55. El segundo verá su posesión más preciada en manos de su enemigo (Noche del 2 al 3 de diciembre de 1816)

ERA como si el peligro que desde siempre parecía amenazar Venecia se hubiera hecho realidad en un instante, pero, en lugar de ser invadida por las aguas, hubiera sido invadida por árboles. Unos árboles oscuros y fantasmales poblaban las calles y plazas y llenaban los canales. Los muros no eran obstáculo para ellos. Las ramas atravesaban la piedra y el cristal. Sus raíces se hundían en el pavimento. La hiedra tapizaba estatuas y columnas. De pronto, todo estaba mucho más oscuro y silencioso, por lo menos para los sentidos de Strange. Largas barbas de muérdago cubrían lámparas y fanales, y un tupido dosel de ramas ocultaba la luna.

No obstante, los venecianos no parecían advertir cambio alguno. Strange había leído que hombres y mujeres pueden permanecer totalmente ajenos a la magia que se obra a su alrededor, pero nunca había visto con sus propios ojos una prueba de tal inconsciencia. Pasó un aprendiz de panadero con su bandeja de pan en la cabeza, sorteando limpiamente los árboles que él ignoraba que estuvieran allí y agachándose aquí y allá para evitar las ramas que podrían haberle sacado un ojo. Un hombre y una mujer ataviados para un baile o el ridotto, con capas y máscaras, bajaban por la Salizzada San Moisé cogidos del brazo, con las cabezas juntas, hablando en voz baja. En su camino había un gran árbol. Con la mayor naturalidad, ellos se separaron, pasaron uno por cada lado del árbol y volvieron a unirse.

Strange bajó por un callejón hasta el muelle. Los árboles iban más allá de la ciudad, y entre ellos se prolongaba la línea luminosa.

La idea de meterse en el mar no lo seducía. En Venecia no hay playa por la que entrar en el agua poco a poco; el Adriático empieza al pie de los muelles. Strange ignoraba qué profundidad tendría en aquel punto, pero estaba casi seguro de que la suficiente para ahogarse. Debía confiar en que la senda de luz que lo había guiado por el bosque le impidiera hundirse.

Al mismo tiempo, no podía evitar pensar con complacencia en cuánto más apto que Norrell era él para esa aventura. «Él por nada del mundo entraría en el mar. Detesta mojarse. ¿Quién dijo que un mago ha de tener la sutileza de un jesuita, la valentía de un soldado y el ingenio de un ladrón? Me parece que lo decía como un insulto, pero algo de verdad hay en ello.»

Saltó del muelle.

Al instante, el mar se hizo más etéreo e irreal y el bosque, más sólido. Pronto, el mar no era más que un tenue fulgor plateado entre los oscuros árboles y un aroma salobre que se mezclaba con los olores del bosque nocturno.

«Soy el primer mago inglés que entra en Tierra de Duendes desde hace trescientos años», pensó Strange1 . Estaba muy satisfecho, y le habría gustado que alguien pudiera verlo y admirarse. Se dio cuenta de lo harto que estaba de libros y silencio, y de cómo anhelaba vivir en los tiempos en que ser mago significaba viajar a lugares que ningún inglés había visto. Por primera vez desde Waterloo, entraba en acción. Entonces pensó que, en lugar de felicitarse tanto, debería fijar la atención en lo que lo rodeaba, para ver si podía aprender algo, y se dedicó a estudiar el entorno.

El bosque no era propiamente un bosque inglés, aunque se semejaba mucho. Pero los árboles eran más viejos, más grandes y más fantásticos. Strange tenía la clara impresión de que poseían su propio carácter bien definido, con amores, odios y deseos. Parecían acostumbrados a recibir el mismo trato que los hombres y las mujeres y esperar que se los consultara en las cosas que los afectaban.

«Esto es exactamente lo que cabía esperar —pensó—, pero, al mismo tiempo, también me señala lo diferentes que son este mundo y el mío. Los seres que encuentre aquí me harán preguntas. Querrán ponerme a prueba.» Empezó a imaginar la clase de preguntas que podrían plantearle y a preparar respuestas sagaces. No tenía miedo; por él, que se apareciera un dragón si quería. Había hecho grandes progresos durante los dos últimos días; se le antojaba que podría conseguir todo lo que se propusiera.

Al cabo de unos veinte minutos de caminar por la línea de luz, llegó a la casa. La reconoció enseguida: aquel día, en Windsor, su imagen se le había aparecido clara y nítida. Pero ahora la encontraba distinta. En Windsor estaba iluminada y hospitalaria. Ahora tenía un deprimente aspecto de abandono. Las ventanas eran muchas pero pequeñas, y la mayoría estaba a oscuras. Era mayor de lo que él esperaba, mayor que cualquier vivienda terrenal. «El zar de Rusia podría tener una casa así de grande —pensó—, o quizá el Papa de Roma. No lo sé, no he estado allí.»

Rodeaba la mansión una tapia alta. La línea de luz parecía terminar al pie de la tapia. No se veía abertura alguna. Strange pronunció el hechizo de revelación de Ormskirk, y a continuación el escudo de Taillemache, sortilegio que permite pasar sin daño por lugares encantados. La suerte no lo abandonó, porque al momento apareció una sencilla puertecita. Al otro lado encontró un gran patio gris lleno de huesos que relucían débilmente a la luz de las estrellas. Algunos esqueletos estaban cubiertos por armaduras oxidadas; las armas que los habían aniquilado seguían insertas entre las costillas o clavadas en una órbita vacía.

Strange había visto los campos de batalla de Badajoz y Waterloo; no lo impresionaban unos cuantos esqueletos antiguos. Pero todo aquello le resultaba interesante. Ahora sí tenía la sensación de estar en Tierra de Duendes.

Percibía algo mágico en el aspecto del edificio, a pesar de su deterioro. Probó otra vez la revelación de Ormskirk. Inmediatamente la casa se estremeció, su silueta se perfiló y Strange vio que era de piedra sólo en parte. Lo que antes parecían muros, contrafuertes y torres era ahora un gran túmulo, una colina.

«¡Un brugh!», pensó entusiasmado2 .

Entró por una puerta baja y se encontró en un gran salón de baile. Los que bailaban vestían la ropa más rica imaginable, pero el salón se hallaba en un estado de abandono lamentable. En una esquina, la pared se había derrumbado y en su lugar había ahora un montón de escombros. El mobiliario era escaso y pobre, las velas no podían ser de peor calidad, y no había más música que la de un violín y una gaita.

Nadie prestó atención a Strange, que se quedó junto a una pared, cerca de un grupo de personas, contemplando el baile. En muchos aspectos, aquella fiesta le resultaba menos extraña que, digamos, una conversazione3 de Venecia. Los modales de la concurrencia parecían más ingleses y el baile se semejaba a las contradanzas con que se divierten damas y caballeros desde Newcastle hasta Penzance todas las semanas del año.

Strange recordó que en otro tiempo le gustaba bailar, y también a Arabella. Pero después de la guerra de España, apenas había bailado con ella, ni con nadie. En Londres, adondequiera que iban —un baile o una recepción del gobierno—, siempre había mucha gente con la que tenía que hablar de magia. Se preguntó si Arabella habría bailado con otros. No sabía si se lo había preguntado. «Pero, si llegué a preguntárselo, está claro que no escuché su respuesta —pensó suspirando—. No recuerdo nada.»

—¡Santo cielo, señor! ¿Qué hace aquí?

Strange se volvió. Lo que menos esperaba era que la primera persona con la que se encontrara fuese el mayordomo de sir Walter Pole. No se acordaba del nombre de aquel sujeto, a pesar de que se lo había oído pronunciar a sir Walter más de cien veces. ¿Simon? ¿Samuel?

El hombre lo agarró del brazo y lo sacudió. Parecía muy alterado.

—¡Por Dios, señor! ¿Por qué ha venido? ¿No sabe que él lo odia? Strange abrió la boca para dar una de sus ingeniosas respuestas, pero se quedó en suspenso. ¿Quién lo odiaba? ¿Norrell?

Una de las complicadas figuras de la danza obligó al hombre a alejarse. Strange lo buscó con la vista y lo distinguió en el extremo opuesto del salón. El hombre lo observaba ceñudo, como si estuviera enfadado con él porque no se iba.

«Qué extraño —pensó Strange—. Pero, desde luego, es lo que suele ocurrir. Ellos hacen siempre lo que menos esperas. Probablemente no es el mayordomo de Pole sino un duende que ha tomado su aspecto. O una ilusión mágica.» Empezó a buscar con la mirada a su propio duende.

—¡Stephen! ¡Stephen!

—¡Aquí estoy, señor! —Se giró y vio a su lado al caballero del pelo como el vilano del cardo.

—¡El mago está aquí! ¡Está aquí! ¿Qué querrá?

—No lo sé, señor.

—¡Oh! ¡Ha venido a destruirme! ¡Lo sé!

Stephen se quedó atónito. Siempre había imaginado que el caballero era indestructible, pero ahora se lo veía temeroso y angustiado.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa, señor? —preguntó con tono apaciguador—. Lo más seguro es que haya venido a rescatar... a llevarse a su esposa. ¿No deberíamos liberar a la señora Strange del encantamiento y dejar que regrese con su marido? Y a lady Pole también. Deje que vuelvan a Inglaterra con el mago, señor. Estoy seguro de que eso bastará para aplacar su cólera. Yo podré convencerlo.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿La señora Strange? ¡No, no, Stephen, estás equivocado! ¡Completamente equivocado! Él no ha mencionado a nuestra querida señora Strange ni una sola vez. Tú y yo, Stephen, sabemos apreciar la compañía de una mujer como ella. Él no. Él la ha olvidado. ¡Ahora se ha enamorado de otra, una preciosidad cuya encantadora presencia espero que adorne nuestros bailes a no tardar! ¡Nadie tan inconstante como un inglés! ¡Ah, puedes estar seguro, ha venido a destruirme! Desde el momento en que me pidió el dedo de lady Pole, comprendí que es mucho más listo de lo que yo imaginaba. Aconséjame. Hace años que vives entre esos ingleses. ¿Qué debería hacer? ¿Cómo puedo protegerme? ¿Cómo puedo castigar tanta maldad?

Stephen trataba de vencer el torpor y la confusión de su encantamiento para pensar con claridad. Comprendía que aquél era un momento crítico. El caballero nunca le había pedido ayuda tan abiertamente. ¿No podría sacar partido de la situación? Pero ¿cómo? Conocía los repentinos cambios de humor del caballero, que era el ser más voluble del mundo. Una palabra podía trocar su miedo en furor y odio. Si daba un paso en falso, en lugar de salvarse a sí mismo y a las dos mujeres, podía impulsar al caballero a destruirlos a todos. Recorrió el salón con la mirada, buscando inspiración.

—¿Qué puedo hacer, Stephen? —gemía el caballero—. ¿Qué puedo hacer?

La mirada del negro captó una figura que le era familiar: una dama que siempre iba cubierta con un velo negro de la cabeza a los pies. Nunca se unía al baile, pero deambulaba, medio andando y medio flotando en el aire, entre los que danzaban y los que miraban. Nunca la había visto hablar con nadie, y a su lado se respiraba un ligero olor a cementerio, a tierra y osario. No podía mirarla sin sentir un escalofrío, pero no sabía si era maligna o si estaba maldita, o ambas cosas.

—En este mundo hay seres cuya vida no es más que una carga —empezó—. Un velo negro se interpone entre ellos y el mundo. Están completamente solos. Son como sombras en la noche, privados de la alegría, el amor y todos los tiernos sentimientos humanos, incapaces hasta de consolarse unos a otros. En sus días no hay más que oscuridad, tristeza y soledad. Usted ya sabe a quiénes me refiero, señor. Yo... yo no hablo de la culpa que pueda... —El caballero lo miraba fijamente, atento a sus palabras—. Pero estoy seguro de que podremos desviar de usted, señor, la cólera del mago, si consiente en liberar...

—¡Ah! —exclamó el otro abriendo mucho los ojos, como ante una revelación. Levantó una mano para silenciar a Stephen.

Éste comprendió que había ido demasiado lejos.

—Perdóneme —susurró

—¿Que te perdone? —dijo con tono de sorpresa—. ¡Si no hay nada que perdonar! Hacía siglos que nadie me hablaba con tanta sinceridad, y te felicito por ello. ¡Oscuridad, sí! ¡Oscuridad, tristeza y soledad! —Dio media vuelta y se alejó entre la multitud.

Strange se divertía extraordinariamente. Las inquietantes incongruencias de la escena no lo alarmaban en absoluto: eran lo que cabía esperar. Aquel gran salón, a pesar de su pobreza, no dejaba de ser, en parte, una ilusión. Con su visión de mago percibía que una parte de él estaba bajo tierra.

Una dama lo miraba fijamente desde cierta distancia. Llevaba un vestido color ocaso de invierno y sostenía en la mano un abanico delicado y brillante, recamado con lo que podían ser cuentas de cristal, pero más parecía la escarcha que reluce en las hojas y los finos carámbanos que cuelgan de las ramitas más delgadas de los árboles.

En aquel momento empezaba un baile. Nadie se acercó a la dama y Strange, impulsivamente, le dijo inclinándose y sonriendo:

—Aquí casi nadie me conoce, no hay quien pueda presentamos. No obstante, señora, ¿querría hacerme el honor de bailar conmigo?

Ella no contestó ni le sonrió, pero le dio la mano y dejó que la sacara a bailar. Ocuparon sus sitios en la figura y se quedaron un momento en silencio.

—Se equivoca al decir que aquí nadie lo conoce —dijo ella de pronto—. Yo lo conozco. Es uno de los dos magos que están destinados a devolver la magia a Inglaterra. —Y agregó, como si recitara una profecía o algo que sabía todo el mundo—: Y uno llevará el nombre de Temor. Y el otro llevará el nombre de Arrogancia... Bien, es evidente que usted no es Temor, por lo que supongo que ha de ser Arrogancia.

No eran palabras muy corteses.

—Tal es mi destino —reconoció Strange—. ¡Y es excelente!

—Ah, ¿eso cree? —preguntó ella mirándolo de soslayo—. Entonces ¿por qué no lo ha hecho ya?

Él sonrió.

—¿Y qué le hace pensar, señora, que no lo he hecho?

—El que ahora esté aquí.

—No comprendo.

—¿No escuchó la profecía cuando le fue anunciada?

—¿La profecía, señora?

—Sí, la profecía de... —Pronunció un nombre, pero en su propia lengua, y Strange no lo entendió4 .

—¿Cómo dice?

—La profecía del Rey.

Strange recordó la mañana de invierno en que vio a Vinculus salir de debajo del seto, con briznas de hierba y trozos de vainas de semillas pegados a la ropa. Vinculus recitó algo en medio del camino, pero no tenía la menor idea de lo que era. En aquel entonces, él no pensaba hacerse mago y no le prestó atención.

—Creo haber oído cierta profecía —respondió—, pero fue hace mucho tiempo y no la recuerdo. ¿Qué anuncia que hemos de hacer... el otro mago y yo?

—Fracasar.

Strange parpadeó, sorprendido.

—No... no creo que... ¿Fracasar? No, señora, no. Ya es tarde para eso. Ya somos los dos magos más eficaces que ha habido en Inglaterra desde Martin Pale.

Ella no respondió.

¿Era tarde para fracasar? Strange pensó en Norrell en su casa de Hanover Square, en Norrell en Hurtfew Abbey, en Norrell recibiendo plácemes de los ministros y muestras de consideración del príncipe regente. Quizá era una ironía que, precisamente él, tratara de tranquilizarse pensando en el éxito de Norrell, pero en aquel momento nada le parecía tan sólido e indiscutible. La dama se equivocaba.

Durante unos minutos evolucionaron siguiendo las figuras de la danza. Cuando volvieron a unirse, ella dijo:

—Ha sido muy atrevido al venir aquí, mago.

—¿Por qué? ¿Qué habría de temer, señora?

Ella soltó una risita.

—¿Cuántos magos ingleses cree que tienen sus huesos esparcidos por este brugh, bajo las estrellas?

—Lo ignoro.

—Cuarenta y siete.

Strange empezó a sentirse incómodo.

—Sin contar a Peter Porkiss, pero ése no era mago. Sólo era un cowan5

—Ah, vaya.

—No finja que sabe de qué le hablo —dijo ella secamente—. Está más claro que el pandemónium que no es así.

Una vez más, él no supo qué responder. Ella parecía decidida a mostrar desagrado. Pero entonces se dijo que eso no tenía nada de particular. En Bath, en Londres y todas las ciudades de Europa las damas simulaban reprender a los hombres a los que trataban de atraer. Eso podía estar haciendo también aquélla. Decidió considerar su severidad como una especie de coqueteo, para ver si así ella se ablandaba. Se echó a reír despreocupadamente y dijo:

—Parece, señora, que sabe muchas cosas que han ocurrido en este brugh.

—Le produjo un cosquilleo de placer pronunciar aquella palabra, tan antigua y tan romántica.

Ella se encogió de hombros.

—Hace cuatro mil años que vengo6 .

—Me agradaría hablar de eso cuando tenga libertad para hacerlo.

—¡Diga mejor cuando usted tenga libertad! No tendré inconveniente en responder a sus preguntas.

—Es muy amable.

—Nada de eso. ¿Quedamos para dentro de cien años?

—¿Cómo... cómo dice?

Pero ella parecía creer que ya había dicho bastante, y Strange no pudo sacarle más que comentarios banales sobre la fiesta y la concurrencia.

El baile terminó y ellos se separaron. Aquélla era la conversación más desconcertante que Strange había mantenido en su vida. ¿Por qué pensaba ella que la magia aún no había sido restaurada en Inglaterra? ¿Y qué tontería era aquello de los cien años? Se consoló pensando que una criatura que pasaba buena parte de su vida en una desolada mansión situada en medio de un oscuro bosque no podía estar bien informada acerca de lo que ocurría en mundos más amplios.

Se unió a los que miraban el baile junto a la pared. Las figuras de la pieza siguiente llevaron cerca de donde él se encontraba a una mujer que le llamó la atención por su extraordinaria hermosura. Lo impresionó el contraste que existía entre la belleza del rostro y la infinita tristeza de la expresión. Cuando ella levantó la mano para unirla a la de su pareja, él vio que le faltaba el dedo meñique.

«Qué curioso —pensó, y se palpó el bolsillo de la chaqueta, donde tenía la caja de plata y porcelana—. Quizá...» Pero no pudo explicarse por qué un mago tendría que haber dado al duende un dedo que pertenecía a alguien que se encontraba en casa del duende. No tenía sentido. «Quizá no tenga nada que ver lo uno con lo otro.»

Pero la mano de aquella mujer era muy pequeña y muy blanca. Strange estaba seguro de que el dedo que tenía en el bolsillo le encajaría perfectamente. Sentía curiosidad, y decidió ir a hablar con ella y preguntarle cómo había perdido el dedo.

El baile acabó. Ahora ella charlaba con otra dama que estaba de espaldas.

—Le ruego me perdone... —empezó Strange.

La otra dama se volvió rápidamente. Era Arabella.

Llevaba un traje blanco recubierto de una malla azul pálido cuajada de brillantes, que relucían como escarcha y nieve. Era un vestido mucho más bonito que cualquiera de los que tenía cuando vivía en Inglaterra. Lucía en el pelo constelaciones de flores diminutas en forma de estrellas y le ceñía la garganta una cinta de terciopelo negro.

Arabella lo miró con una expresión extraña, en la que la sorpresa se mezclaba con el recelo, y la alegría con la incredulidad.

—¡Jonathan! ¡Mira, querida! —le dijo a la otra mujer—. ¡Es Jonathan!

—Arabella... —empezó él.

No sabía qué quería decirle. Extendió las manos, pero ella no las tomó. Pareció que instintivamente retrocedía un poco, y asió las manos de la desconocida, como si ésta fuera ahora la persona a la que acudía en busca de consuelo y apoyo.

La desconocida, obedeciendo la petición de Arabella, miraba a Strange.

—Tiene el mismo aspecto que la mayoría de los hombres —comentó fríamente. Y como si pensara que podía dar por terminado el incidente, agregó—: Vamos. —Trató de llevársela.

—¡Espera! —dijo Arabella con suavidad—. Debe de haber venido a ayudarnos. ¿No lo crees así?

—Quizá —repuso en tono de duda. Volvió a mirar a Strange—. Pero me parece que no. Habrá venido por otro motivo.

—Ya sé que quieres prevenirme contra las vanas esperanzas. Y procuro seguir tus consejos. ¡Pero ha venido! Sabía que no me olvidaría tan pronto.

—¡Olvidarte! —exclamó él—. Eso nunca, Arabella. Yo...

—¿Ha venido realmente a ayudarnos? —preguntó la desconocida volviéndose hacia él de repente.

—¿Cómo? No, yo... Comprenda que hasta ahora no sabía... Es decir, no acabo de entender...

La dama lanzó una leve exclamación de impaciencia.

—¿Ha venido a ayudarnos, sí o no? Creo que la pregunta es bien sencilla.

—No. Arabella, habla, te lo suplico. Dime qué ha...

—¡Ajá! ¿Lo ves? —le dijo la desconocida a Arabella—. Ven, buscaremos un rincón donde podamos estar tranquilas. Me ha parecido ver un banco libre cerca de la puerta.

Pero Arabella no estaba dispuesta a marcharse. Seguía mirándolo con aquella expresión extraña, como si mirara un retrato suyo en lugar de al hombre de carne y hueso.

—Ya sé que tú no confías mucho en lo que puedan hacer los hombres, pero...

—No confío en ellos en absoluto —zanjó la desconocida—. Sé lo que es malgastar años y años esperando en vano que éste o aquél acuda a ayudarte. ¡Es mejor la desesperanza que la desilusión constante!

Strange se impacientó.

—¡Perdone que la interrumpa, señora, aunque usted no ha hecho más que interrumpirme desde que he llegado! Pero me temo que debo insistir en hablar con mi esposa un minuto en privado. Si tiene la bondad de retirarse unos pasos...

Pero ni la desconocida ni Arabella le prestaban atención. Dirigían la mirada hacia un punto situado ligeramente a la derecha de Strange. A su lado estaba el caballero del pelo como el vilano del cardo.


Stephen se abría paso entre la multitud que bailaba. Su conversación con el caballero había sido muy alarmante. Algo se había decidido, pero cuanto más cavilaba, más se convencía de que nunca podría adivinar qué.

—Aún no es tarde —murmuró mientras avanzaba—. Aún no es tarde.

Una parte de él, su mitad encantada, fría e indiferente, se preguntó qué quería decir con eso. ¿No era tarde para salvarse a sí mismo? ¿Para salvar a lady Pole y la señora Strange? ¿Al mago?

Las filas de danzantes nunca se le habían antojado tan largas ni tan parecidas a una barrera. Creyó distinguir al otro extremo del salón una cabellera plateada.

—¡Señor! —llamó—. ¡Espere! ¡He de hablar con usted!

La luz cambió. Los sonidos de la música, el baile y las conversaciones se apagaron. Stephen miró en derredor, esperando encontrarse en una nueva ciudad o en otro continente. Pero seguía en el gran salón de Desesperanza. Estaba vacío. Los músicos y danzantes habían desaparecido. Sólo quedaban tres personas: el propio Stephen y, a cierta distancia, el mago y el caballero del pelo de plata.

Strange gritó el nombre de su esposa. Corrió hacia una puerta oscura, como si pensara adentrarse en la casa en su busca.

—¡Detente! —le gritó el caballero.

El mago se giró y Stephen vio que estaba lívido de cólera y que contraía la boca como si fuera a vomitar un hechizo.

El caballero levantó las manos. Una bandada de pájaros invadió el salón. En un abrir y cerrar de ojos llegaron y en un abrir y cerrar de ojos se fueron.

Los pájaros habían golpeado a Stephen con las alas, dejándolo sin respiración. Cuando consiguió alzar la cabeza, vio que el caballero levantaba las manos por segunda vez.

El gran salón se llenó de remolinos de hojas. Hojas secas y oscuras, movidas por un viento que provenía de ninguna parte. En un abrir y cerrar de ojos llegaron y en un abrir y cerrar de ojos se fueron.

El mago tenía los ojos muy abiertos. No sabía qué hacer frente a aquella magia arrolladora. «Está perdido», pensó Stephen.

El caballero levantó las manos por tercera vez. El gran salón se llenó de lluvia, pero no de agua sino de sangre. En un abrir y cerrar de ojos llegó y en un abrir y cerrar de ojos se fue.

La magia terminó. En ese instante, Strange desapareció y el caballero cayó al suelo, como desmayado.

—¿Dónde está el mago, señor? —gritó Stephen, corriendo a arrodillarse a su lado—. ¿Qué ha pasado?

—Lo he devuelto a la colonia marítima de Altinum7 —dijo con un ronco susurro. Trató de sonreír, pero no pudo—. ¡Lo he hecho, Stephen! ¡He hecho lo que me has aconsejado! ¡Me ha costado todas mis fuerzas! ¡He forzado hasta el límite mis viejas alianzas! ¡Pero he cambiado el mundo! ¡Qué golpe le he dado! ¡Oscuridad, tristeza y soledad! ¡Ya no volverá a amenazarnos! —Intentó una risa triunfal, que se trocó en un acceso de tos y vómito. Cuando se calmaron los espasmos, tomó la mano de Stephen—. No te aflijas por mí. Sólo estoy un poco fatigado. Eres una persona de una clarividencia y una intuición prodigiosas. De ahora en adelante, tú y yo ya no somos amigos, ¡somos hermanos! Me has ayudado a vencer a mi enemigo, y a cambio yo encontraré tu nombre. ¡Te haré rey! —Su voz se apagó.

—¡Dígame qué ha hecho! —susurró Stephen.

Pero el caballero cerró los ojos.

Stephen se quedó arrodillado en el salón, oprimiendo la mano del caballero. Las velas de sebo se apagaron; las sombras lo envolvieron.