25. La educación de un mago (Septiembre – diciembre de 1809)
LA primera mañana de su aprendizaje, Strange fue invitado a un desayuno temprano en Hanover Square. Cuando los dos magos se sentaban a la mesa, el señor Norrell dijo:
—Me he tomado la libertad de trazarle un programa de estudios para los tres o cuatro próximos años.
Strange pareció sobresaltarse al oír hablar de tres o cuatro años, pero no dijo nada.
—Es tan poco tiempo que no creo que podamos conseguir gran cosa, por mucho empeño que yo ponga en ello —prosiguió Norrell con un suspiro.
Le entregó una docena de hojas cubiertas de su pequeña y pulcra caligrafía, con una larga lista, dispuesta en tres columnas, de las distintas clases de magia1 .
Strange miró la lista y admitió que lo que tenía que aprender era más de lo que había imaginado.
—Ah, cómo lo envidio —dijo Norrell—. Realmente, lo envidio. La práctica de la magia está plagada de frustraciones y decepciones, pero su estudio es un deleite constante. Todos los grandes magos de Inglaterra son tus compañeros y tus guías. La constancia en el trabajo es recompensada con un aumento de conocimientos y, aún mejor, ¡si no quieres, no tienes ni que mirar a la cara a tus semejantes en todo un mes!
Por un momento pareció extasiarse con la contemplación de tan feliz estado, pero enseguida reaccionó y propuso no demorar más tiempo el placer de iniciar la educación de Strange e ir a la biblioteca inmediatamente.
La biblioteca, en el primer piso, era una bella habitación que reflejaba los gustos de su dueño, el cual acudía a ella para su solaz y recreo. Drawlight lo había convencido de que siguiera la moda de colocar pequeños espejos en los rincones, en distintos ángulos. Ello hacía que cuando menos lo esperabas, te sorprendiera un rayo de luz plateada o el reflejo de alguien que pasaba por la calle. Las paredes estaban empapeladas en verde pálido, con dibujo de hojas de roble y nudosas ramitas, y en el techo ligeramente abovedado se había pintado el dosel de una diáfana fronda primaveral. Todos los libros estaban encuadernados en piel de becerro natural, con el título estampado en el lomo en mayúsculas de plata. Entre tanta elegancia y armonía, chocaba un poco ver tantos huecos entre los libros y estantes completamente vacíos.
Ambos magos se sentaron uno a cada lado de la chimenea.
—Si me permite —dijo Strange—, para empezar, me gustaría hacerle unas preguntas. Confieso que lo que el otro día le oí decir a propósito de los duendes y demás seres sobrenaturales me dejó perplejo, y si no fuera mucho pedir, le rogaría que me hablara de esa cuestión. ¿A qué peligros se expone un mago al utilizarlos? ¿Y qué opinión le merece su utilidad?
—Su utilidad se ha exagerado mucho y el peligro se ha minimizado.
—Entonces ¿cree que los duendes son demonios, como piensan algunos?
—Al contrario, estoy seguro de que la opinión general que se tiene de ellos es la acertada. ¿Conoce los escritos de Chaston al respecto? No me sorprendería que Chaston se hubiera acercado mucho a la verdad2 . No; mi objeción a los duendes responde a otro concepto. Dígame, ¿por qué cree que la magia inglesa depende, o parece depender, en tan gran medida de la ayuda de los seres sobrenaturales?
Strange reflexionó un momento.
—Seguramente porque toda la magia inglesa arranca del Rey Cuervo, que fue educado en una corte feérica, donde aprendió su magia.
—Estoy de acuerdo en que el Rey Cuervo es la causa, pero no en el sentido que usted supone. Tenga en cuenta, señor Strange, que, mientras gobernaba Inglaterra del Norte, el Rey Cuervo también regía un país de duendes. Tenga en cuenta que nunca hubo otro monarca que reinara sobre dos razas tan distintas. Tenga en cuenta que era tan gran rey como mago, circunstancia que casi todos los historiadores tienden a pasar por alto. No me cabe duda de que su mayor preocupación era unir a sus dos pueblos y que, a fin de realizar esta tarea, exageraba deliberadamente el papel que hadas y duendes desempeñaban en la magia. Con ello fomentaba entre sus súbditos humanos la estima hacia las criaturas sobrenaturales, proporcionaba a éstas una ocupación útil y hacía que cada pueblo deseara la compañía del otro.
—Sí —dijo Strange, pensativo—. Comprendo.
—Yo creo que hasta los más grandes aureates se equivocaban al calcular la medida en que hadas y duendes son necesarios en la magia de los humanos —prosiguió Norrell—. ¡Fíjese en Pale! Consideraba a sus criados duendes esenciales para la práctica de su arte, y llegó a escribir que sus mayores tesoros eran los tres o cuatro espíritus que habitaban en su casa. No obstante, yo soy el ejemplo de que casi todas las clases de magia respetables son perfectamente posibles sin ayuda de nadie. ¿He hecho yo algo que precisara la ayuda de un duende?
—Lo comprendo —dijo Strange, imaginando que la pregunta de Norrell era retórica—. Y confieso que esa idea es nueva para mí. No la he visto en ningún libro.
—Yo tampoco. Desde luego, hay clases de magia totalmente imposibles sin los duendes. Habrá ocasiones, y confío de corazón en que sean pocas, en que usted y yo tendremos que tratar con criaturas perniciosas. Por supuesto, será necesario obrar con la mayor precaución. Es casi seguro que cualquier duende que invoquemos ya habrá tratado con magos ingleses y estará ansioso por recitar los nombres de todos los grandes magos a los que ha servido y los servicios que ha prestado a cada uno de ellos. Entenderá las fórmulas y los procedimientos de esas relaciones mucho mejor que nosotros. Eso nos sitúa (nos situará) en desventaja. Puede estar seguro, señor Strange, de que en ningún sitio se conoce la decadencia de la magia inglesa mejor que en las Otras Tierras.
—No obstante, esas criaturas ejercen gran fascinación en el común de las gentes —observó Strange, meditabundo—. Quizá si de vez en cuando emplease usted a alguna en su trabajo, eso ayudara a hacer nuestro arte más popular. Existen todavía muchos prejuicios contra el uso de la magia en la guerra.
—¡Oh, por supuesto! —exclamó Norrell airadamente—. ¡La gente cree que sin hadas ni duendes no puede haber magia! Para nada se toma en consideración la habilidad y la ciencia del mago. No, señor Strange; con ese argumento no me convencerá para que me sirva de duendes. ¡Antes al contrario! Hace cien años, el historiógrafo de la magia Valentine Munday negó que existieran las Otras Tierras. Pensaba que todos los que decían haber estado allí eran unos embusteros. En eso se equivocaba, pero yo siento viva simpatía por su actitud, y me gustaría contribuir a extenderla. Por otra parte —agregó, pensativo—, a continuación Munday negó la existencia de América, luego la de Francia, etcétera. Tengo entendido que a su muerte hacía tiempo que había dado Escocia por perdida y empezaba a alimentar dudas respecto a Carlisle... Aquí tengo su libro3 . —Se levantó y lo sacó del estante; pero no se lo dio enseguida.
Tras un momento de silencio, Strange preguntó:
—¿Me aconseja que lo lea?
—Sí, desde luego; creo que debe leerlo.
Strange esperaba, pero Norrell seguía mirando el libro que tenía en la mano como si no supiera qué hacer con él.
—En tal caso, debería dármelo —dijo Strange con suavidad.
—Sí, desde luego.
Se acercó con cautela, y sostuvo el volumen con los brazos extendidos unos instantes antes de echarlo bruscamente en la mano de Strange con un movimiento extraño, como si no fuera un libro sino un pajarito que no quisiera separarse de él y al que hubiera que soltar por sorpresa. Absorto en la maniobra, no miraba a Strange, y fue una suerte, porque éste hacía grandes esfuerzos por no reírse.
Norrell se quedó unos instantes mirando tristemente su libro en las manos de otro mago.
Pero una vez se hubo desprendido de un ejemplar, pareció que la parte más dolorosa de la prueba estaba superada. Media hora después, recomendaba a Strange otro libro, y fue en su busca casi con naturalidad. A mediodía ya le señalaba tomos de los estantes y dejaba que los sacara él. Al término de la jornada le había prestado gran número de libros, diciéndole que esperaba que los hubiese leído antes de una semana.
Un día entero de conversación y estudio era un lujo que no podían permitirse a menudo: generalmente, debían dedicar una parte del día a atender a las visitas del señor Norrell, ya fueran de las elegantes, cuyo trato aún creía indispensable cultivar, ya de miembros de los distintos departamentos del gobierno.
Al cabo de dos semanas, el entusiasmo de Norrell por su nuevo discípulo no tenía límites.
—Con una vez que se le explique una cosa, la entiende inmediatamente
—le dijo a sir Walter—. Recuerdo bien que me costó semanas de esfuerzo llegar a comprender las conjeturas sobre la predicción de cosas venideras de Pale, y el señor Strange ya dominaba esta dificilísima teoría al cabo de poco más de cuatro horas.
—No me cabe duda —sonrió sir Walter—. No obstante, me parece que no da usted a sus propios logros todo el mérito que merecen. El señor Strange tiene la ventaja de disponer de un maestro que le explica lo más difícil, mientras que usted no lo tuvo. Usted le ha allanado el camino.
—¡Ah! —exclamó Norrell—. Pero cuando el señor Strange y yo nos pusimos a comentar las conjeturas, descubrí que tenían una aplicación mucho más amplia de lo que suponía. Porque sus preguntas, ¿comprende?, me descubrieron otra perspectiva de las ideas del doctor Pale.
—Celebro que haya encontrado usted a un amigo con el que pueda compenetrarse. Nada hay que sea más reconfortante.
—¡Coincido con usted sir Walter! ¡Completamente!
La admiración que sentía Strange por Norrell era más moderada. Su pesadez y sus rarezas no dejaban de atacarle los nervios, y mientras Norrell hacía a sir Walter grandes elogios de Strange, éste se quejaba de Norrell a Arabella.
—A estas alturas, aún no sé qué pensar de él. Es, al mismo tiempo, el hombre más extraordinario de la época y el más irritante. Esta mañana ha interrumpido dos veces la conversación porque le parecía que había un ratón en la biblioteca. Siente una gran aversión hacia los ratones. Dos lacayos, dos doncellas y yo hemos tenido que mover todos los muebles buscando el animalito, mientras él permanecía junto a la chimenea paralizado de miedo.
—¿No tiene gato? —preguntó Arabella—. Pues debería tener uno.
—¡Oh, imposible! Odia a los gatos aún más que a los ratones. Me ha dicho que si tiene la desgracia de entrar en una habitación en la que haya un gato, antes de una hora se le llena el cuerpo de granos.
Norrell deseaba sinceramente instruir bien a su discípulo, pero no era fácil desechar los hábitos de secretismo y disimulo cultivados durante toda una vida. Un día de diciembre en que la nieve caía de un cielo gris verdoso en copos grandes y esponjosos, los dos magos estaban en la biblioteca. El movimiento lento y oscilante de la nieve en las ventanas, el calor del fuego y los efectos de una gran copa de jerez que imprudentemente había aceptado de Norrell se combinaban para amodorrar a Strange, que, con la cabeza apoyada en la mano, casi cerraba los ojos.
Norrell hablaba.
—Ha habido magos que han tratado de encerrar poderes mágicos en un objeto físico —dijo, haciendo una cúpula con los dedos—. No es una operación difícil y el objeto puede ser cualquier cosa que el mago elija. Árboles, joyas, libros, balas y sombreros han sido utilizados para ese fin en uno u otro momento. —Se miró la yema de los dedos frunciendo el entrecejo—. Depositando una parte de su poder en el objeto de su elección, el mago trata de prevenir la pérdida de facultades que, de forma inevitable, acarrean la enfermedad y la vejez. Yo mismo, más de una vez, he sentido la tentación de hacerlo, ya que un fuerte resfriado o un dolor de garganta pueden afectar seriamente mis dotes. No obstante, después de pensarlo bien, he decidido que tal división de poderes es perniciosa. Examinemos el caso de los anillos. Desde hace tiempo se los considera muy aptos para esa clase de magia, a causa de su pequeño tamaño. Un hombre puede lucir un anillo en el dedo durante años sin provocar el menor comentario, lo que no ocurriría si mostrara igual predilección por un libro o un guijarro... No obstante, apenas encontraríamos en toda la historia a un solo mago que, después de verter una parte de su arte y su poder en un anillo mágico, no lo haya extraviado y haya sufrido mil vicisitudes para recuperarlo. Ahí tenemos, por ejemplo, al maestro de Nottingham, del siglo doce, cuya hija confundió su anillo mágico con una baratija y se lo puso para ir a la feria de San Mateo. Aquella joven atolondrada...
—¿Qué? —exclamó de pronto Strange.
—¿Qué? —repitió Norrell, sobresaltado.
Strange lo miraba inquisitivamente y él le sostuvo la mirada un poco intimidado.
—Le ruego me perdone, pero no sé si lo he entendido bien. ¿Habla de poderes mágicos introducidos en anillos, piedras, amuletos y otros objetos por el estilo?
Norrell asintió con cautela.
—Pero creí, que había dicho... Bien —rectificó, tratando de suavizar el tono—, hace unas semanas me pareció que decía que los anillos y las piedras mágicas eran una fábula.
Norrell observó a su discípulo, alarmado.
—¿Quizá estoy equivocado?
Norrell no dijo nada.
—Estoy equivocado —concluyó Strange—. Le ruego me perdone por haberlo interrumpido. Continúe, por favor.
Pero el maestro, aunque parecía aliviado por la conclusión sacada por su alumno, no estaba en disposición de continuar, y propuso tomar una taza de té, a lo que Strange asintió de buen grado4 .
Aquella noche, Strange le contó a Arabella todo lo que Norrell había dicho y todo lo que él le había respondido.
—¡Ha sido de lo más extraño! Estaba tan azorado porque lo hubiese pillado en falta que no sabía qué decir. He tenido que ser yo el que le pusiera en la boca nuevas mentiras. El que conspirara con él contra mí mismo.
—No lo entiendo —dijo Arabella—. ¿Por qué había de contradecirse de ese modo?
—Oh, está empeñado en guardarse para sí ciertas cosas, eso es evidente..., y supongo que no siempre puede acordarse de qué ha de permanecer en secreto y qué no. ¿Recuerdas que te dije que había huecos en las estanterías de la biblioteca? Bien, parece ser que el mismo día en que me aceptó en calidad de discípulo, mandó vaciar cinco estantes y enviar los libros a Yorkshire, porque habría sido peligroso que yo pudiera leerlos.
—¡Santo cielo! ¿Cómo te has enterado?
—Drawlight y Lascelles me lo han dicho. Con gran regodeo.
—¡Bellacos de mala fe!
Norrell se llevó un disgusto al enterarse de que el aprendizaje de Strange debía quedar interrumpido durante uno o dos días, mientras él y Arabella buscaban casa.
—Lo malo es la esposa —le dijo a Drawlight con un suspiro—. Si fuera soltero, no creo que hubiese tenido inconveniente en venir a vivir conmigo.
Drawlight se alarmó de que a Norrell se le hubiera ocurrido semejante idea y, para prevenir toda posible reincidencia, tomó la precaución de decir:
—¡Oh, pero, señor mío! ¡Piense en su trabajo para el Almirantazgo y el Ministerio de la Guerra, tan importante y confidencial! La presencia de otra persona en la casa sería un grave inconveniente.
—¡Es que el señor Strange va a ayudarme en eso! —repuso Norrell—. Yo no debo privar al país de su talento. El pasado jueves, el señor Strange me acompañó al Almirantazgo a visitar a lord Mulgrave. Creo que al principio lord Mulgrave se disgustó al ver que lo llevaba conmigo...
—¡Porque milord está acostumbrado a la superior calidad de su magia!Imagino que pensará que un simple amateur, por mucho talento que pueda poseer, no debe intervenir en los asuntos del Almirantazgo.
—... pero cuando milord oyó las ideas de Strange para derrotar a los franceses por la magia, me miró con una amplia sonrisa y dijo: «Señor Norrell, usted y yo empezábamos a anquilosamos. Nos hacía falta sangre nueva para cobrar brío, ¿eh?»
—¿Lord Mulgrave dijo eso? ¡Y a usted! ¡Qué abominable grosería! Supongo que le lanzaría usted una de sus miradas fulminantes.
—¿Qué? —Norrell, absorto en su propio relato, no prestaba atención a lo que pudiera decir Drawlight—. Ah, le dije... dije: «Estoy totalmente de acuerdo, milord. Pero espere a oír todo lo que tiene que decir el señor Strange. ¡No ha oído ni la mitad!»
Y no era el Almirantazgo únicamente: también el Ministerio de la Guerra y demás estamentos del gobierno tenían razones para celebrar el advenimiento de Jonathan Strange. De la noche a la mañana, muchas cosas que antes eran difíciles parecían ahora fáciles. Hacía tiempo que los ministros de su majestad tenían depositadas grandes esperanzas en un plan para enviar pesadillas a los enemigos de Gran Bretaña. El ministro de Asuntos Exteriores lo había propuesto ya en enero de 1808, y durante más de un año Norrell se había aplicado con diligencia a mandar a Napoleón Buonaparte una pesadilla cada noche, de resultas de lo cual no había ocurrido absolutamente nada. El imperio de Buonaparte no se había hundido y el propio emperador había marchado a la batalla tan sereno como siempre. Por lo tanto, al fin se pidió a Norrell que desistiera. Sir Walter y el señor Canning convinieron en privado en que el plan había fracasado porque el mago no poseía talento para crear horrores. Canning se lamentó de que las pesadillas que el señor Norrell había enviado al emperador (la mayor parte relacionadas con un capitán de dragones que se escondía en su armario) eran de una ingenuidad que no hubiese asustado ni a la institutriz de sus hijos, y no digamos al conquistador de media Europa. Durante algún tiempo trató de convencer a los otros ministros de que encargaran al señor Beckford, al señor Lewis y a la señora Radcliffe la creación de sueños de vívido horror para que Norrell los introdujera en la cabeza de Buonaparte. Pero los otros ministros consideraban que una cosa era utilizar a un mago y otra muy distinta recurrir a novelistas, y no estaban dispuestos a rebajarse tanto.
Con la llegada de Strange se recuperó el plan. Strange y Canning sospechaban que el malvado emperador francés era inmune a ataques tan insustanciales como los sueños, por lo que decidieron centrar su atención en el zar Alejandro de Rusia, su aliado. Tenían la ventaja de contar con numerosos amigos en la corte de Alejandro, nobles rusos que habían ganado mucho dinero vendiendo madera a Gran Bretaña y estaban deseosos de volver a negociar con los ingleses, y con la colaboración de una dama escocesa, valerosa e inteligente, casada con el ayuda de cámara de Alejandro.
Enterado de que Alejandro era hombre muy impresionable e inclinado al misticismo, Strange decidió enviarle un sueño lleno de portentos y símbolos siniestros. Durante siete noches consecutivas, Alejandro soñó que se sentaba a gozar de una espléndida cena en compañía de Napoleón Buonaparte, en la que les servían una excelente sopa de venado. Pero, nada más probarla, el emperador se levantaba bruscamente gritando: «J’ai une faim qui ne saurait se satisfaire de potage»5, y entonces se convertía en una loba que devoraba, primero, al gato de Alejandro, después, al perro y el caballo y, a continuación, a su bonita amante turca. Y mientras la loba se dedicaba a devorar a los amigos y parientes de Alejandro, el vientre se le abría y salían gato, perro, caballo, amante turca, amigos, parientes y demás, terriblemente desfigurados. Y la loba seguía comiendo y creciendo, hasta que se hacía tan grande como el Kremlin y entonces se giraba agitando unas tetas enormes, con las fauces ensangrentadas, decidida a devorar todo Moscú.
—No puede haber nada deshonroso en mandarle un sueño que lo ayude a comprender que hace muy mal al confiar en Buonaparte, porque al fin Buonaparte lo traicionará —le explicó Strange a Arabella—. Lo mismo podría decirle con una carta. Comete un gran error y Buonaparte lo traicionará; nada puede haber más seguro.
La dama escocesa no tardó en informar de que el zar estaba muy alterado por aquellos sueños y, al igual que el rey Nabucodonosor de la Biblia, había mandado llamar a astrólogos y adivinos para que los interpretaran... y ellos así lo hicieron enseguida.
Strange envió más pesadillas al zar.
—Siguiendo su consejo —le dijo a Canning—, las he hecho más oscuras y difíciles de interpretar, para que sus hechiceros tengan algo en qué ocuparse.
La infatigable Janet Archibaldovna Barsukova muy pronto pudo dar la satisfactoria noticia de que Alejandro descuidaba los asuntos del gobierno y la guerra y se pasaba el día cavilando sobre sus sueños y consultando astrólogos y hechiceros, y que cada vez que recibía una carta del emperador Napoleón Buonaparte, palidecía y se estremecía visiblemente.