44. Arabella (Diciembre de 1815)

—¡ESTARÁ helada hasta los huesos! —dijo la señora Ayrton tomando una mano de Arabella—. ¡Ay, querida mía, está fría como una tumba!

Otra señora llevó rápidamente del salón un chal de Arabella. Era de cachemira india azul, con una delicada cenefa rosa y oro, pero cuando la señora Ayrton la envolvió en él, pareció que el vestido negro le apagaba los colores.

Arabella, con las manos enlazadas, los miraba con expresión de serena indiferencia, sin molestarse en contestar a sus amables preguntas. No parecía sorprendida ni cohibida por encontrarlos allí.

—¿Podrías decirme dónde estabas? —inquirió Strange.

—Paseando —respondió. Su voz sonaba como siempre.

—¡Paseando! Arabella, ¿te has vuelto loca? ¿Con tres pies de nieve? ¿Por dónde?

—Por el bosque oscuro. Entre mis hermanos y hermanas que duermen su sueño apacible. Por los páramos altos, entre los espíritus perfumados de mis hermanos y hermanas que murieron hace tiempo. Bajo el cielo gris, entre los sueños y murmullos de mis hermanos y hermanas que aún han de nacer.

Strange la miraba sin pestañear.

—Pero ¿qué dices?

A nadie sorprendió que, frente a tan cariñoso interrogatorio, ella optara por callar, y por lo menos una de las señoras empezó a pensar que la rudeza de su marido la intimidaba y la hacía dar tan extrañas respuestas.

La señora Ayrton le rodeó los hombros con el brazo y, suavemente, la guió hacia la escalera.

—La señora Strange está fatigada —dijo con firmeza—. Venga conmigo, querida, subamos a...

—¡Un momento! —exclamó Strange—. ¡Aún no! Antes quiero saber de dónde ha salido ese vestido. Le ruego me perdone, señora Ayrton, pero estoy decidido a...

Iba hacia ellas cuando se detuvo bruscamente y miró el suelo con extrañeza. Luego dio unos pasos de lado, sorteando algo que había en su camino.

—¡Jeremy! ¿De dónde ha salido el agua que hay donde estaba la señora Strange?

Jeremy Johns llevó un candelabro al pie de la escalera. Había allí un gran charco. Él y Strange miraron el techo y las paredes. Los otros criados también parecían intrigados por el fenómeno, lo mismo que los señores.

Mientras los hombres estaban distraídos con esa exploración, la señora Ayrton y otras damas se llevaron a Arabella discretamente.

El vestíbulo de Ashfair era tan anticuado como el resto de la casa. Estaba revestido de olmo pintado de color crema y el suelo era de simples losas de piedra, bien barridas. Uno de los criados pensaba que el agua tenía que haber brotado de debajo de las losas, y fue en busca de una barra de hierro para hurgar entre ellas y así demostrar que alguna estaba floja. Pero no consiguió moverlas. No se veía ningún intersticio por el que hubiera podido filtrarse el agua. Alguien aventuró que quizá los perros del capitán Ayrton habían mojado el suelo. Miraron a los perros. Estaban completamente secos.

Por fin, examinaron el agua.

—Es negra y contiene briznas de algo —observó Strange.

—Parece musgo —aventuró Jeremy Johns.

Siguieron haciendo conjeturas hasta que tuvieron que darse por vencidos y renunciar a aclarar el misterio. Poco después, los caballeros se fueron, llevando consigo a sus esposas.

A las cinco, Janet Hughes subió al dormitorio de su señora y la encontró tumbada en la cama. No se había quitado el vestido negro. Cuando le preguntó si se encontraba mal, Arabella respondió que le dolían las manos. Janet la ayudó a desvestirse y fue a decírselo a Strange.

Al segundo día, Arabella se quejaba de un dolor que le iba de la cabeza a los pies, pasando por todo el lado derecho del cuerpo (o al menos eso interpretaron ellos cuando dijo «desde la copa hasta la punta de mis raíces»). Eso alarmó a Strange lo suficiente para enviara buscar al doctor Newton, el médico de Church Stretton. El doctor Newton acudió aquella misma tarde, pero, aparte del dolor, no encontró nada anormal y se despidió alegremente, prometiendo a Strange volver dentro de uno o dos días.

Al tercer día, Arabella murió.