26. Esfera, corona y cetro (Septiembre de 1809)

TODAS las noches sin falta, lady Pole y Stephen Black eran llamados por la campana triste a bailar en los sombríos salones de Desesperanza. Por belleza y elegancia de la concurrencia, aquéllos eran sin duda los bailes más espléndidos que viera Stephen, pero el rico atavío y la prestancia de las parejas ofrecían un curioso contraste con la mansión en sí, que mostraba numerosas señales de pobreza y abandono. La música era siempre la misma, media docena de tonadas, rasgueadas por un solo violín y sopladas por una sola gaita. Las grasientas velas de sebo —Stephen, con su ojo de mayordomo, no podía evitar observar que eran muy pocas para un salón tan grande— proyectaban extrañas sombras, que giraban en las paredes al tiempo que los danzantes ejecutaban los distintos pasos de baile.

En otras ocasiones, lady Pole y Stephen tomaban parte en largas procesiones en las que se portaban estandartes por corredores mal iluminados y polvorientos (ya que el caballero del pelo plateado era muy entusiasta de esas ceremonias). Algunos de aquellos estandartes eran deteriorados fragmentos de abigarrado bordado, y otros representaban las victorias del caballero sobre sus enemigos y estaban hechos con la piel curtida de aquellos enemigos, cuyos labios, ojos, cabello y ropa habían sido cosidos en la amarilla piel por las mujeres de la familia del caballero. Éste no se cansaba de tales placeres y parecía convencido de que Stephen y lady Pole se deleitaban con ellos tanto como él.

Pese a su carácter veleidoso, el caballero se mantenía constante en su admiración por milady y en su afecto por Stephen Black, y a éste se lo demostraba con espléndidos regalos y extraordinarios favores. Algunos regalos se los hacía, como la primera vez, a la señora Brandy en nombre de Stephen, y otros se los enviaba a él directamente porque, como solía decirle alegremente:

—Tu malvado enemigo no se enterará. —Se refería a sir Walter—. Lo he cegado con mi magia de forma astuta y nunca verá algo extraño en ello. ¡Podrías ser nombrado mañana mismo arzobispo de Canterbury y él no se sorprendería! Ni nadie. —Pareció tener una idea—. ¿Te gustaría ser mañana arzobispo de Canterbury, Stephen?

—No, señor. Muchas gracias.

—¿Estás seguro? No habría ninguna dificultad, y si sientes inclinación por la Iglesia...

—No, señor. Se lo aseguro, señor.

—Como de costumbre, tu buen gusto te honra. La mitra es terriblemente incómoda y no sienta nada bien.

El pobre Stephen vivía agobiado por los milagros. Cada dos o tres días ocurría algo que lo beneficiaba. A veces el valor real de lo que recibía era insignificante —unos cuantos chelines—, pero el medio por el que llegaba a él era siempre extraordinario. Por ejemplo, un día recibió la visita del capataz de una granja que insistía en que hacía años lo había conocido en una pelea de gallos celebrada cerca de Richmond, en el North Riding de Yorkshire, y que Stephen había apostado con él a que un día el príncipe de Gales haría algo que llevaría la deshonra al país. Puesto que eso había ocurrido ya (el hombre citaba como hecho vergonzoso el que el príncipe hubiera abandonado a su esposa), había ido a Londres en diligencia para entregarle a Stephen veintisiete chelines y seis peniques, que, según decía, era la suma apostada. Fue inútil que Stephen asegurase que él nunca había estado en una pelea de gallos ni en Richmond, Yorkshire; el capataz no dejó de insistir hasta que aceptó el dinero.

Unos días después de la visita del capataz, apareció un gran perro gris frente a la casa de Harley Street. El pobre animal, empapado por la lluvia y salpicado de barro, mostraba señales de haber recorrido una larga distancia. Lo más extraño era que llevaba un documento entre los dientes. Robert y Geoffrey, los lacayos, y John Longridge, el cocinero, trataron de ahuyentarlo gritando y arrojándole piedras y botellas, pero el perro soportó estoicamente el maltrato sin inmutarse hasta que Stephen Black salió a la lluvia y le quitó el pliego de la boca. Entonces el perro se alejó con un aire de plácida satisfacción, como felicitándose por haber llevado a buen puerto una misión difícil. El documento resultó el mapa de un pueblo de Derbyshire y mostraba, entre otras cosas sorprendentes, una puerta secreta en una ladera.

Otro día, Stephen recibió una carta del alcalde y los regidores de Bath en la que se decía que, dos meses antes, el marqués de Wellesley había visitado Bath y durante su estancia no había hecho más que hablar de Stephen Black y de su gran honradez, inteligencia y lealtad a su amo. El alcalde y los regidores de Bath quedaron tan impresionados por los elogios de milord, que inmediatamente ordenaron que se estampara una medalla para ensalzar la vida y las virtudes de Stephen. Cuando se hubieron hecho quinientas medallas, dispusieron que fueran distribuidas entre las más relevantes familias de Bath, y así se hizo, en medio del júbilo popular. Le enviaban a Stephen una de las medallas y le rogaban que cuando fuera a Bath, se lo comunicase, a fin de que pudieran organizar una magnífica cena en su honor.

Ninguno de esos milagros contribuía a levantar el ánimo del pobre Stephen. No tenían otro efecto que el de hacer más patente todavía el tenebroso carácter de su vida actual. Le constaba que el capataz, el perro, el alcalde y los regidores actuaban de forma contraria a su naturaleza: los capataces amaban el dinero y no lo soltaban sin una buena razón; los perros no perseveraban pacientemente durante semanas en extrañas misiones; y alcaldes y regidores no sentían súbito interés por criados negros a los que nunca habían visto. No obstante, ninguno de sus amigos veía nada extraordinario en el rumbo que tomaba su vida. Estaba harto de oro y plata, y el cuartito que ocupaba en el último piso de la casa de Harley Street estaba repleto de tesoros que él no deseaba.

Ya hacía casi dos años que se hallaba bajo el encantamiento del caballero. Muchas veces le había suplicado que lo liberase —o si no a él, por lo menos a lady Pole—, pero hacía oídos sordos. Así pues, Stephen decidió aventurarse a revelar a alguien lo que él y lady Pole padecían. Estaba deseoso de descubrir si existían precedentes de su caso. No abrigaba grandes esperanzas de encontrar a alguien que pudiera ayudarlos a liberarse. La primera persona con la que habló fue Robert, el lacayo. Empezó por advertirle que iba a oír una desgracia personal secreta, y Robert adoptó la expresión de interés y solemnidad que hacía al caso. Pero, al empezar a hablar, Stephen descubrió con asombro que estaba pronunciando algo muy distinto, una disertación seria y técnica sobre el cultivo y la recolección de guisantes y alubias, tema del que no sabía nada en absoluto. Aún peor, parte de la información era de lo más peregrino y habría dejado boquiabierto a cualquier horticultor. Expuso las distintas propiedades de las judías plantadas o recolectadas con luna o sin luna, en mayo o en la noche del solsticio de verano, y cómo se alteraban estas propiedades según se plantaran o recolectaran con desplantador o con cuchillo de plata.

La segunda persona a la que Stephen trató de describir su desgracia fue Longridge. Esa vez se encontró haciendo un minucioso relato de las actividades de Julio César en Britania. Era una exposición mucho más clara y detallada de la que habría podido hacer cualquier historiador que hubiera dedicado veinte años a estudiar la materia. Y, una vez más, mucha de la información no se encontraba en libro alguno1 .

Stephen hizo otros dos intentos para comunicar su horrible situación. A la señora Brandy le expuso una curiosa defensa de Judas Iscariote, según la cual los últimos actos de Iscariote le fueron dictados por dos hombres, John Copperhead y John Brassfoot, a los que él creía ángeles; y a Toby Smith, el dependiente de la señora Brandy, le dio la lista de todas las personas de Irlanda, Escocia, Gales e Inglaterra que habían sido raptadas por los duendes durante los doscientos últimos años. No había oído hablar ni de una sola de ellas.

Stephen tuvo que reconocer que, por más que lo intentara, nunca podría hablar de su encantamiento.

Quien más sufría a causa de sus extraños silencios y su melancolía era, sin duda alguna, la señora Brandy. Ella no se daba cuenta de que Stephen había cambiado con todo el mundo; sólo veía que había cambiado con ella. Un día de primeros de septiembre, Stephen fue a visitarla. No se veían desde hacía semanas, lo que había entristecido de tal manera a la señora Brandy que escribió una carta a Robert Austin, y éste fue en busca de Stephen y lo reprendió por su descuido. Pero una vez Stephen entró en la salita situada encima de la tienda de St. James Street, nadie hubiera podido criticar a la señora Brandy por desear que él se marchara cuanto antes. Permaneció sentado con la cabeza apoyada en la mano, suspiraba profundamente y no decía nada. Ella le ofreció vino de Constantia, mermelada, bollos y toda clase de exquisiteces, que él fue rechazando. No quería nada, y ella se sentó al otro lado de la chimenea y reanudó su labor: un gorro de dormir que estaba bordando para él, sin ilusión.

—Quizá está cansado de Londres y de mí y desea volver a África —insinuó.

—No —respondió Stephen.

—Supongo que África es un lugar encantador —dijo la señora Brandy, que parecía decidida a castigarse a sí misma por el procedimiento de enviar a Stephen a África lo antes posible—. Es lo que siempre he oído decir. Naranjas y piñas por todas partes, y caña de azúcar, y árboles de chocolate. —Después de estar catorce años trabajando en el negocio de ultramarinos, se había dibujado un mapa del mundo con ayuda de sus mercaderías. Rió tristemente—. No creo que yo prosperase mucho en África. ¿Qué falta hace una tienda cuando la gente no tiene más que alargar la mano para arrancar la fruta del árbol? Ah, sí, enseguida estaría en la ruina. —Cortó el hilo con los dientes—. Y no es que no estuviera encantada de irme mañana mismo. —Furiosa, metió el hilo por el inocente ojo de la aguja—. Si alguien me lo pidiese.

—¿Iría a África por mí? —preguntó Stephen, sorprendido.

Ella levantó la mirada.

—Por usted iría a cualquier sitio. Creía que ya lo sabía.

Se miraron con tristeza.

Stephen dijo que debía regresar a Harley Street para atender sus obligaciones.

En la calle, el cielo se oscureció y empezó a llover. La gente abrió los paraguas. Mientras subía por St. James, Stephen vio una imagen extraña: un barco negro que navegaba en dirección a él por el aire gris y lluvioso, sobre las cabezas de la gente. Era una fragata de unos dos pies de alto, con las velas sucias y rotas y la pintura descascarillada. Subía y bajaba imitando los movimientos de los barcos en el mar. Se estremeció al verlo. Entre la multitud apareció un mendigo, un negro con la piel tan oscura y reluciente como la suya. Llevaba el barco atado al sombrero. El hombre subía y bajaba la cabeza mientras caminaba, para que el barco pudiera navegar. Se movía muy despacio y con precaución, para mantener su enorme sombrero en equilibrio. El efecto era el de un hombre que bailara con asombrosa lentitud. Aquel mendigo se llamaba Johnson. Era un pobre marinero inválido al que se le había negado la pensión. Como no tenía otro medio de subsistencia, se ganaba la vida cantando y pidiendo limosna, era conocido en toda la ciudad por su extraño sombrero. Johnson alargó la mano a Stephen, pero éste volvió la cara. Procuraba no hablar con negros de baja condición. Temía que la gente supusiera que tenía alguna relación con ellos.

Oyó que alguien gritaba su nombre y dio un respingo como si lo hubieran escaldado, pero era sólo Toby Smith, el dependiente de la señora Brandy.

—¡Oh, señor Black! —gritó Toby corriendo hacia él—. ¡Estaba aquí! Acostumbra andar tan aprisa que pensé que ya estaría en Harley Street. La señora Brandy le envía un saludo y dice que se ha dejado esto al lado de la silla.

Le tendió una diadema de plata, una delicada banda de metal de la medida exacta de la cabeza de Stephen. No tenía más adorno que unos extraños signos y letras grabados.

—¡Pero si no es mía!

—¡Oh! —exclamó Toby, confuso, y entonces pareció tomarlo a broma—. ¡Vamos, señor Black, como si no se la hubiera visto en la cabeza más de cien veces! —Se rió, hizo una ligera inclinación y volvió corriendo a la tienda, dejando a Stephen con la diadema en la mano.

Cruzó Piccadilly y entró en Bond Street. Al poco, oyó unos gritos y vio correr calle abajo a una figura diminuta. Por su estatura, parecía no tener más de cuatro o cinco años, pero la cara, blanca como el papel y de facciones afiladas, era de un niño bastante mayor. Lo seguían a distancia dos o tres hombres que gritaban:

—¡Al ladrón! ¡Deténganlo!

Black le salió al paso, pero si bien el ladronzuelo no pudo rehuir a Stephen (que era ágil), éste tampoco pudo retener al rapaz (que era escurridizo). Llevaba un objeto alargado envuelto en una tela roja, que puso en manos del mayordomo antes de lanzarse hacia un grupo de personas que estaban en la puerta de la joyería Hemming’s, de la que acababan de salir, por lo que nada sabían de la persecución y no se apartaron. Imposible adivinar hacia dónde había escapado.

Stephen tenía el envoltorio en la mano. La tela, un suave terciopelo antiguo, resbaló y dejó al descubierto una larga vara de plata.

El primero de los perseguidores en llegar fue un caballero moreno y bien parecido, vestido con un sobrio pero elegante traje negro.

—Lo ha tenido por un momento —le dijo a Stephen.

—Siento no haber podido retenerlo hasta que usted llegara. Pero, como ve, tengo lo que le ha robado. —Le tendió la vara de plata y el terciopelo rojo, pero el hombre no los tomaba.

—¡Ha sido culpa de mi madre! —dijo enfadado—. No sé cómo ha podido ser tan descuidada. Le he dicho mil veces que si deja abierta la ventana de la sala, cualquier día le entrará un ladrón. ¿No se lo he dicho mil veces, Edward? ¿No se lo he dicho, John? —Se dirigía a sus criados, que habían llegado corriendo detrás de su señor. No tenían aliento para hablar, pero le aseguraron a Stephen con vehementes movimientos de la cabeza que, efectivamente, se lo había dicho—. ¡Todo el mundo sabe que guardo muchos tesoros en mi casa, pero ella sigue abriendo la ventana, a pesar de mis súplicas! Ahora llora, sí, la pérdida de este tesoro que hace siglos pertenece a la familia. Y es que mi madre está muy orgullosa de nuestra familia y de todas sus posesiones. Este cetro, por ejemplo, es prueba de que descendemos de los antiguos reyes de Wessex, ya que perteneció a Edgar, a Alfredo o alguno de ellos.

—Pues tómelo, señor —lo instó Stephen—. Su madre sentirá un gran alivio al recuperarlo.

El caballero alargaba la mano cuando, bruscamente, la retiró.

—¡No! —gritó—. ¡No lo tomaré! ¡A fe mía que no! Si volviera a confiar este tesoro a la custodia de mi madre, ella no comprendería las funestas consecuencias de su negligencia. ¡No recordaría que debe mantener la ventana cerrada! ¿Y quién sabe lo que podría perder yo entonces? Mañana podría regresar a casa y encontrarla vacía. No, señor; debe usted quedarse con el cetro. Es la recompensa por el favor que me ha hecho al tratar de apresar al ladrón.

Los criados asentían como si comprendieran lo sensato del argumento, y en ese momento llegó un carruaje y el caballero y los lacayos se fueron en él.

Stephen estaba ahora bajo la lluvia con una diadema en una mano y un cetro en la otra. Ante él estaban las tiendas de Bond Street, las más elegantes de todo el reino. En sus escaparates se exhibían sedas y terciopelos, tocados de perlas y plumas de pavo real, brillantes y rubíes, toda clase de joyas y adornos de oro y plata.

«Muy bien —pensó—; sin, duda, con lo que hay en esas tiendas, él podrá ofrecerme los más ricos tesoros mágicos. Pero esta vez seré más listo que él. Tomaré otro camino para ir a casa.»

Torció por una callejuela, atravesó un patio, cruzó una verja, bajó por un pasaje y salió a una estrecha calle de casas modestas, desierta y extrañamente silenciosa. No se oía nada más que la lluvia repicando en los adoquines. La lluvia había oscurecido las fachadas, que parecían casi negras. Los ocupantes de las casas debían de ser ahorrativos, porque ni uno había encendido lámpara o vela alguna, a pesar de lo oscuro que estaba el día. No obstante, el pesado nubarrón no cubría el cielo por completo; en el horizonte brillaba una luz lechosa y la lluvia que caía del oscuro cielo a la oscura tierra relucía como la plata.

De pronto, un objeto brillante salió rodando de un oscuro callejón, brincó sobre los adoquines mojados y se detuvo a los pies de Stephen.

Él lo miró y exhaló un profundo suspiro al ver que era, como esperaba, una pequeña esfera de plata. Era vieja y estaba muy deteriorada. En la parte superior, donde debía haber una cruz que indicara que todo el mundo pertenecía a Dios, había una pequeña mano abierta. Le faltaba un dedo. Ese símbolo —la mano abierta— lo conocía bien Stephen. Era uno de los que utilizaba el caballero del pelo plateado. La noche anterior, Stephen había tomado parte en una procesión portando un estandarte con ese emblema por oscuros patios barridos por el viento y avenidas de robles inmensos en cuyas invisibles ramas murmuraba el viento.

Se oyó abrirse una ventana. Una mujer asomó la cabeza por una del último piso de la casa. Llevaba rizadores de papel en el pelo.

—¡Vamos, recógela! —gritó mirando a Stephen, furiosa.

—¡Es que no es mía!

—¡Dice que no es suya! —Eso pareció enfurecerla aún más—. ¡Será que no he visto cómo se te caía del bolsillo y rodaba por el suelo! ¡Y será que no me llamo Mariah Tompkins! ¡Y será que no trabajo día y noche para tener la calle bien limpia y ordenada, y tú tienes que venir a tirar aquí la basura!

Stephen, con un profundo suspiro, recogió la esfera. Descubrió que, a pesar de lo que Mariah Tompkins pudiera decir o creer, si se la guardaba en el bolsillo, éste se rompería, por lo mucho que pesaba. Así pues, se vio obligado a caminar bajo la lluvia con el cetro en una mano y la esfera en la otra. Se puso la diadema en la cabeza, que le pareció el lugar más apropiado, y así engalanado se dirigió a casa.

Al llegar, bajó a la zona del servicio y abrió la puerta de la cocina. Pero no se encontró en la cocina, como esperaba, sino en una habitación que nunca había visto. Estornudó tres veces.

Le bastó un momento para comprender, con alivio, que no estaba en Desesperanza. Era una estancia corriente, la que uno podría hallar en una casa acomodada de Londres. Pero estaba muy desordenada. Sus ocupantes, que al parecer acababan de mudarse, estaban abriendo paquetes. Había en la habitación todos los objetos propios de una salita privada o estudio: mesas de cartas, escritorios, mesas de lectura, utensilios para la chimenea, sillones de distinto grado de confort y utilidad, espejos, tazas de té, barras de lacre, candelabros, cuadros, libros (en gran número), tarros de arena, tinteros, plumas, papeles, relojes, ovillos de cordel, reposapiés y pantallas. Pero todo revuelto y amontonado en nueva e insólita combinación. Diseminados por la sala había fardos y cajas de madera y de cartón, unas llenas, otras semivacías y otras casi intactas. La paja de los embalajes estaba esparcida por el suelo y los muebles, y todo lo había llenado de un polvo que hizo estornudar a Stephen dos veces más. Había paja hasta en la chimenea, por lo que existía el peligro de que la habitación empezara a arder de un momento a otro.

En la estancia había dos personas: un hombre al que Stephen nunca había visto y el caballero del pelo de plata. El hombre al que nunca había visto estaba sentado a una mesita delante de la ventana. Era de suponer que debía estar desembalando sus cosas y ordenando la habitación, pero había abandonado la tarea y estaba leyendo un libro. De vez en cuando interrumpía la lectura, consultaba dos o tres tomos que tenía en la mesa, musitaba unas palabras, muy alterado, o hacía una anotación en una libretita salpicada de manchas de tinta.

Entretanto, el caballero del pelo plateado, sentado en un sillón al otro lado de la chimenea, lo miraba con tanta malevolencia y furor que Stephen temió por la vida del desconocido. Ahora bien, desde el momento en que el caballero descubrió a Stephen, se tornó todo gozo y afabilidad.

—¡Ah, estás aquí! —exclamó—. ¡Qué noble resultas con tus atributos reales!

Casualmente había un gran espejo frente a la puerta. Por primera vez, Stephen se vio con la corona, el cetro y la esfera. Parecía un rey. Se giró hacia el hombre sentado a la mesa, para observar su reacción ante la imagen de un negro coronado.

—¡Oh, no te preocupes por él! —dijo el caballero de pelo plateado—. No puede vernos ni oírnos. No tiene más talento que el otro. ¡Mira! —Hizo una bola, de papel y la arrojó con fuerza a la cabeza del hombre, que ni parpadeó.

—¿Qué otro, señor? —preguntó Stephen—. ¿A quién se refiere?

—Este es el mago más joven. El que ha llegado a Londres hace poco.

—¿De verdad? He oído hablar de él, desde luego. Sir Walter lo tiene en muy alta estima. Pero confieso que he olvidado cómo se llama.

—Oh, ¿a quién le importa su nombre? Lo que importa es que es tan estúpido como el otro, y casi tan feo.

—¿Qué? —dijo el mago de pronto. Levantó la mirada del libro y la paseó por la habitación con suspicacia—. ¡Jeremy! —llamó con voz potente.

Un criado asomó la cabeza por la puerta, sin molestarse en entrar.

—¿Señor?

Stephen abrió los ojos con gesto de sorpresa ante semejante desidia; eso no lo hubiera tolerado él en Harley Street. Miró al hombre con frialdad para darle a entender lo que pensaba de él, hasta que recordó que el otro no podía verlo.

—Es un escándalo cómo están construidas estas casas de Londres —dijo el mago—. Oigo lo que dicen en la vivienda de al lado.

Eso era lo bastante interesante como para inducir al tal Jeremy a entrar en la habitación. Se paró y aguzó el oído.

—¿Son todas las paredes tan delgadas? —prosiguió el mago—. ¿Crees que pueda haber algún defecto?

Jeremy dio unos golpes en la pared medianera, que respondió con un sonido tan sordo y apagado como el de cualquier pared del reino, robusta y bien construida. Sin sacar conclusión alguna de ello, dijo:

—No oigo nada, señor. ¿Qué decían?

—Creo que un hombre llamaba a otro estúpido y feo.

—¿Está seguro, señor? Aquí al lado viven dos señoras ancianas.

—¡Ja! Eso no demuestra nada. La edad no es una garantía en estos tiempos.

Tras esta observación, el mago pareció cansarse de la charla y reanudó la lectura.

Jeremy esperó un momento, y al ver que su amo parecía haberse olvidado de él, se fue.

—Aún no le he dado las gracias por estos maravillosos regalos, señor —le dijo Stephen al caballero.

—¡Ah, Stephen! Me alegro de haberte complacido. Te confesaré que la diadema es tu propio sombrero transformado por la magia. Hubiera preferido darte una corona auténtica, pero no he podido encontrar ninguna con tan poco tiempo. Supongo que te sentirás decepcionado. Aunque, ahora que lo pienso, el rey de Inglaterra tiene varias coronas y pocas veces se las pone. Levantó una mano y señaló hacia arriba con dos dedos blancos y muy largos.

—¡Oh! —exclamó Stephen al comprender de pronto lo que iba a hacer—. Si piensa realizar un conjuro para traer aquí al rey de Inglaterra con una de sus coronas, como imagino, puesto que es usted todo amabilidad, le ruego que no se moleste, señor. Como usted ya sabe, yo no necesito ninguna en este momento, y el rey de Inglaterra es un caballero muy anciano... ¿No sería mejor dejar que se quedara en casa?

—Está bien —dijo bajando las manos.

Por falta de mejor ocupación, volvió a despotricar contra el nuevo mago. No había en él nada que le gustara. Se burló del libro que leía, criticó la hechura de sus botas y hasta le irritaba su estatura (a pesar de que era la misma que la suya, como se vio cuando, casualmente, ambos se levantaron al mismo tiempo).

Stephen deseaba volver a sus ocupaciones, pero temía que si los dejaba solos, el caballero empezara a arrojar al mago cosas más contundentes que una bola de papel.

—¿Quiere que vayamos juntos hasta Harley Street, señor? —propuso—. Así podrá explicarme cómo sus nobles acciones moldearon y dieron gloria a Londres. Es un relato tan interesante que no me canso de oírlo.

—¡Será un placer, Stephen! ¡Un verdadero placer!

—¿Está lejos, señor?

—¿El qué?

—Harley Street, señor. No sé dónde nos encontramos.

—Estamos en Soho Square, y no, no está lejos en absoluto.

Cuando llegaron a la casa de Harley Street, el caballero se despidió de Stephen afectuosamente, instándolo a no entristecerse por la despedida y recordándole que volverían a verse aquella misma noche en Desesperanza.

—... donde se celebrará una deliciosa ceremonia en el campanario de la Torre Oriental. Conmemoramos un hecho acaecido... hum, hará unos quinientos años, cuando con gran astucia me apoderé de los hijitos de mi enemigo y los lanzamos desde lo alto del campanario. ¡Esta noche recrearemos aquel gran triunfo! Vestiremos unos muñecos de paja con la ropa ensangrentada de aquellos niños, los arrojaremos al adoquinado y luego cantaremos y bailaremos para celebrar su destrucción.

—¿Y celebran esa ceremonia todos los años, señor? Estoy seguro de que si la hubiera presenciado, la recordaría. Es muy... impresionante.

—Me alegro de que te lo parezca. La celebro cada vez que me acuerdo. Desde luego, fue mucho más impresionante cuando la hicimos con niños de verdad.