63. El primero enterrará su corazón en un oscuro bosque, bajo la nieve, y aun así sentirá dolor (Mediados de febrero de 1817)

HABÍAN transcurrido más de veintiocho horas desde que Lascelles se fuera de Hanover Square, y Norrell estaba frenético. Había prometido a Lascelles que lo esperaría, y ahora temía que al llegar a Hurtfew Abbey encontrasen a Strange en posesión de la biblioteca.

Aquella noche, en la casa nadie fue autorizado a acostarse y por la mañana todos estaban cansados y de mal humor.

—Pero ¿por qué lo esperamos? —preguntó Childermass—. ¿De qué cree que puede servirnos cuando llegue Strange?

—Ya sabes que tengo mucha confianza en Lascelles. Él es ahora mi único consejero.

—Todavía me tiene a mí.

Norrell parpadeó rápidamente. Pareció que iba a decir «Tú no eres más que un criado», pero no lo dijo.

No obstante, Childermass lo captó. Con un gruñido de impaciencia, dio media vuelta y se fue.

A las seis de la tarde se abrió bruscamente la puerta de la biblioteca y entró Lascelles. Nunca se lo había visto con semejante aspecto: el pelo revuelto, la corbata sucia de polvo y húmeda de sudor, y el abrigo y las botas manchados de barro.

—¡Estábamos en lo cierto, señor Norrell! —gritó–. ¡Strange va a venir!

—¿Cuándo?

—Eso no lo sé. No ha tenido la delicadeza de anunciarme la hora, pero deberíamos partir para Hurtfew Abbey lo antes posible.

—Podemos irnos inmediatamente. Todo está dispuesto. ¿Así que ha visto a Drawlight? ¿Ha venido con usted? —Ladeó el cuerpo, tratando de ver a Drawlight detrás de Lascelles.

—No; no lo he visto. Estuve esperándolo y no se presentó. Pero no tema, señor —agregó, al ver que Norrell iba a interrumpirlo—. Me ha enviado una carta. Tenemos toda la información necesaria.

—¡Una carta! ¿Puedo verla?

—Desde luego. Pero tiempo habrá para eso durante el viaje. Ahora tenemos que irnos. No es necesario que retrase la marcha por mí. Mis necesidades son pocas y si algo me falta, prescindo de ello. —Lo cual era sorprendente: sus necesidades solían ser muchas y complicadas—. Vamos, vamos, señor Norrell. ¡Dese prisa, que viene Strange!

Salió de la biblioteca con paso rápido. Después, Norrell se enteraría por Lucas de que Lascelles ni siquiera había pedido agua para lavarse ni algo de beber, sino que había ido directamente al coche y se había quedado esperando.

A las ocho, ya iban camino de Yorkshire. Norrell y Lascelles viajaban dentro del carruaje, Lucas y Davey en el pescante, y Childermass a caballo. Se detuvieron en la barrera de peaje de Islington, y Lucas pagó al guarda. El aire olía a nieve.

Norrell contempló con mirada ausente un escaparate brillantemente iluminado. Era de una tienda elegante y espaciosa, con sillas modernas para uso de los clientes; tan refinado era el establecimiento que resultaba difícil distinguir lo que en él se vendía. Había un montón de cosas de colores vivos encima de una silla, pero Norrell no hubiera podido asegurar si eran chales, telas para vestidos o algo totalmente distinto. En la tienda había tres mujeres. Una era una clienta, muy elegante, con una chaqueta corta y ceñida como la guerrera de un húsar, adornada de alamares y ribeteada de piel, y un gorrito de estilo ruso. De vez en cuando, la señora acercaba la mano a la parte posterior de la cabeza, como si temiera perderlo. La dependienta llevaba un discreto vestido oscuro. La tercera era la joven aprendiza, que observaba la escena respetuosamente y hacía una pequeña reverencia nerviosa cuando alguna de las otras la miraba. No parecía haber en curso ninguna transacción comercial, a juzgar por la animación con que clienta y dependienta charlaban y reían. La escena no podía estar más alejada de lo que constituían las ocupaciones habituales de Norrell, pero se sintió conmovido, sin saber por qué; quizá, fugazmente, pensó en lady Pole y la señora Strange. Entonces algo pasó volando entre él y la amable escena, una especie de trozo de oscuridad. Le pareció un cuervo.

El peaje estaba pagado. Davey agitó las riendas y el carruaje avanzó hacia la puerta.

Empezó a nevar. El coche se estremecía con el azote de un viento helado que se colaba por las rendijas y mordía los hombros, la nariz y los pies de los viajeros. Por añadidura, la extraña actitud de Lascelles en nada contribuía a hacer más placentero el viaje. Estaba muy agitado, casi eufórico, y Norrell no se explicaba la razón. Cuando el viento aullaba, él se reía como si quisiera demostrarle que no conseguía asustarlo.

Al ver que el mago lo observaba, dijo:

—Estaba pensando... ¡Esto, para nosotros, no es nada! Usted y yo, señor, pronto habremos derrotado a Strange, a pesar de todos sus trucos. ¡Los ministros son una colección de viejas! ¡Dan pena! ¡Tanto miedo por un demente! Yo me río. ¡Liverpool y Sidmouth son los peores, desde luego! Han estado años sin atreverse a asomar la nariz por la puerta, por temor a Buonaparte, y ahora tienen un ataque de pánico sólo porque Strange se ha vuelto loco.

—¡Ah, se equivoca! Se equivoca usted. La amenaza de Strange es inmensa... Buonaparte no era nada comparado con esto. Pero aún no me ha dicho qué le ha contado Drawlight. Me gustaría ver la carta. Le diré a Davey que pare en El Ángel y entonces...

—Es que no la llevo encima. La he dejado en Bruton Street.

—¡Oh! Pero...

Lascelles rió.

—¡Señor Norrell! ¡No se preocupe! ¿No le he dicho que no importa?

La recuerdo con toda exactitud.

—¿Qué dice?

—Que Strange está loco y preso en la Oscuridad Eterna, como ya sabíamos, y que...

—¿De qué forma se manifiesta su locura?

Una pausa apenas perceptible.

—En que dice tonterías. Pero también las decía antes, ¿no es verdad? —rió Lascelles. Al observar la expresión de Norrell, prosiguió en tono más comedido—: Habla de árboles y piedras, y de John Uskglass y... —miró en derredor, en busca de inspiración— carrozas invisibles y... ¡ah, sí!, esto lo divertirá. ¡Roba dedos a jóvenes venecianas! ¡Dedos que guarda en cajitas!

—¡Dedos! —se alarmó Norrell. La idea sugería desagradables asociaciones. Pensó un momento, pero no sacó nada en claro—. ¿Describe Drawlight la oscuridad? ¿Dice en la carta algo que pueda ayudarnos a comprenderla?

—No. Vio a Strange, y Strange le dio un mensaje para usted. Dice que vendrá. Eso es todo lo que importa de la carta.

Quedaron en silencio. Norrell dormitaba a pesar suyo, y en sueños oía a Lascelles susurrar para sí en la penumbra.

A medianoche cambiaron de caballos en la hostería Haycock de Wansford. Lascelles y Norrell esperaban en la sala, espaciosa y sencilla, de paredes revestidas de madera, suelo pulido con arena y dos grandes chimeneas.

Se abrió la puerta y entró Childermass, que se dirigió a Lascelles con estas palabras:

—Dice Lucas que hay una carta de Drawlight en la que cuenta lo que vio en Venecia.

Lascelles volvió ligeramente la cabeza, pero no lo miró.

—¿Puedo verla? —preguntó Childermass.

—La he dejado en Bruton Street.

Childermass pareció un poco sorprendido.

—Bien. Que Lucas vaya a buscarla —dijo—. Aquí podemos alquilar un caballo para él. Antes de que lleguemos a Hurtfew nos habrá alcanzado.

Lascelles sonrió.

—¿He dicho Bruton Street? Pues, la verdad, no creo que la carta esté allí. Me parece que la dejé en la hostería de Chatham, donde estuve esperando a Drawlight. Seguramente la habrán tirado. —Se volvió otra vez hacia el fuego.

Childermass lo miró un momento ceñudo y se marchó.

Entró un criado a decir que se había dispuesto agua caliente, toallas y todo lo necesario en dos habitaciones, para que los caballeros pudieran asearse.

—Y como ese pasillo es una boca de lobo, he encendido una vela para cada uno.

Norrell tomó su vela y se alejó por el pasillo (en efecto muy oscuro). De pronto apareció Childermass y lo agarró del brazo.

—¿Se puede saber en qué estaba pensando? ¡Salir de Londres sin la carta!

—Pero él me ha asegurado que recuerda todo lo que dice —se defendió Norrell.

—Ah, y usted lo cree, ¿verdad?

El mago no contestó y entró en el cuarto que le habían preparado. Allí se lavó las manos y la cara. Por el espejo vio la cama que tenía a su espalda. Era pesada, antigua y —como suelen ser las camas de las posadas— demasiado grande para la habitación. Las cuatro columnas de caoba tallada, el alto dosel oscuro y los penachos de negras plumas de avestruz que adornaban las esquinas le daban un aspecto fúnebre. Era como si alguien lo hubiera llevado a aquella estancia para mostrarle su catafalco. Empezó a experimentar una sensación extraña, la misma que había tenido en la barrera del peaje mientras observaba a las tres mujeres, la sensación de que algo tocaba a su fin y de que ya no le quedaban opciones. En su juventud había emprendido un camino, pero el camino no lo había llevado a donde él suponía; ahora volvía al hogar, pero el hogar se había convertido en algo monstruoso. En la penumbra del dormitorio, junto a la negra cama, recordó por qué de niño temía a la oscuridad: la oscuridad pertenecía a John Uskglass.

Por los siglos de los siglos,
pediré que no me olvides,
bajo las estrellas del páramo,
del fiero Rey Cuervo en compañía.

Salió precipitadamente de la habitación, buscando el calor y la luz de la sala.

Poco después de las seis asomó un amanecer gris que apenas podía llamarse amanecer. La nieve blanca caía de un cielo gris a un mundo gris y blanco. Cubría a Davey una capa de nieve tan gruesa que parecía un molde de yeso destinado a hacer una réplica en cera del cochero.

Durante todo el día, una serie de tiros de caballos de posta lucharon contra la ventisca para que el coche avanzara. Una serie de hosterías procuraron bebidas calientes y un respiro a los viajeros. Davey y Childermass —cochero y jinete, los más fatigados de la partida— eran los que menos descansaban durante las paradas, las cuales pasaban en los establos discutiendo con el posadero por los caballos. En Grantham, Childermass se enfureció porque el mesonero trataba de alquilarles un caballo ciego. Childermass juraba que no lo aceptaría y el dueño juraba que era el mejor que tenía. Como no había más remedio, acabaron alquilándolo. Después Davey dijo que era un animal magnífico, muy resistente y tanto más dócil a sus órdenes por cuanto el pobre no tenía otro medio de saber adónde ir ni qué hacer. Davey resistió hasta el Newcastle Arms de Tuxford, donde tuvieron que dejarlo. Había guiado a los caballos durante más de ciento treinta millas y estaba, dijo Childermass, tan cansado que apenas podía hablar. Siguieron viaje con un postillón que contrató Childermass.

Una hora antes de la puesta del sol, dejó de nevar y el cielo se despejó. Largas sombras azuladas se extendían sobre los campos desnudos. A cinco millas de Doncaster pasaron frente a la hostería llamada La Casa Roja (por el color de sus paredes). Al bajo sol del invierno, resplandecía como si estuviera ardiendo. El carruaje siguió durante un trecho y se detuvo.

—¿Por qué paramos? —gritó Norrell desde el interior.

Lucas se inclinó y dijo algo desde el pescante, pero el viento se llevó la voz y Norrell no lo oyó.

Childermass había dejado el camino y se alejaba al galope por un campo lleno de cuervos. A su paso, las aves rebullían aleteando y graznando con estrépito. Al otro extremo había un viejo seto con una abertura flanqueada por dos grandes acebos. La abertura conducía a otra senda que discurría entre setos. Childermass se detuvo y miró a uno y otro lado, titubeando. Luego agitó las riendas y el caballo se metió entre los acebos y desapareció.

—¡Ha entrado en el camino encantado! —exclamó Norrell, alarmado.

—¡Ah! —dijo Lascelles—. ¿Eso es?

—Sí; es uno de los más famosos. Se dice que unía Doncaster con Newcastle, pasando por dos ciudadelas de los duendes.

Esperaron.

Al cabo de veinte minutos, Lucas bajó del pescante.

—¿Cuánto rato hemos de estar aquí, señor? —preguntó.

Norrell sacudió la cabeza.

—Ningún inglés había cruzado esa frontera desde los tiempos de Martin Pale, hace trescientos años. Es posible que ya no salga. Quizá...

En ese momento, Childermass reapareció y se acercó al galope. —Bien —le dijo al mago—. Es verdad. Los caminos encantados vuelven a estar abiertos.

—¿Qué has visto?

—Después de un trecho se llega a un bosque de espinos. En la entrada del bosque hay la estatua de una mujer con las manos extendidas. En una sostiene un ojo de piedra y en la otra un corazón, también de piedra. Y el bosque... —Hizo un ademán que tanto podía significar que no tenía palabras para describir lo que había visto como que renunciaba a entenderlo—. Cuelgan cadáveres de todos los árboles. Algunos podrían haber muerto ayer mismo. Otros son esqueletos dentro de armaduras oxidadas. He llegado hasta una alta torre de piedra tosca con ventanas muy pequeñas. En una de ellas había una luz contra la que se recortaba la silueta de una figura que miraba hacia fuera. Al pie de la torre se extendía un claro por el que corría un arroyo. Junto al arroyo vi un hombre joven con uniforme inglés. Estaba pálido y demacrado y tenía la mirada ausente. Me dijo que era el paladín del Castillo del Ojo y el Corazón Arrancados y que había jurado proteger a la dama del castillo, desafiando a todo el que se acercara con intención de causarle daño u ofensa. Le pregunté si él había matado a todos los hombres que yo había visto. Dijo que había matado a algunos y que los había colgado de los árboles, como habían hecho sus antepasados. Entonces le pregunté cómo pensaba la dama recompensarlo por sus servicios y él respondió que no lo sabía. Nunca la había visto ni había hablado con ella. La dama permanecía en el Castillo del Ojo y el Corazón Arrancados y él estaba entre el arroyo y los árboles. Me preguntó si tenía intención de luchar con él. Le respondí que no había insultado ni ofendido a su dama, que era un criado y que debía volver junto a mi señor, que estaba esperándome. Entonces volví el caballo, desanduve el camino y aquí estoy.

—¡Cómo! —exclamó Lascelles–. ¿Un hombre lo desafía y usted sale corriendo? ¿Es que no tiene honor? ¿Ni vergüenza? ¡Rostro demacrado, la mirada ausente, una figura misteriosa en la ventana! —Lanzó un bufido de burla—. ¡Excusas para disimular su cobardía!

Childermass hizo una mueca como si lo hubieran golpeado y pareció ir a responder airadamente, pero Norrell se le adelantó:

—¡Al contrario! Childermass ha hecho muy bien en regresar lo antes posible. En esos lugares siempre hay más magia de lo que parece a primera vista. Hay duendes que gozan con el combate y la muerte. No comprendo por qué. Y harían cualquier cosa con tal de disfrutar de esos placeres.

—Señor Lascelles —dijo Childermass—, si tanto lo atrae ese sitio, vaya usted, se lo ruego. Por nosotros, no se prive de esa emoción.

Lascelles miró el campo y la abertura del seto con aire pensativo. Pero no se movió.

—¿Quizá no le gustan los cuervos? —lo pinchó Childermass, con tono ligeramente burlón.

—¡A nadie le gustan los cuervos! —dijo Norrell—. ¿Por qué están ahí? ¿Qué significado tienen?

Childermass se encogió de hombros.

—Hay quien dice que forman parte de la oscuridad que envuelve a Strange, el cual, por alguna razón, ha hecho que se encarne en los cuervos y los ha enviado a Inglaterra. Otros creen que anuncian el regreso de John Uskglass.

—John Uskglass. Desde luego —suspiró Lascelles—. Primer y último recurso de las mentes simples. ¡Cuando algo sucede, ha de ser obra de John Uskglass! Creo, señor Norrell, que ha llegado el momento de publicar otro artículo en Amigos. ¿Qué podríamos decir de él? ¿Que era mal cristiano? ¿Mal inglés? ¿Demoníaco? Creo que por ahí he de tener la lista de santos y arzobispos que lo han denostado. No me costaría mucho escribir algo para desacreditar a ese caballero.

Norrell parecía incómodo. Lanzó una mirada nerviosa al postillón de Tuxford.

—En su lugar, señor Lascelles —dijo Childermass con suavidad—, yo procuraría ser más discreto. Ahora está usted en el norte, tierra de John Uskglass. Nuestras ciudades y abadías fueron construidas por él. Nuestras leyes fueron dictadas por él. Él está en nuestra mente, en nuestro corazón y en nuestra lengua. Si estuviéramos en verano, vería al pie de cada seto una alfombra de florecitas de un blanco azulado. «Monedas de John», las llamamos. Cuando el tiempo se vuelve loco y hace calor en invierno y llueve en verano, la gente del campo dice que John Uskglass está enamorado de nuevo y descuida sus obligaciones1 . Y cuando queremos afirmar una cosa, decimos: «Más seguro que una piedra en el bolsillo de John Uskglass.»

Lascelles se echó a reír.

—Nada más lejos de mi intención, señor Childermass, que menospreciar sus pintorescos dichos populares. Pero una cosa es ensalzar el propio folclore y otra muy distinta, hablar de restaurar a un rey que contaba a Lucifer entre sus aliados y señores. Nadie querría tal cosa, ¿me equivoco? Aparte de un puñado de rebeldes y locos.

—Yo, señor Lascelles, soy inglés del norte, y nada me complacería más que el que mi Rey volviera a su tierra. Es lo que he deseado toda mi vida.

Era casi medianoche cuando llegaron a Hurtfew Abbey. No se veía ni rastro de Strange. Lascelles se fue a la cama y Norrell recorrió la casa examinando el estado de varios hechizos que estaban instalados desde hacía tiempo.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Lascelles dijo:

—Me gustaría saber si ha habido alguna vez duelos de magia. Combates entre dos magos... o algo por el estilo.

Norrell suspiró.

—Es difícil saberlo. Al parecer, Ralph Stokesey peleó con dos o tres colegas a base de magia... uno de ellos, el mago de Athodel, era un poderoso mago escocés2 . En cierta ocasión, Catherine de Winchester se vio obligada a enviar a Granada por arte de magia a un joven mago que no hacía más que incordiarla con proposiciones de matrimonio cuando ella quería estudiar. Granada fue el lugar más lejano que se le ocurrió en aquel momento. Luego está el curioso relato del carbonero de Cumbria3 ...

—¿Esos duelos terminaron alguna vez con la muerte de algún mago?

—¿Qué? —Norrell lo miró, horrorizado—. ¡No! Es decir, no lo sé. Creo que no.

Lascelles sonrió.

—Sin embargo, debe de existir el medio. Si usted se lo propone, creo que podrá descubrir por lo menos media docena de hechizos que servirían. Sería como un duelo normal, a espada o pistola. Y la justicia no le pediría cuentas. Además, los amigos y los criados del vencedor estarían perfectamente justificados si lo ayudaban a mantener el asunto en el mayor secreto. Norrell guardaba silencio. Al fin dijo:

—Eso no ocurrirá.

Lascelles soltó una risita.

—¡Mi querido señor Norrell! ¿Qué otra cosa puede ocurrir?

Por curioso que resulte, Lascelles nunca había estado en Hurtfew Abbey. En el pasado, siempre que Drawlight iba a pasar unos días allí, Lascelles se las ingeniaba para tener otros compromisos. Una estancia en una casa de campo de Yorkshire era, para él, una especie de purgatorio. Imaginaba que, en el mejor de los casos, Hurtfew sería tan rancia, adusta y anticuada como su dueño. O, en el peor, una granja azotada por la lluvia de un páramo sombrío y desolado. Lo sorprendió que no fuera ni una cosa ni la otra. La casa no tenía nada de monumento gótico sino que era moderna, elegante y confortable, y los criados distaban mucho de ser los palurdos que él se temía. En realidad, eran los mismos que servían a Norrell en Hanover Square. Habían sido adiestrados en Londres y estaban familiarizados con los gustos de Lascelles.

Pero todas las casas de los magos tienen sus peculiaridades, y Hurtfew Abbey —tan cómoda y elegante a primera vista— parecía construida siguiendo unos planos tan complicados que era imposible ir de un lado a otro sin perderse. Aquella misma mañana, Lucas informó a Lascelles de que en ningún caso debía tratar de ir solo a la biblioteca, sino únicamente acompañado por el señor Norrell o por Childermass. Le dijo que ésa era la regla número uno de la casa.

Lascelles, naturalmente, no, tenía intención de acatar tal prohibición, encima comunicada por boca de un criado. Recorrió el ala este, en la que halló la distribución habitual de comedor del desayuno, comedor principal y salón, pero no la biblioteca. Por tanto, dedujo que ésta debía de hallarse en el ala oeste. Hacia allí se dirigió, e inmediatamente se encontró en la misma habitación que acababa de abandonar. Pensando que se habría equivocado de dirección, volvió a intentarlo. Esta vez salió a uno de los fregaderos, en el que vio a una criadita desaliñada que se sorbía los mocos, se limpiaba la nariz con el dorso de la mano y, con la misma mano, seguía fregando ollas. Cualquiera que fuese el camino que tomaba, lo llevaba o al comedor del desayuno o al fregadero. Lascelles empezaba a estar harto de ver a la criadita, y tampoco ella parecía muy contenta de verlo a él. Pero, aunque desperdició toda una mañana en ese infructuoso empeño, no se le ocurrió atribuir su fracaso a algo que no fuera una peculiaridad de la arquitectura de Yorkshire.

Durante los tres días siguientes, Norrell pasó en la biblioteca cuanto tiempo pudo. Cada vez que veía a Lascelles, sabía que tendría que oír alguna queja de Childermass, y éste no hacía más que hostigarlo para que buscara la carta de Drawlight por medio de la magia. Así pues, había optado por rehuir a ambos.

A ninguno de los dos les reveló un descubrimiento que lo había alarmado. Desde que él y Strange se separaron, solía conjurar visiones para descubrir lo que hacía su antiguo discípulo. Nunca lo conseguía. Unas cuatro semanas atrás, una noche en que no podía dormir, se levantó e hizo el conjuro. La imagen no estaba muy clara, pero vio a un hombre practicando la magia en la oscuridad. Ya se felicitaba por haber logrado al fin abrir una brecha en los contrahechizos de Strange cuando advirtió que lo que veía era su propia imagen. Probó otra vez. Varió las fórmulas. Invocó a Strange con nombres diferentes. En vano. Al fin tuvo que reconocer que la magia inglesa ya no era capaz de distinguir entre Strange y él.

Llegaban cartas de lord Liverpool y otros ministros en las que, en tono molesto, se describían nuevos actos de magia que nadie podía explicar.

Norrell contestaba con la promesa de dedicar la mayor atención a la cuestión tan pronto Strange hubiera sido vencido.

La tercera tarde después de su llegada, los tres estaban en el salón. Lascelles pelaba una naranja con un cuchillo de postre con mango de nácar y filo dentado. Childermass, en una mesita, echaba las cartas desde hacía dos horas. Que Norrell no pusiera objeciones a esa actividad indicaba la medida en que la actual situación lo había alterado. A Lascelles, por el contrario, aquello lo ponía frenético. Estaba seguro de ser el objeto de todas las consultas de Childermass a sus cartas, y no se equivocaba.

—¡Cómo detesto esta inactividad! —dijo bruscamente—. ¿Qué cree usted que puede estar esperando Strange? Ni siquiera sabemos con certeza que vaya a venir.

—Vendrá —dijo Childermass.

—¿Cómo lo sabe? ¿Le ha dicho usted que venga?

Childermass no respondió. Acaparaba su atención algo que veía en las cartas. Su mirada iba de unas a otras. De pronto se puso en pie.

—¡Señor Lascelles! ¡Usted tiene un mensaje para mí!

—¿Yo? —dijo con gesto de sorpresa.

—Sí, señor.

—Pero ¿qué dice?

—Digo que hace poco alguien le dio un mensaje para mí. Lo señalan las cartas. Le agradeceré que me lo entregue.

Lascelles resopló con desdén.

—Yo no soy mensajero de nadie. ¡Y menos de usted!

Childermass simuló no oírlo.

—¿De quien es el mensaje? —preguntó.

Lascelles no contestó y siguió pelando la naranja.

—Muy bien —dijo Childermass, y volvió a sentarse y extender las cartas.

Norrell los observaba con viva aprensión. Alargó la mano hacia el cordón de la campanilla, pero pareció cambiar de idea y fue personalmente en busca de un criado. Lucas estaba en el comedor, poniendo la mesa. Norrell le dijo lo que ocurría.

—¿No se puede hacer algo para separarlos? —preguntó—. Quizá así se calmen. ¿No ha llegado algún mensaje para el señor Lascelles? ¿No hay nada que requiera la atención de Childermass? ¿Podrías inventar algo? ¿Qué hay de la cena? ¿Se puede servir ya?

Lucas negó con la cabeza.

—No hay ningún mensaje, señor. El señor Childermass hará lo que quiera, como siempre. Y el señor recordará que ha pedido la cena para las nueve y media.

—Ojalá estuviera aquí el señor Strange —dijo abatido—. Él sabría qué decirles. Él sabría qué hacer.

Lucas puso la mano en el brazo de su amo, como para devolverlo a la realidad.

—¿Señor Norrell? Estamos tratando de impedir que el señor Strange venga. ¿No lo recuerda?

Él lo miró con irritación.

—¡Sí, sí! ¡Eso ya lo sé! No obstante...

Norrell y Lucas volvieron juntos al salón. Childermass daba la vuelta a la última carta. Lascelles había abierto un diario y tenía la mirada fija en él con determinación.

—¿Qué dicen las cartas? —preguntó Norrell.

Pero Childermass dirigió la respuesta a Lascelles:

—Dicen que es usted un embustero y un ladrón. Dicen que hay algo más que un mensaje. Le han entregado algo... un objeto... algo de gran valor. Está destinado a mí y usted lo conserva en su poder.

Un silencio breve.

Lascelles dijo con frialdad:

—Señor Norrell, ¿va a consentir que se me insulte de esta manera?

—Se lo preguntaré por última vez, señor Lascelles —dijo Childermass—. ¿Va a darme lo que me pertenece?

—¿Cómo se atreve a hablar así a un caballero?

—¿Y es propio de un caballero robar?

Lascelles palideció.

—¡Pida perdón! —siseó—. Pida perdón o le juro, bastardo y escoria de todas las cloacas de Yorkshire, que le enseñaré modales.

Childermass se encogió de hombros.

—¡Más vale ser bastardo que ladrón!

Con un grito de rabia, Lascelles se lanzó contra él y lo aplastó contra la pared, con tanta violencia que los pies de Childermass se alzaron del suelo. Lascelles lo sacudía, haciendo que temblaran los cuadros de la pared.

Childermass, curiosamente, parecía indefenso. Los brazos le habían quedado aprisionados contra el cuerpo de Lascelles y, por más que se debatía, parecía incapaz de liberarlos. Fue sólo un momento. Al fin movió la cabeza con frenesí, dando a entender que se rendía.

Pero Lascelles no lo soltó, sino que le aplicó más fuerza, inmovilizándolo contra la pared. Entonces bajó la mano, cogió el cuchillo de postre con mango de nácar y filo dentado y, lentamente, cruzó con la hoja la mejilla de Childermass, del ojo a la boca.

Lucas gritó, pero Childermass no dijo absolutamente nada. Consiguió liberar la mano derecha y la levantó, apretando el puño. Así estuvieron un momento, inmóviles como las figuras de un cuadro, hasta que Childermass bajó la mano.

Lascelles sonrió ampliamente. Soltó a Childermass y se volvió hacia el señor Norrell. Con voz serena y átona le dijo:

—No acepto excusas por el comportamiento de este individuo. He sido insultado. Si este individuo tuviera la categoría suficiente, lo desafiaría a un duelo. Él lo sabe. Su inferior condición lo protege. ¡Si he de permanecer en esta casa un momento más, si he de seguir siendo su amigo y consejero, este individuo debe abandonar su servicio al instante! A partir de esta noche, no quiero volver a oír pronunciar su nombre ni por usted ni por sus criados. Si a alguno de ellos se le escapara, debería ser despedido inmediatamente. Espero, señor, haber hablado con claridad.

Lucas aprovechó la ocasión para darle una servilleta a Childermass con disimulo.

—Bien, señor —le dijo Childermass a Norrell limpiándose la sangre de la cara—. ¿Por cuál de los dos se decide?

Hubo un largo silencio. Luego, con una voz ronca muy distinta de su tono habitual, el mago dijo:

—Debes irte.

—Adiós, señor Norrell. —Childermass hizo una reverencia—. Se ha equivocado en la elección, señor... ¡como de costumbre! —Recogió las cartas y se fue.

Subió a su cuarto de la buhardilla y encendió la vela. De la pared colgaba un espejo sencillo y agrietado. Se miró la cara. El corte era profundo. Tenía la corbata y el hombro izquierdo de la camisa ensangrentados. Como pudo, se limpió la herida y se lavó y secó las manos.

Cuidadosamente, del bolsillo de la chaqueta sacó un objeto. Era una caja color de congoja, del tamaño de una caja de rapé pero más alargada. Entre dientes, murmuró:

—La escuela te marca4 .

Abrió la caja, contempló su contenido con aire pensativo, se rascó la cabeza y lanzó un juramento, porque casi la manchó de sangre. La cerró y se la guardó en el bolsillo.

No le llevó mucho tiempo recoger sus pertenencias: un estuche de caoba con un par de pistolas, una bolsita de dinero, una navaja de afeitar, un peine, un cepillo de dientes, un poco de jabón, varias prendas de vestir (todas tan vetustas como las que llevaba puestas) y un paquete de libros, entre los que había una Biblia, una Historia del Rey Cuervo contada a los niños, de lord Portishead, y un ejemplar de Revelaciones de otros treinta y seis mundos, de Paris Ormskirk. El señor Norrell le había pagado bien durante muchos años, pero nadie sabía qué hacía Childermass con el dinero. Davey y Lucas habían comentado más de una vez que saltaba a la vista que podía hacer cualquier cosa menos gastarlo en su atuendo.

Childermass fue metiéndolo todo en una deteriorada bolsa de viaje. Encima de la mesa había una fuente con manzanas. Las envolvió en un paño y las puso en la bolsa. Luego, sujetando la servilleta contra la herida, bajó la escalera. Ya estaba en el patio de los establos cuando recordó que la pluma, el tintero y el cuaderno de notas se habían quedado en el salón. Los había puesto en una mesita auxiliar antes de echar las cartas. «Bien, ya es tarde para volver atrás —pensó—. Tendré que comprar otros.»

Había un grupo de personas esperándolo en los establos: Davey, Lucas, los mozos y varios criados que habían conseguido escabullirse de la casa.

—¿Qué hacéis todos aquí? —preguntó sorprendido—. ¿Os habéis reunido para rezar en familia?

Los hombres se miraban unos a otros.

—Hemos ensillado a Brewer —dijo Davey. Brewer era el caballo de Childermass, un semental grande y desgarbado.

—Gracias, Davey.

—¿Por qué ha dejado que le hiciera eso, señor? —preguntó Lucas—. ¿Por qué ha dejado que le cortara?

—No te apures, hombre. No es grave.

—He traído unas vendas. Deje que le vende la cara.

—Lucas, esta noche necesito tener la cabeza despejada, y si la llevo vendada no podré pensar con claridad.

—Pero si no cerramos la herida, le dejará una cicatriz terrible.

—No importa. Nadie va a llorar si estoy un poco más feo que antes. Sólo dame otro paño. Este está empapado. —Suspiró—. No sé qué deciros. No tengo ningún consejo que dar. Pero, si tenéis ocasión, ayudadlos.

—¿Cómo? —preguntó uno de los criados—. ¿Hemos de ayudar al señor Norrell y al señor Lascelles?

—¡No, zoquete! Al señor Norrell y al señor Strange. Lucas, despídeme de Lucy, Hannah y Dido. Diles que les deseo lo mejor del mundo y un marido bueno y sumiso cuando ellas lo quieran. —Eran sus tres doncellas favoritas.

—¿No querría usted aspirar al puesto, señor? —preguntó Davey sonriendo.

Childermass se echó a reír, e hizo una mueca de dolor.

—Con Hannah, quizá. Adiós, chicos.

Les estrechó la mano uno a uno y se sorprendió cuando Davey, que a pesar de su fuerza y corpulencia era tan sentimental como una colegiala, le dio un abrazo y hasta derramó unas lágrimas. Lucas, como regalo de despedida, le entregó una botella del mejor burdeos del señor Norrell.

Childermass sacó a Brewer del establo. Había luna y no tuvo dificultad para seguir la avenida del jardín que conducía al parque. Estaba cruzando el puente cuando de pronto percibió magia en el aire. Fue como si mil trompetas sonaran en sus oídos o una luz deslumbrante se hubiera encendido en la oscuridad. El mundo estaba completamente distinto de como había estado un momento antes, pero al principio no acertó a descubrir en qué consistía la diferencia. Miró en derredor.

Justo encima del parque y de la casa había un trozo de cielo nocturno que no encajaba. Faltaban partes de las constelaciones y en su lugar habían aparecido estrellas que él nunca había visto. Debían de ser las estrellas de la Oscuridad Eterna de Strange.

Childermass lanzó una última mirada a Hurtfew Abbey y se alejó al galope.

Todos los relojes empezaron a sonar al mismo tiempo. Eso ya era en sí extraordinario. Hacía quince años que Lucas trataba de conseguir que los relojes de Hurtfew dieran la hora a la vez, pero sus esfuerzos habían sido en vano. Ahora todos repicaban al unísono, aunque resultaba imposible adivinar qué hora era. Después de dar las doce seguían sonando y sonando, como si anunciaran la hora de una era nueva y extraña.

—Qué es ese ruido infernal? —preguntó Lascelles.

Norrell se puso en pie. Se restregaba las manos, lo que en él era señal de gran nerviosismo y ansiedad.

—Strange está aquí —dijo deprisa. Pronunció una palabra y los relojes callaron.

Se abrió la puerta violentamente. Norrell y Lascelles se volvieron con gesto de alarma, esperando ver a Strange en el umbral. Pero sólo eran Lucas y dos criados más.

—Señor Norrell, me parece... —empezó Lucas.

—¡Sí, sí! ¡Ya lo sé! Ve al almacén que hay al pie de la escalera de la cocina. En el arcón debajo de la ventana encontrarás cadenas de plomo, candados de plomo y llaves de plomo. ¡Tráelos! ¡Pronto!

—Y yo iré a buscar un par de pistolas —dijo Lascelles.

—No servirán de nada.

—¡Oh, le sorprendería saber cuántos problemas puede resolver un buen par de pistolas!

Regresaron antes de cinco minutos, Lucas con las cadenas, los candados y gesto de preocupación, y Lascelles con las pistolas. Los seguían cuatro o cinco criados.

—¿Dónde cree que está? —preguntó Lascelles.

—En la biblioteca. ¿Dónde si no? —dijo Norrell—. Vamos.

Salieron del salón y entraron en el comedor. De allí pasaron a un corto pasillo en el que había un aparador de ébano con incrustaciones, un centauro de mármol con su potro y un cuadro de Salomé con la cabeza de San Juan en una bandeja de plata. Ante sí tenían dos puertas. A Lascelles le pareció que nunca había visto la de la derecha. Norrell los hizo entrar por ella e inmediatamente se encontraron... otra vez en el salón.

—Esperen —dijo el mago, desconcertado. Miró a su espalda—. Debo de haber... No. Un momento. ¡Ya lo tengo! ¡Vengan!

De nuevo cruzaron el comedor y salieron al pasillo. Esa vez entraron por la puerta de la izquierda. También ésa los condujo directamente al salón. Norrell lanzó un grito de desesperación.

—¡Ha roto mi laberinto y ha construido otro contra mí!

—Hay momentos, señor —dijo Lascelles—, en los que preferiría que no lo hubiera instruido usted tan bien.

—Oh, yo no le enseñé eso... y puede estar seguro de que no lo ha aprendido de nadie, como no sea del diablo, y quizá esta misma noche, en mi propia casa. ¡Es la genialidad de mi enemigo! ¡Tú le cierras una puerta y él aprende, primero, a abrir cerraduras, y después, a construir otras mejores para utilizarlas contra ti!

Lucas y los otros criados encendían más velas, como si la luz pudiera ayudarlos a descubrir los hechizos y distinguir la realidad de la magia. Pronto, las tres piezas estaban brillantemente iluminadas. En todas las mesas había multitud de candelabros, pero sólo servían para crear más confusión. Los hombres pasaban del comedor al salón y del salón al pasillo, «como zorros en su cubil», según palabras de Lascelles. Pero de allí no podían salir.

Transcurría el tiempo. Imposible adivinar cuánto. Todos los relojes marcaban la medianoche. Por todas las ventanas se veían la negrura de la noche eterna y las estrellas desconocidas.

Norrell dejó de andar. Cerró los ojos. Tenía la cara lívida y crispada. Estaba quieto, sólo movía los labios ligeramente. Abrió los ojos un momento y dijo:

—Síganme.

Con los ojos cerrados, echó a andar. Era como si se moviese por una casa diferente que, de algún modo, hubiera sido introducida dentro de la suya. La trayectoria que seguía, los giros que hacía, marcaban un camino nuevo, un camino que nunca hasta entonces había recorrido.

Al cabo de tres o cuatro minutos, abrió los ojos. Ante él estaba el corredor que buscaba, el del suelo de losas de piedra, y al fondo, la silueta alta y oscura de la puerta de la biblioteca.

—¡Ahora veremos lo que hace! —gritó—. Lucas, prepara las cadenas y los candados de plomo. No hay mejor profiláctico contra la magia que el plomo. Le ataremos las manos y eso lo frenará un poco. Señor Lascelles, ¿cuánto cree que puede tardar una carta a los ministros? —Lo sorprendió que ninguno de ellos respondiera y volvió la cabeza.

Estaba solo.

Oyó hablar a Lascelles a cierta distancia; su voz era inconfundible, fría y lánguida. Oyó responder a uno de los criados, y después a Lucas. Poco a poco, el ruido iba disminuyendo. Se apagaron los sonidos de los criados corriendo de habitación en habitación. Se hizo el silencio.