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19. Los Chicos de la Madrugada (Febrero de 1808)

POR curioso que resulte,nadie advirtió que la extraña dolencia que sufría milady era exactamente la misma que padecía Stephen Black. También se quejaba de cansancio y frío, y en las raras ocasiones en que una y otro decían algo, hablaban en voz baja y desmayada.

Pero quizá no fuera tan curioso. El distinto estilo de vida de una dama y de un mayordomo enmascara cualquier similitud que pueda existir entre sus respectivas situaciones. Un mayordomo tiene un trabajo que cumplir. A diferencia de lady Pole, Stephen no podía quedarse horas y horas sentado junto a una ventana sin hacer ni decir nada. Unos síntomas que, en ella, eran elevados al rango de enfermedad, en él eran tachados de simple abatimiento.

John Longridge, el cocinero de Harley Street, sufría de abatimiento desde hacía más de treinta años, y recibió con los brazos abiertos a Stephen en la cofradía de los melancólicos. El infeliz parecía contento de tener un compañero de infortunio. Por la noche, cuando Stephen se sentaba a la mesa de la cocina con la cara entre las manos, John Longridge se instalaba al otro lado de la mesa y se entregaba a la —conmiseración

—Lo compadezco, señor Black. Sí, señor; el abatimiento es el peor tormento que puede afligir al hombre. A veces me parece que todo Londres es una masa de puré de guisantes frío, tanto por el color como por la consistencia. Veo a gente con cara de puré y manos de puré que anda por calles de puré. ¡Ay, qué mal me siento entonces! Hasta el sol, en el firmamento, es frío y gris como ese puré, y no me calienta. ¿No se siente helado a veces?—Le apretaba la mano—. Ah, señor Black, está frío como una sepultura.

Stephen se sentía como un sonámbulo. Ya no vivía, sólo soñaba. Soñaba con la casa de Harley Street y con los otros criados. Soñaba con su trabajo, con sus amigos y con la señora Brandy. A veces soñaba cosas extrañas, cosas que, en una parte de su ser, una parte pequeña, honda y fría, sabía que no podían ni debían ser. A veces, cuando al caminar por un pasillo o subir la escalera miraba atrás, veía otros pasillos y otras escaleras que se perdían en la distancia, pasillos y escaleras que no encajaban allí. Era como si, por un misterioso accidente, la casa hubiera quedado alojada dentro de un edificio mucho más vasto y antiguo. Eran corredores polvorientos y poblados de sombras, con techo abovedado. Los suelos y las escaleras estaban tan gastados y desiguales que sus piedras parecían más las que se encuentran en la naturaleza que las que se tallan para la arquitectura. Pero lo más curioso de aquellas fantasmales galerías era que a Stephen le resultaban familiares. Sin saber cómo ni por qué, pensaba: «Después de ese recodo, está la Sala de Armas Orientales» o «Esa escalera conduce a la Torre del Destripador».

Siempre que veía aquellos corredores o, como sucedía a veces, intuía su presencia sin percibirlos directamente, se sentía un poco más animado, un poco más como era antes. La parte de su ser que había quedado congelada (¿su alma?, ¿su corazón?) se descongelaba un punto, y en su interior se reavivaban el pensamiento, la curiosidad y las emociones. Pero, por lo demás, nada lo divertía, nada lo satisfacía. Todo era sombra, vacío, eco y polvo.

A veces, llevado de su desasosiego, daba largos paseos solitarios por las calles sombrías e invernales de Mayfair y Piccadilly. Una tarde de últimos de febrero se encontró en Oxford Street, delante del café del señor Wharton. Era un local que conocía bien. En la sala del primer piso se reunían los Chicos de la Madrugada, un club formado por los criados principales de las principales casas de Londres. El ayuda de cámara de lord Castlereagh era uno de sus miembros más relevantes, otro era el cochero del duque de Portland y otro, Stephen. Los Chicos de la Madrugada se reunían el tercer martes de cada mes y realizaban las mismas actividades que los miembros de cualquier otro club londinense: comían y bebían, jugaban y hablaban de política y mujeres. Los que se encontraran desocupados en otras noches del mes, también acudían al piso de arriba del café de Wharton buscando solaz en la compañía de sus colegas. Stephen entró y subió a la sala.

El piso superior del café era como el de cualquier establecimiento similar de la ciudad. Estaba tan lleno de humo de tabaco como suelen estarlo los lugares de reunión de la mitad masculina de la sociedad. Tenía paneles y mamparas de madera oscura que dividían el espacio en pequeños reservados, donde los clientes podían sentirse aislados en un mundo particular, todo de madera. El suelo se adecentaba con serrín fresco a diario. Cubrían las mesas manteles blancos y las lámparas de aceite estaban limpias, con las mechas bien recortadas. Stephen se sentó en un reservado, pidió una copa de oporto y se quedó mirándola tristemente.

Cada vez que un miembro del club pasaba por delante del reservado, se detenía a decirle unas palabras y Stephen saludaba con un lánguido ademán, pero esa noche no se molestaba en responder. Eso había sucedido dos o tres veces cuando, de pronto, Stephen oyó un vehemente cuchicheo:

—¡Haces muy bien en no prestarles atención! Porque, a la postre, ¿qué son sino criados y esclavos? Y cuando, con mi ayuda, tú asciendas al lugar que por derecho te corresponde y te halles en la cúspide de la nobleza y la grandeza, te alegrarás de haber desdeñado su amistad.

Era sólo un susurro, pero Stephen lo oía claramente por encima de las voces y risas de los Chicos de la Madrugada y demás clientes. Tuvo la extraña idea de que, a pesar de ser tan tenue, esa voz podía atravesar la piedra, el hierro y el cobre. Podía hablarle desde mil pies bajo tierra, y aun así él la oiría. Podía quebrar las piedras preciosas y podía volverlo loco.

Eso era tan extraordinario que, por un momento, Stephen salió de su apatía. Se apoderó de él una viva curiosidad por descubrir quién hablaba y miró en derredor, pero no vio en la sala a ningún desconocido. Entonces asomó la cabeza al otro lado de la mampara y miró al reservado contiguo. Había allí un personaje de extraño aspecto. Parecía muy cómodo con los brazos apoyados en la parte superior de la mampara y las botas encima de la mesa. Tenía varias características notables, la más vistosa una mata de pelo plateado, suave y brillante como el vilano del cardo. Le hizo un guiño, se levantó de su reservado y se sentó en el de Stephen.

—Francamente —prosiguió, en tono confidencial—, he de decirte que esta ciudad no tiene ni una centésima parte de su esplendor de antaño. Me siento muy defraudado desde mi regreso. En otro tiempo, Londres era como un bosque de torres, cúpulas y espiras. Refulgían las banderas y los estandartes de vivos colores, que ondeaban de todas y cada una de ellas.

Por doquier veías esculturas en piedra tan delicadas como los huesos de la mano y tan afiligranadas como el agua de un surtidor. Adornaban las casas dragones, grifos y leones de piedra, como símbolo de la sabiduría, el valor y la fiereza de sus habitantes, y en los jardines de esas mismas casas veías dragones, grifos y leones de carne y hueso, encerrados en sólidas jaulas. Sus rugidos, que se oían claramente desde la calle, aterraban a los pusilánimes. En cada iglesia había un santo que obraba milagros a petición de la plebe. El santo estaba dentro de un arca de marfil que se guardaba en un ataúd cuajado de piedras preciosas, que a su vez se exhibía en un magnífico altar de oro y plata que relucía noche y día a la luz de mil velas. Cada día salía una magnífica procesión en honor de uno u otro santo, y la fama de Londres se extendía de mundo en mundo. Desde luego, en aquel tiempo los ciudadanos de Londres solían pedirme consejo acerca de la construcción de sus iglesias, el trazado de sus jardines y la decoración de sus casas. Si su petición se hacía con el debido respeto, yo les daba buenos consejos. ¡Ah, sí! Cuando Londres me debía a mí su apariencia era una ciudad hermosa, noble, única. Mientras que ahora...

Hizo un ademán elocuente, como si con Londres hubiera hecho una bola y la arrojase lejos.

—¡Pero pareces un estúpido mirándome de ese modo! Después de todas las molestias que me he tomado para hacerte esta visita, te quedas ahí sin decir nada, con gesto huraño y boquiabierto. Supongo que te sorprende verme, pero no es razón para que olvides los buenos modales. Desde luego —agregó con el gesto magnánimo del que hace una gran concesión—, los ingleses suelen asombrarse al verme. Eso es lo más natural del mundo. Pero tú y yo somos amigos, y esperaba de ti mejor recibimiento.

—¿Nos hemos visto antes, señor? —preguntó Stephen, atónito—. He soñado con usted, desde luego. Soñé que estábamos en una mansión inmensa, de corredores interminables y polvorientos.

—¿Nos hemos visto antes, señor? —remedó el caballero del pelo de vilano de cardo—. ¡Vaya! ¡Qué tonterías! ¡Como si no hubiéramos asistido juntos a los mismos bailes y fiestas noche tras noche durante semanas y semanas!

—Desde luego, en mis sueños...

—¡No creía que fueras tan obtuso! —exclamó—. Desesperanza no es un sueño. Es la más antigua y hermosa de mis mansiones, que son muchas, y tan real como Carlton House.Si bien se mira, mucho más. Porque yo conozco buena parte del futuro y puedo decirte que Carlton House1 será derribada dentro de veinte años y que la misma ciudad de Londres no durará ni otros dos mil, mientras que Desesperanza resistirá hasta la nueva era del mundo. —Parecía puerilmente complacido con la idea, aunque hay que señalar que, en general, su actitud era de viva auto-complacencia—. No, no es un sueño. Sólo te hallas bajo un encantamiento que todas las noches te lleva a Desesperanza, a participar de nuestras diversiones.

Stephen lo miraba aturdido. Entonces, al recordar que tenía que hablar si no quería ser acusado de hosco y descortés, trató de coordinar ideas y murmuró:

—¿Y... y ese encantamiento es suyo, señor?

—¡Por supuesto!

Por el aire complacido con que respondió, fue evidente que el caballero del pelo plateado consideraba que había otorgado a Stephen el mayor de los favores al encantarlo. Él le dio cortésmente las gracias.

—Aunque —añadió— no puedo imaginar qué he hecho yo para merecer tanta amabilidad. Nada en absoluto, estoy seguro.

—¡Ah! —exclamó el caballero, encantado—. Tienes unos modales excelentes, Stephen Black. Ya podrían aprender de ti esos orgullosos ingleses el respeto que se debe a las personas de calidad. Tus buenas maneras han de depararte buena suerte.

—¿Y las monedas de oro de la señora Brandy? ¿También eran suyas, señor?

—¿Hasta ahora no se te ha ocurrido? Repara en mi astucia. Recordando lo que me contaste sobre que noche y día estás rodeado de enemigos que buscan tu ruina, hice llegar el dinero a una persona amiga. Así, cuando te cases con ella, el dinero será tuyo.

—¿Cómo supo...? —empezó Stephen, pero se interrumpió. Era evidente que no había parte de su vida que aquel caballero no conociera ni asunto en el que no se creyera con derecho a inmiscuirse—. Pero se equivoca en lo de mis enemigos, señor, porque no los tengo.

—¡Mi querido Stephen! —dijo, divertido—. ¡Claro que tienes enemigos! Y el peor es el malvado de tu amo, el marido de lady Pole, que ha hecho de ti su criado y te impone tareas denigrantes para una persona de tu hermosura y tu nobleza. ¿Y por qué lo hace?

—Imagino que porque...

—¡Precisamente! —exclamó con acento triunfal—. Porque el muy miserable te capturó, te puso cadenas y ahora se recrea en su infamia, con brincos y risotadas de malsana alegría al verte derrotado y reducido a tan triste destino.

Stephen abrió la boca para protestar que sir Walter Pole nunca había hecho tales cosas; que siempre lo había tratado con gran amabilidad y afecto; que cuando era más joven, había desembolsado un dinero, que mal podía permitirse gastar, para que Stephen pudiera ir a la escuela; y después, en tiempos de penuria aún mayor, más de una vez habían compartido la misma comida y el mismo fuego. Y en cuanto a derrotar enemigos, Stephen había visto a sir Walter sonreír con autocomplacencia cuando creía haber sacado ventaja a un adversario político, pero nunca lo había visto dar brincos ni soltar risotadas. Eso iba a decir cuando la palabra «cadenas» le produjo el efecto de un rayo. De pronto le pareció ver un lugar oscuro —lugar terrible, de horror—, cerrado, pestilente, asfixiante Una oscuridad poblada de sombras y del sonido de pesadas cadenas. No sabía qué significaba aquella imagen ni de dónde provenía. Estaba seguro de que un recuerdo no era. Él no podía haber estado en semejante lugar.

—Si llegara a descubrir que todas las noches tú y ella lo abandonáis para venir a mi casa a divertiros, se volvería loco de celos y estoy seguro de que querría mataros a los dos. Pero no temas, mi queridísimo Stephen, yo procuraré que no se entere. ¡Ah, cómo aborrezco a esas personas tan egoístas! Yo sé muy bien lo que es verse menospreciado e insultada por los orgullosos ingleses y obligado a hacer un trabajo denigrante. ¡No quiero que tú tengas que sufrir semejante trato! —Hizo una pausa y, con sus dedos pálidos y fríos, acarició la frente y la mejilla de Stephen, que sintió un extraño cosquilleo—. No imaginas el vivo interés que siento por ti ni lo deseoso que estoy de prestarte un servicio perdurable, ¡y por eso he concebido un plan para convertirte en rey de un lugar encantado!

—Yo... yo le ruego que me perdone, señor, pero estaba pensando en otra cosa. ¿Rey, ha dicho? No, señor. Yo no puedo ser rey. Es sólo su amabilidad lo que lo lleva a creerlo posible. Además, me temo que los lugares encantados no me sientan bien. Desde la primera vez que visité su casa, estoy torpe y pesado. Me siento cansado por la mañana, a mediodía y por la noche, y mi vida es una carga. Supongo que la culpa es mía. ¿No será que los mortales no estamos hechos para gozar de la dicha de los hechizos?

—Oh, eso no es más que la tristeza que te produce la insípida Inglaterra comparada con los deleites que encuentras en mi casa, donde todo es fiesta y baile y todo el mundo viste las mejores galas.

—Sin duda tiene razón, señor, pero si tuviera a bien librarme de ese encantamiento, yo le estaría muy agradecido.

—¡Ay, imposible! Ignoras que mis hermosas hermanas y primas, por cada una de las cuales has de saber que los reyes se han matado unos a otros y grandes imperios han caído, se pelean por bailar contigo. ¿Qué pensarían si les dijera que no volverás a Desesperanza? Porque una de mis muchas cualidades es la de ser un hermano y primo de lo más atento, que siempre procura complacer a las mujeres de la familia. En cuanto a lo de ser rey, te aseguro que nada hay más agradable que ver cómo todos te dedican reverencias y te dan los más nobles títulos.

Y volvió a hacer grandes elogios de la belleza, el digno porte y la elegante forma de bailar de Stephen —cualidades que parecía considerar las mejores para el monarca de un vasto reino encantado—, y empezó a especular sobre cuál sería el reino más apropiado para él.

Dichainefable es un buen sitio, tiene bosques oscuros e impenetrables, montañas solitarias y mares infinitos. Ofrece la ventaja de que ahora no tiene rey, y el inconveniente de que hay veintiséis pretendientes al trono y de inmediato te verías envuelto en una sangrienta guerra civil, lo cual quizá no fuera de tu agrado. Luego está el ducado de Tenpiedademí. El duque no tiene prácticamente amigos. Pero no me gustaría ver a un amigo mío gobernar un lugar tan pequeño e inmundo como Tenpiedademí.