintó el mundo de un blanco hueso. Sonó un crujido ensordecedor y al momento caía una lluvia torrencial que hacía hervir y gorgotear la tierra.
A los pocos minutos, los campos de alrededor se habían convertido en un lodazal. Los lanceros franceses no pudieron entregarse a su deporte favorito de cabalgar con ligereza y soltura, y la retaguardia de Wellington consiguió escapar.
Al cabo de una hora, Strange y Hadley-Bright se llevaron una sorpresa al descubrir que, efectivamente, existía un lugar llamado Waterloo y que habían llegado a él. El duque, montado en su caballo bajo la lluvia, contemplaba muy complacido a los sucios hombres, caballos y carros.
—¡Un barro excelente, Merlín! —gritó alegre—. Pegajoso y resbaladizo. A los franceses no les habrá gustado nada. ¡Más lluvia, por favor! Bien, ¿ve ese árbol en lo alto de la cuesta?
—¿El olmo, excelencia?
—El mismo. Le agradeceré que mañana, durante la batalla, se mantenga ahí. Yo también estaré, aunque probablemente no pueda permanecer mucho tiempo. Mis muchachos le llevarán mis instrucciones.
Aquella noche, las divisiones del ejército aliado tomaron posiciones a lo largo de una loma, al sur de Waterloo. El trueno retumbaba sobre sus cabezas y llovía a mares. De vez en cuando se acercaban al olmo delegaciones de hombres cubiertos de barro, a rogar a Strange que detuviera aquel diluvio, pero él se limitaba a negar con la cabeza diciendo:
—Cuando el duque me diga que pare, parará.
Pero los veteranos de la Guerra de la Península afirmaban en tono de aprobación que, en tiempo de guerra, la lluvia siempre había sido amiga de los ingleses, y les decían a sus camaradas:
—Para nosotros no hay nada más reconfortante y familiar, mientras que para otros es un obstáculo. Llovió las noches anteriores a Fuentes, Salamanca y Vitoria. —Eran los nombres de algunas de las grandes victorias conseguidas por Wellington en la Península.
Debajo de su paraguas, Strange pensaba en la batalla inminente. Desde el fin de la contienda de la Península había estudiado la magia que los aureates practicaban en tiempo de guerra. Era muy poco lo que se sabía de ella; sólo rumores de un hechizo que John Uskglass utilizaba antes de sus batallas. Predecía la consecuencia de hechos actuales. Poco antes del anochecer, Strange tuvo una inspiración: «No hay manera de averiguar qué hacía Uskglass, pero ahí están las conjeturas sobre los presagios de cosas venideras, de Pale. Seguro que es una versión simplificada de lo mismo. Podría servir.»
Unos instantes antes de que el conjuro obrara su efecto, Strange percibió claramente todos los sonidos de alrededor: el azote de la lluvia en metal, cuero y en la lona de las tiendas, el piafar y resoplar de los caballos, los cantos de los ingleses, las gaitas de los escoceses, las voces de dos soldados galeses que discutían sobre la correcta interpretación de un pasaje bíblico, y la del capitán escocés John Kincaid, que instaba a los salvajes americanos a tomar té (quizá con la idea de que, una vez que te aficionas al té, adquieres simultáneamente todos los hábitos y cualidades que distinguen a un británico).
Después, silencio. Empezaron a desaparecer hombres y caballos, al principio poco a poco, y después más aprisa, a cientos, a miles. Se abrían grandes claros en la compacta masa de soldados. Un poco más al este, se desvaneció todo un regimiento, dejando un vacío del tamaño de Hanover Square. Donde un momento antes todo era vida, voces y movimiento, ahora no había más que lluvia, crepúsculo y tallos de centeno oscilando al viento. Strange sintió una náusea y se pasó la mano por los labios. «¡Ja, esto me enseñará a enredarme con la magia propia de los reyes! —pensó—.Tiene razón Norrell. Hay magia que no es apta para los magos corrientes. Probablemente John Uskglass sabría qué hacer con estos presagios. Yo no. ¿Debo decírselo a alguien? ¿Al duque? No creo que me diera las gracias.»
Alguien estaba frente a él, hablándole: un capitán de artillería. Strange lo veía mover los labios pero no oía nada. Chasqueó los dedos para disipar el hechizo. El capitán lo invitaba a tomar brandy y fumar un cigarro. Strange tiritó y rehusó.
Pasó el resto de la noche sentado bajo el olmo, solo. Hasta aquel momento, su condición de mago nunca le había hecho sentirse distinto de otros hombres. Pero ahora había vislumbrado el lado oscuro de algo. Tenía una sensación extraña, como si en torno a él el mundo estuviera haciéndose más viejo y lo mejor de la existencia —la risa, el amor y la inocencia— fuera quedando atrás irremisiblemente.
Alrededor de las once y media de la mañana, los franceses abrieron fuego. La artillería aliada respondió. Entre uno y otro ejército, nubes de un humo negro y acre velaron el diáfano aire estival.
El ataque francés estaba dirigido principalmente contra el château de Hougoumont, un puesto avanzado de los aliados en el valle defendido por la Guardia Escocesa, la Guardia de Coldstream y unidades de Nassau y Hannover. Strange conjuraba imagen tras imagen en su fuente de plata, a fin de seguir los sangrientos combates que se libraban en los bosques que rodeaban el castillo. Estaba tentado de mover los árboles, a fin de facilitar el tiro a los aliados, pero el combate cuerpo a cuerpo era el menos apto para la aplicación de la magia. Se recordó la máxima de que, en la guerra, un soldado puede hacer más daño por actuar antes de tiempo o impulsivamente que por no hacer nada. Decidió esperar.
El fuego de artillería crecía en intensidad. Los veteranos británicos decían a sus amigos que nunca habían conocido tan fuerte castigo. Los hombres veían cómo sus camaradas eran partidos por la mitad, despedazados o decapitados por las balas de cañón. El aire vibraba con la repercusión de las detonaciones.
—Pegan duro —observó el duque fríamente, y ordenó a las primeras filas retirarse tras la cresta de la loma y echar cuerpo a tierra.
Cuando cesó el fuego, los aliados levantaron la cabeza y vieron a la infantería francesa avanzar por el valle, entre la humareda: dieciséis mil soldados, formando hombro con hombro inmensas columnas que gritaban y golpeaban el suelo con los pies al unísono.
Más de uno se preguntó si los franceses habrían encontrado por fin a un mago propio; los franceses parecían mucho más altos de lo normal y, a medida que se acercaban, se veía en sus ojos el brillo de un furor casi inhumano. Pero era sólo la magia de Napoleón Buonaparte, que sabía mejor que nadie cómo vestir a sus soldados para intimidar al enemigo y desplegarlos de manera que parecieran indestructibles.
Ahora Strange ya sabía lo que tenía que hacer. El barro, apelmazado y pegajoso, entorpecía el avance de los soldados. Para obstaculizarlo más aún, se aplicó a encantar los tallos del centeno, haciendo que se enredaran en los pies de los franceses. Los tallos eran resistentes como alambres y los soldados se tambaleaban y caían. Pensaba Strange que, con un poco de suerte, el barro les impediría levantarse y serían pisoteados por sus camaradas, o por la caballería que no tardó en aparecer detrás de ellos. Pero era un trabajo muy lento y, a pesar de sus esfuerzos, probablemente ese primer acto de Strange no causó a los franceses más daño que el pudieran infligirles los disparos de un buen mosquetero o fusilero.
Un ayudante de campo se acercó a una velocidad increíble y arrojó una tira de piel de cabra a la mano de Strange gritando:
—¡Mensaje de su excelencia! —Al instante, había desaparecido.
La artillería francesa ha incendiado el castillo de Hougoumont. Apague las llamas.
Wellington
Strange conjuró otra visión de Hougoumont. Desde la última vez que lo había visto, los defensores del castillo habían sufrido graves daños. En todas las habitaciones había heridos de uno y otro bando. El granero, las dependencias exteriores y el cuerpo central del castillo estaban ardiendo. Un asfixiante humo negro lo envolvía todo. Los caballos relinchaban y los heridos se arrastraban, tratando de alejarse, pero no tenían adónde ir, en medio de la violenta batalla. Strange descubrió media docena de imágenes de santos pintadas en las paredes de la capilla. Medían siete u ocho pies de alto y no estaban muy bien proporcionadas: al parecer, eran obra de un amateur entusiasta. Todos tenían largas barbas castañas y ojos grandes y melancólicos.
—¡Servirán! —rezongó Strange.
A una orden suya, los santos bajaron de las paredes. Se movían espasmódicamente, como marionetas, pero no estaban exentos de agilidad y elegancia. A grandes trancos, pasaron entre los heridos y fueron a un pozo que había en uno de los patios, del que empezaron a sacar cubos de agua que llevaban a las llamas. Todo parecía ir bien hasta que el fuego prendió en dos de ellos (probablemente, san Pedro y san Jerónimo) y los consumió con rapidez: como estaban hechos sólo de pintura y magia, ardían con facilidad. Mientras Strange pensaba en cómo remediar la situación, un trozo de metralla dio en el costado de su fuente de plata y la lanzó a una distancia de cincuenta yardas hacia la derecha. Cuando la hubo recuperado y reparado el daño, todos los santos habían sido pasto de las llamas. Heridos y caballos estaban ardiendo. Ya no había más pinturas en las paredes. Casi llorando de rabia, Strange maldijo al desconocido artista por no haber pintado más santos.
¿Qué más podía hacer? ¿Qué más sabía hacer? Pensaba frenéticamente. A veces, en los viejos tiempos, John Uskglass hacía un paladín utilizando cuervos: las aves se unían formando un gran gigante negro, hirsuto y ondulante, capaz de realizar cualquier proeza con facilidad. En otras ocasiones, John Uskglass se había hecho criados de tierra.
Strange conjuró una visión del pozo de Hougoumont. Sacó agua en forma de surtidor y, antes de que se derramara en el suelo, la obligó a tomar la vaga forma de un hombre. A continuación, le ordenó correr hacia las llamas y arrojarse sobre ellas. De ese modo se apagó una cuadra y se salvaron tres soldados. Strange hacía más hombres de agua a toda prisa, pero éste no es un elemento que conserve fácilmente la forma, y al cabo de una hora de trabajo le daba vueltas la cabeza y le temblaban las manos.
Entre las cuatro y las cinco ocurrió algo inesperado. Al levantar la cabeza, Strange vio acercarse una rutilante masa de caballería francesa. Doce filas, quinientos jinetes. Era tal el estruendo de la artillería que no se oía a los caballos, como si llegaran sin hacer ruido. «Qué extraño, ya deben de saber que la infantería de Wellington está intacta —pensó Strange—. Serán aniquilados.» A su espalda, los regimientos de infantería formaban cuadros. Varios hombres lo llamaron para que se refugiara dentro de sus cuadros. Parecía un buen consejo y él lo siguió.
Desde la relativa seguridad del cuadro, Strange observó el avance de la caballería: coraceros de reluciente coraza y casco coronado de cresta, lanceros con las armas adornadas de gallardetes rojos y blancos que temblaban al viento. Ornatos que evocaban glorias pretéritas, impropios de esa época gris, glorias a las que Strange estaba decidido a oponer su propia antigua gloria. Grabada en la mente tenía la imagen de los servidores de John Uskglass, hechos de cuervos y de tierra. Bajo los jinetes franceses, el barro empezó a abombarse y burbujear y tomó la forma de manos gigantescas, que agarraban a hombres y caballos y tiraban de ellos hacia abajo. Los que caían eran arrollados por sus camaradas. El resto recibió una granizada de balas de mosquete de la infantería aliada. Strange observaba la escena, impasible.
Cuando los franceses fueron rechazados, Strange volvió a su fuente de plata.
—¿Es usted el mago? —preguntó una voz.
Él se volvió rápidamente y vio con sorpresa a un hombre bajito, grueso y sonrosado, vestido de paisano, que le sonreía.
—¿Se puede saber quién es usted, por Dios? —inquirió.
—Me llamo Pink —dijo el hombre—. Soy viajante de Botones Welbeck, de Birmingham. Traigo un mensaje del duque para usted.
Strange, que estaba cubierto de barro y más fatigado que nunca en toda su vida, tardó en comprender.
—¿Dónde están los ayudantes de campo del duque?
—Me ha dicho que han muerto.
—¿Cómo? ¿Hadley-Bright ha muerto? ¿Y el coronel Canning?
—¡Ay, no puedo darle información exacta! —sonrió el hombre—. Llegué de Amberes ayer, para ver la batalla, y al reconocer al duque quise presentarme a él y mencionar de pasada la excelente calidad de los botones Welbeck. Entonces él me preguntó si, como favor personal, podría venir a decirle que el ejército prusiano se dirige hacia aquí y que ya ha llegado al bosque de Paris, pero, como dice su excelencia, lo están pasando endiabladamente... —Pink sonrió y parpadeó al oírse hablar como un soldado—. Endiabladamente mal con los caminos estrechos y el barro, y dice si tendría usted la bondad de hacerles una carretera desde el bosque hasta el campo de batalla.
—Desde luego —dijo Strange frotándose la cara para quitarse el barro.
—Así se lo comunicaré a su excelencia. —El hombre titubeó y preguntó, expectante—: ¿Cree que a su excelencia le interesará encargar botones?
—No veo por qué no. A él le gustan los botones tanto como a la mayoría de los hombres.
—Así, entonces podríamos anunciarnos: «Proveedores de su excelencia el duque de Wellington.» —Estaba radiante—. ¡Allá voy, pues!
—Sí, sí, vaya usted.
Strange creó la carretera para los prusianos, pero al poco rato le parecía haber soñado aquel episodio del señor Pink y los botones Welbeck6 .
Los hechos se repetían. Una y otra vez, la caballería francesa atacaba y Strange se refugiaba en el interior del cuadro. De nuevo, oleadas de temibles jinetes se abatían contra los costados del cuadro y de nuevo Strange hacía salir de la tierra manos monstruosas que tiraban de los enemigos y los derribaban. Cuando se replegaba la caballería, se reanudaba el fuego de artillería, y él volvía a su fuente de plata para hacer más hombres de agua que apagaran las llamas y socorrieran a los moribundos en el devastado castillo de Hougoumont. Todo sucedía una y otra vez; parecía inconcebible que la lucha pudiera acabar. Strange empezaba a tener la sensación de que duraba desde siempre.
«Tiene que llegar un momento en que se acaben las balas de los mosquetes y los cañones —pensaba—. ¿Y qué haremos entonces? ¿Despedazarnos con sables y bayonetas? Y si morimos todos, ¿quién dirá la gente que ha ganado?»
Entre el humo aparecían fugaces imágenes de momentos de la batalla, como escenas de un teatro de los horrores: en la granja de La Haye Sainte, los franceses trepaban por una montaña formada por sus muertos para saltar la tapia y matar a los defensores alemanes.
Una vez, los franceses pillaron a Strange fuera del cuadro. De pronto se encontró delante de un coracero enorme, montado en un caballo gigantesco. Lo primero que se le ocurrió fue preguntarse si aquel individuo sabría quién era él. (Le habían dicho que todo el ejército francés odiaba al mago inglés con ferviente pasión latina.) Lo segundo, que había dejado las pistolas dentro del cuadro de la infantería.
El coracero levantó el sable. Impulsivamente, Strange recitó el Animam evocare de Stokesey. Algo parecido a una abeja salió del pecho del hombre y se posó en la palma de la mano de Strange. Pero no era una abeja, sino una perla de luz azul. Otra perla de luz salió volando del caballo, que relinchó y se alzó de manos. El francés miraba fijamente a Strange, desconcertado.
Él elevó la otra mano, para fulminar a jinete y caballo, pero se quedó en suspenso. «¿Puede un mago matar a un hombre por arte de magia?», le había preguntado el duque. «Un mago podría; pero un caballero, jamás», había respondido él. Mientras vacilaba, apareció de pronto un oficial de caballería británico —de los escoceses de Grey— que, de un golpe de sable, abrió la cabeza al coracero de abajo arriba, desde la mandíbula, pasando por los dientes. El hombre cayó como un árbol. El escocés siguió adelante sin detenerse.
Después Strange no podría recordar con claridad lo que ocurrió a continuación. Le parecía haber estado deambulando, aturdido, no sabía cuánto tiempo.
Un coro de vítores lo sacó de su abstracción. Al levantar la mirada, vio a Wellington sobre Copenhagen. El duque sostenía el sombrero en alto y lo agitaba: era la señal para que los aliados avanzaran sobre los franceses. Pero lo envolvía un humo tan denso que sólo los soldados más próximos a él podían participar de aquel momento de triunfo.
Strange musitó una palabra y se abrió un claro en la humareda. Un rayo del último sol de la tarde iluminó a Wellington. A lo largo de la loma, los rostros se volvieron hacia él. Crecieron las aclamaciones.
—¡Ajá! —exclamó Strange—. Éste es un buen uso para la magia inglesa.
Echó a andar por el campo de batalla detrás de los soldados aliados y los franceses en retirada. Esparcidas entre los muertos y moribundos estaban las grandes manos de tierra que él había creado. Parecían paralizadas en actitudes de indignación y horror, como si la misma tierra se retorciera de desesperación. Cuando llegó a los cañones franceses que tan grave daño habían causado a los aliados, obró su último acto de magia: hizo salir de la tierra más manos, que agarraron los cañones y los sepultaron.
En la posada de La Belle Alliance, situada al extremo del campo de batalla, Strange encontró al duque, que estaba con el príncipe Blücher, general del ejército prusiano. El duque lo saludó con un movimiento de la cabeza y le dijo:
—Luego cenará conmigo.
El príncipe Blücher le estrechó la mano efusivamente y le dijo muchas cosas en alemán, que Strange no entendió. Luego, el anciano caballero se señaló el abdomen, donde suponía al ilusorio elefante, e hizo una mueca de resignación como diciendo: «¿Qué se le va a hacer?»
Al salir de la posada, Strange se tropezó con el capitán Hadley-Bright.
—¡Me han dicho que había muerto! —exclamó.
—Y yo estaba seguro de que también usted había muerto —respondió el otro.
Callaron, un poco incómodos. Por todas partes se extendían hasta perderse de vista hileras de cadáveres y heridos. En aquel momento tenían una indefinible sensación de que el simple hecho de estar vivo era indigno de un caballero.
—¿Quién más vive? ¿Lo sabe? —preguntó Hadley-Bright. Strange negó con la cabeza.
—No.
Se separaron.
Aquella noche, en el cuartel general de Wellington en Waterloo, la mesa estaba puesta para cuarenta o cincuenta comensales. Pero cuando llegó la hora de la cena, sólo eran tres: el duque, el general Álava (su agregado español) y Strange. Cada vez que se abría la puerta, el duque volvía la cabeza para ver si entraba algún amigo sano y salvo, pero no se presentó ninguno.
Muchos de los sitios de aquella mesa estaban destinados a hombres que habían muerto o se hallaban moribundos: el coronel Canning, el coronel Gordon, el general Picton, el coronel De Lancey. La lista se alargaría a medida que avanzara la noche.
El duque, el general Álava y el señor Strange se sentaron en silencio.