50. Historia y práctica de la magia inglesa (Abril – finales de septiembre de 1816)

LOS amigos de Strange se alegraban de saber que él no pensaba renunciar a sus confortables casas y sus buenas rentas ni prescindir de sus criados para vagar por el mundo arrostrando el viento y la lluvia, pero eran pocos los que veían sin inquietud sus nuevas prácticas. La promesa hecha a Arabella lo mantenía alejado de los Caminos del Rey, pero ni todas las exhortaciones de sir Walter bastaban para impedir que continuamente hablara y especulara sobre John Uskglass y sus súbditos sobrenaturales.

A últimos de abril, los tres discípulos de Strange, el honorable Henry Purfois, William Hadley-Bright y Tom Levy, el maestro de baile, estaban alojados cerca de Soho Square y acudían todos los días a casa de Strange a aprender magia. Cuando no ejercía de maestro, Strange trabajaba en su libro o practicaba magia por encargo del ejército o de la Compañía de las Indias Orientales. También había recibido peticiones de ayuda de la Corporación de Liverpool y de la Asociación de Comerciantes de Bristol.

Que Strange siguiera recibiendo encargos de organismos oficiales —o de cualesquiera otros clientes— indignaba a Norrell, que fue a quejarse a lord Liverpool, el primer ministro.

Este no se mostró comprensivo.

—Los generales pueden hacer lo que crean conveniente, señor Norrell. Como usted sabe, el gobierno no interfiere en los asuntos militares1 . Hace años que los generales emplean al señor Strange en calidad de mago, y no consideran que deban dejar de utilizar sus servicios sólo porque ustedes se hayan peleado. Por lo que respecta a la Compañía de las Indias Orientales, tengo entendido que acudieron a usted en primer lugar y que declinó su ofrecimiento.

Un rápido parpadeo veló los pequeños ojos de Norrell.

—Mi trabajo para el gobierno, mi trabajo para usted, milord, me ocupa mucho tiempo. En conciencia, no podía descuidarlo para atender a una empresa privada.

—Y mucho se lo agradecemos, créame. Sin embargo, no es preciso que le diga que la buena marcha de la Compañía de las Indias Orientales es vital para la prosperidad de la nación, y las necesidades de la compañía en materia de magia son ingentes. Tiene flotas de barcos a merced de tormentas y temporales; tiene vastos territorios que administrar, y sus ejércitos sufren el acoso constante de los reyezuelos y los bandidos indios. El señor Strange ha asumido el control de las condiciones meteorológicas en la zona del Cabo y en el océano Índico, y aconseja a la compañía acerca del uso de la magia en territorios hostiles. Los directores consideran que la experiencia acumulada por el señor Strange en la Península Ibérica es valiosísima. Lo cual demuestra la necesidad que Gran Bretaña tiene de más magos. Usted, señor Norrell, a pesar de su dedicación y diligencia, no puede estar en todas partes ni hacerlo todo... ni nadie espera tal cosa. Me han dicho que el señor Strange ha tomado discípulos. Mucho me complacería saber que tiene usted intención de hacer otro tanto.

A pesar de la aprobación de lord Liverpool, el aprendizaje de los tres nuevos magos, Henry Purfois, William Hadley-Bright y Tom Levy, no progresaba con más rapidez de lo que había progresado el del propio Strange seis años atrás, con la diferencia de que, mientras éste había tenido que contender con el secretismo de Norrell, los jóvenes sufrían las consecuencias de la pesadumbre y el desasosiego de su maestro.

A primeros de junio quedó terminado el primer tomo de Historia y práctica de la magia inglesa. Strange lo entregó al señor Murray, y para nadie fue una sorpresa que, al día siguiente, anunciara a Henry Purfois, William Hadley-Bright y Tom Levy que debía interrumpir su instrucción durante algún tiempo, ya que había decidido marchar al extranjero.

—¡Me parece un plan magnífico! —dijo sir Walter cuando Strange le comunicó su propósito—. Un cambio de aires. Caras nuevas. Eso es exactamente lo que yo le habría recomendado. ¡Viajar! ¡Viajar!

—¿No cree que es demasiado pronto? —preguntó Strange con ansiedad—. Voy a dejar a Norrell amo de Londres, por así decir.

—¿Por tan desmemoriados nos tiene? Procuraremos no olvidarlo, por lo menos durante unos meses. Además, pronto se publicará su libro y será el constante recordatorio de lo mal que nos las arreglamos sin usted.

—Cierto, el libro. Norrell tardará meses en refutar cuarenta y seis capítulos, y antes de que él termine ya habré regresado.

—¿Adónde irá?

—A Italia, creo. Siempre me ha atraído el sur de Europa. En España me seducía el paisaje, o creo que me habría seducido de no haber estado lleno de soldados y humo de pólvora.

—¿Nos escribirá contándonos sus impresiones?

—Oh, no pienso ahorrárselas. Todo viajero tiene derecho a desahogar su frustración por la menor contrariedad escribiendo a sus amigos. Puede contar con minuciosos relatos de mis vicisitudes.

Como solía ocurrir por entonces, Strange mostró un repentino cambio de humor, perdió su aire de irónico desenfado y se quedó mirando el cubo del carbón con el entrecejo fruncido.

—Estaba preguntándome... —empezó al fin—. Mejor dicho, quería preguntarle... —Lanzó una exclamación de impaciencia por sus propios titubeos—. ¿Querría darle un mensaje a lady Pole de mi parte? Le quedaría muy agradecido. Arabella sentía un gran afecto por milady y sé que no le habría gustado que yo me fuese de Inglaterra sin enviarle un mensaje.

—Desde luego. ¿Qué desea que le diga?

—Oh, simplemente trasládele mis sinceros deseos de que mejore su salud. O lo que usted crea más oportuno. No importa lo que le diga, mientras sepa que el mensaje es del marido de Arabella. Deseo que milady tenga la seguridad de que el marido de su amiga se acuerda de ella.

—Lo haré con mucho gusto. Gracias.

Strange tenía la leve esperanza de que sir Walter lo invitara a hablar personalmente con lady Pole, pero no fue así. Nadie sabía siquiera si milady seguía en la casa de Harley Street. Circulaba por la ciudad el rumor de que sir Walter la había enviado al campo.

No era Strange el único que deseaba marchar al extranjero. De pronto, se había puesto de moda viajar. Durante mucho tiempo los ingleses habían estado confinados en su isla por la guerra contra Buonaparte. Durante mucho tiempo se habían visto obligados a satisfacer el deseo de contemplar paisajes nuevos y observar a gentes exóticas visitando las Highlands de Escocia, los lagos de Inglaterra o el pico de Derbyshire. Pero ahora que la guerra había terminado, podían ir al continente a ver montañas y costas distintas. Podían admirar con sus propios ojos las célebres obras de arte que hasta entonces sólo habían visto en los libros de grabados. Algunos viajaban con la esperanza de que vivir en el continente fuera más barato que en su tierra. Otros se iban para escapar de los acreedores o del escándalo, o, al igual que Strange, en busca de una paz de espíritu que no encontraban en Inglaterra.

Bruselas, 12 de junio de 1816
Jonathan Strange a John Segundus

Según parece, voy un mes a la zaga de lord Byron2 . En cada ciudad en la que paramos, encontramos a posaderos, postillones, funcionarios, burgueses, mozos de taberna y toda clase de damas cuyo cerebro aún parece conturbado tras una breve exposición a la presencia de milord.Y por más que mis compañeros de viaje no se abstienen de revelar a la gente que pertenezco a la horrible especie de los magos ingleses, es evidente que, comparado con un poeta inglés, no soy nadie, y dondequieraque voy gozo de la reputación —totalmente nueva para mí, se lo aseguro— de ser un inglés discreto y tranquilo, que no hace ruido ni molesta.

El verano de aquel año fue raro. Mejor dicho, no fue verano. El invierno prolongó su estancia hasta agosto. El sol apenas se dejó ver. Cubrían el cielo gruesas nubes grises; vientos adustos barrían las ciudades y los campos marchitos; tormentas de lluvia y granizo, amenizadas por espectaculares exhibiciones de rayos y truenos, se abatían sobre toda Europa. En cierto modo, aquel verano era peor que un invierno: las muchas horas de luz diurna negaban a la gente el consuelo de una oscuridad que ocultara temporalmente todas aquellas calamidades.

Londres estaba semivacío. El Parlamento había terminado sus sesiones y los diputados se habían marchado a sus casas de campo, a contemplar mejor la lluvia. El señor John Murray, el editor, seguía en su residencia de Londres, en Albermarle Street. En otras épocas del año, aquella casa era la más animada de Londres, llena de poetas, ensayistas, críticos y personalidades literarias del reino. Pero los grandes hombres de letras del reino se habían ido al campo. La lluvia azotaba las ventanas y el viento gemía en la chimenea. Murray amontonó más carbón en el hogar y se sentó a su escritorio, a leer el correo del día. Tomaba una carta y se la acercaba al ojo izquierdo (estaba ciego del derecho).

Aquel día se daba el caso de que había dos cartas de Ginebra, Suiza. La primera era de lord Byron, que criticaba a Strange, y la segunda era de Strange, que criticaba a Byron. Ambos habían coincidido varias veces en casa de Murray, pero ahora habían trabado conocimiento. Strange había visitado a Byron en Ginebra hacía un par de semanas. La entrevista no había sido un éxito.

Strange (que, en aquel momento, valoraba el matrimonio por encima de todo y añoraba lo que había perdido con la muerte de Arabella) se mostraba atónito por el entorno doméstico de Byron. «Visité a milord en su bonita villa a orillas del lago. No estaba solo. Lo acompañaban otro poeta llamado Shelley, la señora Shelley y una joven —en realidad, una adolescente— que se hacía llamar señora Clairmont y cuya relación con los dos hombres no entendí. Si usted la conoce, no me la explique. Había también un tal señor Polidori, un joven raro que no paraba de decir tonterías.»

Lord Byron, por su parte, censuraba la forma de vestir de Strange.

«Lleva medio luto. Su esposa murió por Navidad, ¿no? Quizá piense que el negro lo hace más misterioso y hechicero.»

Después de sentir instantáneamente una mutua antipatía, los dos hombres procedieron a discutir de politica. Strange escribía: «No sé con exactitud cómo ocurrió, pero terminamos hablando de la batalla de Waterloo, un tema desafortunado, puesto que yo soy el mago del duque de Wellington y todos ellos detestan a Wellington y adoran a Buonaparte. La señora Clairmont, con toda la impertinencia de sus dieciocho años, me preguntó si no me avergonzaba de haber sido el instrumento de la caída de un hombre tan sublime. Le respondí que no.»

Byron escribía: «Es firme partidario del duque de W. Espero, por el bien de usted, mi querido Murray, que el libro sea más interesante que la persona.»

Strange terminaba: «La gente tiene unas ideas muy raras de los magos. Querían que les hablara de vampiros.»

Murray lamentó que sus dos autores no simpatizaran, pero se dijo que probablemente era de esperar, ya que ambos eran famosos por su afición a pelear: Strange, con Norrell, y Byron, con prácticamente todo el mundo3 .

Cuando hubo leído las cartas, decidió bajar a la librería. Había impreso muchos ejemplares del libro de Jonathan Strange y quería saber cómo iban las ventas. El encargado de la tienda era un tal Shackleton, un hombre que tenía exactamente el aspecto que imaginas ha de tener un librero. No habría encajado en otro establecimiento, y mucho menos en una mercería o una sastrería, donde se espera que el vendedor vaya mejor vestido que la clientela. Para librero era ideal: edad indefinible, delgado y cubierto de polvo y manchitas de tinta. Tenía un aire de erudición un poco ausente, usaba gafas, llevaba una pluma detrás de la oreja y se tocaba con una peluca un poco desgreñada.

—Shackleton, ¿cuántos ejemplares hemos vendido hoy del libro del señor Strange? —preguntó Murray.

—Unos sesenta o setenta, diría yo.—¡Excelente!

Shackleton arrugó el entrecejo y se ajustó las gafas.

—Sí, eso parece a primera vista.

—¿Qué insinúa?

Shackleton se quitó la pluma de la oreja.

—Muchos han venido dos veces a comprar el libro.

—¡Pues aún mejor! ¡A este paso pronto superaremos a El corsario de lord Byron! Quizá haya que lanzar otra edición a finales de la semana que viene. —Al observar que Shackleton mantenía su gesto taciturno, agregó—: Bien, ¿qué tiene eso de malo? Los querrán para regalarlos a sus amistades.

El hombre sacudió la cabeza, con lo que brincaron las mechas sueltas de su peluca.

—Es muy raro. Nunca había visto cosa parecida.

Se abrió la puerta y entró en la librería un joven. Era delgado y de corta estatura. De facciones regulares, habría resultado bien parecido de no ser por sus lamentables maneras. Era una de esas personas que no son capaces de mantener sus exaltadas ideas en el interior de su cabeza, sino que van exhibiéndolas, para disgusto de los circunstantes. Iba hablando solo y haciendo visajes. En un breve momento, pasó de la sorpresa al agravio, a la determinación y el furor, emociones provocadas sin duda por las vehementes conversaciones que sostenía con los imaginarios interlocutores que poblaban su cabeza.

Las tiendas, y muy en especial las tiendas de Londres, suelen ser visitadas por dementes, y Murray y Shackleton se pusieron en guardia de inmediato. No se mitigaron sus recelos cuando el joven, clavando en Shackleton la mirada de sus ojos azules, exclamó:

—¡Esto es dar buen trato a los clientes! ¡Esto es cortesía! —Luego, dirigiéndose al señor Murray, agregó—: ¡Permítame una advertencia, caballero! No compre libros aquí. ¡Son unos embusteros y unos ladrones!

—¿Embusteros y ladrones? Está usted en un error, caballero. Sin duda podremos convencerlo de ello.

—¡Ja! —soltó el joven dedicándole una mirada de astucia, como si acabase de comprender que no era otro cliente, como él había supuesto en un principio.

—Soy el dueño de este establecimiento —explicó Murray rápidamente—. Aquí no se roba a nadie. Explíqueme lo sucedido y con mucho gusto lo atenderé. Tiene que haber un error, estoy seguro.

Pero las corteses palabras del editor no aplacaron la indignación del joven, que replicó:

—¿Va usted a negarme, caballero, que su establecimiento emplea a un mago rufián y embaucador...? ¿Un mago llamado Strange?

Murray empezó a decir que Strange era, en efecto, uno de sus autores, pero el joven no tenía paciencia para escuchar.

—¿Me negará usted, caballero, que el señor Strange ha encantado sus libros para hacerlos desaparecer, a fin de que uno tenga que comprar otro y luego otro? —Agitó el dedo mirando a Shackleton con malicia—: ¿Va usted a decir que no me recuerda?

—No, señor; lo recuerdo perfectamente. Fue uno de los primeros en comprar un ejemplar de Historia y práctica de la magia inglesa, y al cabo de una semana compró otro.

El joven abrió mucho los ojos.

—¡Tuve que comprar otro! —exclamó con indignación—. ¡El primero desapareció!

—¿Desapareció? —preguntó Murray con extrañeza—. Si perdió usted su libro, señor... hum, lo siento, pero no comprendo cómo puede culpar de ello al que se lo vendió.

—Me llamo Green. Y no perdí el libro. Desapareció. Las dos veces. —Suspiró como el que se ha dado cuenta de que tiene que habérselas con débiles mentales—. Cuando llegué a casa con el primer ejemplar, lo dejé en una mesa, sobre la caja en que guardo mis navajas y útiles de afeitar. —Hizo ademán de dejar el libro sobre la caja—. Luego puse encima el periódico, un candelabro de latón y un huevo.

—¿Un huevo? —preguntó Murray.

—¡Un huevo duro! Pero cuando regresé, ¡al cabo de diez minutos!, el periódico estaba encima de la caja y el libro se había esfumado. El huevo y el candelabro seguían en el mismo sitio. Una semana después, como dice su dependiente, volví a comprar otro ejemplar. Lo llevé a casa, lo puse en la repisa de la chimenea, debajo del Diccionario de cirugía práctica de Cowper y de la tetera. Pero al coger la tetera para preparar té, moví sin querer los libros, que cayeron en el cesto de la ropa sucia. El lunes, Jack Boot, mi criado, echó la ropa sucia en el cesto. El martes fue la lavandera a buscar la ropa, y en el fondo del cesto estaba el Diccionario, ¡pero Historia y práctica de la magia inglesa había desaparecido!

La exposición de los hechos revelaba ciertas pequeñas excentricidades en la organización doméstica del señor Green que acaso encerrasen una explicación de lo ocurrido.

—¿No podría ser que usted se haya confundido acerca de dónde lo puso? —apuntó Shackleton.

—¿O que la lavandera se lo llevara entre las sábanas? —sugirió Murray.

—¡No, no!

—¿Quizá alguien lo tomó prestado? ¿O lo cambió de sitio? —insinuó Shackleton.

Green pareció asombrado por la sugerencia.

—¿Quién?

—Pues... no sé. ¿La señora Green? ¿El criado?

—¡No existe tal señora Green! ¡Vivo solo! ¡Salvo por Jack Boot, y Jack Boot no sabe leer!

—¿Pues algún amigo?

Green pareció querer decir que nunca había tenido amigos.

Murray suspiró.

—Shackleton, dele al señor Green otro ejemplar y devuélvale lo que pagó por el segundo. Señor Green, celebro que el libro le guste tanto como para desear comprar otro.

—¡Gustarme! —exclamó, más asombrado aún—. ¡No sé si me gusta o no! Todavía no he podido abrirlo.

Cuando el hombre se fue, Murray empezó a hacer comentarios jocosos sobre cestos de ropa sucia y huevos duros, pero Shackleton, habitualmente amigo de los chistes, no parecía dispuesto a seguirle la broma. Con gesto de preocupación, insistió varias veces en que algo muy raro estaba ocurriendo.

Media hora después, Murray se encontraba en su despacho del piso superior, con la mirada fija en la estantería. Al volver la cabeza, vio a Shackleton.

—Ha vuelto —dijo Shackleton.

—¿Qué?

—Green. También ha perdido este libro. Lo llevaba en el bolsillo derecho, y cuando llegó a Great Pulteney Street había desaparecido. Desde luego, le he dicho que Londres está lleno de rateros, pero debe usted reconocer...

—¡Sí, sí! No siga. Mi propio ejemplar se ha esfumado. ¡Mire! Lo había puesto aquí, entre Flim-Flams de D’Israeli y Emma de la señorita Austen. Fíjese en el hueco. ¿Qué está sucediendo, Shackleton?

—Es magia. Hace rato que pienso en ello y creo que Green no anda equivocado. Tiene que haber algún hechizo que actúa sobre ese libro y sobre nosotros.

—¡Un hechizo! —Murray abrió mucho los ojos—. Sí, eso ha de ser. Nunca había sentido la magia directamente. No creo que tenga prisa en volver a sentirla. Es inquietante, muy desagradable. ¿Cómo va uno a saber qué hacer si las cosas no se comportan como deben?

—Yo, en su lugar, empezaría por preguntar a otros libreros si también les desaparecen los libros. Así, por lo menos, sabremos si el problema es general o sólo nuestro.

Parecía un buen consejo. Así pues, dejando la tienda al cuidado del escribiente, Murray y Shackleton se pusieron el sombrero y salieron a la lluvia y el viento. La librería más cercana era la de Edwards y Skittering, en Piccadilly. Al entrar, tuvieron que hacerse a un lado para dejar paso a un lacayo que vestía una librea azul. El hombre sacaba de la tienda un gran montón de libros.

Murray apenas tuvo tiempo de pensar que tanto la cara como la librea le resultaban familiares cuando el hombre ya había desaparecido de su vista.

Dentro encontraron al señor Edwards en acalorada conversación con John Childermass. Cuando Murray y Shackleton entraron, Edwards se volvió para mirarlos con expresión contrita. Childermass, por el contrario, era el de siempre.

—¡Ah, señor Murray! —dijo—. Me alegro de verlo. Así me ahorraré un paseo bajo la lluvia.

—¿Quiere decirme qué sucede? ¿Qué están haciendo ustedes?

—¿Haciendo? El señor Norrell está comprando libros. Eso es todo.

—¡Ja! Si su amo pretende impedir que el libro del señor Strange llegue al público comprando todos los ejemplares, pierde el tiempo. El señor Norrell es rico, pero tendrá que gastarse toda su fortuna, porque yo puedo imprimir más ejemplares de los que él pueda comprar.

—No, señor. En eso se equivoca.

Murray le dijo a Edwards:

—¡Robert, Robert! ¿Por qué te dejas avasallar de esta manera?

El pobre hombre estaba muy compungido.

—Lo siento, señor Murray, pero los libros desaparecían. He tenido que devolver el dinero a más de treinta personas. Iba a sufrir grandes pérdidas. Y ahora el señor Norrell se ha ofrecido a comprarme todas las existencias del libro de Strange a un precio justo, de manera que yo...

—¿Justo? —exclamó Shackleton, incapaz de contenerse—. ¿Justo? Me gustaría saber qué tiene esto de justo. ¿Quién cree usted que está haciendo que desaparezcan los libros?

—¡Eso! —corroboró Murray—. No irá usted a negar que esto es obra de Norrell, ¿verdad, señor Childermass?

—No, no. Al contrario, el señor Norrell está deseoso de declararse responsable. Tiene una larga lista de razones y con gusto las expondrá a todo el que desee saberlas.

—¿Y qué razones son?

—Oh, pues las de siempre, supongo —dijo, mostrándose evasivo por primera vez—. Estamos redactando una carta en la que se explica todo.

—¿Y usted cree que me bastará con eso? ¿Con una disculpa por escrito?

—¿Una disculpa? Dudo que sea una disculpa.

—Pienso hablar con mi abogado esta misma tarde.

—Es natural. No esperábamos otra cosa. De todos modos, no es intención del señor Norrell hacer que usted pierda dinero. En cuanto pueda presentarme la cuenta de todos los gastos que le ha ocasionado la publicación del libro del señor Strange, estoy autorizado a entregarle un cheque bancario por el total.

Eso era inesperado. A Murray le hubiera gustado darle a Childermass una ruda negativa, pero, por otra parte, comprendía que Norrell iba a impedirle ganar mucho dinero y debía compensarlo por ello.

Shackleton le dio un discreto codazo, para advertirle que no se precipitara.

—¿Y los beneficios? —preguntó Murray, tratando de ganar un poco de tiempo.

—Ah, desea que también entren en el cálculo, ¿eh? Supongo que es lo justo. Hablaré con el señor Norrell. —Con estas palabras, Childermass se inclinó y salió de la tienda.

Murray y Shackleton no tenían por qué seguir allí. Cuando estuvieron en la calle, Murray dijo:

—Vaya a Thames Street. —Allí estaba el almacén donde guardaba las existencias—. Vea si queda algún libro del señor Strange. No se fíe de la palabra de Jackson. Haga que se los enseñe. Dígale que necesito saber el número exacto antes de una hora.

Cuando Murray regresó a Albermarle Street, encontró a tres jóvenes en la tienda. Al verlo entrar, cerraron los libros que estaban hojeando, lo rodearon y empezaron a hablar todos a la vez. Murray, naturalmente, supuso que habían acudido por el mismo motivo que el señor Green. Como dos de ellos eran muy altos y todos le gritaban, se asustó y le hizo una seña al escribiente para que fuera en busca de auxilio. El muchacho se quedó donde estaba, contemplando la escena con expresión de insólito interés.

Ciertas exclamaciones un tanto violentas de los jóvenes, tales como «malvado desesperado» y «abominable bellaco», en nada contribuyeron a tranquilizar al señor Murray, hasta que al cabo de unos instantes empezó a comprender que no lo insultaban a él sino a Norrell.

—Les ruego me perdonen, caballeros —les dijo—, pero si no fuera mucha molestia, me pregunto si tendrían la amabilidad de informarme de quiénes son ustedes.

Los jóvenes lo miraron con gesto de sorpresa. Ellos suponían que ya eran lo bastante conocidos. Se presentaron. Eran Henry Purfois, HadleyBright y Tom Levy, los tres alumnos de Strange en situación de espera.

Henry Purfois y William Hadley-Bright eran altos y bien parecidos, mientras que Tom Levy era de complexión pequeña y delgada, y pelo y ojos oscuros. Como ya se ha mencionado, Hadley-Bright y Purfois eran caballeros de la aristocracia inglesa y Tom era un ex maestro de baile de ascendencia hebrea. Afortunadamente, Hadley-Bright y Purfois apenas reparaban en diferencias de clase y linaje. Como sabían que Tom era el más listo de los tres, solian cederle la iniciativa en materia de magia y, aparte de llamarlo Tom a secas (mientras él los trataba de señor Purfois y señor Hadley-Bright) y esperar que recogiera los libros que ellos dejaban tirados, no tenían inconveniente en tratarlo como a un igual.

—¡No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras ese malvado, ese monstruo, destruye la gran obra del señor Strange! —declaró Henry Purfois—. ¡Dénos algo que hacer, señor Murray! ¡Es todo lo que pedimos!

—Y si ese algo comporta atravesar al señor Norrell con un sable bien afilado, tanto mejor —agregó William Hadley-Bright.

—¿Alguno de ustedes podría ir tras el señor Strange y hacer que volviera? —preguntó Murray.

—¡Oh, sin duda! ¡Hadley-Bright es su hombre para la misión! —declaró Purfois—. Fue uno de los ayudantes de campo del duque en Waterloo. Nada le gusta tanto como ir de un lado a otro montado a caballo a una velocidad increíble.

—¿Sabe adónde ha ido el señor Strange? —preguntó Tom Levy.

—Hace dos semanas estaba en Ginebra —dijo Murray—. Esta mañana me ha llegado una carta suya. Quizá continúe allí. O quizá haya seguido viaje a Italia.

Se abrió la puerta y entró Shackleton con la peluca cuajada de gotitas de lluvia, como si se hubiera entretenido adornándola con infinidad de cuentas de vidrio.

—Todo en orden —le dijo con énfasis a Murray—. Los libros siguen en las pacas.

—¿Los ha visto con sus propios ojos?

—Sí, señor. Imagino que se necesitará mucha magia para hacer que desaparezcan diez mil libros.

—Me gustaría ser tan optimista —terció Tom Levy—. Perdone, señor Murray, pero, por lo que sé del señor Norrell, una vez que se impone una tarea, no ceja hasta terminarla. No creo que tengamos tiempo para esperar a que regrese el señor Strange.

Shackleton parecía sorprendido de oír a alguien pronunciarse con tanta seguridad en cuestiones de magia.

Murray se apresuró a presentarle a los tres alumnos de Strange.

—¿Cuánto tiempo cree que tenemos? —le preguntó a Tom.

—¿Un día? ¿Dos a lo sumo? Desde luego, no el necesario para encontrar al señor Strange y lograr que regrese. Señor Murray, creo que debería dejar este asunto en nuestras manos. Hemos de tratar de encontrar un hechizo para contrarrestar la magia del señor Norrell.

—¿Existen tales hechizos? —preguntó Murray mirando a los tres aprendices de magos con gesto de duda.

—¡Oh, a cientos! —respondió Henry Purfois.

—¿Saben alguno?

—Sabemos algunos —dijo William Hadley-Bright—. Probablemente, entre todos podríamos formular uno que fuera aceptable. ¡Sería magnífico que cuando el señor Strange regresara del continente, nosotros hubiéramos salvado su libro! ¡Supongo que eso le haría abrir los ojos!

—¿Qué os parece el invisible nosequé y nosecuántos de Pale? —preguntó Henry Purfois.

—Ya sé a qué te refieres —dijo William Hadley-Bright.

—Es un proceso del doctor Pale realmente notable —informó Henry Purfois a Murray—. Invierte un hechizo infligiéndolo en aquel que lo lanzó. Los libros del señor Norrell desaparecerían o quedarían con las páginas en blanco! Lo tiene merecido, al fin y al cabo.

—No estoy seguro de que el señor Strange se alegrara si, a su regreso, se encontrara con que habíamos destruido la mejor biblioteca mágica de Inglaterra —dijo Tom—. Además, para realizar el hechizo de invisible reflujo y protección de Pale, tendríamos que construir un quiliphon.

—¿Un qué? —preguntó Murray.

—Un quiliphon —repitió William Hadley-Bright—. En las obras del doctor Pale se describen muchas máquinas para la práctica de la magia. Creo que su aspecto está entre el de una trompeta y un tenedor para tostar pan...

—Y en la parte de arriba tiene cuatro globos de metal que van dando vueltas —agregó Henry Purfois.

—Ya entiendo.

—Tardaríamos demasiado en fabricar un quiliphon —dijo Tom Levy con firmeza—. Propongo centrar la atención en la profilaxis de De Chepe4 . Puede practicarse con rapidez y, realizada correctamente, neutralizaría la magia de Norrell durante un tiempo, el suficiente para hacer llegar un mensaje al señor Strange.

En ese momento se abrió la puerta y entró en la tienda un individuo desaliñado y con delantal de cuero. Un poco cohibido al sentir la mirada de todos los presentes, el hombre hizo una pequeña reverencia, le entregó un papel a Shaddeton y escapó rápidamente.

—¿Que es, Shackleton? —preguntó Murray.

—Un mensaje de Thames Street. Han abierto los libros. Todos están en blanco, no queda ni una palabra en ninguna de sus páginas. Lo siento, señor, pero Historia y práctica de la magia inglesa ya no existe.

William Hadley-Bright hundió las manos en los bolsillos y emitió un silbido por lo bajo.

A medida que transcurrían las horas, resultaba evidente que no quedaba en circulación ni un solo ejemplar del libro de Strange. Hadley-Bright y Purfois decidieron desafiar a un duelo a Norrell, hasta que Murray les hizo comprender que el mago era un señor mayor que hacía poco ejercicio y al que nunca se había visto con una espada o una pistola en la mano. Bajo ningún concepto podía considerarse justo ni razonable que hombres en la plenitud de sus fuerzas (uno de ellos militar) pretendieran que se batiese con ellos. Hadley-Bright y Purfois convinieron en eso sin reservas, pero Purfois no pudo menos que buscar entre los presentes a una persona de decrepitud similar a la de Norrell. Su mirada se posó en Shackleton especulativamente.

Aparecieron otros amigos de Strange a condolerse con Murray y manifestar su indignación por el comportamiento de Norrell. Lord Portishead informó de las dos cartas que había enviado: una al señor Norrell, retirándole su amistad, y otra al señor Lascelles, dimitiendo del cargo de director de Amigos de la Magia Inglesa y anulando su suscripción.

—De ahora en adelante, caballeros —les dijo a los discípulos de Strange—, estoy a su lado.

Los discípulos de Strange le aseguraron que había hecho lo correcto y que nunca tendría que arrepentirse.

A las siete llegó Childermass. Entró en la concurrida librería con la compostura con que hubiera podido entrar en una iglesia.

—Bien, señor Murray, ¿a cuánto ascienden sus pérdidas? —Sacó del bolsillo un cuadernito, tomó una pluma del escritorio y la mojó en el tintero.

—Guarde su libreta, señor Childermass. No quiero su dinero.

—¿No? Debería ser más sensato y no dejarse influir por estos caballeros. Algunos son jóvenes y aún no tienen responsabilidades... —Lanzo una fría mirada a los tres discípulos de Strange y a los varios oficiales de uniforme que deambulaban por la librería—. Otros son ricos y para ellos nada suponen cien libras más o menos. —Miró a lord Portishead—. Pero usted, señor Murray, es un hombre de negocios, y para usted los negocios han de ser lo más importante.

—¡Ja! —El editor cruzó los brazos y miró triunfalmente a Childermass con su único ojo bueno—. Usted imagina que necesito el dinero con desesperación, pero se equivoca. Durante toda la tarde están llegándome de los amigos del señor Strange ofertas de préstamos. ¡Creo que si quisiera, podría abrir otro negocio! Pero deseo que lleve al señor Norrell un mensaje de mi parte. Es éste: al final, él tendrá que pagar, pero lo hará según nuestras condiciones, no las suyas. Pensamos obligarlo a sufragar la nueva edición. Y también costeará los anuncios del libro de su rival. Eso va a dolerle más que nada, imagino.

Oh, sí, suponiendo que tal cosa llegue a ocurrir —replicó Childermass secamente. Fue hacia la puerta, donde se paró y se quedó mirando la alfombra un momento, como si debatiera consigo mismo—. Quiero decirle algo —agregó—. A pesar de lo que pueda parecer, el libro no está destruido. He preguntado a las cartas si queda algún ejemplar. Al parecer, hay dos. Strange tiene uno y Norrell el otro.

***

Durante el mes siguiente, Londres no habló de nada más que del asombroso acto realizado por el señor Norrell, pero las opiniones estaban divididas respecto a si había que buscar la causa en el carácter pernicioso del libro de Strange o en el resentimiento de Norrell. Los que habían comprado el libro estaban furiosos por haber sido despojados, y en nada contribuyó a aplacarlos el que Norrell enviara a sus criados a entregarles una guinea (el importe del libro) y una carta en la que exponía sus razones para haberlo hecho desaparecer. Muchos se sintieron insultados y algunos llamaron a sus abogados para iniciar un litigio contra Norrell5 .

En septiembre, los ministros regresaron del campo a Londres y, naturalmente, los extraordinarios actos de Norrell constituyeron uno de los principales temas de conversación de su primera reunión.

—Cuando decidimos emplear al señor Norrell para que practicara la magia por encargo nuestro —dijo uno—, no pretendíamos autorizarlo a introducir sus hechizos en casa de la gente para que afectaran a sus posesiones. En cierto modo, es una lástima que no contemos con ese tribunal de la magia del que siempre está hablando. ¿Cómo se llama?

—Los Cinque Dragownes —dijo sir Walter Pole.

—Supongo que habrá incurrido en algún tipo de delito mágico, ¿no?

—Oh, sin duda. Pero no tengo idea de cuál. John Childermass debe de saberlo, pero dudo que quiera decírnoslo.

—No importa, en los tribunales ordinarios se han presentado varias demandas contra él por robo.

—¿Robo? —dijo otro ministro con sorpresa—. ¡Me parece escandaloso que un hombre que tantos servicios ha prestado al país sea acusado de tan vil delito!

—¿Por qué? —preguntó el primero—. Él se lo ha buscado.

—El problema estriba en que cuando se lo invite a defenderse, él responderá hablando de la naturaleza de la magia inglesa. Y no hay nadie que sea competente para debatir sobre ese tema aparte de Strange. Creo que debemos tener paciencia y esperar a que Strange regrese.

—Lo cual plantea una nueva cuestión —apuntó otro—. Sólo hay dos magos en Inglaterra. ¿Cómo elegir entre los dos? ¿Quién puede decir cuál de ellos tiene razón y cuál está equivocado?

Los ministros intercambiaron miradas de perplejidad.

Únicamente lord Liverpool, el primer ministro, estaba impávido.

—Los conoceremos como conocemos a otros hombres —afirmó—. Por el fruto que den6 .

Siguió una pausa, durante la cual los ministros tuvieron ocasión de meditar sobre el hecho de que los frutos que estaba dando el señor Norrell no eran muy recomendables: arrogancia, robo y malicia.

Se acordó que el ministro del Interior hablara con Lascelles en privado para pedirle que trasladara al señor Norrell el vivo disgusto del primer ministro y del resto del gabinete por lo que había hecho.

No parecía haber más que decir, pero los ministros no fueron capaces de abandonar el tema sin incurrir en cierto chismorreo. Todos estaban enterados de que lord Portishead había roto con Norrell, pero sir Walter pudo informarles de que Childermass, que hasta aquel momento había sido la sombra de su amo, parecía haber dejado de comulgar con sus ideas, y había manifestado ante un grupo de amigos de Strange un criterio independiente al asegurarles que el libro no había sido destruido. Sir Walter suspiró profundamente.

—No puedo evitar pensar que, en muchos aspectos, esto es lo peor de todo. Norrell nunca supo juzgar a las personas, y sus mejores amigos se han apartado de él: Strange, John Murray y, ahora, lord Portishead. Si Childermass y Norrell se pelean, sólo le quedará Henry Lascelles.

Aquella noche, todos los amigos de Strange se sentaron a escribirle cartas llenas de indignación. Las cartas tardarían dos semanas en llegar a Italia, pero Strange viajaba continuamente, por lo que muy bien podían no llegar a sus manos hasta pasadas otras dos semanas. En un principio, los amigos de Strange confiaban en que, tan pronto las leyera, regresaría a Inglaterra ardiendo de ira, deseoso de pelear con Norrell en los tribunales y los periódicos. Pero en septiembre recibieron noticias que les hicieron pensar que, después de todo, tal vez tuvieran que esperar algún tiempo.

Mientras Strange viajaba hacia Italia, su estado de ánimo parecía bastante bueno en general, a juzgar por el tono ameno y desenfadado de sus misivas. Pero una vez hubo llegado, cambió de humor. Por primera vez desde la muerte de Arabella, no tenía trabajo ni ocupación que lo distrajera de su soledad. Nada de lo que veía le gustaba, y durante varias semanas pareció que sólo en un constante cambio de escenario podía encontrar alivio para su tristeza7 . A primeros de septiembre llegó a Génova. El lugar le gustó más que otras ciudades italianas y se quedó casi una semana. Durante ese tiempo, una familia inglesa se instaló en el hotel donde él se hospedaba. Aunque, hablando con sir Walter, Strange había declarado su intención de rehuir el trato con ingleses durante su viaje, trabó conocimiento con esa familia. Al poco, en sus cartas a Inglaterra hacía grandes elogios de las maneras, la inteligencia y la simpatía de los Greysteel. Al final de la semana se marchó a Bolonia, pero al no hallar allí aliciente alguno, regresó a Génova, con intención de permanecer en aquella ciudad con los Greysteel hasta fin de mes, y luego viajar con ellos a Venecia.

Naturalmente, los amigos de Strange se alegraban de que hubiera encontrado compañía de su agrado, pero no dejaban de intrigarlos las alusiones que él hacía a la hija de la familia, joven y soltera, cuya compañía parecía ser muy de su agrado. Varios tuvieron la misma idea al mismo tiempo: ¿y si volviera a casarse? Una esposa joven y bonita sería buen remedio para su melancolia y, aún mejor, lo distraería de aquella magia tenebrosa e inquietante que tanto lo atraía.

No era Strange la única espina que Norrell tenía clavada en el costado. Un caballero llamado Knight había abierto una escuela para magos en Henrietta Street, en Covent Garden. El señor Knight no practicaba la magia, ni lo pretendía. En su anuncio ofrecía a los jóvenes «una sólida Enseñanza de la Teoría de la Magia y de la Historia de la Magia Inglesa, según los mismos principios por los que se guió el señor Norrell, nuestro Mago más Eminente, en la instrucción de Jonathan Strange, su Ilustre Discípulo». Lascelles le escribió al señor Knight una carta en la que, en muy duros términos, afirmaba que su escuela no podía basarse en los mencionados principios, puesto que éstos sólo eran conocidos por los señores Norrell y Strange. Y lo amenazaba con denunciarlo por fraude si no cerraba la escuela de inmediato.

Knight contestó con una carta en la que, cortésmente, se permitía disentir. Decía que, por el contrario, el método de enseñanza del señor Norrell era bien conocido. Remitía al señor Lascelles a la página 47 del número de otoño de 1810 de Amigos de la Magia Inglesa, en la cual lord Portishead aseguraba que la única base para la instrucción de nuevos magos que tenía la aprobación del señor Norrell era la diseñada por Francis Sutton-Grove. Knight (que se declaraba sincero admirador de Norrell) había adquirido un ejemplar de De Generibus Artium Magicarum Anglorum de Sutton-Grove y lo había estudiado. Aprovechaba la oportunidad para preguntar si el señor Norrell le haría el honor de aceptar ser Tutor Invitado de la escuela y dar en ella conferencias, etcétera. Su intención era instruir a cuatro jóvenes, pero había recibido tal alud de solicitudes que se había visto obligado a alquilar otra casa y contratar a más maestros. Además, Knight proyectaba abrir otras escuelas en Bath, Chester y Newcastle.

Casi peor que las escuelas eran las tiendas. Varios establecimientos de Londres habían empezado a vender filtros mágicos, espejos mágicos y fuentes de plata que, según afirmaban los fabricantes, habían sido diseñadas especialmente para ver visiones. Norrell hacía cuanto podía para detener aquel tráfico, con diatribas en Amigos de la Magia Inglesa. Convenció a los directores de otras revistas de magia sobre los que tenía influencia para que publicaran artículos desmintiendo que existieran, y que jamás hubieran existido, los espejos mágicos, y declarando que la magia que obraban los magos con espejos (que, en cualquier caso, era poca y no merecía su aprobación) se hacía con espejos corrientes. A pesar de todo, los artículos mágicos seguían agotándose apenas los comerciantes los ponían a la venta, y algunos pensaban en abandonar otras mercancías para dedicar toda la tienda a la mercancía mágica.