58. Henry Woodhope hace una visita (Diciembre
de 1816)
—HA hecho usted bien en venir a verme, señor Woodhope. He leído con detenimiento las cartas que el señor Strange le ha enviado desde Venecia, y, aparte del horror que usted muy certeramente ha observado, hay en ellas muchas cosas ocultas al ojo profano. Creo poder decir sin jactancia que, en este momento, soy el único hombre de Inglaterra capaz de entenderlas.
Era por la tarde, tres días antes de Navidad. En la biblioteca de Hanover Square aún no se habían encendido velas ni lámparas. Era esa hora incierta, entre dos luces, en la que el cielo se llena de colores resplandecientes y las calles se envuelven en sombras grises. Encima de la mesa había un jarrón con flores que, a aquella luz fugitiva, parecía un jarrón negro de flores negras.
Norrell se hallaba sentado junto a la ventana, con las cartas de Strange en las manos. Lascelles estaba en un sillón, junto al fuego, contemplando con frialdad a Henry Woodhope.
—Confieso que desde que recibí esas cartas estoy muy preocupado —le dijo el reverendo a Norrell—. No sabía a quién pedir ayuda. A decir verdad, la magia no me interesa. No sigo los debates sobre el tema que tan de moda están. Pero todo el mundo dice que usted es el mago más grande de Inglaterra, y fue tutor del señor Strange. Le agradeceré cualquier consejo que pueda darme.
Norrell asintió con la cabeza.
—No debe usted culpar al señor Strange —dijo—. La profesión de mago es peligrosa. Ninguna expone tanto al hombre al peligro de la vanidad. La política y el derecho son inofensivos, comparados con la magia. Debe usted saber, señor Woodhope, que yo intenté mantenerlo a mi lado, guiarlo. Pero su genio, que merece nuestra admiración, es lo que trastorna su razón. Estas cartas indican que su extravío es mucho mayor de lo que yo hubiera podido imaginar.
—¿Extravío? ¿Entonces usted no cree esa misteriosa historia de que mi hermana vive?
—Ni una palabra, señor mío, ni una palabra. Son todo imaginaciones de su pobre mente.
—¡Ah! —Henry Woodhope guardó silencio un momento, como si midiera el grado de decepción y de alivio que sentía—. ¿Y qué me dice de esa extraña queja del señor Strange de que el tiempo se ha detenido?
Lascelles se adelantó a responder:
—Por nuestros corresponsales en Italia sabemos que, desde hace semanas, el señor Strange está envuelto en la Oscuridad Perpetua. Ignoramos si lo ha hecho deliberadamente o se trata de un hechizo malogrado. También cabe la posibilidad de que haya ofendido a algún gran poder y que ésta sea la consecuencia. Lo cierto es que alguna acción de Strange ha causado una perturbación en el orden natural de las cosas.
—Comprendo —dijo Henry Woodhope.
Lascelles lo miró con severidad.
—Eso es algo que el señor Norrell se ha esforzado por evitar durante toda su vida.
—¡Ah! —Miró al mago—. Pero ¿qué debo hacer? ¿Debo ir a Venecia como él me ruega?
Norrell inspiró por la nariz.
—Lo más importante es conseguir traerlo a Inglaterra, cuanto antes mejor. Aquí sus amigos podrán cuidar de él, a fin de disipar esas ilusiones que lo perturban.
—Quizá si usted le escribiera, señor...
—No. Me temo que la poca influencia que yo pudiera tener sobre el señor Strange se agotó hace años. La guerra de España fue la causa de todo el mal. Antes de ir a la Península, él se contentaba con permanecer a mi lado aprendiendo cuanto yo pudiera enseñarle, pero después... —Suspiró—. No, señor Woodhope, hemos de confiar en usted. Debe lograr que regrese, y como supongo que su viaje a Venecia no serviría sino para prolongar su estancia en aquella ciudad, dándole a entender que por lo menos una persona da crédito a sus imaginaciones, le ruego encarecidamente que no vaya.
—Confieso que me alegra oírlo decir eso. Seguiré su consejo. Si tiene la bondad de devolverme las cartas, no lo molestaré más.
—Señor Woodhope —dijo Lascelles—, ¡no tenga prisa, se lo ruego! La conversación no puede darse por terminada. El señor Norrell ha contestado a sus preguntas con sinceridad y sin reservas. Ahora debe usted devolvernos el favor.
Henry Woodhope arrugó la frente, desconcertado.
—El señor Norrell me ha liberado de gran parte de mi ansiedad. Si en algo puedo servirlo, tendré mucho gusto, desde luego. Pero no comprendo...
—Quizá no me he expresado con claridad. Quiero decir que el señor Norrell necesitará su ayuda para, a su vez, poder ayudar al señor Strange. ¿Puede usted decirnos algo más acerca de ese viaje a Italia de su cuñado? ¿Cómo se hallaba antes de caer en ese triste estado? ¿Estaba de buen humor?
—¡No! —dijo Henry con indignación, como si la pregunta fuera un insulto—. ¡Estaba muy apesadumbrado por la muerte de mi hermana! Por lo menos, al principio. Cuando se fue, parecía muy triste. Pero en Génova su estado de ánimo cambió. —Hizo una pausa—. Ahora ya no escribe ni una palabra de aquello, pero entonces sus cartas estaban llenas de elogios hacia una señorita que formaba parte de un grupo al que él se unió durante el viaje. Y yo no pude menos que sospechar que estaba pensando en volver a casarse.
—¡Un segundo matrimonio! —exclamó Lascelles—. ¿Y tan pronto después de la muerte de su hermana? ¡Vaya, me parece un escándalo! Y qué triste debió de ser para usted.
Henry asintió, compungido.
Después de una pausa, Lascelles dijo:
—Supongo que antes no daría muestras de buscar el trato de otras damas. Me refiero en vida de la señora Strange. Le hubiera causado un gran sufrimiento.
—¡No! ¡En absoluto! —gritó Henry.
—Si lo he ofendido, le ruego me perdone. No era mi intención menospreciar a su hermana, una mujer encantadora. Pero estas cosas son frecuentes, ¿comprende? Especialmente entre hombres de cierta mentalidad. —Lascelles alargó la mano hacia las cartas, que estaban en la mesa. Las revolvió con un dedo hasta encontrar la que buscaba—. En esta misiva —dijo, pasando la mirada por los renglones—, el señor Strange escribe: «Jeremy me dice que no hiciste lo que te pedí. Pero no importa; lo hizo él, y el resultado es el que yo imaginaba.» —Bajó la carta y sonrió afablemente a Woodhope—. ¿Qué le pidió el señor Strange que hiciera y usted no hizo? ¿Quién es Jeremy y qué resultado es ése?
—El señor Strange... el señor Strange me pidió que exhumara el féretro de mi hermana. —Henry bajó la cabeza—. No lo hice, desde luego. Entonces él escribió a su criado, un tal Jeremy Johns. Un insolente.
—¿Y Johns exhumó el cadáver?
—Sí. En Clun tiene un amigo que es sepulturero. Lo hicieron entre los dos. No puedo decirles lo que sentí cuando me enteré...
—Sí, por supuesto. Pero ¿qué encontraron?
—¿Qué habían de encontrar, sino el cadáver de mi pobre hermana? Pero ellos dijeron que no. Les dio por contar una historia absurda.
—¿Qué contaron?
—Yo no repito habladurías de criados.
—Por supuesto. Pero el señor Norrell desea que, sólo por un momento, deje de lado ese loable principio y hable clara y abiertamente, como le ha hablado él.
Henry se mordió el labio.
—Dijeron que en el féretro había un tronco de madera negra.
—¿Y no había cadáver? —preguntó Lascelles.
—No había cadáver.
Lascelles miró a Norrell. Éste se miró las manos, apoyadas en el regazo.
—Pero ¿qué tiene que ver la muerte de mi hermana? —preguntó Henry frunciendo el entrecejo. Miró a Norrell—. De lo que usted ha dicho antes, deduzco que no hubo nada extraordinario en su muerte. ¿No ha dicho que no hubo magia?
—¡Oh, al contrario! —exclamó Lascelles—. Algo de magia hubo, desde luego. ¡De eso no cabe duda! La cuestión es quién la obraba.
—¿Cómo?
—No le niego que ésas son cosas muy profundas para mí. Cosas de las que sólo el señor Norrell puede hablar.
Henry miraba a uno y otro, confuso.
—¿Quién está ahora con Strange? —preguntó Lascelles—. Tendrá criados, supongo.
—No. No tiene criados propios. Creo que lo atienden los de su casero. Esos amigos de Venecia son una familia inglesa. Parecen gente rara, muy aficionada a los viajes, tanto las mujeres como el caballero.
—¿Nombre?
—Greystone o Greyfield. No lo recuerdo exactamente.
—¿Y de dónde son esos Greystone o Greyfield?
—No lo sé. No creo que Strange me lo haya dicho. El caballero era médico de un barco, según creo, y su difunta esposa era francesa.
Lascelles asintió con la cabeza. La habitación estaba ahora tan oscura que Woodhope no distinguía las caras de los otros dos hombres.
—Está usted pálido, señor Woodhope. Parece cansado —observó Lascelles—. ¿Será que el aire de Londres no le sienta bien?
—Duermo muy mal. Desde que empezaron a llegar esas cartas tengo pesadillas.
Lascelles asintió.
—A veces un hombre intuye cosas que no diría ni hablando consigo mismo. Usted estima mucho al señor Strange, ¿verdad?
Quizá se pueda perdonar a Henry Woodhope su expresión de leve perplejidad, puesto que no podía adivinar adónde quería ir a parar el señor Lascelles, pero sólo dijo:
—Gracias por su consejo, señor Norrell. Haré lo que me ha sugerido. Ahora, si me permite recuperar mis cartas...
—¡Ah! Bien, en cuanto a ese extremo —dijo Lascelles—, al señor Norrell le gustaría conservarlas algún tiempo. Cree poder sacar de ellas mucha información. —Pareció que Woodhope iba a protestar, por lo que agregó con leve tono de reproche—: ¡Él sólo piensa en el señor Strange! Es por su bien.
Y Henry Woodhope dejó las cartas en poder de Norrell y Lascelles.
Cuando el visitante se fue, Lascelles dijo:
—Nuestro siguiente paso debe ser enviar a alguien a Venecia.
—¡Exacto! Me gustaría conocer la verdad de todo eso.
—Sí, claro. —Soltó una breve carcajada despectiva—. La verdad...
Norrell lo miró parpadeando rápidamente, pero Lascelles no explicó el significado de su risa.
—No sé a quién podríamos enviar —prosiguió Norrell—. Italia está muy lejos. Dicen que se tarda casi dos semanas en llegar. No podría prescindir de Childermass durante tanto tiempo.
—Hum. Yo no pensaba necesariamente en Childermass. Es más, hay varios factores que desaconsejan enviarlo a él. Usted mismo sospecha que simpatiza con las ideas de Strange. Me parece peligroso que los dos se reúnan en un país extranjero, desde donde podrían conspirar contra nosotros. No; ya sé a quién podemos mandar.
Al día siguiente, los criados de Lascelles salieron a recorrer varias zonas de la ciudad. Algunos de los lugares que visitaban eran sórdidos, como los barrios bajos de St. Giles, Seven Dials y Saffron Hill, otros eran elegantes y nobles como Golden Square, St. James y Mayfair. Reunieron a una extraña miscelánea de gentes: sastres, guanteros, sombrereros, zapateros, prestamistas (éstos, en gran número), alguaciles y guardianes de retenes para morosos, y los condujeron a casa de Lascelles, en Bruton Street. Cuando los tuvieron a todos congregados en la cocina (el señor de la casa no estaba dispuesto a recibir gente semejante en el salón), Lascelles bajó y entregó a cada uno cierta suma de dinero por cuenta de otra persona. Era, les dijo con una fría sonrisa, un acto de caridad. Al fin y al cabo, si una persona no puede mostrarse caritativa en Navidad, ¿cuándo?
Tres días después, en la fiesta de San Esteban, el duque de Wellington apareció en Londres de improviso. Hacía un año que su excelencia se hallaba en París, al mando de los ejércitos aliados. En realidad, se puede decir que por entonces Wellington gobernaba Francia. Ahora se había planteado la cuestión de si los ejércitos aliados debían permanecer en Francia o regresar a sus países respectivos (como querían los franceses). Durante todo el día, el duque estuvo reunido con lord Castlereagh, ministro de Asuntos Exteriores, tratando de esa importante cuestión, y por la noche cenó con los ministros en una casa de Grosvenor Square.
Apenas habían empezado a cenar cuando la conversación decayó (hecho insólito entre tantos políticos). Los ministros parecían esperar a que alguien abordara cierto tema. Lord Liverpool, el primer ministro, carraspeó con cierto nerviosismo y dijo:
—Suponemos que no se habrá enterado, pero se han recibido noticias de Italia de que el señor Strange se ha vuelto loco.
El duque se quedó con la cuchara en el aire, a medio camino de la boca. Miró en torno y siguió tomando la sopa.
—No parece afectado por la noticia —dijo lord Liverpool.
Su excelencia se enjugó los labios con la servilleta.
—No lo estoy.
—¿Querría decirnos por qué no? —preguntó sir Walter Pole.
—El señor Strange es un excéntrico. Puede parecer loco a las personas que tiene alrededor. Supongo que no están habituadas a los magos.
Los ministros no encontraron el argumento tan convincente como Wellington creía y empezaron a poner ejemplos de la conducta de Strange: su insistencia en que su esposa no había muerto, la extraña idea de que las personas tenían velas dentro de la cabeza y la aún más rara circunstancia de que ya no era posible transportar piñas tropicales a Venecia.
—Los barqueros que llevan la fruta del continente dicen que las piñas salen volando de la barca como disparadas por un cañón —dijo lord Sidmouth, un hombre pequeño y enjuto—. Llevan fruta de otras clases, desde luego, manzanas, peras, etcétera, que no ocasionan problemas, pero las piñas voladoras ya han lesionado a varias personas. Nadie se explica por qué el mago siente tanta aversión por esa fruta en particular.
El duque no parecía impresionado.
—Esas cosas no demuestran nada. Puedo asegurarles que en la Península hacía excentricidades aún mayores. Pero si realmente está loco, sus motivos tendrá. Si quieren un consejo, caballeros, no se preocupen por ese asunto.
Hubo silencio mientras los ministros trataban de adivinar el significado de esas palabras.
—¿Quiere decir que podría haber enloquecido deliberadamente? —dijo uno de ellos con incredulidad.
—Es lo más seguro —respondió el duque.
—Pero ¿por qué? —preguntó otro.
—No tengo la menor idea. En la Península aprendimos a no cuestionar lo que hacía. Antes o después, se descubría que todos sus asombrosos actos formaban parte de su magia. Encomendarle una misión y no mostrar sorpresa por lo que haga: ésa, caballeros, es la manera de tratar a un mago.
—Ah, es que su excelencia todavía no lo sabe todo —dijo el primer lord del Almirantazgo con vehemencia—. Hay algo peor. Se dice que está rodeado de Oscuridad Constante. El orden natural de las cosas se ha subvertido y toda una parroquia de la ciudad de Venecia está sumida en una noche sin fin.
Lord Sidmouth declaró:
—Hasta su excelencia tendrá que reconocer que un manto de eterna oscuridad no augura nada bueno. Por grandes que sean los servicios que ese hombre prestara al país, no podemos pretender que un manto de eterna oscuridad sea buena señal.
Lord Liverpool suspiró.
—Lamento mucho que haya sucedido esto. Uno siempre podía hablar con Strange como si fuera una persona corriente. Yo confiaba en que pudiese explicarnos las acciones de Norrell. Ahora tendremos que buscar a alguien que nos explique las de Strange.
—Podríamos consultar al señor Norrell —sugirió Sidmouth.
—No creo que podamos esperar de él un juicio imparcial —dijo sir Walter Pole.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó el primer lord del Almirantazgo.
—Mandar una carta a los austriacos —repuso el duque de Wellington con su determinación habitual—. Una carta para recordarles el vivo interés que el príncipe regente y el gobierno británico sentirán siempre por el bienestar del señor Strange; recordarles la gran deuda que Europa contrajo con el señor Strange durante las últimas guerras, por su valentía y sus conocimientos de magia. Recalcarles cuál sería nuestro desagrado si llegáramos a enterarnos de que le había sucedido algo malo.
—¡Ah! —dijo lord Liverpool—. Ahí me permito disentir, excelencia. Me parece que si algo malo llega a sucederle a Strange, no provendrá de los austriacos. Lo más probable es que provenga del propio Strange.
A mediados de enero, un librero llamado Titus Watkins publicó un libro titulado Las Cartas Negras, que, se afirmaba, eran las enviadas por Strange a Henry Woodhope. Corrían rumores de que Norrell había pagado los gastos de la edición. Woodhope juraba que él no había autorizado la publicación de las cartas. También decía que algunas se habían modificado. Se habían eliminado todas las referencias al tratamiento aplicado por Norrell a lady Pole y se habían introducido cosas que parecían sugerir que Strange había asesinado a su esposa sirviéndose de la magia.
Por las mismas fechas, un amigo de lord Byron, un tal Scrope Davies, causó sensación declarando que pensaba demandar al señor Norrell en nombre de lord Byron por haber intentado apropiarse de la correspondencia personal de milord por medio de la magia. Scrope Davies visitó a un abogado en Lincoln’s Inn y firmó una declaración jurada en la que manifestaba que recientemente había recibido varias cartas de lord Byron en las que su señoría se refería al Pilar de Constante Oscuridad que cubría la parroquia de Santa Maria Sobendigo [sic] de Venecia y a la locura de Jonathan Strange. Scrope Davies puso las cartas en su vestidor, en sus habitaciones de Jermyn Street, en St. James. Una noche —según creía recordar, la del 7 de enero—, estaba vistiéndose para ir a su club. Las cartas de Byron estaban encima del tocador. Al ir a coger el cepillo del pelo, Davies observó que las cartas temblaban como hojas secas al impulso de la brisa. Pero allí no había brisa que justificara aquel movimiento y, en un principio, se quedó desconcertado. Levantó las cartas y vio que también la escritura parecía afectada por un fenómeno extraño. Los trazos de la pluma se desprendían del papel y ondeaban como ropa tendida al viento. De pronto, comprendió que debían de estar bajo la influencia de un hechizo. Davies, como buen jugador profesional que era, poseía perspicacia y presencia de ánimo. Rápidamente, metió las cartas dentro de una Biblia, entre las páginas del Evangelio según san Mateo. Hablando después con unos amigos, dijo que él era lego en materia de magia, pero le había parecido que nada mejor que las Sagradas Escrituras para vencer un hechizo hostil. Después, en todos los clubs londinenses se comentaba jocosamente que lo más extraordinario del hecho no era que Norrell hubiera tratado de apropiarse de las cartas, sino que un libertino y un borracho como Scrope Davies tuviera una Biblia.