12. El espíritu de la Magia Inglesa conduce al señor Norrell al auxilio de Britania (Diciembre de 1807)

UN día de diciembre, dos grandes carros colisionaron en Cheapside .Uno de ellos, cargado de barriles de jerez, volcó. Mientras los carreteros discutían acerca de quién había tenido la culpa, unos transeúntes observaron que de un tonel manaba jerez. Al momento se congregó una multitud de bebedores, pertrechados de vasos y jarras, garfios y barras de hierro, con los que abrían agujeros en los demás barriles. Vehículos y personas no tardaron en colapsar Cheapside por completo, de modo que se formaron largas colas de carruajes en las calles adyacentes, Poultry, Threadneedle, Bartholomew Lane, y en la dirección contraria, Aldersgate, Newgate y Paternoster Row. Imposible imaginar siquiera cómo iba a deshacerse aquella maraña de coches, caballos y gente.

Zanjada la disputa, los carreteros (uno alto y apuesto y el otro bajo y grueso) se convirtieron en el Baco y el Sileno de aquella orgía. Para su propia diversión y la de sus seguidores, se dedicaron a abrir las puertas de los carruajes y mirar qué hacían los ricos en su interior. Cocheros y lacayos trataban de impedir tal impertinencia, pero era imposible contener a una muchedumbre ya demasiado borracha para sentir los trallazos que les descargaban los cocheros más furiosos. El carretero grueso, al descubrir al señor Norrell en uno de los vehículos, gritó:

—¡Diablos! ¡El viejo Norrell!

Los dos carreteros subieron para estrecharle la mano y asegurarle, entre vaharadas de jerez, que sin pérdida de tiempo abrirían paso al héroe del bloqueo a los franceses. Cumplieron su promesa, y respetables ciudadanos vieron cómo los caballos eran desenganchados de sus coches y éstos arrastrados y empujados a patios de curtidores y sitios no menos inmundos, o metidos en sucios callejones en los que quedaban atascados y rayados. Y cuando hubieron abierto paso, los carreteros y sus amigo: escoltaron al señor Norrell hasta Hanover Square, vitoreándolo, lanzando los sombreros al aire e improvisando cánticos de alabanza.

Al parecer, todos estaban entusiasmados con lo que había hecho el mago. Se había engañado a buena parte de la Armada francesa, que había permanecido retenida en puerto once días, durante los cuales los ingleses habían podido moverse a placer por el golfo de Vizcaya, el canal de la Mancha y el mar Báltico, y se habían realizado grandes cosas. Se había llevado a espías a diversos puntos del Imperio francés y se había conseguido que otros regresaran con noticias acerca de lo que hacía Buonaparte. Y los mercantes ingleses habían descargado café, algodón y especias en puertos holandeses y bálticos sin tropiezos.

Se decía que Napoleón estaba registrando toda Francia en busca de un mago propio, pero sin éxito. En Londres, los ministros descubrieron con asombro que, por una vez, habían hecho algo que la nación aplaudía.

El señor Norrell fue invitado al Almirantazgo, en cuya sala de reuniones bebió vino de Madeira. Sentado junto al fuego, mantuvo una charla larga y cordial con lord Mulgrave, primer lord del Almirantazgo, y el señor Horrocks, primer ministro del Almirantazgo. Tallados en la repisa de la chimenea había instrumentos de navegación y guirnaldas de flores, que Norrell admiró sinceramente. Después de describir las hermosas tallas de la biblioteca de Hurtfew, dijo:

—Y no obstante lo envidio, milord. En serio, lo envidio. ¡Qué bella reproducción de los utensilios de su profesión! ¡Cómo me gustaría haber hecho otro tanto! Nada tan impresionante. Yo diría que nada inspira en el hombre mayor deseo de empezar su jornada que la visión de sus instrumentos perfectamente dispuestos... o la imagen de los mismos, reproducida en buen roble inglés como éste. Aunque, la verdad, un mago necesita pocas herramientas. Le revelaré un pequeño secreto, milord: cuanto más aparato lleva consigo un mago, polvos de colores, gatos disecados, gorros mágicos y demás, más amigo es de supercherías.

—¿Y cuáles son las pocas herramientas que necesita un mago? —preguntó cortésmente Horrocks.

—Pues, en realidad, nada. Nada más que un cuenco de plata para ver las visiones.

—¡Oh! Daría cualquier cosa por presenciar esa clase de magia. ¿Usted no, milord? ¿No querría mostrarnos una visión en un cuenco de plata, señor Norrell?

Norrell no era dado a satisfacer tan banal curiosidad, pero estaba tan satisfecho del recibimiento que se le había dispensado en el Almirantazgo (pues aquellos dos caballeros le habían hecho objeto de grandes atenciones) que accedió sin demora. Así pues, enviaron a un criado por un cuenco de plata.

—De un pie de diámetro —pidió—. Lleno de agua clara.

Hacía poco, el Almirantazgo había cursado órdenes para que tres barcos se reunieran al sur de Gibraltar, y lord Mulgrave sentía gran curiosidad por saber si ya se habían encontrado. ¿Podría descubrirlo el señor Norrell? Este no lo sabía, pero prometió intentarlo. Cuando llegó el cuenco y el mago se inclinó sobre él, Mulgrave y Horrocks tuvieron la impresión de que nada podía evocar la antigua gloria de la magia inglesa mejor que aquella escena; se sentían como en los tiempos de Stokesey, Godbless y el Rey Cuervo.

En la superficie del agua apareció la imagen de tres barcos surcando las olas de un mar azul. En la habitación sumida en las brumas de diciembre irrumpió el reverbero de una clara luz mediterránea, que se reflejó en las caras de los tres caballeros inclinados sobre el cuenco.

—¡Se mueve! —exclamó lord Mulgrave con asombro.

Así era. Deliciosas nubes blancas se deslizaban por el cielo azul, los navíos hendían las olas con suave balanceo y en ellos se movían figuras diminutas. Mulgrave y Horrocks reconocieron sin dificultad al Catherine de Winchester, el Laurel y el Centaur de su majestad.

—¡Oh, señor Norrell! —exclamó Horrocks—. El Centaur es el barco de mi primo. ¿Podría mostrarme al capitán Barry?

Norrell se agitó un poco, sorbió el aire con un brusco siseo, miró fijamente el cuenco de plata y, poco a poco, apareció la imagen de un hombre rubio de cara sonrosada, como un querubín grandote, que se paseaba por el alcázar. Horrocks aseguró que era su primo, el capitán Barry.

—Tiene buen aspecto, ¿verdad? Es una alegría saber que goza de buena salud.

—¿Puede decirnos dónde se encuentran ahora? —preguntó Mulgrave.

—¡Ay! —exclamó Norrell—. Este arte de crear imágenes es de lo más impreciso1 . Me complace haber tenido el honor de mostrar a su señoría algunos de los barcos de su majestad. Más aún me satisface que sean los que su señoría deseaba ver, lo cual, francamente, es más de lo que yo esperaba; pero mucho me temo no poder decirle más.

Tan complacido estaba el Almirantazgo con todo lo conseguido por el mago que lord Mulgrave y el señor Horrocks pronto se pusieron a buscar otras tareas que encomendarle. La Armada de Su Majestad había capturado recientemente un barco de guerra francés que tenía un bello mascarón en forma de sirena, de claros ojos azules, labios de coral, espléndida mata de dorados bucles artísticamente adornados con estrellas de mar y cangrejos de madera, y una cola como de pan de jengibre cubierto de plata dorada. Se sabía que, antes de ser apresado, el barco había estado en Tolón, Cherburgo, Amberes, Rotterdam y Génova, por lo que la sirena tenía que haber visto muchas defensas enemigas y observado la marcha del gran plan de construcción naval de Napoleón. Horrocks le pidió a Norrell que hechizara a la sirena para que les contara todo lo que sabía. Así lo hizo él. Pero, aunque consiguió hacerla hablar, en un principio no hubo manera de que contestase a ninguna pregunta. Se consideraba enemiga implacable de los ingleses y se mostró encantada de que se le hubiera concedido el don de la palabra, porque así podía expresar todo el odio que les tenía. Por haber pasado toda su existencia entre marineros, conocía muchos insultos y no vacilaba en lanzarlos a todo el que se acercara a ella, con una voz que sonaba a crujido de mástiles y tablas azotadas por un vendaval. Y no se limitaba a atacar a los ingleses de palabra: a tres hombres que se pusieron al alcance de sus brazos de madera mientras trabajaban en el barco, los agarró con sus grandes manos y los arrojó al agua.

El señor Horrocks, que se había trasladado a Portsmouth para hablar con la sirena, se impacientó y le dijo que ordenaría que la hicieran astillas y la quemaran. Pero, aunque francesa, ella era valiente y replicó que le gustaría ver al que se atreviera a quemarla. Y sacudió la cola y agitó los brazos amenazadoramente, y todas las estrellas de mar y los cangrejos de madera de su pelo se pusieron de punta.

La situación se resolvió cuando el joven y apuesto capitán que había capturado el barco fue enviado a parlamentar con ella. En un francés diáfano, el marino le hizo comprender que la causa de los ingleses era justa y la de los franceses, terriblemente injusta. No sé si fue la persuasión de sus palabras o la hermosura de su rostro lo que la convenció, pero lo cierto es que la sirena le dijo al señor Horrocks todo lo que deseaba saber.

A cada día que pasaba, la fama de Norrell crecía, y un avispado impresor llamado Holland que poseía una imprenta en St. Paul’s Churchyard tuvo la idea de encargar la confección de un grabado para venderlo en su tienda. El grabado mostraba al señor Norrell. en compañía de una señorita someramente vestida con una holgada camisola. Una materia rígida y oscura se enroscaba en espiral en torno a su cuerpo, sin llegar a tocarlo, y una media luna le adornaba los bucles del pelo. Ella había tomado del brazo al señor Norrell (que parecía totalmente atónito por la situación) y tiraba de él con energía para obligarlo a subir por una escalera mientras señalaba con énfasis a una matrona sentada en lo alto. La matrona, ataviada igual que la jovencita, con camisola, colgantes y tocada con un elegante casco romano, parecía llorar con desconsuelo mientras un viejo león, su única compañía, yacía a sus pies con expresión sombría. El grabado, que llevaba por título El espíritu de la Magia Inglesa conduce al señor Norrell al auxilio de Britania, tuvo un éxito enorme, y el señor Holland vendió casi setecientos ejemplares en un mes.

Norrell ya no salía tanto como antes, sino que se quedaba en su casa y recibía las reverentes visitas de personas de alto rango. No era insólito que en el transcurso de una mañana se detuviesen frente a la casa de Hanover Square cinco o seis coches con el distintivo de una corona pintado en la puerta. Él seguía siendo el mismo hombrecillo callado y nervioso de siempre, y los ocupantes de aquellos carruajes se habrían aburrido bastante durante la visita de no ser por los señores Drawlight y Lascelles, que les daban conversación. Norrell dependía cada día en mayor medida de esos dos caballeros. Childermass había dicho en cierta ocasión que extraño mago sería aquel que utilizara los servicios de Drawlight, y ahora su amo los utilizaba constantemente; Drawlight iba de un lado a otro en el coche del señor Norrell a resolverle asuntos. Todas las mañanas temprano, llegaba a Hanover Square para informarle de lo que se decía en la ciudad, quién ascendía y quién caía, quién contraía deudas y quién se había enamorado, de manera que el mago, sin salir de su biblioteca, estaba tan enterado de lo que pasaba en la ciudad como cualquier dama de sociedad.

Quizá más sorprendente todavía resultaba la devoción de Lascelles por la causa de la magia inglesa. No obstante, la explicación era bien sencilla: Lascelles pertenecía a esa extraña clase de personas que desprecian todo empleo fijo. Aunque plenamente consciente de su superior inteligencia, nunca se preocupó de adquirir habilidades o conocimientos especiales, y había llegado a los treinta y nueve años sin aptitud para empleo u ocupación alguna. Había mirado en derredor y visto hombres que, habiendo trabajado con diligencia durante toda su juventud, habían escalado puestos de poder e influencia, y no cabe duda de que los envidiaba. Por consiguiente, resultaba muy satisfactorio para él convertirse en consejero jefe del mayor mago de su tiempo y recibir las consultas que respetuosamente le hacían los ministros de su majestad. Aunque seguía aparentando la despreocupada indiferencia que lo caracterizaba, en realidad estaba muy orgulloso de su recién adquirida importancia. Él y Drawlight habían llegado a un acuerdo una noche, frente a una botella de oporto. Habían convenido en que a un caballero tan discreto y reservado como el señor Norrell tenían que bastarle dos amigos, y habían formado una alianza para proteger mutuamente sus intereses impidiendo que otras personas pudieran adquirir influencia sobre el mago.

Fue Lascelles quien propuso a Norrell la idea de escribir. El pobre hombre se sentía indignado por el concepto que de la magia tenía la gente y se lamentaba de la ignorancia general sobre el tema.

—Me piden que conjure hadas —decía—, unicornios, endriagos y similares. No se dan cuenta de la utilidad de los hechizos que he practicado. Sólo les interesa lo más frívolo de la magia.

—Los actos de magia le darán fama, pero no harán que se comprendan sus opiniones. Para eso debe usted escribir.

—¡Tiene mucha razón! —exclamó Norrell con vehemencia—. Escribiré un libro, como usted me aconseja; pero me temo que voy a tardar años en disponer del tiempo necesario.

—Sí, en eso estamos de acuerdo: un libro supone mucho trabajo —dijo Lascelles lánguidamente—. Pero yo no pensaba en un libro. Yo me refería a dos o tres artículos. Estoy seguro de que no hay en Londres ni en Edimburgo un director de periódico que no estuviera encantado de publicar cualquier cosa que quisiera usted enviarle. Podría usted elegir, pero, si me lo permite, yo le aconsejo la Edinburgh Review. No hay en todo el reino una sola familia que se precie de culta que no la lea. No hay medio más rápido para lograr que la gente comprenda mejor sus opiniones.

Tan persuasivo se mostró Lascelles diciéndole que sus artículos estarían en las mesas de todas las bibliotecas y que sus ideas serían comentadas en todos los salones que, de no ser por la profunda aversión que el señor Norrell sentía hacia la Edinburgh Review, se habría puesto a escribir de inmediato. Desafortunadamente, esa publicación era conocida por sus planteamientos radicales, sus críticas al gobierno y su oposición a la guerra contra Francia, todo lo cual era contrario a las convicciones de Norrell.

—Además —dijo—, no deseo escribir reseñas de libros de otras personas, que es lo que hace esa revista. Los libros que sobre magia se publican hoy en día son de lo más pernicioso, están plagados de errores y aberraciones.

—Pues dígalo usted así. Cuanto más duro se muestre, más contentos estarán los editores.

—Pero lo que yo quiero es dar a conocer mis opiniones, no debatir las ajenas.

—Precisamente juzgando la obra de los demás y resaltando sus errores conseguirá que los lectores comprendan mejor sus opiniones. Nada más fácil que utilizar una obra ajena en beneficio propio. Basta con que mencione el libro una vez o dos, y ya puede dedicar el resto del artículo a desarrollar el tema propio. Es lo que hace todo el mundo, se lo aseguro.

—Hum —musitó Norrell, pensativo—. Quizá tenga razón. Pero no; parecería que estoy prestando apoyo a algo que nunca debería haberse publicado.

Y en ese punto se mostró irreductible.

Lascelles estaba decepcionado. La Edinburgh Review superaba de largo a sus rivales en brillantez e ingenio. Sus artículos eran devorados por todos los habitantes del reino, desde el cura más modesto hasta el primer ministro. En comparación, otras publicaciones eran soberanamente aburridas.

Ya estaba resignado a abandonar la idea y casi la había olvidado cuando recibieron una carta de un joven librero llamado Murray. Éste solicitaba respetuosamente a los señores Lascelles y Drawlight que tuvieran a bien concederle el honor de visitarlos, en el día y la hora que más les conviniese. Deseaba hacerles una proposición, decía, una proposición relacionada con el señor Norrell.

Unos días después, ambos edecanes recibían al librero en casa de Lascelles, situada en Bruton Street. El visitante era un hombre enérgico y activo que les expuso su propuesta sin preámbulos.

—Al igual que el resto de los habitantes de estas islas, caballeros, me he sentido asombrado y jubiloso por el extraordinario resurgimiento que la magia inglesa ha experimentado últimamente. También me ha admirado el entusiasmo con que el público inglés ha saludado la reaparición de un arte que durante mucho tiempo se había creído muerto. Estoy convencido de que un periódico dedicado a la magia conseguiría una gran circulación. Literatura, política, religión y viajes están muy bien, siempre serán temas populares, pero la magia, la magia práctica y real como la del señor Norrell, tiene la ventaja de la novedad. Mi pregunta, caballeros, es si creen que el señor Norrell se mostraría favorable a mi propuesta. Creo que él tiene mucho que decir sobre el tema. Y tengo entendido que sus opiniones son absolutamente asombrosas. Desde luego, en el colegio todos aprendimos algo acerca de la historia y la teoría de la magia, pero hacía tanto tiempo que en estas islas no se practicaba que supongo que lo que nos enseñaban estaba lleno de errores y malas interpretaciones.

—¡Ah, qué clarividencia la suya, señor Murray! ¡Cómo se alegraría el señor Norrell de oírlo decir eso! Errores y malas interpretaciones, ¡justo! Todo el que tiene el privilegio, como lo he tenido yo en muchas ocasiones, de gozar con la conversación del señor Norrell, se convence de que ésa es precisamente la situación.

—Desde hace tiempo, el más ferviente deseo del señor Norrell es poner al alcance de un público más amplio los medios para adquirir una mejor comprensión de la magia moderna —dijo Lascelles—. Pero, ¡ay! cuántas veces los deseos quedan frustrados por las obligaciones, y el Almirantazgo y el Ministerio de la Guerra lo mantienen muy ocupado.

Murray respondió que, por supuesto, todas las razones debían supeditarse a la razón suprema de la guerra, y el señor Norrell era un tesoro nacional.

—Pero quizá pudiera hallarse la manera de disponer las cosas a fin de que no recayera todo el peso en sus hombros. Nosotros emplearíamos a un editor para planificar los números, solicitar artículos y reseñas, corregir... Todo, bajo la supervisión del propio señor Norrell, naturalmente.

—Por supuesto —asintió Lascelles—. Todo bajo la supervisión del señor Norrell. En eso insistiríamos.

La entrevista terminó con gran cordialidad por ambas partes y con la promesa de Lascelles y Drawlight de hablar con el señor Norrell enseguida.

Drawlight siguió con la mirada a Murray, que salía de la habitación.

—Escocés —dijo en cuanto se cerró la puerta.

—Desde luego —corroboró Lascelles—. Pero no tengo nada que objetar. Los escoceses suelen ser gente muy capacitada y sagaz para los negocios. Creo que la cosa puede salir bien.

—Me ha parecido bastante respetable, casi un caballero en realidad. Salvo por esa manera tan rara de mirarte fijamente con el ojo derecho mientras deja que el otro se pasee por la habitación. Un poco desconcertante.

—Es que con el derecho no ve.

—¿No?

—No; Canning me lo dijo. Un maestro le clavó un cortaplumas cuando era niño.

—¡Qué barbaridad! ¡Pero, imagine, mi querido Lascelles! ¡Todo un periódico, dedicado a las opiniones de una persona! ¡Nunca lo hubiera soñado! El mago se quedará asombrado cuando se lo digamos.

—Le parecerá la cosa más natural del mundo —sonrió Lascelles—. Su vanidad no tiene límites.

Como había pronosticado Lascelles, el mago no encontró nada extraordinario en la propuesta, pero de inmediato empezó a poner objeciones.

—Es un plan excelente —dijo—, pero, por desgracia, impracticable. No tengo tiempo para supervisar un periódico y no puedo encomendar a otra persona tan importante tarea.

—Lo mismo creía yo —dijo Lascelles—, hasta que me acordé de Portishead.

—¿Portishead? ¿Quién es Portishead?

—Bien... es un teórico de la magia, pero...

—¿Un teórico? —interrumpió Norrell, alarmado—. ¡Ya sabe lo que pienso de eso!

—Ah, pero usted no sabe lo que iba a decir de él. Es tan grande la admiración que siente por usted que, al enterarse de que los magos teóricos no merecen su aprobación, abandonó sus estudios al instante.

—¿Eso hizo? —preguntó Norrell, aplacado por esa información.

—Ha publicado un libro o dos, he olvidado cuáles son exactamente, una historia de la magia del siglo dieciséis para niños o algo por el estilo2 . Estoy convencido de que podría usted confiar el periódico a lord Portishead con absoluta tranquilidad. No hay riesgo de que publique algo que usted no apruebe. Tiene fama de ser uno de los hombres más honorables del reino. Su mayor deseo será complacerlo, estoy seguro3 .

No sin cierta reserva, Norrell accedió a entrevistarse con lord Portishead, a quien Drawlight escribió una carta convocándolo a Hanover Street.

Lord Portishead tenía treinta y ocho años. Era alto y delgado, de manos y pies largos y delgados. Solía llevar chaquetas blanquecinas y pantalones de color claro. Era un alma cándida a quien todo hacía sentir incómodo: su desmesurada estatura; su condición de ex mago teórico (como era inteligente, sabía que no podía contar con la aprobación del señor Norrell); encontrarse frente a hombres de mundo como Drawlight y Lascelles. Y conocer al señor Norrell, que era su héroe, lo hacía sentir más que incómodo. En cierto momento su agitación llegó a ser tan intensa que empezó a cimbrar el cuerpo de atrás adelante, lo que, con su estatura y sus ropas claras, evocaba a un álamo plateado sacudido por el viento.

Pese a su nerviosismo, lord Portishead consiguió expresar su reconocimiento por el gran honor que se le dispensaba al llamarlo a casa del señor Norrell. Y éste, por su parte, se sintió tan halagado por la extrema deferencia que le mostraba el lord que graciosamente lo autorizó a que volviera a estudiar magia.

Por supuesto, lord Portishead se quedó encantado, pero cuando supo que Norrell deseaba que permaneciera largo rato en un rincón de su salón empapándose de sus opiniones sobre la magia moderna, para después editar, bajo la supervisión del propio mago, el nuevo periódico del señor Murray, pareció que no podía concebir mayor felicidad.

El periódico se llamó Amigos de la Magia Inglesa, nombre extraído de la carta escrita por el señor Segundus al Times la primavera anterior. Es curioso señalar que ninguno de los artículos que aparecieron en Amigos de la Magia Inglesa fue escrito por Norrell, quien se mostró incapaz de terminar ni uno, ya que nunca se sentía satisfecho de lo que escribía. Nunca estaba seguro de haber dicho mucho o poco4 .

No había en los primeros números gran cosa que pudiese interesar a un estudioso de la magia, a no ser la diversión que pudieran deparar los artículos en que Portishead, en nombre de Norrell, atacaba a los caballeros magos, a las damas magas, a los magos callejeros, a los magos vagabundos, a los magos niños prodigio, a la Sociedad Cultural de Magos de York, a la Sociedad Cultural de Magos de Manchester, a las sociedades culturales de magos en general y a cualesquiera otros magos.